–Gracias por traerme mis cosas, papá, y gracias, Fer, por conducir –la visión del macuto y el iPad no podía ser más bienvenida en esa casa extraña para él.
El padre de Pedro respondió con un gruñido y Fer agitando una mano en el aire, contenta de tener una oportunidad para husmear en la cocina.
–¿Dónde guardaba Melisa el café?
–No sabría decírtelo.
–En un momento como este hace falta un café. ¿No preparó Paula café? Y también pastas, donuts. Al menos debería haberte ofrecido un paquete de Oreo.
–En defensa de Paula, diré que no esperaba recibir a nadie –Pedro se esforzó por no sonreír–. Seguro que su madre tiene mucha comida sobrante. Si os apetece acercaros un rato…
–¡Señor! –Fer inspeccionó la cafetera eléctrica de Melisa–. Remilgada y claramente pretenciosa. Eso es lo que es. Si yo fuera tú, arrojaría esta cosa a la basura y compraría una buena cafetera de filtro.
–Veré lo que puedo hacer –lo que no le explicó a Fer era que a él le parecía bastante práctica.
Había descubierto que la tecnología existía en el mundo de las cafeteras cuando Patricia, la prometida de su amigo Heath, la había incluido en la lista de bodas. La maldita máquina también había resultado ser cara. Pensar en sus compañeros SEAL le recordó que debía llamar y explicar por qué no estaría de regreso en la base según lo programado.
–¿Ya has terminado? –Javier se unió a ellos–. Empieza mi programa.
–Por el amor de Dios, Javi –Fer frunció el ceño– ¿no has oído hablar del video con grabadora?
–¿Y tú no has oído que el gobierno utiliza esos trastos para espiarnos?
–Supongo que ahora es cuando me cuentas que sentarme demasiado cerca de la pantalla me dejará ciega –la mujer puso los ojos en blanco.
–A juzgar por tu ropa –Javier se encogió de hombros–, también deberías apartar tu mecedora.
–Por el amor de Dios –Pedro le ofreció a Fer el abrigo para que se lo pusiera sobre el jersey naranja chillón–. Buscad un hotel y dejadme en paz.
–No me acostaría con tu padre aunque estuviera bañado en oro.
–Gracias por la evocadora imagen –Pedro se estremeció–. Y gracias por venir, pero ahora tengo que cuidar de dos bebés. Papá, toma las llaves. Gracias por dejarme la camioneta.
–De nada, pero ¿qué vas a conducir ahora?
–Supongo que el Hummer de Alex.
–Hablando de pretencioso –bufó Fer–. No quiero hablar mal de los muertos, pero jamás me gustó ese coche. Ni siquiera es un coche. Más bien un tanque.
–Pues no pareció disgustarte mucho el pasado invierno cuando sacaste esos rizos de Shirley Temple por el techo solar durante la cabalgata de Navidad –espetó Javier.
–Calla la boca, vejestorio. Lo que te pasa es que estás celoso porque nadie te lo pidió a ti.
Pedro se presionó las sienes y contó hasta diez. Fer y su padre siempre estaban a la gresca, pero había olvidado hasta qué punto. Al menos podrían irse cada uno en su coche.
Después de diez minutos de discusiones, al fin se marcharon. Sin embargo, Pedro no se sintió realmente en paz. Se sentía culpable por no estar más triste por la muerte de Melisa y Alex, confuso por la logística del cuidado de dos bebés, herido por ser tratado como un paria por dos familias a las que había amado, de las que había formado parte.
Menos mal que tenía a Paula.
Aunque le hubiera dejado temporalmente a cargo de todo, no estaba solo. Estaría de regreso antes de que las niñas despertaran, y esa convicción le sirvió de consuelo.
Pedro arrojó un par de leños al fuego antes de encender el iPad para descubrir que casi no le quedaba batería. Buscó el cargador en el macuto, pero el cable no llegaba al enchufe.
En busca de un alargador, se dirigió al sótano. Su primera incursión se había detenido en la caldera. Pero en la segunda visita descubrió la sala para fiestas con la que Alex y él habían soñado de adolescentes. Un bar totalmente equipado con grifos de cerveza se situaba junto a una nevera para botellas de vino. Y sobre la barra, dos jarras de cerveza sucias.
Sobre la mesa de billar descansaban las bolas desperdigadas.
A su alrededor, multitud de globos rojos decoraban la estancia. ¿Qué habían estado celebrando?
Por el rabillo del ojo vio a Paula reflejada en la pared de espejo tras la barra del bar.
–Impresionante, ¿verdad? –ella deslizó una mano sobre la mesa de póquer cubierta de cartas y fichas–. Casi tan bonito como mi bar en el puerto, aunque yo tengo más de un televisor –señaló el aparato colgado de la pared, casi la mitad de grande que su camioneta de Virginia.
–Si me permites preguntar –Pedro le dio una patada a un globo–. ¿Qué estaban celebrando?
–¿Te acuerdas de Craig Lovett, de tu clase?
Él asintió.
–Era su cumpleaños –Paula tomó las jarras sucias de cerveza y las fregó tras la barra del bar–. Me sorprende que Melisa lo dejara así todo. La limpieza era, prácticamente, su única afición.
–Qué divertido –él golpeó otro globo–. ¿Quieres que los recoja?
–Claro, gracias.
La actitud fría de Paula lo sacaba de quicio. Una parte de él quería que las cosas volvieran a ser como siempre entre ellos.Paula había sido su amiga, su apoyo. Eran capaces de hablar de cualquier cosa, desde deportes hasta política, o el mismísimo infierno.
Pero ya no estaba tan seguro de que fuera así.
Su nuevo aspecto, más refinado y curvilíneo, lo desconcertaba. No solo había cambiado físicamente, también parecía tener más confianza en sí misma. El porte erguido, los cabellos sueltos y ligeramente revueltos. Incluso le atraía el aroma que desprendía. Ya no era una mezcla de sudor y chicle, sino una compleja frescura que recordaba a pino y hielo.
–Aquí tienes una bolsa de basura –Paula se la sujetó abierta–. ¿Qué pasa?
–No sé qué quieres decir –contestó él centrado en la tarea de recoger los globos.
–Estás tenso, como en el instituto cuando temíais que una chica se fuera a acercar a vosotros.
–Estoy cansado –Pedro sacudió la cabeza.
Cansado de toda la situación. Si Melisa y Alex no hubieran muerto, estaría sano y salvo en Virginia, o mejor aún, de misión en alguna parte, ocupado las veinticuatro horas de los siete días de la semana. Las mujeres y los niños estaban tan lejos de su radar que bien podrían tratarse de formas alienígenas.
–Yo también. Espero que tras una buena noche de sueño todo parezca menos agobiante.
Pedro sentía que debería decir algo, pero ¿qué decir cuando el pánico lo consumía? El juez lo iba a liberar de las ataduras, pero Paula tendría esa obligación de por vida. Inconcebible.
–Sí, por las mañanas todo parece siempre mejor.
****
Paula despertó al nada melódico grito de sus sobrinas. Salió corriendo de la habitación de invitados y prácticamente chocó con Pedro, que subía las escaleras a la carrera.
–Creía que habías dicho que todo parecía mejor por las mañanas –ella frunció el ceño.
–Supongo que me equivoqué. Tú agarra a la de la izquierda y yo a la de la derecha.
Paula tomó en brazos a la aullante Viviana mientras Pedro hacía lo propio con Vanesa.
–Supongo que necesitan un cambio de pañal y comer –gritó Paula para hacerse oír por encima del llanto–. ¿Qué te parece si nos dividimos?
–¿A qué te refieres? –él movió un poco a Vanesa, lo cual solo sirvió para alterarla más.
–Prepararé los biberones mientras tú te ocupas de limpiarlas.
¿Podía su hermana haberla colocado en una situación peor?
El ascenso de tía a mamá ya era bastante duro, pero añadir a un padre incompetente como Pedro era una tortura.
–¿Vas a dejarme solo con ellas? –él enarcó las cejas.
–Tengo una fe ciega en ti –Paula dejó a Viviana en la cuna y le dio una palmadita a Pedro.
Cinco minutos después, biberón en mano, Paula se dirigía escaleras arriba cuando vio bajar a Pedro con los bebés en brazos. Viviana y Vanesa tenían los ojos rojos y respiraban agitadamente, pero al menos ya no aullaban. La momentánea calma le permitió contemplar más de cerca a ese hombre. Iba desnudo de cintura para arriba. Siempre había tenido un buen cuerpo, pero su paso por la marina había hecho maravillas.
–¿Todo bien? –se encontraron a mitad de la escalera y Paula tomó a Vanesa de sus brazos.
–No. Comparada con la bomba de ayer, el cambio de pañales ha sido una tontería. Pero esta es una salvaje –tomando el biberón que ella le ofrecía, Pedro asintió hacia Viviana–. Le faltan cuatro extremidades para ser un pulpo humano. Te compadezco cuando aprenda a caminar.
Paula soltó una carcajada, aunque por dentro sintió una nueva preocupación. Las gemelas tenían aún meses por delante antes de caminar. Primero tenía que aprenderlo todo sobre comidas, cepillos de dientes, tiranías y esas cosas.
Con su carga en brazos, se sentó en el sofá.
Pedro, acunando a Viviana, se sentó en el otro extremo. En cuanto consiguió meter el biberón en la boca de la niña, la casa fue bendecida con un agradable silencio.
–Eso está mejor. Cuando hacen piña me echo a temblar.
–Yo también.
–¿Qué plan hay para hoy? –preguntó Pedro.
–Habrá que reservar cita con el juez. Y luego, quisiera traerme algunas cosas de mi casa.
–¿Crees que tu madre podría quedarse con ellas?
–No veo por qué no.
–Estupendo –él sonrió–. No sé tú, pero a mí me vendría bien una bombona de oxígeno.
–Solo llevamos levantados diez minutos –Paula sintió un extraño cosquilleo en el estómago.
–No hay una manera políticamente correcta de decirlo –Pedro se encogió de hombros–, de modo que allá voy. ¿No has pensado en seguir mis pasos y renunciar a tus derechos parentales?
–¿Te refieres a escurrir el bulto?
–Me refiero a recuperar tu vida –él frunció el ceño–. Tu madre parecía muy disgustada. ¿Por qué no darle lo que desea? Incluso puedes darle una a la madre de Alex, así cada una tendrá una nieta. Problema resuelto.
–¿Has oído ese ruido? Era el respeto que te tenía saltando por la ventana.
Estupendo.
Pedro contempló a los dos bebés que dormían. ¿Qué se suponía que debía hacer?
Desde el piso de arriba llegaba el sonido del llanto de Hattie.
Perder a Melisa debía de haber sido muy duro para ella.
De no haber pasado el duelo tras el divorcio, él también estaría muy alterado. Y luego el numerito casamentero de la carta. La pobre Paula tenía motivos para estar disgustada y Pedro esperaba que no se hubiera tomado en serio ninguna de las tonterías de su hermana.
–Señoras –murmuró–, debo echarle un vistazo a vuestra tía, pero no sé qué hacer con vosotras.
Las niñas ni se movieron.
Lentamente se dirigió a la cocina. El parque sería un lugar adecuado hasta que regresara.
Pedro subió las escaleras y se dirigió por un pasillo en busca de Paula. Tenía que detener esas lágrimas. El sonido del llanto lo estaba desgarrando.
Pasó frente a un dormitorio, un cuarto infantil y un baño antes de detenerse ante la puerta cerrada tras la que se escondía Paula. La abrió y entró en lo que parecía el dormitorio principal. También tenía una pared acristalada que ofrecía una impresionante vista nevada.
Paula lloraba acurrucada a los pies de la cama.
Pedro debería consolarla, pero lo único que hacía era pensar en Alex y Melisa en esa cama. Cómo su esposa y su mejor amigo lo habían traicionado hasta límites insospechados.
–Lo siento –despertando de su ensimismamiento, se sentó junto a Paula y la rodeó con un brazo.
Ella intensificó sus sollozos y forcejeó con él, pero Pedro la atrajo hacia sí y la sentó sobre su regazo, abrazándola con más fuerza.
–Tranquila, todo va a salir bien.
–No es verdad –Paula sacudió la cabeza–. Una parte de mí siente que es culpa mía. Le guardaba mucho rencor porque no solo consiguió a un hombre increíble, sino a dos.
Después consiguió los bebés perfectos que yo siempre había deseado. Su vida era todo lo que no era la mía. Solía desear ser ella, solo por un día. Pero nunca quise que desapareciera, Pedro. Yo la quería.
Los sollozos sacudían con fuerza el cuerpo de Paula y, por primera vez desde el divorcio, Pedro se sintió impotente.
Como SEAL había sido entrenado para manejar cualquier situación, tomar decisiones a vida o muerte en segundos, pero en esos momentos estaba bloqueado. ¿Cómo iba a consolar a Paula cuando albergaba tan malos sentimientos hacia su hermana y cuñado? ¿Cómo hacerlo cuando ambos estaban legalmente unidos para cuidar de sus hijas?
–¿Y si me está viendo desde arriba? ¿Y si sabe que envidiaba lo que ella tenía? Jamás, ni en un millón de años, quise obtenerlo de este modo. Ella significaba mucho para mí. De niñas, yo quería ser como ella. De adulta comprendí que no iba a suceder, pero eso no terminó con el deseo. Aun así, yo la amaba. Ella debe de saberlo.
–Yo también la quería, Pau –Pedro utilizó el apodó que empleaban de niños–. Y si te confió a sus hijas quiere decir que ella también te amaba muchísimo.
Paula asintió.
Pedro le acarició la barbilla y le volvió el rostro hacia él. La luz de la luna que se reflejaba sobre ella reforzaba la sensación de que estaba lejos de aquella niña y adolescente que él recordaba. Paula había crecido. Incluso bañado en lágrimas, su rostro era uno de los más bonitos que hubiera visto jamás. En muchos aspectos, como en los grandes ojos marrones y cabellos negros, se parecía a su hermana, pero Paula tenía los pómulos más marcados y los labios más carnosos. Si bien carecía de la estatura de Melisa, las generosas curvas la hacían más femenina.
–Perdona –Paula se apartó–. No pretendía asaltarte así. Menuda madre estoy hecha.
–Date un respiro. Esto es una pesadilla. Sinceramente, ni siquiera quería venir al funeral, y pensé que el tema del testamento podría solucionarse por correo electrónico. Papá me convenció.
–Hablando de tu padre, ¿ya lo sabe?
–Tengo que llamarle –Pedro sacudió la cabeza.
Paula se estremeció y se frotó los brazos. Pedro sabía que debía buscar una manta o algo para echársela encima, pero se sentía incapaz de moverse.
–Debería echar un vistazo a los bebés.
–Están bien. Si les pasa algo, les oiremos llorar.
–Pero…
–Están bien –él suspiró.
Ignorándolo, Paula salió del dormitorio. En pocos segundos se oyó el sonido de su voz arrullando a las niñas.
Pedro se sentía más que abrumado por los acontecimientos.
Al enfado contra Melisa por engañarlo con Alex se unía la prepotencia al pensar que él querría sus servicios de casamentera. Y por si eso no bastara, se le había antojado una buena idea utilizar a sus bebés como herramienta manipuladora. Aquello era una locura. Quizás años atrás la hubiera amado, pero en esos momentos ni siquiera le gustaba.
La imagen de los ojos marrones de Paula le recordó por qué no le había dicho a Benton que se fuera al infierno. Su estancia allí, en aquel dormitorio, donde Alex y Melisa habían hecho el amor, no tenía nada que ver con un sentido del deber hacia su ex, sino hacia su hermana.
Paula siempre había estado allí, a su lado, y él le debía al menos lo mismo.
Hizo una rápida llamada a su padre para explicarle resumidamente lo sucedido con el testamento y por qué se iba a alojar en casa de Melisa y Alex hasta hablar con el juez. Su padre no era muy charlatán, y en cuanto le hubo expuesto los hechos, la llamada concluyó.
–¿Te ayudo a acostarlas? –Pedro regresó al salón donde Paula les quitaba los abriguitos a los bebés.
–Genial, pero antes hay que cambiarles el pañal.
–No es la idea que tengo de pasar una rato divertido –él palideció–, pero enséñame a hacerlo.
–Quitar el pañal es bastante sencillo –llevaron a los bebés al dormitorio y Paula comenzó la clase magistral–. Así, ya está. Luego hay que limpiarlas con las toallitas, decidir si necesitan crema para el pañal, o polvos de talco, luego…
–Espera, espera, soy muy espabilado, pero normalmente trabajo con una lista de parámetros.
–No te entiendo –ella arrugó la nariz de una manera encantadora.
–Datos en los que basarme para saber si se ha producido alguna de esas contingencias.
–¿Y en un idioma que yo entienda?
–¿Qué debo buscar? ¿Cómo saber si utilizar la crema o los polvos?
–Bueno, la crema se usa si hay rojez o irritación. En cuanto a los polvos –ella se encogió de hombros–, vamos a dejarlo por ahora. Lo buscaré en internet, o le preguntaré a mamá.
–¿Quieres que lo investigue yo? Las búsquedas se me dan mejor que cambiar pañales.
–Claro, gracias –ella devolvió toda su atención a los bebés–. Aquí no parece haber nada irritado, de modo que tomamos un pañal limpio, lo abrimos, deslizamos la parte trasera bajo el… así.
–Entendido –él asintió–. ¿Y después qué?
–Levantamos la parte delantera, la ajustamos con las tiras adhesivas, volvemos a vestirla y listo.
–Espera, no habías hablado de la ropa. ¿Hay que quitársela toda?
–Eso lo estás haciendo de chiste –Paula suspiró.
–Lo digo en serio. Quiero ser útil mientras esté aquí. Lo contemplo como una misión.
–¡Vaya! Por favor, dime que no acabas de comparar a las hijas de mi hermana con una batalla –con una mano apoyada en el bebé que no paraba de moverse, ella sacó un pijama del cajón.
–¿Cómo? ¿Rechazas mi ayuda?
–Pedro, Vane y Vivi son seres vivos, no unos muñecos dibujados en un manual.
–Eso es obvio. ¿Por qué crees que te presto tanta atención? Quiero entenderlo bien. Estamos en una zona de tolerancia cero a los errores, ¿de acuerdo?
–¡Madre mía! –Paula terminó la tarea sin siquiera dirigirle una mirada.
Pedro aprovechó el desprecio de Paula para inspeccionar el cuarto de los bebés. Estaba amueblado con dos cunas, estanterías llenas de libros y juguetes, dos mecedoras y un cambiador, bajo el cual había un nutrido suministro de pañales y toallitas. En la calle no había mucho tráfico, aunque el pino plantado frente a la ventana podría suponer un problema con sus escalofriantes sombras.
En su conjunto, la impresión fue favorable.
En cuanto Paula acostó al primer bebé en la cuna, Pedro procedió a cambiarle el pañal al segundo.
Respirando hondo, comenzó a desnudarla. Como aún hacía frío, le dejó puestos los calcetines, la camiseta y el vestido.
No tuvo grandes dificultades para despegar las tiras del pañal, pero al retirar la parte delantera, le asaltó un hedor tan terrible que casi vomitó.
–¡Dios mío! –dando un paso atrás, agitó una mano en el aire–. ¿Qué le pasa? ¿Está enferma?
–Bienvenido al maravilloso mundo de los bebés –Paula lo fulminó con la mirada–. Lección ciento una: la caca apesta. Procedimiento estándar.
–Si eso último ha sido para chincharme, olvídalo. Lo hago lo mejor que puedo, ¿de acuerdo?
El gesto de indiferencia de la joven le indicó que no le había impresionado en absoluto.
–No dijiste nada de la caca –y pensar que hacía unos minutos había sentido pena por esa mujer–. ¿Se necesita algún desodorante especial? ¿Guantes protectores o gafas?
–¿Quieres que lo haga yo?
–No –contestó él en tono ofendido–. Lo he pillado.
«Por Dios bendito», Pedro tuvo que esforzarse para mantener la compostura mientras la limpiaba. ¿Eso era caca o alquitrán?
Y en ese instante cometió el error de mirar al bebé a la cara.
Sus miradas se fundieron. ¿Le estaba sonriendo? Sin duda debía de ser Viviana, la que más se parecía a Melisa.
Seguro que disfrutaba sabiendo la tortura que le estaba haciendo sufrir.
Terminó de limpiarla, bajo la supervisión de Paula, tomó un pañal limpio e intentó agarrar los tobillos de la pequeña para levantarle el trasero, pero el bebé daba tales patadas que le resultaba muy difícil. Decidiéndose por un único tobillo, intentó levantarla de lado.
–Así no –le reprendió Paula–. Tendrá una luxación antes de cumplir el año –dándole un empujón, enganchó los dos tobillos de la pequeña al primer intento.
–Por mucho que me fastidie reconocerlo –Pedro la aplaudió–, eres buena.
–Es que he practicado. Ya le pillarás el tranquillo –ella retiró el pañal sucio y se hizo a un lado–. Toda tuya.
Cuando Pedro se acercó al cambiador, los brazos de ambos se rozaron y la sensación que le produjo le sorprendió. Paula y él nunca habían sido más que amigos, ¿de qué iba todo eso? ¿Lo había sentido ella también? De ser así, no lo parecía. Seguramente se lo había imaginado todo. Pero, por otro lado, no podía quitarse de la cabeza las palabras que Melisa había escrito: Paula ha estado secretamente enamorada de ti desde que dio sus primeros pasos para poder seguirte a todas partes. ¿Sería eso cierto?
Aunque quizás la pregunta sería más bien, ¿qué sentía él por ella?
Nada romántico, eso desde luego. Desde que tenía recuerdos, ella había sido su amiga. Por una simple cuestión de cordura, decidió ignorar esa oleada de atracción en aras de colocar a Paula de nuevo en la zona segura de la amistad.
La colocación del pañal no supuso ningún problema y disfrutó alineando las tiras adhesivas milimétricamente. La precisión, sobre todo cuando se trataba de pañales, siempre era buena.
–Ya está –una sonrisa se dibujó en su rostro al ver completada la tarea–. ¿Ahora qué?
–Quítale el vestido y ponle esto –Paula le ofreció un pijama idéntico al de su gemela.
–Una idea –la tarea de desabrochar los diminutos botones resultó ser más complicada– ¿qué te parece si clasificamos a las gemelas por colores? Así sabremos quién es quién.
–¿Te refieres a vestir a Viviana de un color y a Vanesa de otro?
–Eso es. Así evitaremos descubrir cuando cumplan los dieciséis que las habíamos equivocado.
–Tu sugerencia es buena, pero no creo que corramos ese riesgo. Además, tienen un montón de ropa idéntica. No me gustaría tener que tirar todas las cosas que Melisa les compró.
–No había pensado en eso. Cuando me ponga a investigar sobre los polvos de talco, miraré si hay algo sobre cómo distinguir a los gemelos.
–Buena idea –aunque no sonrió, los ojos, aún llorosos, de Paula, brillaron divertidos.
–¿Y ahora qué? –preguntó Pedro cuando las niñas estuvieron arropadas bajo sus sábanas rosas.
–¿Sabes poner una lavadora?
–Claro.
–¿Te importaría ocuparte de ello mientras yo estoy fuera? –ella señaló un montón de ropa.
–¿Adónde vas?
–Al menos tengo que aparecer un rato por el bar. No he ido desde el día del accidente.
–Pero si es domingo. Pensaba que no se podía vender alcohol.
–Sí que has estado fuera mucho tiempo –ella le dio una palmadita en la espalda–. Hace dos años, el nuevo alcalde, forofo del fútbol, levantó la veda durante la temporada.
–Pues yo preferiría acompañarte a quedarme haciendo la colada –Pedro no era dado a hacer pucheros, pero en esa ocasión le resultó muy difícil contenerse.
–Lo siento –ella sonrió–. Uno de los dos tiene que traer la comida a casa.
–Paula Chaves, te has vuelto muy mala.
–No creas –ella se dirigió al cuarto de baño–. Solo estoy siendo práctica.
*****
Jamás en su vida se había sentido tan feliz de estar lejos de una persona. ¿Iba a tener que vivir con Pedro hasta que la liberaran legalmente de la voluntad de su hermana? ¿No podía simplemente regresar el día de la vista ante el juez?
A punto de entrar en el bar, Harvey Mitchell salió como una exhalación.
–¿Vienen a buscarte? –preguntó ella.
–La mujer ha enviado a nuestra hija a recogerme –balbuceó el hombre con alguna copa de más.
Paula esperó en la calle la llegada de la adolescente de dieciséis años, Janine, hija de Harvey. Después se dirigió al interior del bar, agradecida por el calor que la asaltó al entrar.
–Hola, cariño –Clementina Archer, su mejor amiga, la abrazó.
Amigas desde la guardería, cuando el marido de Clementina perdió su trabajo, Paula le había propuesto a su amiga trabajar con ella en el bar. Cinco años más tarde, el marido de Clementina la había abandonado, a ella y a sus dos hijos, para marcharse a Texas, pero ella seguía trabajando en el bar cuatro días a la semana.
–¿Cómo estás? Tienes que estar hecha polvo.
–Lo de estar hecha polvo ya pasó. Ahora estoy hecha un desastre.
–¿Has dejado a Pedro con las gemelas?
–No estaba muy contento –ella asintió–. Hacía pucheros como un colegial.
–¿Y qué tal va la cosa?
–¿Qué? –Paula se sirvió un zumo de naranja con hielo.
–No intentes engañarme –Clementina sacudió la cabeza–. Aparte de Melisa, yo soy la única persona que sabe lo mucho que Pedro significaba para ti. No me digas que no te afecta.
–Sí, bueno, quizás le añada un chorro de vodka a este zumo –ella se limitó a contemplar el vaso.
Miró a la clientela habitual. Todo parecía normal, y aun así nada en la vida de Paula era normal.
–Todo va bien…
–Cariño –Clementina le ofreció otro abrazo–. Dime que no sigues enamorada de él.
–No, claro que no –entonces, ¿por qué se le había acelerado el corazón cuando la había tomado en sus brazos frente al despacho del abogado, cuando la había sentado sobre su regazo para consolarla, o mientras habían dado el biberón a los bebés, sentados en el sofá?
Daba igual que Melisa ya no estuviera con ellos, Pedro siempre le pertenecería. Sus vínculos habían sido indisolubles, hasta el punto de que su hermana no solo le había pedido que criara a sus hijas, también había tenido la audacia de sugerir que se convirtiera en el hombre de Paula.