Paula estaba en el baño recién levantada y lavándose la cara cuando el timbre de su apartamento sonó justo antes de las seis de la mañana. No podía ser el taxi que la llevaría al muelle porque para eso aún faltaba otra hora.
–¿Puedes abrir tú? –gritó, pero de la habitación de Sonia no salió ni movimiento ni ruido.
Paula se pasó la mano por su aún alborotado pelo y corrió hacia la puerta. La abrió y allí se encontró a la última persona que se habría esperado: Pedro, con la chaqueta de cuero que era la favorita de ella, y los vaqueros oscuros que se tensaban sobre todo la musculatura que cubrían.
Alto, guapísimo, totalmente espabilado, y allí, en la puerta de su diminuto apartamento.
Alto, guapísimo, totalmente espabilado, y allí, en la puerta de su diminuto apartamento.
La situación le parecía tan ridícula que tuvo que frotarse los ojos y, cuando los abrió de nuevo, él seguía allí, en todo su esplendor, aunque ahora sus ojos estaban deslizándose sobre los pantalones de su pijama, la camiseta de la Universidad de Melbourne que perteneció a su padre y sus ajadas botas UGG.
Quería ocultarse detrás de la puerta, pero, por otro lado, también quería dejarse mimar por esa lenta mirada que estaba recorriéndole el cuerpo.
–¿Puedo pasar?
Así, sin un «buenos días», sin un «perdona que te moleste», sin un «está claro que he llegado en mal momento». Él fue directamente al grano.
–¿Ahora? –Paula miró atrás y, sorprendida, vio que los conjuntos de ropa interior de seda de Sonia que solían estar siempre colgando y secándose por todas partes habían desaparecido misteriosamente durante la noche.
–Tengo una propuesta.
¿Que tenía una propuesta? ¿A las seis de la mañana? ¿Una propuesta que no podía esperar? ¿Qué iba a hacer si no invitarlo a pasar?
Él entró y, al instante, el apartamento empequeñeció más todavía con su impresionante presencia.
Cerró la puerta y se apoyó contra ella mientras esperaba a que Pedro terminara de hacer un reconocimiento del lugar. Comparado con su bestial casa con infinidad de habitaciones y vistas a la ciudad, esa debía de parecerle un cuarto de escobas.
–Espero que estés prácticamente preparada. El vuelo sale en dos horas.
Paula se quedó tan sorprendida que se espabiló de pronto; estaba tan despierta como si se hubiera tomado tres tazas de café. ¿Es que se le había vuelto a olvidar? Se apartó de la puerta con las manos en las caderas.
–¿Estás de broma?
–Quítate ese gesto de la cara. No he venido a echarte sobre mi hombro y llevarte a Nueva Zelanda.
Ella tragó saliva… medio contenta, medio decepcionada
–¿Ah, no?
–Lo he comprobado y el ferry tarda un día entero en llegar a Launceston. Me parece una pérdida de tiempo absurda cuando tengo un avión que podría llevarte allí en una hora. Te llevo a Tasmania.
– ¿Y qué pasa con Nueva Zelanda? Me ha llevado un mes organizar a todo el equipo…
–Vamos a desviarnos. Y ahora, venga, date prisa y prepárate.
–Pero…
–Ya podrás darme las gracias más tarde.
¿Darle las gracias? Ese tipo le había echado a perder su brillante plan de tardar doce horas en llegar para poder retrasar todo lo posible el momento de ver a su madre y, al mismo tiempo, para poder ver detenidamente cómo ponía cientos de kilómetros entre ellos dos. Sin embargo, Pedro lo estaba haciendo, al parecer, en un intento de ser agradable.
Si las cosas seguían por ese camino tan surrealista, no le extrañaría que Sonia saliera de su habitación y le comunicara que iba a meterse a monja.
Si las cosas seguían por ese camino tan surrealista, no le extrañaría que Sonia saliera de su habitación y le comunicara que iba a meterse a monja.
–Está decidido –dijo él y se acercó.
Ella colocó las manos delante, para mantenerlo alejado y, a la vez, para contenerse y no subirse a la mesita de café y estrangularlo.
–No, yo no he decidido nada.
Era un hombre testarudo, pero ella también. Su padre había sido un verdadero encanto, así que la terquedad ocasional que la invadía era el único rasgo que había heredado de su madre.
–Sé lo mucho que trabajas y, comparado con la mayoría de la gente que me he encontrado en este negocio, lo haces de buena gana y te vuelcas en ello. Y te lo agradezco. Así que, por favor, acepta que te lleve.
Ese hombre estaba esforzándose tanto por darle las gracias… a su modo… que parecía como si le fuera a estallar una vena de la frente.
Paula levantó las manos y resopló antes de decir:
–De acuerdo, propuesta aceptada.
Inmediatamente, él se mostró aliviado y un poco relajado. Se giró, eligió un sillón y se sentó fingiendo interés en la revista que había agarrado y que anunciaba un artículo llamado 101 trucos para tu pelo en verano.
–Nos marchamos en cuarenta y cinco minutos.
Bueno, parecía que los momentos agradables y felices habían llegado a su fin; él ya había recuperado su talante habitual.
Paula miró el viejo y excesivamente grande reloj de buceo de su padre. ¿Cuarenta y cinco minutos? ¡Estaría lista en cuarenta!
Sin decir más, se dio la vuelta y corrió hasta su habitación.
Agarró la apropiada ropa para viajar a Tasmania que se había preparado la noche antes y entró en el baño. Sonia estaba allí, depilándose las cejas ataviada con un kimono de seda verde botella, y Paula frenó en seco haciendo que sus botas chirriaran sobre las baldosas.
Agarró la apropiada ropa para viajar a Tasmania que se había preparado la noche antes y entró en el baño. Sonia estaba allí, depilándose las cejas ataviada con un kimono de seda verde botella, y Paula frenó en seco haciendo que sus botas chirriaran sobre las baldosas.
–¡Sonia! ¡Qué susto me has dado! Ni siquiera sabía que estabas en casa.
Sonia sonrió al espejo.
–Solo quería daros un poco de intimidad al jefe y a ti.
De pronto Paula recordó la ausencia de ropa interior colgada.
–¡Sabías que iba a venir!
Su amiga tiró las pinzas al lavabo y se giró hacia ella.
–Lo único que sé es que desde que volvimos a la oficina ayer por la tarde, no dejó de decir «Tasmania esto, Tasmania lo otro…» y todo lo demás quedó designado como «prioridad secundaria».
Paula abrió la boca asombrada, aunque no logró decir nada.
–A mí nunca me ha ofrecido llevarme a casa en avión por Navidad y llevo trabajando para él el doble de tiempo.
–Porque tus padres viven a quince minutos en tranvía de aquí –Paula sacó a su amiga del baño de un empujón y cerró la puerta de golpe.