lunes, 7 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 4







Estupendo.


Pedro contempló a los dos bebés que dormían. ¿Qué se suponía que debía hacer?


Desde el piso de arriba llegaba el sonido del llanto de Hattie.


Perder a Melisa debía de haber sido muy duro para ella.


De no haber pasado el duelo tras el divorcio, él también estaría muy alterado. Y luego el numerito casamentero de la carta. La pobre Paula tenía motivos para estar disgustada y Pedro esperaba que no se hubiera tomado en serio ninguna de las tonterías de su hermana.


–Señoras –murmuró–, debo echarle un vistazo a vuestra tía, pero no sé qué hacer con vosotras.


Las niñas ni se movieron.


Lentamente se dirigió a la cocina. El parque sería un lugar adecuado hasta que regresara.


Pedro subió las escaleras y se dirigió por un pasillo en busca de Paula. Tenía que detener esas lágrimas. El sonido del llanto lo estaba desgarrando.


Pasó frente a un dormitorio, un cuarto infantil y un baño antes de detenerse ante la puerta cerrada tras la que se escondía Paula. La abrió y entró en lo que parecía el dormitorio principal. También tenía una pared acristalada que ofrecía una impresionante vista nevada.


Paula lloraba acurrucada a los pies de la cama.


Pedro debería consolarla, pero lo único que hacía era pensar en Alex y Melisa en esa cama. Cómo su esposa y su mejor amigo lo habían traicionado hasta límites insospechados.


–Lo siento –despertando de su ensimismamiento, se sentó junto a Paula y la rodeó con un brazo.


Ella intensificó sus sollozos y forcejeó con él, pero Pedro la atrajo hacia sí y la sentó sobre su regazo, abrazándola con más fuerza.


–Tranquila, todo va a salir bien.


–No es verdad –Paula sacudió la cabeza–. Una parte de mí siente que es culpa mía. Le guardaba mucho rencor porque no solo consiguió a un hombre increíble, sino a dos.
Después consiguió los bebés perfectos que yo siempre había deseado. Su vida era todo lo que no era la mía. Solía desear ser ella, solo por un día. Pero nunca quise que desapareciera, Pedro. Yo la quería.


Los sollozos sacudían con fuerza el cuerpo de Paula y, por primera vez desde el divorcio, Pedro se sintió impotente. 


Como SEAL había sido entrenado para manejar cualquier situación, tomar decisiones a vida o muerte en segundos, pero en esos momentos estaba bloqueado. ¿Cómo iba a consolar a Paula cuando albergaba tan malos sentimientos hacia su hermana y cuñado? ¿Cómo hacerlo cuando ambos estaban legalmente unidos para cuidar de sus hijas?


–¿Y si me está viendo desde arriba? ¿Y si sabe que envidiaba lo que ella tenía? Jamás, ni en un millón de años, quise obtenerlo de este modo. Ella significaba mucho para mí. De niñas, yo quería ser como ella. De adulta comprendí que no iba a suceder, pero eso no terminó con el deseo. Aun así, yo la amaba. Ella debe de saberlo.


–Yo también la quería, Pau –Pedro utilizó el apodó que empleaban de niños–. Y si te confió a sus hijas quiere decir que ella también te amaba muchísimo.


Paula asintió.


Pedro le acarició la barbilla y le volvió el rostro hacia él. La luz de la luna que se reflejaba sobre ella reforzaba la sensación de que estaba lejos de aquella niña y adolescente que él recordaba. Paula había crecido. Incluso bañado en lágrimas, su rostro era uno de los más bonitos que hubiera visto jamás. En muchos aspectos, como en los grandes ojos marrones y cabellos negros, se parecía a su hermana, pero Paula tenía los pómulos más marcados y los labios más carnosos. Si bien carecía de la estatura de Melisa, las generosas curvas la hacían más femenina.


–Perdona –Paula se apartó–. No pretendía asaltarte así. Menuda madre estoy hecha.


–Date un respiro. Esto es una pesadilla. Sinceramente, ni siquiera quería venir al funeral, y pensé que el tema del testamento podría solucionarse por correo electrónico. Papá me convenció.


–Hablando de tu padre, ¿ya lo sabe?


–Tengo que llamarle –Pedro sacudió la cabeza.


Paula se estremeció y se frotó los brazos. Pedro sabía que debía buscar una manta o algo para echársela encima, pero se sentía incapaz de moverse.


–Debería echar un vistazo a los bebés.


–Están bien. Si les pasa algo, les oiremos llorar.


–Pero…


–Están bien –él suspiró.


Ignorándolo, Paula salió del dormitorio. En pocos segundos se oyó el sonido de su voz arrullando a las niñas.


Pedro se sentía más que abrumado por los acontecimientos. 


Al enfado contra Melisa por engañarlo con Alex se unía la prepotencia al pensar que él querría sus servicios de casamentera. Y por si eso no bastara, se le había antojado una buena idea utilizar a sus bebés como herramienta manipuladora. Aquello era una locura. Quizás años atrás la hubiera amado, pero en esos momentos ni siquiera le gustaba.


La imagen de los ojos marrones de Paula le recordó por qué no le había dicho a Benton que se fuera al infierno. Su estancia allí, en aquel dormitorio, donde Alex y Melisa habían hecho el amor, no tenía nada que ver con un sentido del deber hacia su ex, sino hacia su hermana.


Paula siempre había estado allí, a su lado, y él le debía al menos lo mismo.


Hizo una rápida llamada a su padre para explicarle resumidamente lo sucedido con el testamento y por qué se iba a alojar en casa de Melisa y Alex hasta hablar con el juez. Su padre no era muy charlatán, y en cuanto le hubo expuesto los hechos, la llamada concluyó.


–¿Te ayudo a acostarlas? –Pedro regresó al salón donde Paula les quitaba los abriguitos a los bebés.


–Genial, pero antes hay que cambiarles el pañal.


–No es la idea que tengo de pasar una rato divertido –él palideció–, pero enséñame a hacerlo.


–Quitar el pañal es bastante sencillo –llevaron a los bebés al dormitorio y Paula comenzó la clase magistral–. Así, ya está. Luego hay que limpiarlas con las toallitas, decidir si necesitan crema para el pañal, o polvos de talco, luego…


–Espera, espera, soy muy espabilado, pero normalmente trabajo con una lista de parámetros.


–No te entiendo –ella arrugó la nariz de una manera encantadora.


–Datos en los que basarme para saber si se ha producido alguna de esas contingencias.


–¿Y en un idioma que yo entienda?


–¿Qué debo buscar? ¿Cómo saber si utilizar la crema o los polvos?


–Bueno, la crema se usa si hay rojez o irritación. En cuanto a los polvos –ella se encogió de hombros–, vamos a dejarlo por ahora. Lo buscaré en internet, o le preguntaré a mamá.


–¿Quieres que lo investigue yo? Las búsquedas se me dan mejor que cambiar pañales.


–Claro, gracias –ella devolvió toda su atención a los bebés–. Aquí no parece haber nada irritado, de modo que tomamos un pañal limpio, lo abrimos, deslizamos la parte trasera bajo el… así.


–Entendido –él asintió–. ¿Y después qué?


–Levantamos la parte delantera, la ajustamos con las tiras adhesivas, volvemos a vestirla y listo.


–Espera, no habías hablado de la ropa. ¿Hay que quitársela toda?


–Eso lo estás haciendo de chiste –Paula suspiró.


–Lo digo en serio. Quiero ser útil mientras esté aquí. Lo contemplo como una misión.


–¡Vaya! Por favor, dime que no acabas de comparar a las hijas de mi hermana con una batalla –con una mano apoyada en el bebé que no paraba de moverse, ella sacó un pijama del cajón.


–¿Cómo? ¿Rechazas mi ayuda?


Pedro, Vane y Vivi son seres vivos, no unos muñecos dibujados en un manual.


–Eso es obvio. ¿Por qué crees que te presto tanta atención? Quiero entenderlo bien. Estamos en una zona de tolerancia cero a los errores, ¿de acuerdo?


–¡Madre mía! –Paula terminó la tarea sin siquiera dirigirle una mirada.


Pedro aprovechó el desprecio de Paula para inspeccionar el cuarto de los bebés. Estaba amueblado con dos cunas, estanterías llenas de libros y juguetes, dos mecedoras y un cambiador, bajo el cual había un nutrido suministro de pañales y toallitas. En la calle no había mucho tráfico, aunque el pino plantado frente a la ventana podría suponer un problema con sus escalofriantes sombras.


En su conjunto, la impresión fue favorable.


En cuanto Paula acostó al primer bebé en la cuna, Pedro procedió a cambiarle el pañal al segundo. 


Respirando hondo, comenzó a desnudarla. Como aún hacía frío, le dejó puestos los calcetines, la camiseta y el vestido.


No tuvo grandes dificultades para despegar las tiras del pañal, pero al retirar la parte delantera, le asaltó un hedor tan terrible que casi vomitó.


–¡Dios mío! –dando un paso atrás, agitó una mano en el aire–. ¿Qué le pasa? ¿Está enferma?


–Bienvenido al maravilloso mundo de los bebés –Paula lo fulminó con la mirada–. Lección ciento una: la caca apesta. Procedimiento estándar.


–Si eso último ha sido para chincharme, olvídalo. Lo hago lo mejor que puedo, ¿de acuerdo?


El gesto de indiferencia de la joven le indicó que no le había impresionado en absoluto.


–No dijiste nada de la caca –y pensar que hacía unos minutos había sentido pena por esa mujer–. ¿Se necesita algún desodorante especial? ¿Guantes protectores o gafas?


–¿Quieres que lo haga yo?


–No –contestó él en tono ofendido–. Lo he pillado.


«Por Dios bendito», Pedro tuvo que esforzarse para mantener la compostura mientras la limpiaba. ¿Eso era caca o alquitrán?


Y en ese instante cometió el error de mirar al bebé a la cara. 


Sus miradas se fundieron. ¿Le estaba sonriendo? Sin duda debía de ser Viviana, la que más se parecía a Melisa. 


Seguro que disfrutaba sabiendo la tortura que le estaba haciendo sufrir.


Terminó de limpiarla, bajo la supervisión de Paula, tomó un pañal limpio e intentó agarrar los tobillos de la pequeña para levantarle el trasero, pero el bebé daba tales patadas que le resultaba muy difícil. Decidiéndose por un único tobillo, intentó levantarla de lado.


–Así no –le reprendió Paula–. Tendrá una luxación antes de cumplir el año –dándole un empujón, enganchó los dos tobillos de la pequeña al primer intento.


–Por mucho que me fastidie reconocerlo –Pedro la aplaudió–, eres buena.


–Es que he practicado. Ya le pillarás el tranquillo –ella retiró el pañal sucio y se hizo a un lado–. Toda tuya.


Cuando Pedro se acercó al cambiador, los brazos de ambos se rozaron y la sensación que le produjo le sorprendió. Paula y él nunca habían sido más que amigos, ¿de qué iba todo eso? ¿Lo había sentido ella también? De ser así, no lo parecía. Seguramente se lo había imaginado todo. Pero, por otro lado, no podía quitarse de la cabeza las palabras que Melisa había escrito: Paula ha estado secretamente enamorada de ti desde que dio sus primeros pasos para poder seguirte a todas partes. ¿Sería eso cierto?


Aunque quizás la pregunta sería más bien, ¿qué sentía él por ella?


Nada romántico, eso desde luego. Desde que tenía recuerdos, ella había sido su amiga. Por una simple cuestión de cordura, decidió ignorar esa oleada de atracción en aras de colocar a Paula de nuevo en la zona segura de la amistad.


La colocación del pañal no supuso ningún problema y disfrutó alineando las tiras adhesivas milimétricamente. La precisión, sobre todo cuando se trataba de pañales, siempre era buena.


–Ya está –una sonrisa se dibujó en su rostro al ver completada la tarea–. ¿Ahora qué?


–Quítale el vestido y ponle esto –Paula le ofreció un pijama idéntico al de su gemela.


–Una idea –la tarea de desabrochar los diminutos botones resultó ser más complicada– ¿qué te parece si clasificamos a las gemelas por colores? Así sabremos quién es quién.


–¿Te refieres a vestir a Viviana de un color y a Vanesa de otro?


–Eso es. Así evitaremos descubrir cuando cumplan los dieciséis que las habíamos equivocado.


–Tu sugerencia es buena, pero no creo que corramos ese riesgo. Además, tienen un montón de ropa idéntica. No me gustaría tener que tirar todas las cosas que Melisa les compró.


–No había pensado en eso. Cuando me ponga a investigar sobre los polvos de talco, miraré si hay algo sobre cómo distinguir a los gemelos.


–Buena idea –aunque no sonrió, los ojos, aún llorosos, de Paula, brillaron divertidos.


–¿Y ahora qué? –preguntó Pedro cuando las niñas estuvieron arropadas bajo sus sábanas rosas.


–¿Sabes poner una lavadora?


–Claro.


–¿Te importaría ocuparte de ello mientras yo estoy fuera? –ella señaló un montón de ropa.


–¿Adónde vas?


–Al menos tengo que aparecer un rato por el bar. No he ido desde el día del accidente.


–Pero si es domingo. Pensaba que no se podía vender alcohol.


–Sí que has estado fuera mucho tiempo –ella le dio una palmadita en la espalda–. Hace dos años, el nuevo alcalde, forofo del fútbol, levantó la veda durante la temporada.


–Pues yo preferiría acompañarte a quedarme haciendo la colada –Pedro no era dado a hacer pucheros, pero en esa ocasión le resultó muy difícil contenerse.


–Lo siento –ella sonrió–. Uno de los dos tiene que traer la comida a casa.


–Paula Chaves, te has vuelto muy mala.


–No creas –ella se dirigió al cuarto de baño–. Solo estoy siendo práctica.


*****

Jamás en su vida se había sentido tan feliz de estar lejos de una persona. ¿Iba a tener que vivir con Pedro hasta que la liberaran legalmente de la voluntad de su hermana? ¿No podía simplemente regresar el día de la vista ante el juez?


A punto de entrar en el bar, Harvey Mitchell salió como una exhalación.


–¿Vienen a buscarte? –preguntó ella.


–La mujer ha enviado a nuestra hija a recogerme –balbuceó el hombre con alguna copa de más.


Paula esperó en la calle la llegada de la adolescente de dieciséis años, Janine, hija de Harvey. Después se dirigió al interior del bar, agradecida por el calor que la asaltó al entrar.


–Hola, cariño –Clementina Archer, su mejor amiga, la abrazó.


Amigas desde la guardería, cuando el marido de Clementina perdió su trabajo, Paula le había propuesto a su amiga trabajar con ella en el bar. Cinco años más tarde, el marido de Clementina la había abandonado, a ella y a sus dos hijos, para marcharse a Texas, pero ella seguía trabajando en el bar cuatro días a la semana.


–¿Cómo estás? Tienes que estar hecha polvo.


–Lo de estar hecha polvo ya pasó. Ahora estoy hecha un desastre.


–¿Has dejado a Pedro con las gemelas?


–No estaba muy contento –ella asintió–. Hacía pucheros como un colegial.


–¿Y qué tal va la cosa?


–¿Qué? –Paula se sirvió un zumo de naranja con hielo.


–No intentes engañarme –Clementina sacudió la cabeza–. Aparte de Melisa, yo soy la única persona que sabe lo mucho que Pedro significaba para ti. No me digas que no te afecta.


–Sí, bueno, quizás le añada un chorro de vodka a este zumo –ella se limitó a contemplar el vaso.


Miró a la clientela habitual. Todo parecía normal, y aun así nada en la vida de Paula era normal.


–Todo va bien…


–Cariño –Clementina le ofreció otro abrazo–. Dime que no sigues enamorada de él.


–No, claro que no –entonces, ¿por qué se le había acelerado el corazón cuando la había tomado en sus brazos frente al despacho del abogado, cuando la había sentado sobre su regazo para consolarla, o mientras habían dado el biberón a los bebés, sentados en el sofá?


Daba igual que Melisa ya no estuviera con ellos, Pedro siempre le pertenecería. Sus vínculos habían sido indisolubles, hasta el punto de que su hermana no solo le había pedido que criara a sus hijas, también había tenido la audacia de sugerir que se convirtiera en el hombre de Paula.







domingo, 6 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 3








Durante el tiempo que habían permanecido en el despacho de Benton, la nevada ligera se había transformado en una rugiente tormenta. Las escaleras estaban cubiertas de nieve y se habían vuelto peligrosas. Mientras habían estado reunidos, se había hecho de noche.


–Déjame ayudarte –Pedro le ofreció una mano a Paula.


–¡Estoy bien! –gritó ella por encima del viento.


–Con esos tacones no avanzarás ni dos metros –él la agarró del brazo–. Esto es Alaska.


–¡Suéltame! –Paula intentó zafarse, pero Pedro la tomó en brazos.


–Ya está –él la llevó hasta el SUV de la joven–. Te seguiré hasta la casa de tus padres. Doy por hecho que las gemelas viven allí.


–No hace falta. Yo me hago cargo de todo a partir de ahora.


–¿Por qué eres tan tozuda?


Ella lo ignoró y rebuscó en el bolso las llaves, que aterrizaron sobre la nieve.


Ambos se agacharon a la vez y sus cabezas terminaron por chocar.


–¡Ay! –exclamaron al unísono.


–Esto me recuerda aquella vez que te llevé a pescar salmones y te golpeaste la cabeza.


–Me tropecé.


–Sí, claro –él encontró las llaves y pulsó el botón de apertura–. Sube. Te veré en un rato.


Pedro


El tono de advertencia de la joven indicaba claramente que prefería que se mantuviera al margen, pero él nunca eludía sus responsabilidades, y no tenía pensado empezar a hacerlo. Mientras estuviera legalmente obligado a ocuparse de las crías de Melisa, lo haría.


La tormenta dificultaba ver la carretera, pero Pedro estaba lo bastante acostumbrado al camino hacia la casa de sus antiguos suegros como para llegar con los ojos cerrados.


El movimiento de los limpiaparabrisas lo transportaron a otra nevada. Semanas después del divorcio, regresaba a puerto tras dos meses de pesca de cangrejo y se había encontrado a su padre sentado en el Juniper Inn a dos mesas de los recién casados Melisa y Alex. Y por si no bastara con eso, Ana y Luis también estaban presentes. Aunque viviera cien años, jamás olvidaría su mirada de desaprobación.


Eran buena gente y lo mataba pensar que le echaban la culpa del fracaso de su matrimonio. Cierto que pasaba mucho tiempo lejos de casa, pero estaba trabajando para Melisa, para ellos, por su futuro.


La pérdida del bebé no había sido culpa de nadie.


Había sido la distancia emocional, no la física, la que le había empujado a los brazos de Alex, le había asegurado. 


Según ella, el aborto había cambiado a Pedro. Sin embargo, él opinaba que era ella la que había cambiado, pues su amor por Melisa no había disminuido.


De regreso al presente, aparcó la camioneta de su padre frente a la casa de Ana y Luis.


Aunque la temperatura había descendido considerablemente, le sudaban las manos. Las innumerables misiones con los SEAL no le provocaban tanto nerviosismo.


Paula había aparcado delante de él y se tambaleaba inestable hacia el porche delantero. ¿Qué le pasaba a esa chica? La Paula que él recordaba jamás se habría puesto tacones altos en medio de una tormenta de nieve. Pero claro, esa chica había sido un chicazo, una soñadora de ojos almendrados que prefería la compañía de un perro a la de la mayoría de las personas. La impresionante mujer en la que se había convertido le era desconocida. Eran como dos extraños.


Pedro aceleró el paso cuando la vio casi tropezar.


–Párate un poco –él la agarró del brazo–. Te comportas como si tuvieras ganas de estar aquí.


–¿Y por qué no iba a querer estar aquí? –ella se soltó y se agarró a la barandilla–. Es mi familia. Solía ser la tuya.


A los diecisiete años, Paula y él habían ayudado a Luis a construir ese porche durante un cálido fin de semana mientras Melisa, supuestamente, supervisaba desde una hamaca. Diez años más tarde, la madera crujía bajo sus pies.


–Entra, rápido –Luis abrió la puerta–. Tu madre y yo nos estábamos preguntando por qué… –el hombre miró a Pedro–. ¿Qué haces tú aquí?


–Yo también me alegro de verte –Pedro siguió a Paula al interior y se sacudió la nieve.


Dos segundos bastaron para que el soldado comprendiera que estaba en territorio enemigo.


Ana estaba sentada en el sofá con un bebé en brazos. 


Sofia Reynolds, la chismosa vecina, se sentaba en la mecedora con el otro. A pesar del fuego de la chimenea, a Pedro le pareció que la estancia estaba desprovista de todo calor. Era como si la pérdida de la hija les hubiera robado la vida a los padres de Paula.


–Hace un tiempo infernal –observó Pedro cruzándose de brazos.


–Supongo que habrás venido por las niñas –Ana le dedicó una mirada asesina antes de volverse hacia su hija.


–Mamá… –Paula se apoyó contra la pared para quitarse las botas–. Necesitas un descanso. Y sabes que podrás ver a las gemelas siempre que quieras.


–Una nunca ve lo suficiente a los nietos –intervino Sofia.


Pedro no le pasó desapercibida la mirada que Paula dedicaba a la mujer.


La joven se sentó junto a su madre y tomó al bebé en brazos. La ternura del momento recordó a Pedro que había sido Alex quien finalmente le había dado a Melisa lo que más deseaba. Una parte de él sintió unos infantiles e irracionales celos. Pero el adulto enseguida tomó el mando. Aquello era irrelevante, considerando que los padres estaban muertos.


–No es lo mismo, y lo sabes –Ana miró de frente a su hija–. ¿A que no, Sofia?


–Amen –asintió la otra mujer.


–Tu hermana me traicionó –continuó Ana 


La religión oficial de la familia siempre había sido una extraña mezcla de las viejas creencias inuit y el catolicismo de Luis.


–Déjalo ya. Melisa te quería muchísimo –protestó Paula con la voz quebrada.


Pedro se sintió muy incómodo. Por mucho que se hubiera repetido que odiaba a Melisa, que quería hacerle tanto daño como ella le había hecho a él, jamás habría deseado una situación como aquella. Paula recuperó la compostura. 


Siempre había sido la más fuerte de las hermanas.


–Pues es evidente que no lo suficiente. Además, ¿cómo pudo ignorar a los padres de Alex? Cuando tu padre les llamó para comunicarles la noticia, la pobre Cindy sufrió una crisis nerviosa. Taylor se la llevará en el primer vuelo de la mañana para que la vea el médico.


–Una lástima –murmuró Sofia.


–Ana, siento todo esto –Pedro se unió a las mujeres–. Y por eso, en cuanto sea posible, cederé todos mis derechos a Paula. Lo que hagáis después es asunto vuestro.


–Paula –Ana se dirigió a su hija–, con todo el tiempo que pasas en el bar, ¿podrás criar a las gemelas?


–Si era el deseo de Melisa –Paula acarició la mejilla de su sobrina–, me siento obligada a intentarlo al menos.


–Hace unas semanas –intervino Luis–, Melisa y las niñas me acompañaron mientras cubría el turno de uno de mis chicos de reparto –antiguo piloto, Luis era el propietario de una empresa de distribución de alimentos–. Ahora que lo pienso, parecía nerviosa. Mencionó que apenas dormía. No le di importancia, dada su condición de madre primeriza. Habló de su deseo de que Paula fuera la madrina de las niñas y que, si algo le sucediera, fueran criadas por alguien joven.


–¿Y qué significa eso? –preguntó la abuela.


–A mí me parece antinatural –observó Sofia–. Las niñas deberían permanecer con sus abuelos, que las quieren mucho.


–Mamá –Paula ignoró el comentario de la vecina–, sin ánimo de ofenderos a papá y a ti, Melisa también me mencionó el tema de la madrina. Le dije que estaba loca, pero ella insistía en que quería que las niñas fueran criadas por una persona joven. Su amiga, Bess, fue acogida por su abuela, que luego murió y la pobre terminó en un hogar de acogida hasta los dieciocho años. Melisa no quería eso para sus hijas.


–Nunca permitiríamos que eso sucediera –protestó Luis.


–Escuchad –continuó Paula–, esto también ha supuesto una conmoción para mí, pero si es lo que Melisa quería…


–¿Y qué hay de lo que queremos nosotros? –la interrumpió su madre.


–Cariño –Luis tomó la mano de su mujer–, lo que nosotros queremos no importa.


–Yo llamaría a un abogado –afirmó Sofia.


–Sofia–Paula se volvió hacia ella–, por favor, no te metas en los asuntos de la familia. Y, mamá, no quiero ser grosera, pero te comportas como una cría –poniéndose en pie, entornó los ojos como siempre hacía cuando había tomado una decisión–. ¿Por qué no podemos criar juntos a las gemelas? De momento, Pedro y yo tenemos la custodia legal, pero realmente no significa nada. Me instalaré en casa de Melisa y Alex, a menos de cinco kilómetros de aquí. 
Vosotros solíais cuidar a las gemelas, ¿no haríais lo mismo por mí? Viviana y Vanessa se criarán en su hogar, con sus seres queridos. No entiendo por qué no os parece la mejor solución, sobre todo cuando Pedro ya ha accedido a desentenderse de todo.


–No es la mejor solución –insistió Sofia–, porque lo mejor es que estén con los abuelos. Tú nunca has tratado con bebés. ¿Cómo sabrás qué hacer?


Mientras Sofia, en su infinita sabiduría, continuaba con su perorata, Pedro se sorprendió ante la avalancha de sentimientos que le habían asaltado al oír a Paula. ¿Tenía que hacerle parecer tan insensible? ¿Qué otra cosa podía hacer? No formaba parte de esas pequeñas vidas. Antes del funeral de sus padres, ni siquiera las conocía. Si todo iba bien, regresaría a Virginia en el primer vuelo de la mañana.


–¿Por qué ha sucedido todo esto? –sollozó Ana.


Luis la rodeó con un brazo.


Sofia cerró los ojos y rezó.


Pedro se sentía emocionalmente desligado de la escena, como si estuviera viendo una película.


La vecina chismosa se levantó bruscamente. El bebé se despertó sobresaltado y empezó a lloriquear.


–Aquí la tienes –casi arrojó la niña en brazos de Pedro–. Ya que eres tan experto, hazte cargo.


Pedro ni siquiera sabía a quién de las dos tenía en brazos, mucho menos qué hacer cuando el lloriqueó se transformó en un aullido.



*****


Treinta minutos más tarde, Paula intentaba abrir la puerta de la casa de su hermana, llevando a Vanesa en brazos. Pedro estaba detrás con Viviana, que no había dejado de llorar desde que se habían marchado de la casa de sus abuelos.


–¿Siempre se pone así?


–Normalmente son muy tranquilas, pero han sido un par de días muy duros. Para todos.


Al fin consiguió abrir la puerta de una oscura y fría casa, silenciosa como una tumba. En vida de Alex y Melisa, la cabaña de madera había vibrado de calor y risas. Su hermana era una magnífica cocinera y siempre había algo delicioso horneándose o cociéndose.


La tormenta había pasado y el salón, de dos alturas, tenía una pared acristalada por la que se veía Treehorn Valley y Mount Kneely. La luna se reflejaba en los muebles de pino tapizados con un brillante diseño inukshuk en tonos rojos, naranjas y amarillos.


–Aquí hace frío –Pedro cerró la puerta–. ¿Se habrá apagado la calefacción?


–Seguramente. La caldera es de leña.


–¿Está abajo?


Ella asintió mientras recorría la estancia encendiendo luces.


–Le echaré un vistazo, pero mientras tanto, ¿qué hago con esta? –asintió hacia una rígida Viviana de ojos rojos.


–Dámela –Melisa tenía un parque en la cocina y Paula dejó a Vanesa antes de tomar a Viviana y hacer lo propio. 


Después encendió el fuego en la chimenea de piedra.


Estar en casa de su hermana, sin Melisa, le provocaba una extraña sensación. Paula vivía en el apartamento que había encima de su bar. Era pequeño, abarrotado y acogedor. La casa se le antojaba demasiado grande. Hermosamente decorada con el típico estilo de cabaña de caza de Alaska, era la casa soñada por su hermana, no por ella.


La casa se estremeció cuando el sistema de calefacción se puso en marcha.


Unos minutos más tarde, el aire caliente comenzó a fluir por las rejillas de ventilación, y Paula se sintió agradecida por la intervención de Pedro. Al final habría conseguido encender la caldera, pero al menos era un problema del que no había tenido que preocuparse.


Viviana intentó quitarse el gorro.


–Ya sé que te molesta, cielo, pero hasta que esto no esté más calentito, mejor lo dejamos puesto, ¿de acuerdo? –Paula se arrodilló junto al parque y le dio una palmadita en la espalda.


–Abajo hay leña para una semana –Pedro regresó al salón–. Siempre que uno de los dos se acuerde de alimentar a la bestia, estaremos calentitos. Pero, antes de que el invierno se instale definitivamente, tendré que preparar una buena reserva. Encenderé la chimenea.


–Ya lo he hecho yo, aunque seguramente habrá que añadirle leña.


Los bebés volvían a lloriquear. ¿Tendrían hambre?


Paula presionó una mano contra su frente. Ojalá se hubiera interesado más por el cuidado de sus sobrinas. Jugar con ellas le había parecido más importante que darles de comer.


–Yo hago el trabajo masculino –observó Pedro–. ¿Por qué no haces tú algo con esos gritos?


–Me encantaría, pero me llevará un tiempo preparar los biberones.


Para cuando Paula hubo terminado, las danzarinas llamas iluminaban el salón, pero no consiguieron que su corazón bailara.


Los bebés seguían inquietos, agobiándola cada vez más. En el bar era capaz de manejar el caos de un viernes o sábado por la noche, pero aquello era diferente.


–¿Necesitas ayuda? –Pedro se asomó a su espalda, transmitiéndole su calor, irritándola más. Añadir el viejo amor adolescente a la mezcla no hacía más que empeorarlo todo.


–Claro –consiguió contestar–. Toma a Vanesa y un biberón, yo tomaré a Viviana en brazos.


–Me encantaría –Pedro se rascó la cabeza–, pero no tengo ni idea de cuál es Vanesa.


–Vanesa suele ser más tranquila, mientras que Viviana te deja claro lo a disgusto que está.


Y como si supiera que su tía hablaba de ella, Viviana subió el volumen de sus aullidos.


–Me parece estaros viendo a ti y a tu hermana.


–Nunca se me había ocurrido –Paula sonrió–. Eso me convierte en alguien horrible, ¿verdad?


–Ni de lejos –gritó él–. Melisa era la peor, y si estuviera aquí, lo admitiría orgullosa.


–Cierto.


Cada uno con un bebé en brazos, se sentaron en el sofá frente a la chimenea.


El repentino silencio, aparte del crepitar del fuego y los ocasionales gemidos y gruñidos de los bebés al tomar el biberón, fue más que bienvenido.


–Siento lo ocurrido en casa de mis padres. Fue muy desagradable.


–Tranquila –Pedro reacomodó a Vanesa–. No les culpo, al igual que a los padres de Alex.


–Pero no tiene por qué ser así. Podrán ver a las pequeñas siempre que quieran.


–Lo sé, pero hay que verlo desde su punto de vista. Alex era mi mejor amigo, y cuando le pillé acostándose con mi mujer, dejé de hablarle. Cindy y Taylor eran como unos segundos padres para mí. Creo que cené más veces en su casa que en la mía. Una parte de mí se alegró de verlos, al menos hasta que recordé que formaban parte del equipo enemigo. Ellos se sentirán igual.


–Seguramente –Viviana se había dormido y Paula dejó el biberón vacío sobre la mesa–. Me pregunto si mi hermana hablaba de sus sueños proféticos con Alex.


–Eso nunca lo sabremos.


«Nunca». Hasta ese momento no había considerado el verdadero impacto de su pérdida.


Durante las últimas horas de Melisa, Paula había permanecido fuerte por sus padres, sobre todo por su madre. Después había estado ocupada con el funeral. Pero ya no le quedaba nada más por hacer, salvo empezar una nueva vida, básicamente ocupando la de su hermana.


¿Cuántas veces había soñado con algo así mientras Melisa había estado casada con Pedro?


A la luz de la nueva situación, se sintió avergonzada. Las lágrimas que tan cuidadosamente había reprimido surgieron en unos feos sollozos.


Paula le pasó al bebé a Pedro y corrió a la planta superior, sin saber muy bien adónde iba.