martes, 17 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 28




Unos días después, Pedro estaba sentado en una cafetería de Brunswick Street mirando a un músico callejero que estaba tocando una canción que no lograba identificar del todo.


Como un mosquito cerca del oído, Sebastian no dejaba de hablar sobre el viaje a Argentina, sobre lo emocionado que estaba, sobre lo que iba a llevarse de equipaje y las vacunas que su madre había insistido en que se pusiera antes de volar, y sobre el hecho de que Paula lo había organizado todo de un modo tan brillante que no sabía qué más tendría que hacer él.


–Perdona, ¿qué has dicho? –le preguntó Pedro volviendo al presente bruscamente.


–Paula –dijo Sebastian y Pedro sintió como si el nombre se clavara en su pecho como una bala.


Nadie se había atrevido a mencionar su nombre cuando había entrado en la oficina el martes por la mañana con la noticia de que había dejado de trabajar para Producciones Pedro.


–Que ha hecho un trabajo fantástico organizando el viaje – dijo Sebastian y cerró la boca de golpe como si acabara de darse cuenta de que había dicho algo que no debía. En ese momento sonó su móvil y lo agarró como si fuera una tabla de salvación–. Es del aeropuerto. Voy a hablar a un sitio más tranquilo.


Pedro volvió a mirar al músico, que ya estaba recogiendo. 


¡Qué decepción!


–Aún no ha encontrado otro trabajo.


Era Sonia. Había olvidado que estaba sentada a la mesa con ellos.


–Paula –dijo refrescándole la memoria por si acaso no era ella en quien su jefe estaba pensando mientras había estado escuchando al músico.


Pero esa canción le había hecho recordarla, recordar la increíble luz de sus ojos mientras habían bailado su melodía; le había hecho revivir aquel momento estelar en que lo había mirado a los ojos y le había dicho que estaba enamorada de él.


–Ha tenido ofertas, claro, las tiene todos los días, pero se pasa el día en su habitación haciendo quién sabe qué con el ordenador. ¿Qué pasó en Tasmania?


Él apretó los dientes. Lo que había sucedido en Tasmania tenía que quedarse en Tasmania, aunque se sentía como si fuera un gran peso que no pudiera quitarse de encima.


–No me ha dicho nada. Llegó como si la hubiera atropellado un autobús. Es más, parece tan ilusionada con la vida como tú ahora mismo.


Pedro no dijo nada mientras en su interior una bola de furia iba haciéndose cada vez más grande.


–Bien, los dos podéis ser unos cabezotas y negaros a hablar conmigo, pero ya que estoy viviendo con ella y trabajando para ti, tenéis que hablar para no volverme loca con
vuestro abatimiento. Así que sea lo que sea que le hiciste para que se haya marchado, más vale que vayas a verla y te disculpes y nos ahorres a todos este drama.


–¿Qué te hace pensar que la razón por la que se ha marchado tiene algo que ver conmigo?


Sonia lo miró como si fuera lo más estúpido que hubiera oído en su vida y lo peor de todo era que tenía razón porque él era el culpable de todo. Si no la hubiera seguido y seducido, ella habría vuelto de sus vacaciones renovada y dispuesta a incorporarse al trabajo, y ahora estaría sentada ahí mismo, riéndose con él, iluminando un día que ahora estaba turbio.


Y él seguiría extinguiendo la atracción que sentía por ella muy en su interior, donde no podía hacerle daño a nadie, y nunca habría llegado a saber que había alguien que pudiera amarlo. ¡Esos sí que habían sido días felices!


Apartó la silla.


–Voy a la oficina –dejó su tarjeta de crédito sobre la mesa–. Paga esto.


Sonia asintió.


–Dile a Sebastian que volveré… luego.


Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó a andar y en ningún momento nadie lo paró para pedirle un autógrafo. Estaba pasando totalmente desapercibido.


Paula. No podía dejar de pensar en ella.


Haberla perdido había puesto patas arriba la oficina porque era ella la que había logrado que un ambiente cargado de tanta presión resultara divertido, la que le había permitido crear, la que lo había inspirado para tener las mejores ideas de su vida.


Por otro lado, había dirigido su empresa durante muchos años antes de que ella llegara y estaba seguro de que su negocio sobreviviría a su pérdida. Pero saberlo no impedía que no la echara de menos. Que no echara de menos esa actitud con la que encandilaba a sus colegas de profesión por teléfono, el modo en que siempre le tenía un café preparado cuando más lo necesitaba, el modo en que siempre sabía cómo terminar sus pensamientos.


Echaba de menos ver sus pies sobre la mesa de su despacho, el bolígrafo constantemente detrás de su oreja o la forma en que apretaba los dientes. Su sentido del humor tan mordaz, su risa, su sonrisa, su boca…


Echaba de menos su sabor, su piel, sus dedos jugueteando con su pelo, la suave piel de su cintura, el modo en que podía hundir los dientes en la suavidad de su hombros; echaba de menos despertarse con su cálido cuerpo junto al suyo.


¡La echaba de menos a ella!


Y mientras caminaba por la abarrotada calle los sentimientos que tanto tiempo había tenido enterrados se negaron a seguir estándolo y se rebelaron contra él. Lo que sentía por ella era tan dulce, tan arrollador, tan intenso, que sabía que solo había cabida para una respuesta.


Se había enamorado por primera vez en su vida.


La amaba. Amaba a Paula.


¡Claro que la amaba! ¿Cómo no? Tendría que ser una pura roca para no amar su sentido de la diversión, su amabilidad, su rectitud y, sobre todo, el modo en que lo amaba a él, por sorprendente que pareciera.


Esa era la verdad, pero bueno, ¡qué más daba! De todos modos, no habría durado, así que mejor así, que todo se hubiera acabado antes de haber empezado.


«¿Eso quién lo dice?», le preguntó una insistente voz dentro de su cabeza.


«Es un hecho», siguió diciéndose a sí mismo. «Las relaciones nunca duran y ella tenía razón, tus relaciones nunca han durado porque siempre las has saboteado antes de que pudieran comenzar».


Pedro sintió cómo iba aminorando el paso a medida que el resto de verdades comenzaban a abrirse paso dentro de él; le hacían daño, pero no se resistió.


«Se ha marchado», le dijo a la voz que estaba metida en su cabeza.


«Tú la apartaste, pero ella insistió porque pensó que merecías la pena. Tu amistad merecía la pena, tu amor merecía la pena. Pero tú nunca has luchado por ella. Ella no te ha dejado. Tú la has dejado a ella».


Se detuvo en seco mientras la multitud seguía avanzando a su alrededor. Él la había dejado, justo cuando más lo había necesitado. Justo cuando ella había reunido valor y le había abierto su corazón, su alma, su confianza; cuando le había tendido el amor en sus manos. La había dejado porque todo ello le había resultado duro.


Pero ahora estar sin ella era más duro todavía. Mucho más.


No era el drama lo que había evitado toda su vida, era el rechazo. El infernal vacío que surgía cuando amabas a alguien que no te correspondía. Para tratarse de un hombre que se esforzaba físicamente al máximo, que se enfrentaba a cada desafío que la vida le lanzaba, cuando se trataba de relaciones sentimentales había sido un absoluto cobarde.


Pero ya no más. No esa vez.


Sentía que el mayor desafío de su vida se encontraba a la vuelta de la esquina y solo había un modo de saberlo con seguridad. Alzó la mirada, se dio media vuelta y echó a andar con un destino muy claro en mente.







lunes, 16 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 27





Pedro estaba en la ducha cuando Paula volvió a la suite y lo esperó caminando de un lado a otro de su dormitorio mientras intentaba pensar cómo decirle lo que sentía.


De forma casual: «¿Te apetece una cena el sábado en mi casa? Prometo no cocinar».


Con indiferencia: «Vamos a dejarlos a todos alucinados mañana en la oficina y vamos a presentarnos allí comprometidos».


De forma sexy: «Quiero que cueles tus manos dentro de mis pantalones y que no las saques hasta dentro de un año. Y no hablo en broma, chaval».


Ataque frontal: «¡Tú eres al que quiero!».


De forma sincera… Si tenía que ser sincera tendría que decirle que lo amaba. Era así de simple. Y así de complicado.


Pero eso era lo que necesitaba que supiera.


La puerta del baño se abrió y Pedro salió con una gran toalla blanca alrededor de las caderas. El agua goteaba de su cabello negro y sus bronceados músculos resplandecían bajo el agua y la luz de la mañana. Se le hizo la boca agua y cuando él esbozó una sexy sonrisa, a ella le bombeó el corazón más que nunca y le entró miedo.


–Me he despertado y no estabas.


–Tenía que despedirme de alguien porque hoy nos vamos a casa, ya sabes…


–Sí, nos vamos. El avión nos recoge a las cuatro. He pensado que podríamos marcharnos al mediodía y comer algo por Launceston. Estoy deseando volver a echarle las manos a ese Porsche –respondió sonriendo de oreja a oreja.


El instinto de protección de Paula le decía que cortara las cosas por lo sano, que le sonriera y le diera las gracias por un genial fin de semana. Que volviera a su vida fingiendo que no estaba trabajando codo con codo con un hombre que la hacía derretirse solo con mirarla.


Pero entonces él se puso una impoluta camisa blanca y ella se sintió invadida por el sutil aroma a jabón. Su piel seguía húmeda y por ello la camisa se ciñó a sus músculos provocando que se le hiciera la boca agua y que temiera abrirla por miedo a lo que pudiera salir de ella.


Pero había cantado en un karaoke y había sobrevivido.


Había perdido a su adorado padre y había sobrevivido.


Ya había sobrevivido a bastantes cosas y ahora estaba preparada para vivir. Y para hacerlo necesitaba al hombre que hacía que viera sus días en Technicolor.


No, no iría a ninguna parte.


–Tenemos que hablar.


Pedro se giró hacia ella lentamente mientras se abrochaba el último botón.


–¿Sobre qué?


Se acercó a él y posó las manos sobre su pecho, dejándose invadir por su calor.


–Eres un buen hombre, Pedro Alfonso. Trabajas mucho y nunca esperas que te den nada en bandeja de plata.


–Sí, así soy yo –sonrió, aunque en sus ojos había cautela.


–Pero también sé que cuando se trata de mujeres tienes la capacidad de atención de un pez.


Él se rio a carcajadas y dejó caer la toalla.


Sin embargo, además de eso, Paula sabía que era un hombre amable, considerado, y heroico cuando alguien que le importaba se encontraba en apuros.


Le pasó los vaqueros y esperó hasta que se los puso antes de continuar y al verlo ante sí, más guapo de lo que cualquier hombre merecía estar con vaqueros y camisa blanca, respiró hondo y dijo:
–Hace mucho tiempo que siento algo por ti y creo que me permití seguir sintiéndolo porque eras inalcanzable. Me daba la excusa perfecta para no tomármelo demasiado en serio, pero después tuviste que hacerme caso.


Se detuvo para respirar hondo mientras esperaba su respuesta. Cualquier respuesta. Pero la habitación seguía sumida en un absoluto silencio.


Al cabo de lo que le pareció una eternidad, él se puso un jersey. De acuerdo, Paula no se había esperado que se pusiera a saltar de emoción, pero tampoco se había esperado una respuesta tan fría. No, después de lo que habían hecho juntos. No después del modo en que le había hecho el amor, del modo en que se había aferrado a ella mientras dormían.


Respiró hondo, reunió todo el amor que sentía por él y se adentró en el campo de batalla sin una armadura que la protegiera.


Pedro, tendrías que estar ciego para no darte cuenta de que estoy enamorada de ti, y de que llevo estándolo desde… siempre…


Extendió los brazos con gesto suplicante y los dejó caer; vibraban deseando envolverlo, acercarlo a sí, pero él seguía ahí mirándola con esos impenetrables ojos grises.


–Acabo de decirte que te quiero, no quiero volver al trabajo mañana y fingir que esto nunca ha pasado. Quiero estar contigo y darte la mano y salir a cenar contigo y hacerte el amor y despertarme en tus brazos y…


Asombrada, lo vio retroceder. Pero, peor aún, lo vio encerrarse en sí mismo, exactamente igual que cuando algún admirador efusivo lo paraba por la calle y le pedía un autógrafo.


Pedro, mírame. Mírame de verdad. Estoy abriéndome a ti, por completo. Estoy ofreciéndote todo lo que tengo que dar. Porque… porque somos como un par de guantes: actuamos de manera independiente, pero no estamos completos el uno sin el otro. Soy tuya, Pedro. Soy tuya para siempre, si me tomas.


–Nadie puede prometer un para siempre.


Paula casi lloró de alivio al oírlo decirle algo por fin.


–Yo sí que puedo porque sé con todo mi ser que soy tuya. Eternamente. No voy a ir a ninguna parte.


Sintiéndose como si fuera a explotar si no lo tocaba, si no se apoyaba en él, si no sentía una respuesta de él, fuera la que fuera, extendió una temblorosa mano y le acarició la mejilla.


Él se estremeció, como si le estuviera quemando el contacto y ella retrocedió como si la hubiera abofeteado.


Más asustada que nunca antes en su vida, se llevó la mano al pecho. Lo había estropeado todo; había construido castillos en el aire sin más cimientos que su romántica cabeza. Pedro no la quería. Jamás la querría.


–¿Esta es la única respuesta que voy a obtener de ti?


Silencio.


Una gran bola de furia, dirigida en especial hacia ella misma, se formó en su interior y sacudió una mano ante sus ojos como si intentara despertarlo del estado comatoso en el que parecía estar sumido. De hecho, estaba emocionalmente catatónico mientras que ella lo amaba en exceso.


Con determinación y un atisbo de esperanza, demasiada tal vez, se acercó, se puso de puntillas, hundió las manos en su cabello negro y lo besó.


Con los ojos cerrados. Con el corazón acelerado.


Esos labios que anteriormente habían hecho arder los suyos la llevaron hasta el filo del éxtasis y más allá. De él brotaba calor, un intenso calor que le decía que se equivocaba y que ella tenía razón. Pero a pesar de todo, permanecía impasible.


Al instante, unas lágrimas comenzaron a deslizarse por las mejillas de Paula y el sabor de la sal en su boca la despertó de su trance. Por fin.


Hizo intención de apartarse y fue entonces cuando lo sintió: un sutil roce, una respuesta que le robó el aliento.


Y entonces la besó. Con tanta delicadeza que estaba casi segura de que se lo estaba imaginando. Si era así, ¡qué imaginación tenía!


Unos suaves y cálidos labios la acariciaban, la saboreaban, estaban limpiándole las lágrimas. Fue un beso tan hermoso que apenas podía recordar por qué había empezado a llorar.


Y entonces lo entendió. Lo amaba, pero él no era un hombre capaz de dar ningún tipo de respuesta.


Se apartó pasándose las manos por la cara, por la boca, intentando borrar la sensación que tanto se parecía a un amor correspondido cuando en realidad no era nada más que una respuesta aprendida. Se tambaleó hasta la cama y apoyó las manos sobre la colcha. Necesitaba espacio para respirar y para pensar.


Él no la siguió. No fue tras ella. Seguía sin decir nada. Y solo había una cosa que ella podía hacer.


–No puedo volver al trabajo mañana y fingir que no ha pasado nada.


–¿Estás dejando el trabajo?


¡A eso sí que respondía, eh!


–No me has dado elección.


Dio un paso hacia ella y extendió una mano.


–Nunca te he pedido que lo dejes, es lo último que quiero. Es más, si te soy sincero, admitiré que es la razón por la que vine aquí en un principio. Ahora mismo tenemos tanto trabajo que tenía que asegurarme de que nada te tentaba a quedarte aquí. 


–¿Me boicoteaste las vacaciones para asegurarte de que volvería contigo?


¡Por supuesto! ¡Cómo no iba a hacerlo! Ella le hacía la vida muy fácil, y a él le gustaba que su vida fuera así de fácil. 


¡Aaargh!


–Aunque ahora no sé por qué me molesté, vas a marcharte de todos modos.


–¿Cómo dices? Oh, eres increíble. Cualquier persona en mi lugar se habría marchado hace meses, pero me gustaba tanto el trabajo y te respetaba tanto, que me deleitaba trabajando tantas horas y esforzándome tanto. Mientras que tú…



–Paula…


Ella retrocedió dos pasos, lo suficiente para no poder sentir la calidez de su cuerpo.


–Si crees que solo te hice el amor para obligarte a marcharte, entonces debes de pensar que soy un bastardo.


–No estoy segura de qué pensar ahora mismo. Me pregunto cómo encaja en todo esto eso de que pueda ocuparme de producir el programa de Tasmania. ¿Qué es? ¿Una especie de recompensa por los servicios prestados?


Finalmente vio algo de emoción en sus ojos. Nunca lo había visto más furioso


–Si te ofrecí lo de Tasmania fue únicamente porque te lo merecías y porque pensé que te haría feliz. Lo siento si lo has visto de otro modo.


Lo sentía, pero no sentía que no la amara, solo sentía que ella lo hubiera malinterpretado. En esa ocasión esa palabra significaba un adiós, ya no sonaba sexy.


–Sé que crees que has encontrado un modo de no dejar que lo que te hizo tu madre marcara tu vida, pero pareces muy decidido a repetir sus mayores errores. No dejas que la gente se te acerque y una vez que decides hacerlo, no dejas espacio para el compromiso. No dejas espacio para nadie.


No esperó a ver si él había oído algo.


–Me voy a dar un paseo. Volveré dentro de dos horas. Espero que te hayas ido o pediré a los de Seguridad que te saquen de mi habitación. Puedo hacerlo, ya lo sabes.


Y sin detenerse a agarrar su abrigo ni su bolso, salió de la suite y fue hacia los ascensores.










UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 26





El sol estaba empezando a lanzar su rosado brillo a través de los ventanales cuando Paula se puso los vaqueros, la camiseta, el poncho, las botas y se recogió el pelo en una cola de caballo para rápidamente lavarse la cara antes de salir de la suite de puntillas.


Necesitaba dar un paseo; dar un paseo y pensar. Y estaba claro que no pensaba bien cuando Pedro estaba tendido a su lado en la cama y desnudo.


Una vez abajo, cruzó la desierta zona de recepción y salió por las puertas principales donde la recibió una sacudida de aire frío que casi la hizo tambalearse. Sin embargo, esa mañana algo así era justo lo que necesitaba.


Fuera, el cielo era gris plateado y los pájaros estaban dormidos; el único sonido era el de la nieve cayendo suavemente desde los árboles. Parecía un sueño.


Estaba allí intentando asimilar lo sucedido ese fin de semana, creer que no era más que un maravilloso sueño y comprender que cuando se despertara a la mañana siguiente estaría bien y de vuelta al mundo real.


De pronto la vida real era algo que le resultaba extraño. Muy lejano. Algo que le daba miedo. Lo único que tenía que hacer para solucionarlo todo era convencer a Pedro de que se quedaran allí, para siempre. Pidiendo la comida al servicio de habitaciones, haciendo que otros les lavaran las sábanas y haciendo el amor continuamente. ¡Así de fácil!


No. No podía decírselo. ¿Cómo iba a hacerlo cuando él había dejado bien claro una y otra vez que no era un hombre de relaciones serias? Tal vez su pasado había sembrado ese comportamiento, pero él lo había cultivado a fondo desde entonces.


No podía decírselo y ver cómo la rechazaba porque no había nada peor que tener amor y no saber dónde ponerlo. 


Cuando su padre había muerto le había provocado un
dolor terrible, la había destrozado por dentro, y ella había ido vagando de un lado a otro como un perrito perdido durante meses. Años, incluso. Hasta que había encontrado su lugar, y se había encontrado a sí misma, en Melbourne. Lo mirara como lo mirara, ninguno de los dos tenía el pasado necesario para poder permitirse una relación a largo plazo.


Suspiró, se acurrucó contra su poncho y se puso en marcha de vuelta a la calidez del vestíbulo.


La recepción ya no estaba vacía. Una mujer con falda ajustada, medias estampadas, botas altas y un gorro y un chal a juego estaba junto al mostrador. Se giró al oír las puertas giratorias.


–Paula.


–Mamá –dijo instintivamente, en lugar de «Virginia». Sin embargo, la mujer ni se fijó, así que ella no se molestó en corregirse.


–¿Qué haces levantada tan temprano?


–Necesitaba dar un paseo y tomar un poco de aire fresco. ¿Y tú?


–Me voy a casa.


–Oh, ¿pero no te dijeron que tenías la habitación pagada un día más?


–Sí, pero no creo que a Elisa le apetezca bajar a la mañana siguiente de su boda y encontrarse a su madre en el desayuno, ¿no?


–No, no lo creo. Eres muy considerada.


Virginia se rio justo cuando un hombre volvió al mostrador con unos papeles que le entregó y ella le lanzó una sonrisa que lo hizo ruborizarse.


–Bueno, ¿y dónde está tu media naranja?


–Dormido.


Virginia se rio.


–Si yo fuera tú, haría que mi misión en la vida fuera estar a su lado cuando se despertara.


Paula tragó con dificultad. Si pudiera elegir, no habría otra cosa que pudiera querer más y deseó poder confiar en su madre y compartir lo que sentía con ella, pero su pasado se lo impidió y esbozando una sonrisa le respondió:
–No temas, ya voy para allá.


–Siempre has sido una chica lista y ahora resulta que también eres una organizadora de bodas fantástica. Ha sido un fin de semana divino.


–¿Sí, verdad?


–Sofisticado, divertido, y en resumen una fiesta que pasará a formar parte de la historia de este lugar. Y todo gracias a ti.


Paula intentó asimilar ese extraño momento porque no estaba nada acostumbrada a recibir alabanzas de su madre.


–Gracias.


–Ya tengo un montón de nombres y números de futuras novias y sus madres que reclaman tus servicios si decides cambiar de profesión y volver a casa.


Parecía que Virginia estaba hablando en serio y que parecía estar esperanzada, expectante… ¿De verdad le gustaría que se quedara?


Volver a casa. Cerca de Elisa. Cerca de donde creció. Estar en un lugar donde la gente se preocuparía por ella, donde podría trabajar para alguien que no la volvía loca en el trabajo y que no la hacía sentir loca de amor.


La tentación era tan fuerte que en ese momento llegó a abrumarla, pero pasó al instante. Si se quedaba, acabaría marchándose otra vez. Y además, desde la primera vez que se había marchado, había podido construirse una vida; no una vida perfecta, pero sí su propia vida.


–Gracias, mamá, pero estoy feliz donde estoy.


La esperanzada sonrisa de Virginia desapareció.


–Me alegro por ti. Cuando eras pequeña me preocupaba mucho verte siempre en las nubes, leyendo y siguiendo a papá como un cachorrillo. Cuando yo era joven quería ver el mundo, vivir en la ciudad y dedicarme al arte, ser alguien. No me malinterpretes; amaba a tu padre y jamás lamenté ninguna de las decisiones que tomé al elegirlo a él, pero no quería que vosotras os quedarais atrapadas aquí, en un pueblo pequeño sin encontrar la razón que yo encontré para quedarme. Lo único que quería era que encontrarais algo especial que os hiciera destacar para poder tener las oportunidades que yo nunca tuve.


Alargó la mano con la intención de colocarle a Paula un mechón de pelo detrás de la oreja, pero se detuvo y se giró hacia el mostrador para firmar la factura.


–Estoy muy orgullosa de que lo hayas logrado. De que seas feliz.


Y mientras allí estaba ella, en el vestíbulo y escuchando aturdida las agradables palabras de su madre.


Inmediatamente supo que había algo que tenía que aclarar.


–¿Mamá?


–¿Sí, querida?


–¿Puedo hacerte una pregunta… algo complicada?


–¿Alguna vez te has topado con una mujer más complicada que yo?


Bueno… no…


–Vale, allá va. Cuando te casaste con esos… tipos… ¿fue porque creías que los querías como quisiste a papá?


–No, para nada –respondió la mujer sin vacilar.


–Entonces, ¿por qué?


Virginia respiró hondo y la miró. Unas patas de gallo asomaban bajo sus preciosos ojos y demasiado maquillaje cubría su aún maravillosa piel.


–La verdad es que echo de menos lo que es sentirse amada y estoy dispuesta a aceptar y conformarme con lo que sea por sentir algo parecido.


¿Eso era a lo que recurría su preciosa madre? ¿A los restos de otros amantes? Paula la agarró del brazo.


–Tú vales mucho más que eso. Lo digo en serio, no puedes seguir conformándote con lo primero que encuentres. 
Encuentra a alguien que ames, alguien que te ame a ti. Y haz lo que sea para no dejarlo marchar, ¿de acuerdo?


Virginia sonrió, pero no hizo ninguna promesa. Le dio un beso a Paula en la mejilla y la abrazó con sentimiento y sinceridad.


–Nos vemos en la próxima boda, hija. Y espero que sea la tuya.


Y entonces, guiñándole un ojo, Virginia se marchó envuelta por un vendaval de energía y color… y por el eterno dolor de haber perdido a su primer y verdadero amor.


Inmediatamente, la mente de Paula sobrevoló el vestíbulo para ir directa a una suite donde yacía un hombre al que amaba con desesperación.


Ahora más que nunca sabía que nunca se conformaría con lo primero que encontrara; no se conformaría con un hombre que le gustara. Quería un amante, un compañero, alguien que la hiciera reír y le hiciera pensar, un amigo genial y fiel al que pudiera confiarle incluso su vida.


Quería a Pedro.


Tenía todo lo que había soñado ahí, delante de sus narices. 


Ahora mismo. No podía preocuparse por las consecuencias porque si no lo intentaba jamás se lo perdonaría.