sábado, 21 de noviembre de 2015
CULPABLE: CAPITULO 18
Paula se sorprendió cuando Pedro le anunció que iban a salir. Sobre todo porque, los dos últimos días, en lugar de salir de la villa, habían terminado desnudándose y saciando su deseo en la superficie plana más cercana.
Era extraño haber compartido tanto físicamente con alguien y tan pocas palabras.
Pedro le pidió que subiera al coche y la llevó al centro de la ciudad. Ella no había conocido nada de los alrededores, puesto que llevaba metida en la casa desde principios de la semana.
Pedro condujo por las calles de adoquín estrechas y se detuvo frente a una tienda.
–Tenemos una cita – dijo él, cuando apagó el motor. Salió del coche y se acercó a la puerta del copiloto para ayudarla a salir.
–¿Para qué?
–Es una sorpresa – contestó él con una sonrisa.
Ella sintió un nudo en el estómago. Una mezcla de esperanza y temor. Durante su vida las sorpresas nunca habían sido buenas. Y le daba miedo esperar que pudieran serlo.
No comprendía la relación que tenía, ni lo que le estaba sucediendo en ese momento de la vida. Tampoco estaba segura de querer comprenderlo.
–Confía en mí – dijo él, y le tendió la mano.
–Sabes que no confío en nadie – dijo ella.
–Está bien. Confía en mí en esta ocasión.
Ella le agarró la mano.
–Eso puedo hacerlo.
Él tiró de ella y la llevó a la tienda. Les recibió una mujer italiana vestida de negro. Llevaba el cabello recogido en un moño y los labios pintados de rojo brillante.
–Señor Alfonso– dijo ella, inclinando la cabeza– . He apartado un par de modelos basándome en su descripción del evento y en la de su amiga – dijo ella, gesticulando hacia Paula.
Paula no estaba segura de cómo le sentaba que se refirieran a ella como «la amiga de Pedro», en ese tono. Ella no era su amiga. Era su amante. Aunque suponía que la mujer se refería a que era su acompañante o algo así, pero pAULA tampoco era tal cosa.
–Paula Chaves– dijo Paula, y le tendió la mano a la mujer– . Me alegro de conocerla.
La dependienta se quedó un poco sorprendida por la presentación, pero aceptó la mano de Paula y la estrechó.
Paula notó que se había ganado una pizca de respeto.
–Si no le importa – dio Pedro– , continuaremos hasta el fondo para que empiece a probarse la ropa. Ahora que ya ha visto a Paula, ¿a lo mejor tiene otros modelos para mostrarnos?
–Por supuesto, señor Alfonso. Todo está preparado en el fondo, y si necesitan algo no duden en pedírmelo.
–Lo haremos – dijo Pedro, agarrando con fuerza la mano de Paula y guiándola hasta la parte trasera de la tienda, a una sala que tenía las paredes de espejo, unas butacas elegantes y un probador separado por una cortina de terciopelo.
–¿Vas a explicarme de qué va todo esto? – preguntó ella.
–Mañana por la noche tengo que ir a una gala. Pensé que igual te apetecía ser mi invitada – dijo él, sentándose en una silla y estirando las piernas.
Ella pestañeó.
–¿Acabas de decidir que quieres llevarme?
–Nunca llevo mujeres a esos eventos. Creo que es una gala benéfica, pero no estoy seguro. No me importa. Echo dinero en la caja y con eso gano reputación.
–¿Por qué quieres llevarme?
Él frunció el ceño.
–¿Qué clase de pregunta es esa?
–Acabas de decirme que no sueles llevar mujeres a ese tipo de eventos. Ahora quieres llevarme a mí, así que, me preguntó qué ha cambiado.
–He decidido que no quiero conocer a una mujer en la gala y llevármela a casa. Ese es el motivo por el que no llevo mujeres a ese tipo de eventos, pero como tú eres la única mujer con la que quiero irme a casa, pienso que estaría bien que vinieras conmigo.
–Ah – dijo ella, conmovida por sus palabras.
Él miró a otro lado, tal y como hacía cuando ella se ponía sentimental.
–¿Esperabas algo más? No soy un hombre sentimental, cara mia. Eso ya deberías saberlo. Sincero, sí. ¿Sentimental? No. Puedo satisfacer tus deseos carnales, pero tendrás que lidiar con tus sentimientos de otra manera. ¿Quizá viendo películas románticas?
–Das por hecho que tengo otros sentimientos – dijo ella, entrando en el probador y cerrando la cortina– . Después de todo, soy una estafadora. Es muy probable que no los tenga.
Ella se volvió y vio varios vestidos colgados. Los tocó y percibió la suavidad de sus telas.
–Nunca he dicho que no tengas sentimientos – dijo él, desde el otro lado de la cortina.
–Pero es lo que piensas, ¿verdad?
–Puede que tenga dificultad a la hora de comprender sentimientos o de conectar con ellos, Paula, sin embargo, nunca he dicho que tú no los tengas. Y desde luego, no he dicho que fuera porque seas una estafadora. Eres tú la que en cuanto puedes te calificas como tal.
–Para que no lo olvidemos ninguno de los dos – se quitó la camiseta y los pantalones antes de sacar un vestido verde esmeralda de seda para probárselo.
–No voy a olvidar que eso ha sido lo que nos ha unido. Es una buena historia para contarle a nuestro hijo.
Ella se puso el vestido y trató de abrocharse la cremallera. Al hacerlo, movió las cortinas y Pedro se percató de que no lo conseguía.
–Deja que te ayude – le dijo.
–Estoy bien.
–No seas tan cabezota – repuso él.
Paula notó sus manos a través de la tela. Y cuando él le subió la cremallera y le rozó la piel desnuda, una ola de deseo la invadió por dentro.
–Ya está – dijo él– . Es mucho más sencillo cuando no eres cabezota, ¿no crees?
Ella lo miró por encima del hombro y vio que estaba muy cerca.
–Puede que sea más fácil, pero no tan divertido.
Él sonrió y ella notó que la empujaba dentro del probador sujetándola por la cintura. Después, la volvió para que lo mirara, aprisionándola contra el espejo.
–¿Crees que esto es divertido? – presionó su cuerpo contra el de ella y Paula notó su miembro erecto contra el vientre– . ¿Un pequeño reto?
–¿Qué es la vida sin retos?
–Muerte – dijo él, mordisqueándole el cuello– . Mientras luchemos, sabemos que estamos vivos.
Ella no tenía duda de que estaba viva. El corazón le latía con fuerza, y deseaba algo que solo él podía ofrecerle.
–No podemos hacer esto aquí – dijo ella.
–Voy a pagar mucho dinero por esta habitación. He pagado menos por algunas suites de hotel, por lo tanto, puedo hacer lo que quiera aquí dentro – la besó en el mentón.
–Este vestido es muy bonito – dijo ella.
–Quedará mejor cuando esté arrugado en el suelo.
–Eso no me ayudará a elegir – dijo ella.
–Me gustan tus labios – dijo él, y la besó de forma apasionada. Cuando se separaron, ambos estaban jadeando– , pero lo que más me gusta es cuando envuelves mi miembro con ellos.
Paula notó que se le humedecía la entrepierna nada más oír sus palabras.
Así era cómo funcionaban las cosas entre ellos. Él pedía, ella lo complacía. Él presionaba y ella cedía.
No obstante, esa vez lo haría esperar.
–Tengo que hacer unas compras – dijo ella, mordisqueándole el labio inferior– . Y tú tienes que sentarte ahí fuera y comportarte. Además, has de decirme qué vestido me queda mejor.
Él se quejó y la estrechó contra su cuerpo.
–¿Eso es lo que tengo que hacer?
–Sí – dijo ella, con firmeza.
Pedro la soltó y dio un paso atrás.
–Como quieras – se volvió y salió del probador.
Ella se separó del espejo y se volvió para mirar cómo le quedaba. Era precioso. Elegante. Y no era su estilo para nada.
Consiguió desabrochárselo sola, así que se lo quitó y continuó mirando otras prendas. Eligió un vestido de color dorado y llamativo. Algo que nunca habría elegido en otras circunstancias. Sin embargo, era el que más le gustaba.
Lo descolgó de la percha y se lo pisó. No tenía tirantes, así que se quitó el sujetador. Se miró en el espejo y se quedó boquiabierta. Incluso sin maquillaje, y sin peinar, casi parecía una persona diferente. Aquel vestido resaltaba su silueta y el tono dorado de su piel y de sus ojos.
Paula se movió y, cuando la luz incidió sobre la tela, dio la sensación de que el probador se llenaba de chispas. Ella ladeó la cabeza y apoyó la mano en la cadera, cargando el peso sobre la pierna izquierda. La tela se abrió, mostrando una abertura que llegaba hasta por encima de la rodilla.
A ella le gustaba. Y era probable que a Pedro le gustara también.
Salió del probador y vio a Pedro sentado en una silla.
Parecía relajado y desinteresado. Hasta que levantó la vista y la vio allí de pie.
De pronto, su expresión se volvió de piedra.
–¿Qué te parece? – preguntó ella, pero ya lo sabía.
Enseguida supo lo que él deseaba y sintió que una ola de calor la invadía por dentro.
–Tienes aspecto de muy valiosa – dijo él.
–No tiene el precio puesto, así que debe de serlo.
–El vestido no parece muy caro – se puso en pie– . Eres tú la que parece valiosa. No hay muchas cosas que no pueda permitirme, Paula, pero por tu aspecto tú podrías ser una de ellas.
–¿Es un cumplido, Pedro?
Él la sujetó por la barbilla para que lo mirara.
–¿Cómo podría no serlo?
–A algunas mujeres no les gusta la insinuación de que pueden ser compradas.
–No me refería a eso. Me gustan las cosas caras – dijo él, acariciándole el labio inferior– . No por el hecho de que representen estatus, sino porque representan seguridad. Estabilidad – le acarició el cabello– . Demuestra que no eres débil. Ni indefensa. Soy un hombre que ha pasado la vida coleccionando cosas, para demostrarme que ya no soy un niño en una casa vacía. Un niño sin poder. Ahora soy un hombre con mucho poder. Con toda la riqueza que uno puede desear. No hay nada que no pueda tener… Excepto tú. Estás por encima de mí. Por encima de cualquier hombre que vaya a la gala de esta noche – le acarició la mejilla– . Quizá, valiosa no sea la palabra. No tienes precio.
Paula trató de respirar y descubrió que no podía. Algo se movió en su interior, rellenando un vacío. Nunca se había sentido valiosa. Desde el primer momento se había sentido basura, y su padre solía recordarle lo mucho que le costaba mantenerla y que tenía que empezar a ganar dinero. Ella no sumaba a su vida, sino que restaba.
El hecho de que Pedro le hubiera dicho que era valiosa, la había afectado.
–Si soy tan costosa… ¿merece la pena molestarse tanto por mí? – sabía que parecía insegura, e incluso desesperada.
En aquellos momentos no le importaba. Sentía una nueva fuerza en su interior.
–Todo lo que merece la pena en la vida supone problemas. Se consigue con mucho trabajo y con un alto riesgo. Las cosas fáciles son para las personas débiles, incapaces de extraer toda la riqueza de la vida. Al menos, esa es mi opinión.
–Me llevaré este vestido – dijo ella, besándolo en los labios– . Ha tenido el efecto exacto que estaba buscando.
–¿Ha hecho que te deseara? Créeme si te digo que te deseo con el vestido o sin él, Paula. No importa lo que lleves puesto.
–Eso no es lo que quería decir. Hace que me sienta especial. Y como soy yo. Me gusta. Aunque tú también has dicho cosas bonitas.
Él sonrió.
–Para ser yo, eso era poesía.
–Lo tendré en cuenta. Y te lo agradezco – cerró los ojos y lo besó de nuevo– . Creo que aquí ya hemos terminado.
–Todavía no – dijo él con una pícara sonrisa– . Se me ocurría que quizá te gustaría tener la oportunidad de elegir en persona unas prendas de lencería.
CULPABLE: CAPITULO 17
Pedro estaba seguro de que parte de su cordura se había quedado en aquella cama. Junto a Paula, bajo las sábanas.
Él le había prometido fidelidad.
Y lo garantizaba, no creía que su cuerpo pudiera reaccionar ante otra mujer aunque su cerebro se lo ordenara. Sabía que no. Lo había intentado y había fallado.
Aun así, nunca le hacía ese tipo de promesas a una mujer.
Sabía que podían pensar que tenían un lugar más permanente en su vida del que en realidad tenían, pero, si alguna mujer tenía un lugar permanente en su vida, esa era Paula. No como amante, sino como la madre de su hijo.
Como amante era increíblemente bella y sensible. Y en aquellos momentos no podía imaginarse eligiendo a otra que no fuera ella. No obstante, el sexo servía para satisfacer un deseo inmediato. Y no estaba seguro de cómo iba a variar su deseo durante las siguientes semanas. Nunca había mantenido relaciones serias y no pensaba empezar a hacerlo.
Sin embargo, cumpliría su promesa de no acostarse con ninguna otra mujer mientras estuviera acostándose con Paula.
No quería herirla. Y eso le hacía pensar que había perdido la cordura.
Ni siquiera podía arrepentirse. Ella era demasiado bella.
Había algo más, su inexperiencia combinada con su entusiasmo. La perfección de su piel, su sabor dulce del que nunca se cansaría.
Deseaba comprarle algo. Un collar. Uno con un colgante que se acomodara entre sus senos. Podía imaginarla vestida únicamente con aquello.
«Maldita sea». Estaba obsesionado.
Y empezaba a pensar que a lo mejor quería que lo acompañara a la gala a la que iba a asistir ese fin de semana. Nunca iba con una pareja a esos eventos. Eran una oportunidad para encontrar una mujer para pasar una noche divertida.
Aunque siempre le había gustado lucir sus últimas adquisiciones. Su nuevo coche, su nueva villa, su nuevo traje. Le gustaban esas muestras de poder, así que, a lo mejor podía lucir a Paula.
Por algún motivo, la idea le generaba satisfacción, y la misma adrenalina que siempre tenía cuando añadía otra pieza a su colección. Nunca le había pasado con una mujer, porque el sexo era algo barato y fácil de conseguir. La mujer nunca le importaba, solo que él consiguiera lo que deseaba.
No obstante, Paula sí importaba. Aunque solo fuera porque era la madre de su hijo. En realidad, no se le ocurría otro motivo por el que debería importarle. De pronto, recordó la tarde que había pasado con ella en la cama. Era difícil fingir que eso no importaba. Su sabor, su aroma. Toda ella. La manera en que sus rizos morenos se esparcían por la almohada, tan salvaje como ella.
Solo de pensar en ella se excitaba.
Se acomodó en la silla del despacho. Estaba comportándose como un adolescente. Era extraño, y delicioso a la vez. No recordaba haber disfrutado tanto de algo en otro momento de su vida.
Llevaría a Paula a la gala. Y ese mismo día la acompañaría a buscar un vestido. Ella le había contado que apenas había tenido lujos en su vida, así que él se encargaría de que los tuviera.
Echaría de menos no pasar tiempo con ella en el dormitorio, pero Paula apenas había salido de la villa desde que llegaron a Italia. Pedro sonrió. Concertaría una cita privada en una boutique de la ciudad. De ese modo, si después de que se probara los vestidos decidía desnudarla en persona, nadie los molestaría.
Al pensar en que entraría en la gala con Paula del brazo, se entusiasmó. Sería la muestra de su nueva posesión. Y sí, deseaba poseerla.
Ella sería suya. De eso, no tenía dudas.
CULPABLE: CAPITULO 16
Paula se tumbó de espaldas y se estiró, colocando las manos por encima de la cabeza y rozando el cabecero de la cama con los nudillos. Un cabecero que no tenía en su apartamento de Brooklyn.
Abrió los ojos y miró alrededor de la habitación. El sol de la tarde se filtraba por las cortinas blancas. No estaba en Brooklyn, sino en la villa de Pedro.
Se incorporó y la sábana se le cayó hasta la cintura. Estaba desnuda.
De pronto, un montón de imágenes invadieron su memoria.
Eran los recuerdos de cómo habían pasado la mayor parte del día. Y sabía que no debería sorprenderse por estar desnuda.
En ese momento, Pedro entró en la habitación desde el baño. También estaba desnudo, y era evidente que no le importaba.
–Entonces, todo eso ha sucedido – dijo ella, y se cubrió los pechos con la sábana.
Él sonrió.
–Sí. Más de una vez.
–¿Qué hora es?
–Casi las seis.
Así que habían estado todo el día en la cama. Era una buena manera de pasar el tiempo cuando se sentía mal.
Tener orgasmos era mucho mejor que vomitar.
En aquellos momentos, lo que sentía era hambre.
–La cena se servirá pronto – dijo él, como si hubiera leído su mente.
Igual que en otras ocasiones. En la cama, parecía que él sabía mejor lo que quería que ella. Entre las sábanas, era igual de mandón que fuera de ellas, pero a Paula le gustaba.
No tenía ni idea de qué se trataba el acuerdo al que habían llegado entre los dos. Iban a tener un bebé, y desde unas horas antes, se acostaban juntos. Sin embargo, ella seguía siendo la mujer que le había robado el dinero, y dudaba que él lo hubiera olvidado.
Él era el hombre que la había obligado a ir a Italia. El hombre que la había amenazado con ir a prisión, el que le había enviado la nota y la lencería.
Eso no había cambiado, pero por algún motivo era como si la relación entre ellos sí. Era ridículo. La gente no cambiaba.
Solo se ponía máscaras diferentes. Disfraces. Ella lo sabía mejor que nadie. Había pasado toda la vida haciéndolo. Lo había demostrado cuando volvió al mundillo de las estafas en cuanto su padre le ofreció la posibilidad de tomar el camino fácil otra vez.
Rápidamente cambió el uniforme de camarera y retomó la antigua forma de vida. No podía imaginar que no volviera a hacerlo en un futuro. Daba igual que creyera que estaba muy establecida.
Si no había conseguido cambiar antes, ¿por qué iba a ser capaz de hacerlo en esa ocasión?
–¿Qué clase de cena? – preguntó. Era una pregunta inofensiva.
–No he especificado nada. Excepto que sea fácil comérsela en la cama – se acercó y se sentó en el colchón.
Ella sintió que se le formaba un nudo en el estómago y que se le aceleraba el corazón. Estar cerca de él provocaba que deseara cosas. Otra vez.
–¿No crees que deberíamos levantarnos un rato? – preguntó.
–Me parece una idea malísima. Preferiría estar aquí todo el día – la miró.
Era la primera vez que ella veía ternura en su mirada. Y no pudo evitar emocionarse.
Pedro se colocó sobre ella y la besó en los labios.
–Me parece un lujo decadente.
¿Decadente? Una palabra interesante para escucharla de una mujer como tú.
–¿Qué quieres decir?
–Suponía que ya habrías experimentado la verdadera decadencia. Teniendo en cuenta que…
Ella se movió, inquieta.
–Que robamos el dinero.
Él le acarició la mejilla.
–No me refería a eso.
Ella no estaba segura de si debía cambiar de tema o tratar de ser un poco sincera con él. Estaban desnudos el uno al lado del otro, así que se podía esperar cierto grado de honestidad.
–A veces era así. Cuando mi padre hacía una estafa y salía bien, nos relajábamos y disfrutábamos del botín. Por supuesto, yo no me daba cuenta de lo que estaba haciendo. Durante semanas salíamos a cenar fuera cada noche, y eso compensaba las semanas que no teníamos nada para comer. Eran semanas en las que mi padre se quedaba a mi lado, sonriendo y riéndose. Sí, eso era decadente para mí – se miró las manos– . Cuando me hice mayor me di cuenta de lo que estaba haciendo y traté de enfrentarme a ello, pero mi padre es un estafador y se le da muy bien tergiversar historias. Eso es lo que hizo con la nuestra, y con cómo trabajábamos como los demás. Decía que la gente a la que robábamos era demasiado rica como para percatarse de lo que les faltaba. Y si se percataban, lo merecían por ser estúpidos y permitir que se lo robaran.
–Ya – dijo él, con un brillo extraño en la mirada.
–Como te he dicho. Él es un estafador de poca monta. Lo que te hizo a ti fue el mayor trabajo que hizo nunca. Al menos por lo que yo sé. Si tiene dinero, aparte del tuyo, guardado en algún sitio, nunca me lo contó. Y teniendo en cuenta que estaba más que dispuesto a dejarme en la estacada y sin dinero…
–¿Es cierto que no lo tienes?
Ella negó con la cabeza.
–No. Nunca lo tuve. Lo ayudé a conseguirlo, pero… No lo tengo.
–Te creo – dijo él– . Entonces, ¿crees que es conmigo la primera vez que pruebas el lujo? – preguntó él.
–Sabes que eres el primer hombre con el que he estado. Eres el primero en todo.
–Sí – dijo él– . Y eso me intriga. ¿Te importaría contármelo?
–Bueno, nunca había mantenido relaciones sexuales. Después, te conocí y me acosté contigo.
Él inclinó la cabeza y le mordisqueó el labio inferior.
–No me refería a eso.
–El sexo tiene que ver con desnudarse por completo. Una buena estafadora prefiere no quitarse las máscaras. Yo sé que no. Por eso nunca tuve prisa por acercarme tanto a alguien. Quiero decir, podría haber estado con alguien si hubiera querido, pero habría fingido. Y eso nunca ha ido conmigo.
–¿Y conmigo? En el hotel de Nueva York, y ¿ahora? ¿Eres la verdadera tú?
Pedro la besó en el mentón.
–¿O sigues llevando la máscara?
Él la miró a los ojos fijamente y ella tuvo que mirar hacia otro lado.
–No lo sé. No tengo ni idea de quién soy. He pasado cada día de mi vida representando un papel. Incluso el de camarera… La versión de mí misma que se supone que es la chica buena. La sincera. Solo trataba de ser normal. Y al final del día, cuando me quitaba el disfraz, me sentía la misma de siempre. Nada diferente. Siempre estoy fingiendo.
–¿Y conmigo?
Ella respiró hondo.
–Eso es lo que más me asusta.
–¿El qué? ¿Qué es lo que te asusta, cara mia?
–Que el día que hicimos el amor en Nueva York fui lo más sincera que he sido nunca. Conmigo misma. Y con cualquiera – tragó saliva– . No estoy segura de que me gustara la chica que vi – dijo despacio.
–¿Y por qué no?
–Porque ella… Me acosté contigo y ni siquiera te conocía. Y me gustó.
–¿Y eso es un problema?
–Para mucha gente sí.
–Para mí no lo es. He pasado muchos años deseando cosas. Y ahora no. Lo quiero, lo tengo. No las deseo.
–Yo sí. Básicamente es lo que hago.
–Ya no. Conmigo no. Puedo darte todo lo que quieras. Y a nuestro hijo también. Todo lo que pueda necesitar. Haré lo mismo por ti. Prometo que conmigo todo será deleite, Paula. Nunca tendrás que pasar hambre otra vez. Lo prometo. Puedo ofrecerte una vida de lujo. Nunca volverás a desearla.
Ella deseaba aceptar su promesa. Abrazarlo y pedirle que le prometiera que nunca la dejaría marchar.
Entonces, recordó que él nunca le había prometido fidelidad.
Ni una relación. Solo le prometía cosas.
Y la noche anterior había salido.
Quizá se había acostado con otra mujer veinticuatro horas antes.
La idea la hizo estremecer.
–Anoche saliste – dijo ella.
–Sí.
–¿Te acostaste con alguien?
–No.
–No me mientas – pidió ella con el corazón acelerado.
–No tengo motivos para hacerlo. Ya lo sabes.
–No – susurró– . No me mientas. Y no te acuestes nunca con otra.
Él colocó la mano sobre su mejilla.
–¿Nunca, cara mia? Eso es mucho tiempo. Dudo de que alguno de nosotros pueda predecir el futuro tan bien.
Ella no podía imaginar que algún día deseara a otro hombre.
–Al menos, no lo hagas mientras te acuestes conmigo.
–Lo prometo – dijo él.
Era suficiente. Ella lo besó de forma apasionada. Estaba cansada de desear. Y Pedro era pura satisfacción, así que decidió disfrutar.
Todo el tiempo posible.
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