martes, 17 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 28




Unos días después, Pedro estaba sentado en una cafetería de Brunswick Street mirando a un músico callejero que estaba tocando una canción que no lograba identificar del todo.


Como un mosquito cerca del oído, Sebastian no dejaba de hablar sobre el viaje a Argentina, sobre lo emocionado que estaba, sobre lo que iba a llevarse de equipaje y las vacunas que su madre había insistido en que se pusiera antes de volar, y sobre el hecho de que Paula lo había organizado todo de un modo tan brillante que no sabía qué más tendría que hacer él.


–Perdona, ¿qué has dicho? –le preguntó Pedro volviendo al presente bruscamente.


–Paula –dijo Sebastian y Pedro sintió como si el nombre se clavara en su pecho como una bala.


Nadie se había atrevido a mencionar su nombre cuando había entrado en la oficina el martes por la mañana con la noticia de que había dejado de trabajar para Producciones Pedro.


–Que ha hecho un trabajo fantástico organizando el viaje – dijo Sebastian y cerró la boca de golpe como si acabara de darse cuenta de que había dicho algo que no debía. En ese momento sonó su móvil y lo agarró como si fuera una tabla de salvación–. Es del aeropuerto. Voy a hablar a un sitio más tranquilo.


Pedro volvió a mirar al músico, que ya estaba recogiendo. 


¡Qué decepción!


–Aún no ha encontrado otro trabajo.


Era Sonia. Había olvidado que estaba sentada a la mesa con ellos.


–Paula –dijo refrescándole la memoria por si acaso no era ella en quien su jefe estaba pensando mientras había estado escuchando al músico.


Pero esa canción le había hecho recordarla, recordar la increíble luz de sus ojos mientras habían bailado su melodía; le había hecho revivir aquel momento estelar en que lo había mirado a los ojos y le había dicho que estaba enamorada de él.


–Ha tenido ofertas, claro, las tiene todos los días, pero se pasa el día en su habitación haciendo quién sabe qué con el ordenador. ¿Qué pasó en Tasmania?


Él apretó los dientes. Lo que había sucedido en Tasmania tenía que quedarse en Tasmania, aunque se sentía como si fuera un gran peso que no pudiera quitarse de encima.


–No me ha dicho nada. Llegó como si la hubiera atropellado un autobús. Es más, parece tan ilusionada con la vida como tú ahora mismo.


Pedro no dijo nada mientras en su interior una bola de furia iba haciéndose cada vez más grande.


–Bien, los dos podéis ser unos cabezotas y negaros a hablar conmigo, pero ya que estoy viviendo con ella y trabajando para ti, tenéis que hablar para no volverme loca con
vuestro abatimiento. Así que sea lo que sea que le hiciste para que se haya marchado, más vale que vayas a verla y te disculpes y nos ahorres a todos este drama.


–¿Qué te hace pensar que la razón por la que se ha marchado tiene algo que ver conmigo?


Sonia lo miró como si fuera lo más estúpido que hubiera oído en su vida y lo peor de todo era que tenía razón porque él era el culpable de todo. Si no la hubiera seguido y seducido, ella habría vuelto de sus vacaciones renovada y dispuesta a incorporarse al trabajo, y ahora estaría sentada ahí mismo, riéndose con él, iluminando un día que ahora estaba turbio.


Y él seguiría extinguiendo la atracción que sentía por ella muy en su interior, donde no podía hacerle daño a nadie, y nunca habría llegado a saber que había alguien que pudiera amarlo. ¡Esos sí que habían sido días felices!


Apartó la silla.


–Voy a la oficina –dejó su tarjeta de crédito sobre la mesa–. Paga esto.


Sonia asintió.


–Dile a Sebastian que volveré… luego.


Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó a andar y en ningún momento nadie lo paró para pedirle un autógrafo. Estaba pasando totalmente desapercibido.


Paula. No podía dejar de pensar en ella.


Haberla perdido había puesto patas arriba la oficina porque era ella la que había logrado que un ambiente cargado de tanta presión resultara divertido, la que le había permitido crear, la que lo había inspirado para tener las mejores ideas de su vida.


Por otro lado, había dirigido su empresa durante muchos años antes de que ella llegara y estaba seguro de que su negocio sobreviviría a su pérdida. Pero saberlo no impedía que no la echara de menos. Que no echara de menos esa actitud con la que encandilaba a sus colegas de profesión por teléfono, el modo en que siempre le tenía un café preparado cuando más lo necesitaba, el modo en que siempre sabía cómo terminar sus pensamientos.


Echaba de menos ver sus pies sobre la mesa de su despacho, el bolígrafo constantemente detrás de su oreja o la forma en que apretaba los dientes. Su sentido del humor tan mordaz, su risa, su sonrisa, su boca…


Echaba de menos su sabor, su piel, sus dedos jugueteando con su pelo, la suave piel de su cintura, el modo en que podía hundir los dientes en la suavidad de su hombros; echaba de menos despertarse con su cálido cuerpo junto al suyo.


¡La echaba de menos a ella!


Y mientras caminaba por la abarrotada calle los sentimientos que tanto tiempo había tenido enterrados se negaron a seguir estándolo y se rebelaron contra él. Lo que sentía por ella era tan dulce, tan arrollador, tan intenso, que sabía que solo había cabida para una respuesta.


Se había enamorado por primera vez en su vida.


La amaba. Amaba a Paula.


¡Claro que la amaba! ¿Cómo no? Tendría que ser una pura roca para no amar su sentido de la diversión, su amabilidad, su rectitud y, sobre todo, el modo en que lo amaba a él, por sorprendente que pareciera.


Esa era la verdad, pero bueno, ¡qué más daba! De todos modos, no habría durado, así que mejor así, que todo se hubiera acabado antes de haber empezado.


«¿Eso quién lo dice?», le preguntó una insistente voz dentro de su cabeza.


«Es un hecho», siguió diciéndose a sí mismo. «Las relaciones nunca duran y ella tenía razón, tus relaciones nunca han durado porque siempre las has saboteado antes de que pudieran comenzar».


Pedro sintió cómo iba aminorando el paso a medida que el resto de verdades comenzaban a abrirse paso dentro de él; le hacían daño, pero no se resistió.


«Se ha marchado», le dijo a la voz que estaba metida en su cabeza.


«Tú la apartaste, pero ella insistió porque pensó que merecías la pena. Tu amistad merecía la pena, tu amor merecía la pena. Pero tú nunca has luchado por ella. Ella no te ha dejado. Tú la has dejado a ella».


Se detuvo en seco mientras la multitud seguía avanzando a su alrededor. Él la había dejado, justo cuando más lo había necesitado. Justo cuando ella había reunido valor y le había abierto su corazón, su alma, su confianza; cuando le había tendido el amor en sus manos. La había dejado porque todo ello le había resultado duro.


Pero ahora estar sin ella era más duro todavía. Mucho más.


No era el drama lo que había evitado toda su vida, era el rechazo. El infernal vacío que surgía cuando amabas a alguien que no te correspondía. Para tratarse de un hombre que se esforzaba físicamente al máximo, que se enfrentaba a cada desafío que la vida le lanzaba, cuando se trataba de relaciones sentimentales había sido un absoluto cobarde.


Pero ya no más. No esa vez.


Sentía que el mayor desafío de su vida se encontraba a la vuelta de la esquina y solo había un modo de saberlo con seguridad. Alzó la mirada, se dio media vuelta y echó a andar con un destino muy claro en mente.







No hay comentarios.:

Publicar un comentario