jueves, 19 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 8




La habitación estaba vacía. No quedaba nada que pudiera identificar a la persona que podía vivir en aquella pequeña casa de Roma. Ningún juguete que demostrara que un niño jugaba allí. Ni ollas ni sartenes en la cocina, nada que demostrara que una madre vivía allí. Una madre que cocinaba la cena cada noche, al margen de que las porciones fueran modestas.


Ni siquiera estaban las mantas que solían estar en una esquina del salón.


Y había unos desconocidos sonrientes, aunque no había motivo alguno para sonreír.


Sus juguetes no estaban.


Y su madre tampoco.


Daba igual cuántas veces hubiera preguntado él dónde estaba, nadie le contestó nunca. Solo le aseguraron que todo saldría bien, cuando él sabía que nada volvería a estar bien nunca más.


La habitación estaba vacía y no encontraba nada de lo que necesitaba.



****


Pedro despertó empapado en sudor y con el corazón acelerado. Por supuesto, su habitación no estaba vacía. 


Estaba durmiendo en una enorme cama con almohadas y mantas por todos sitios. En la esquina, estaba su vestidor y en la pared un televisor de pantalla plana. Todo estaba en su sitio.


Y lo más importante, él no era un niño pequeño. Era un hombre. Y no era indefenso.


Sin embargo, por algún motivo, a pesar de que a menudo tenía ese sueño, la inquietud no se le pasaba.


Salió de la cama y se acercó al mueble bar que estaba junto a la puerta. Necesitaba una copa, y después podría volver a acostarse.


Encendió la luz y sacó una botella de whisky. Se sirvió una copa con manos temblorosas y bebió un sorbo. Recordó el sueño que había tenido y, de pronto, la cara del niño había cambiado. Ya no era él, sino un niño que tenía una madre con expresión desafiante y cabello oscuro.


Pedro blasfemó y dejó la copa sobre el mueble bar. No había motivo para que tuviera que formar parte de la vida del niño que Paula llevaba en el vientre. La probabilidad de que estuviera embarazada era pequeña. Y de que él fuera el padre mucho menor. Era una estrategia para engañarlo. Era una estafadora, como su padre, y él lo sabía


Sí, también sabía que era virgen cuando se acostó con ella, pero igual era parte de su engaño. No estaba seguro.


Debía olvidar todo lo que había sucedido. Olvidar que ella había ido a verlo. Él podría enviarle dinero cada mes, ella y el bebé tendrían lo necesario y él podría continuar con su vida como siempre.


Sin embargo, no podía olvidar sus tristes ojos marrones. 


Miró la copa, levantó el vaso y lo lanzó contra la pared, observando cómo se rompía en mil pedazos. No le importaba.


Y tampoco debería importarle Paula Chaves y el bebé que quizá llevara en el vientre.


«¿Abandonarías a tu hijo? ¿En eso te has convertido?».


Era una voz del pasado. La de su madre. Una mujer que había dejado a su padre y su vida de lujo para tenerlo a él. 


Que poco antes había vendido sus joyas y su ropa. Una madre que había trabajado en una fábrica por las noches, caminando de regreso a casa de madrugada, sola.


Su madre lo había dado todo, hasta que perdió la vida tratando de cuidar de él.


Y él estaba dispuesto a dejar a su hijo con tan solo una cantidad de dinero mensual.


Trató de ignorar el sentimiento de culpa que hacía que le costara respirar. No creía en la culpa. Era inútil. No servía de nada. Era mejor actuar.


¿Qué podía hacer? ¿Quedarse con el bebé? ¿Convertir a Paula en su esposa? ¿Formar una familia con la mujer que le había estafado un millón de dólares?


¿La mujer que había puesto a prueba su capacidad de control?


Inaceptable.


No podía ser. No le debía nada. Ni siquiera la pensión de manutención para su hijo. Seguía casi convencido de que ella tenía su dinero escondido en algún sitio. Un millón de dólares metido en alguna cuenta para su uso personal.


En realidad, él estaba siendo generoso al ofrecerle dinero.


Sacó otro vaso del bar y se sirvió otro whisky. No volvería a pensar en eso. Le pediría a su secretaria que se ocupara de concertar las citas médicas de Paula para que recibiera la mejor atención posible. Otro gesto de generosidad.


Había tomado la decisión correcta. Y no volvería a cuestionarla.


Se bebió el resto del whisky y regresó a la cama.










CULPABLE: CAPITULO 7




Paula no pensaba darle la noticia de esa manera.


Su intención era mostrarse un poco más vulnerable. Por eso había ido vestida con su uniforme de camarera, para demostrarle cómo vivía en realidad.


Quizá fuera ridículo que intentara suscitar su compasión por segunda vez, pero necesitaba que comprendiera que no vivía por todo lo alto gracias a su dinero, porque justamente era su dinero lo que necesitaba.


Para su nueva vida. Para ella.


Para el bebé.


Era surrealista que fuera a tener un bebé con un extraño. 


Que fuera a haber una persona que compartiera el ADN con él y con ella. No parecía justo. Ni para ella, ni para el niño. Y no le importaba si para Pedro era justo o no.


Había ciertas cosas que nunca podría proporcionarle al bebé con sus ingresos. Y no debería sentirse avergonzada por ello. Asegurarse de que el bebé estuviera bien cuidado, y de que tuviera todo lo que merecía, implicaba sacrificar su orgullo.


No quería que él adoptara el papel de padre y tratara de formar una familia feliz con ella. Solo deseaba su dinero.


Quería lo mejor para el bebé. E intentaría aprender a ser una buena madre. Quería aprender a ser otra cosa aparte de ladrona.


Habían pasado treinta segundos desde que había soltado la noticia bomba y Pedro todavía no había dicho ni una palabra. Tenía derecho a asombrarse, igual que se había asombrado ella al hacerse la prueba. Al ver la rayita rosa que cambió su vida.


Sí, habían utilizado preservativo, pero ya se sabía que era un método que a veces fallaba.


Aun así, no podía evitar sentir que la habían castigado por cómo había manejado el asunto. Si hubiese rechazado la propuesta de Pedro, estaría en la cárcel en lugar de esperando a un bebé.


En cierto modo, tenía esperanzas positivas puestas en el bebé. Aquello podía ser el inicio del cambio hacia una nueva vida.


–¿Esa es tu manera de dar una noticia? – preguntó Pedro momentos después.


–Supongo que sí. No era mi plan, pero no esperaba que fueras tan desagradable. Supongo que ese ha sido mi primer error. Después de todo, nos hemos acostado.


–Empleamos protección – dijo él con frialdad.


–Sí, y yo hablé con los planetas cuando vi que se me retrasaba el período. No sirvió de nada.


–¿Y cómo sé que después de que nos separáramos no saliste corriendo para acostarte con el primer hombre que te cruzaras? ¿No será una venganza? ¿No intentarás hacerme creer que este bebé es mío?


Paula notó que la rabia la invadía por dentro.


–¿Cómo te atreves? Tú, el que me chantajeó para acostarse conmigo. Me robaste la virginidad a cambio del dinero que te robó mi padre. Un dinero que yo ni siquiera toqué – esa parte era verdad– . Tú eres el malo de esta película, Pedro Alfonso. No me quedaré impasible ante tus acusaciones. No permitiré que te quedes ahí, mirándome como si fueras superior cuando la realidad es que me obligaste a acostarme contigo.


–Puede que hiciera alguna de esas cosas, pero no te obligué a acostarte conmigo. Dijiste: sí, sí, por favor. Y te di lo que me suplicabas.


Ella miró a otro lado, sonrojándose.


–Era virgen. No hacía falta mucho para hacerme perder la cabeza.


–Ahora no te hagas la víctima. Yo nunca habría llegado tan lejos si no me lo hubieras pedido.


–¿De veras quieres decirme que no pretendías terminar manteniendo una relación sexual conmigo?


Pedro hizo una pausa y apretó los dientes.


–No. Lo único que deseaba era que me lo suplicaras, pero fuiste mucho más convincente de lo que esperaba.


–No olvides que tú también suplicaste.


–No tuve que suplicar mucho tiempo, ¿a que no?


–Te odio – dijo ella. Tragó saliva y preguntó indignada– : ¿Qué nos has hecho?


–Tu inexperiencia no disculpa tus actos, así que no me eches la culpa de todo a mí.


–Ah, ¿no quieres ser culpable? Entonces, quizá no deberías ir por ahí como si fueras el dios del universo. No puedes ser todopoderoso y no ser culpable. Me amenazaste, me hiciste sentir como si tuviera que obedecer para no acabar en la cárcel. Sí, reconozco que al final acepté, pero, si no me hubieras obligado, no habría ido a tu habitación. Es evidente que me he pasado la vida alejada de los hombres y de su habitación de hotel, así que, la tuya no iba a ser una excepción.


–Bien. Fui un monstruo. ¿Eso es lo que quieres oír? ¿Así se calma tu dolor? No debería, igual que tampoco cambia la situación.


–Me sorprende que admitas que eres un monstruo – dijo ella.


–Nunca me ha preocupado que me consideraran un hombre amable. No me importa si me comporté o no acorde a las normas morales. Yo quería triunfar. Lo hice, y lo seguiré haciendo. Lo demás es secundario. Tendré lo que es mío, y esa es mi mayor preocupación.


–No puedo devolverte el dinero. No sé dónde está mi padre. Si lo supiera, te aseguro que lo contaría. No lo estoy protegiendo. No soy tan sacrificada. Me acosté contigo para que me evitaras problemas, porque no querías escucharme. Te habría entregado a mi padre sin dudarlo, solo para evitar lo que pasó.


–Todo esto está de más – dijo él– . ¿Qué es lo que quieres?


–Quería que supieras lo del bebé porque quería darte la oportunidad de elegir si quieres formar parte de su vida o no.


Él la miró fijamente.


–¿Y qué papel esperas que juegue en la vida de un niño?


–Supongo que el papel de padre, puesto que es el papel que jugaste a la hora de concebirlo – ella sabía que él no iba a aceptarlo, pero tenía que preguntárselo. No había conocido a su madre y su padre siempre había estado distante. Debía darle a Pedro esa oportunidad.


Aunque sabía que él la rechazaría. Y ella se alegraría, porque lo último que quería era tener cualquier implicación con él.


Aparte del apoyo económico que sin duda él le ofrecería, y que ella y su bebé tanto necesitaban.


–No tengo ni la más mínima idea de cómo ser padre. No tuve uno.


–Bueno, yo no tengo madre y estoy a punto de convertirme en una. Al parecer, el hecho de que no se tenga padre o madre no es una forma efectiva de evitar el embarazo.


–No veo por qué quieres que me implique en la vida de ese bebé.


–Entonces, no lo hagas. Eso sí, tendrás que pagarle una pensión. No pienso criar a mi hijo sin dinero mientras tú cenas en sitios elegantes y pones los pies en alto en tu lujosa villa italiana.


–Por supuesto que pagaré una pensión de manutención. Si el niño es mío.


–Es tuyo. No he estado con ningún otro hombre. Nunca. Mi primera vez fue en tu suite del hotel. Y ha sido la única vez – tragó saliva– . Sé que lo sabes. Por otro lado, tú has estado con tantas mujeres que seguro que no sabes ni la cifra. Cuando fui a hacerme el análisis de sangre para confirmar mi embarazo, pedí que me hicieran un análisis completo para asegurarme de que no me has transmitido ninguna enfermedad.


–Siempre uso protección – contestó él, esbozando una sonrisa.


–Y es evidente que no siempre es eficaz.


–¿Necesitas dinero para el médico? – preguntó él.


–Lo necesitaré. A menos que pueda pedir alguna ayuda…


–¿Cuándo puedes hacerte la prueba de paternidad?


Ella cerró los puños. Comenzaba a sentirse un poco mareada.


–Dentro de unas semanas. Y por lo que he oído existe el riesgo de sufrir un aborto.


–Tú decides. Háblalo con tu médico, pero, si aceptas mi ayuda durante el embarazo y cuando nazca el bebé se descubre que no es mío, me deberás todo el dinero que te haya dado.


–Es probable que elija la segunda opción. Estoy completamente segura de cuál va a ser el resultado. No me preocupa deberte nada.


–Estupendo – dijo él– . Me ocuparé de que abran una cuenta para tus gastos médicos. Después del parto, cuando hayamos establecido legalmente la paternidad, acordaremos una pensión de manutención.


Ya estaba. Había ganado. Él había aceptado pasarle una pensión. Ella podría ofrecerle una buena vida a su hijo. Y él no iba a estar presente.


Por algún motivo, la sensación de victoria era mucho más vaga de lo que ella había imaginado. De hecho, no se sentía triunfadora. Solo un poco mareada.


Quizá porque estaba en shock. Llevaba así desde el momento en que se hizo la prueba de embarazo.


Era difícil sentirse triunfadora cuando todo aquello le parecía aterrador. Extraño.


–Supongo que sabes cómo contactar conmigo – dijo ella.


–Y tú también sabes dónde encontrarme. Evidentemente.


–¿Eso es todo?


Él se encogió de hombros y se dirigió a su silla detrás del escritorio.


–A menos que tengas otra pregunta. O alguna información acerca del paradero de tu padre.


–No.


–Es una pena. Infórmame cuando tengas los resultados de la prueba de paternidad.


–Quieres decir cuando nazca el bebé.


–Imagino que será a la vez – dijo él, mirando a otro lado, como si ella ya se hubiera marchado.


–Te llamaré. O a tu secretaria – dijo ella, y salió por la puerta.


Consiguió mantener la compostura hasta llegar a la recepción. Una vez allí, comenzó a llorar. Estaba temblando. 


No sabía por qué le importaba tanto si él se interesaba o no por su hijo. No quería que lo hiciera. ¿Por qué se sentía tan culpable?


«Porque sabes lo doloroso que es. Sabes que el dolor perdura».


Ella conocía el dolor del abandono y sabía que no se pasaba.


Odiaba que su hijo comenzara la vida como ella había empezado la suya. Y le parecía aterrador que las necesidades de su hijo le parecieran más importantes que las suyas.


Ella continuó caminando y, nada más salir del edificio, tomó una bocanada de aire fresco. Toda su vida estaba cambiando. No era el fin del mundo, solo el comienzo de uno diferente. Y no, su hijo no tendría padre, pero ella sabía por experiencia que era peor tener un padre horrible que no tener ninguno.


Y su hijo tendría una madre. De eso no había dudas.


Era aterrador. Era una camarera de veintidós años que acababa de empezar su propia vida y, desde luego, no quería mantener la forma de vida que su padre había tratado de inculcarle. Una forma de vida en la que ella había participado porque no sabía qué más podía hacer.


Aún no sabía qué hacer, pero con la ayuda económica que Pedro iba a proporcionarle, no tendría que participar en más engaños. Quizá buscaría una casa en el campo. Quizá pudiera hacerse amiga de otras madres. Quizá tuviera que inventarse una historia acerca de sus orígenes y de lo que le había sucedido al padre de su bebé.


A lo mejor, ese podría ser su último engaño. Una forma de vida. Algo normal, algo feliz.


La idea la hizo sonreír.


Las cosas iban a cambiar, pero era lo que necesitaba. 


Desesperadamente. Necesitaba cambiar. Tal vez, era la oportunidad de tener una verdadera relación. De amar a alguien sin reservas. Y de sentirse amada.


Un amor que ni su hijo ni ella tendrían que ganarse.


Cerró los ojos y se secó las lágrimas que rodaban por sus mejillas. No necesitaba que Pedro Alfonso fuera feliz. Ni tampoco su hijo.


Todo ese asunto de su padre había comenzado con uno de los errores más grandes de su vida, pero quizá pudiera suceder algo asombroso de ello.


En cualquier caso, era un capítulo nuevo. Había terminado con su padre. Había terminado con la vida que habían llevado juntos. Y ya no iba a estafar a nadie más.


También había terminado con Pedro, excepto por el apoyo económico que él iba a ofrecerle. Era una vida nueva, un nuevo comienzo.


Y tras haber superado la parte más difícil, estaba preparada para empezar.














CULPABLE: CAPITULO 6





Pedro Alfonso era un bastardo. En todos los sentidos de la palabra. Él había sido consciente de ello desde muy temprana edad. Desde la primera vez que otros niños del vecindario se metieron con él por no tener un padre, hasta el momento en que vio cómo su madre, con el orgullo herido, aceptaba el dinero de un empleado del hombre que lo había engendrado para ayudarla a mantener la casa en la que vivían, con la condición de que nunca volvieran a contactar con él.


Desde entonces, él había sabido que no era más que el hijo ilegítimo de la amante de un hombre rico, y había aprendido a comportarse como un bastardo, en el sentido coloquial de la palabra, con el fin de conseguir el éxito en la vida.


En su persona no había lugar para la conciencia, ni para la compasión.


Las inversiones de capital de riesgo no eran un negocio que permitiera ser un hombre sensible y delicado. Uno debía estar dispuesto a proteger lo que era suyo, porque otras personas no dudarían a la hora de arrebatárselo.


Y teniendo en cuenta que era un bastardo y que no tenía ni una pizca de compasión, estaba enfadado por el hecho de que su encuentro con Paula Chaves le había generado cargo de conciencia. Algo que no tenía cabida en su persona.


Su intención no había sido llegar tan lejos.


Su plan había sido llevarla a la habitación del hotel, desnudarla, humillarla y marcharse. Desde luego, nunca había imaginado que terminaría… No. Mantener relaciones sexuales para cobrarse el dinero que ella le había robado nunca había sido parte de su plan.


Sin embargo, las cosas no habían salido como él había planeado. Él había perdido el control.


Y quizá era lo más imperdonable de todo.


El resto se lo podía perdonar, pero la pérdida de control no.


Al llevarla a su habitación y pedirle que se desnudara, al conseguir que suplicara, le estaba demostrando que era él quien controlaba la situación, pero cuando ella se quitó la ropa y le mostró su cuerpo, algo cambió. Él no le había demostrado que tenía el control. Ella había conseguido que lo perdiera. Estaba seguro de que la había humillado, pero ¿a qué precio? ¿A costa de su propio orgullo?


Habían pasado casi dos meses desde su cita y, sin embargo, se despertaba por las noches empapado en sudor, soñando con las caricias que le había hecho con sus delicados dedos sobre el vientre. Con sus rizos oscuros sobre el torso, y con sus ojos de color carbón mirándolo con asombro.


Era algo que nunca le había sucedido antes. Las mujeres solían mirarlo con deseo, con satisfacción, pero nunca con el asombro que había percibido en la mirada de Paula. 


Pedro sabía por qué.


Cerró el puño enfadado. No debería importarle. ¿Qué más daba si una mujer había hecho el amor con cien hombres o con uno? No importaba. A un hombre como él no debería importarle. Y, sin embargo, le importaba.


Eso hacía que su pecado le pareciera mucho mayor, cuando ni siquiera deseaba sentir que había pecado. Normalmente vivía la vida tal y como elegía, manteniendo relaciones con mujeres cuando quería, gastándose el dinero en lo que quería y bebiendo lo que le apetecía. No daba explicaciones a nadie.


No obstante, allí estaba, arrepintiéndose de haber mantenido un encuentro sexual y sintiéndose culpable. Preocupado por la virginidad de una mujer que era de todo menos inocente, a pesar de su experiencia sexual.


Le resultaba inaceptable que aquella mujer todavía ocupara tanto espacio en su cabeza. Y también que no hubiera recuperado su dinero.


Tampoco tenía planeado dejarla escapar.


Y puesto que no había seguido su plan, debía replantearse qué iba a hacer.


Ya no podía llevarla a juicio porque le había prometido no denunciarla a cambio de sexo. Sin embargo, su intención no había sido acostarse con ella.


Lo había hecho, y eso limitaba sus opciones.


¿Desde cuándo la conciencia limitaba sus acciones?


Cuando sonó el timbre de su intercomunicador, contestó:
–¿Qué pasa?


–Señor Alfonso… – le dijo Nora, su secretaria– . Hay una mujer que se niega a marcharse.


Pedro apretó los dientes. Aquella no era la primera vez que sucedía algo así, y suponía que tampoco sería la última. 


Sería Elizabeth, la mujer con la que había roto su relación tres semanas atrás, u otra dispuesta a ocupar el puesto de amante que se había quedado vacante.


Era una lástima que no le gustara que lo persiguieran.


–Dile que no estoy de humor.


–Ya lo he hecho. Sigue aquí sentada.


–Entonces, llama a seguridad para que la echen.


–Pensé que debía llamarlo antes de recurrir a eso – dijo Nora.


–La próxima vez no te molestes. Llama a seguridad directamente. Tienes mi permiso.


Oyó que alguien hablaba y que Nora contestaba.


–Señor Alfonso, dice que se llama Paula Chaves y que usted querrá recibirla.


Pedro se quedó helado.


No quería ver a Paula Chaves.


–Dile que suba – dijo al fin. Sabía que se arrepentiría, pero no podía resistir la tentación de verla una vez más. De levantarle la falda y poseerla de nuevo, esa vez, inclinándola sobre el escritorio. Quería demostrarle que ella estaba igual de indefensa que él ante aquella potente atracción. 


Demostrarle que él no era débil.


Se levantó del escritorio y comenzó a pasear de un lado a otro, deteniéndose en cuanto oyó que llamaban suavemente a la puerta. Era evidente que Paula Chaves no estaba tan desafiante como la última vez que se vieron.


«No estuvo desafiante durante mucho tiempo. Se derritió en cuanto la acariciaste».


Apretó los dientes y trató de controlar la reacción de su cuerpo.


–Pasa.


Se abrió la puerta y Pedro se sorprendió al verla. Era Paula, pero no se parecía a la mujer que él había visto antes. Ya no era la bella sirena con la que se había acostado en la suite del hotel. Frente a él, estaba una mujer vestida con pantalón negro y camiseta. Llevaba el cabello recogido en una coleta, un peinado más adecuado para una adolescente que para una veinteañera.


No llevaba maquillaje, solo una pizca de brillo de labios. Y tenía ojeras, como si no hubiera dormido bien.


Era evidente que no había ido hasta allí para seducirlo.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no sentirse decepcionado. No debería importarle. Escucharía lo que ella tuviera que decir y saldría a buscar a la primera mujer dispuesta a acompañarlo a su ático.


Ese era su problema. Desde que estuvo con Paula no había hecho más que trabajar y no había tenido oportunidad de acostarse con nadie. Dos meses era demasiado tiempo para un hombre como él.


Paula permaneció allí mirándolo y él no pudo evitar que su cuerpo reaccionara. Ella no debería estar allí. Era la mujer que había hecho que perdiera el control.


Necesitaba que se marchara.


–Bueno, es evidente que no has venido para acostarte conmigo, así que, te diré que tengo muy poca paciencia. 
Será mejor que hables cuanto antes.


Ella lo miró a los ojos, sin permitir que la asustara.


–Desde luego, no he venido para eso.


Él suspiró y miró los papeles que tenía sobre el escritorio.


–Cada vez estoy más impaciente. Arrodíllate ante mí o vete.


–No hay ningún motivo para que tenga que arrodillarme ante ti. Ni para suplicarte, ni para complacerte. Es una firme promesa.


La rabia lo invadió por dentro.


–Eso ya lo veremos, ¿te has olvidado de que tu futuro depende de mí?


Ella se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.


–Antes de que empieces a amenazarme, debes saber que yo llevo tu futuro en el vientre.