lunes, 9 de noviembre de 2015
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 2
El sonido ronco de la risa de Pedro hizo que una calidez la invadiera. Disfrutar de él desde el otro lado de los muros que llevaba como si fueran una segunda piel ya era
bastante imprudente; soportar el bombardeo de su atención personal era una batalla totalmente distinta.
–Si de verdad quieres saber por qué tienes tanta suerte, llama a la hija de esa señora. Llévala a cenar. Pídeselo tú mismo –sacudió delante de él el trozo de hoja con la dirección y el Número de teléfono de la mujer–. Esa sí que es una buena estrategia de relaciones públicas. «Pedro Alfonso sale con una fan. Se enamora. Se muda a un barrio residencial de las afueras. Entrena a los chavales de la Pequeña Liga. Aprende a cocinar asado de cordero».
Podía notar cómo él iba estrechando los ojos detrás de sus gafas de sol.
–En este momento –dijo con un profundo tono de advertencia–, me alegra mucho, mucho, que seas mi asistente y que no estés al mando del departamento de Relaciones Públicas.
Paula se guardó el papel en su sobrecargada agenda de piel y respondió:
–Sí, yo también. No estoy segura de que haya dinero suficiente en el mundo que pudiera tentarme para aceptar un trabajo en el que tendría que pasarme los días intentando convencer al mundo de lo maravilloso que eres. Quiero decir, yo trabajo duro, pero tanto…
Con gesto serio y la frente fruncida, se echó hacia delante para apoyar los brazos en la mesa; era un hombre tan grande que le tapó el sol; una sombra con un halo dorado perfilando su silueta.
Los dedos de Paula podrían haberlo tocado con solo estirarse y eso hizo que se le pusiera el vello de punta. Tenía los pies tan echados atrás y tan tensos para no rozarse con los de él que le dio un calambre.
–¿No estamos de un humor algo raro hoy? –le preguntó en un tono que pareció tan íntimo que a ella le fallaron las rodillas– . Bueno, ¿qué importa?
Se quitó las gafas y ahí pudo ver sus ojos gris ahumado, unos ojos que en ese momento estaban tan oscuros que el color era impenetrable.
Ese hombre era tan adicto al trabajo que jamás la miraba si no era para gritarle una docena de instrucciones; sin embargo, en ese momento la miró sin más. Y esperó. A Paula se le hizo un nudo en la garganta.
–Lo que importa –dijo otra voz– es que la mente de nuestra Paula ya está pensando en un fin de semana de libertinaje y en un revolcón.
Paula se estremeció tanto ante la brusca intrusión que se mordió un labio, pero incluso asaltada por el pequeño dolor, pudo notar lo que le pareció una mínima expresión de decepción en el rostro de Pedro. Después, él bajó la mirada hasta su labio hinchado que Paula estaba rozándose con la lengua. Y entonces, como si todo hubiera sido imaginación suya, giró la cabeza, se recostó en la silla y se dirigió al dueño del soez comentario.
–Sonia. Qué alegría que hayas venido.
–Un placer –respondió Sonia.
–Llegas en el momento oportuno –añadió Paula con la voz algo más entrecortada de lo que le hubiera gustado–. Pedro estaba a punto de ofrecerme tu trabajo.
Sonia ni se estremeció, pero el atisbo de diversión que vio en el gesto de Pedro le hizo sentir una intensa calidez por dentro. Sonia no solo era una gurú de las Relaciones Públicas, sino también la compañera de piso de Paula… y la única razón por la que sabía utilizar un secador de pelo y por la que en su armario no había únicamente vaqueros y camisetas.
Sonia apoyó su curvilíneo cuerpo en una silla y se cruzó de piernas sin apartar los ojos de su iPhone mientras desplazaba un dedo asombrosamente deprisa sobre la pantalla.
La actitud de su amiga la puso nerviosa, tanto que le agarró el teléfono y la despertó de una especie de trance.
Paula dijo:
–Si estás pensando en twittear algo sobre mi fin de semana fuera, sobre libertinaje, revolcones o algo parecido, por mucho que te refieras a mí como «empleada anónima de Producciones Alfonso», pediré una hamburguesa de remolacha y te la echaré en el vestido.
Sonia posó la mirada sobre la lana color crema del vestido que le había prestado a Paula y, muy despacio, se guardó el teléfono en su bolso de piel de cocodrilo.
–¿Por qué me siento más que nunca como si estuviera al otro lado del espejo con vosotras dos?
Las dos amigas se giraron hacia Pedro.
–Tengo la sensación de que me va a producir indigestión sacar el tema, pero no puedo evitar preguntar. ¿Libertinaje? ¿Revolcones?
Al pronunciar la palabra «libertinaje» sus grises ojos se posaron fijamente en Paula; fue solo una fracción de segundo, antes volver a mirar a Sonia, pero fue suficiente para dejar a Paula sin aliento.
¡Sí que necesitaba unas vacaciones! ¡Y ya mismo!
Sonia pidió un expreso y dijo:
–Para tratarse de alguien tan inteligente, tienes una memoria pésima en todo lo que no gire en torno a ti o tus montañas. Este es el fin de semana que nuestra Paula vuelve a casa, a la encantadora isla de Tasmania, para ser la dama de honor de la boda de su hermana Elisa que ella misma ha organizado.
–¿Es este fin de semana?
Paula lo miró como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. Durante los últimos quince días se lo había dicho como unas veinte veces, aunque estaba claro que no le había hecho caso.
Sonia había dado en el clavo: si algo no le interesaba a Pedro, en su cabeza era como si no existiera.
–Este fin de semana tengo el viaje a Nueva Zelanda.
–Sí, lo tienes –respondió Paula mirando el reloj–. Y yo ya
llevo diez minutos de más trabajando. Sonia, ¿qué planes tienes tú?
Sonia sonrió de oreja a oreja ante el sarcasmo que rezumaba de las palabras de Paula.
–Me quedaré sentada sola en nuestro apartamento, sintiéndome extremadamente celosa porque este fin de semana vas a tener mucho donde elegir.
–¿Elegir qué?
–Elegir entre un montón de hombres arreglados y perfumados y rodeados por mucho más romanticismo concentrado del que pueden soportar. Estarán paseándose por esa boda como lobos en celo. Es el evento más primario que se puede ver en la sociedad civilizada –y con eso se echó atrás en su silla abanicándose la frente con la mano antes de seguir escribiendo en su móvil.
Paula sintió un poco más de calor en la ya de por sí calurosa tarde de Melbourne. Tras haber insistido en planear la boda de su hermana pequeña en los ratos libres que había tenido cada día, movida tal vez por el sentimiento de culpabilidad de ser dama de honor a varios cientos de kilómetros, había estado tan ocupada que la idea de vivir una aventura de fin de semana no se le había pasado por la cabeza. Aunque, tal vez, un ardiente fin de semana era justo lo que necesitaba para desconectar, recargar pilas y recordar que existía un mundo más allá de la órbita de Pedro Alfonso.
–Los acompañantes del novio seguro que serán guapísimos –continuó Sonia–, pero estarán tan preparados para la acción que resultará embarazoso. Mejor que los evites. Mi consejo es que busques otro invitado que resulte más misterioso y que no sea pariente de nadie que conozcas. O un pescador.
Paula cerró los ojos algo molesta ante la burla de Sonia hacia su pueblo.
–¿Estás tomando la píldora, verdad?
–¡Sonia!
Eso sí que había sido ir demasiado lejos. Pero era verdad, tomaba la píldora a pesar de que últimamente no había tenido muchos motivos para hacerlo. Su horario de trabajo era prohibitivo y su empleo tan absorbente que estaba demasiado agotada como para recordar por qué había empezado a tomarla en un primer momento.
Pero ahora la esperaban cuatro días enteros en un precioso hotel en medio de la nada y rodeada por docenas de solteros. Un pequeño fuego se encendió en su interior por primera vez en meses desde que había sabido que iría a casa a pasar unos días. Estaba a punto de tener la oportunidad de darse tiempo y espacio para ella misma y de conocer a un chico. ¿Qué probabilidades tendría de encontrar al hombre de su vida en la isla de la que hacía tantos años se había marchado?
Vio que Pedro estaba mirándola y le dijo:
–Ahora voy a la oficina a asegurarme de que Sebastian tiene todo lo que necesita para ocupar un puesto durante este fin de semana.
–¿Es tu sustituto para una búsqueda de localizaciones tan importante? ¿El becario enamoradizo?
–Sebastian no está enamorado de mí. Solo quiere ser igual que yo cuando llegue el momento.
–Pero si prácticamente se le cae la baba cada vez que entras en la sala.
¿Tanto se había fijado…?
–Pues mejor para ti. Así, no estando yo, este fin de semana estarás libre de babas.
–¿Ese es el aspecto positivo?
Paula se encogió de hombros.
–Ya te dije que se me dan fatal las Relaciones Públicas, aunque por suerte para mí, soy tan buena en mi trabajo que ya estás echándome de menos por adelantado. Es más, está tan claro que me echarás tantísimo de menos que creo que este es el momento ideal para pedirte un ascenso.
Fue un comentario sin importancia, en broma, pero pareció que él se lo había tomado en serio. Tras sus ojos grises parecía estar levantándose una fuerte tormenta. Alargó la mano, le quitó a Sonia una galletita de azúcar de su plato y, cambiando de tema, dijo:
–Cuatro días.
–Cuatro días y unos preparativos prenunciales tales que te pensarías que va a ser una boda real –pero no, la novia era simplemente su hermana–. La boda es el domingo y yo volveré el martes por la mañana.
–Y se le habrá contagiado el patetismo, sin duda –apuntó Sonia–. Al fin y al cabo, su madre fue Miss Tasmania. Ahí abajo ella está considerada ganado de buena cría.
Por suerte, en ese momento su amiga vio a alguien con quien cotorrear y así, con un «¡Queriiiiiida!» se marchó, dejando a Pedro y a Paula solos otra vez.
Pedro estaba observándola en silencio y gracias a Sonia, que obviamente había nacido sin un pelo de discreción, Paula se sentía casi como si no pudiera respirar después de tantas alusiones al sexo.
–¿Entonces te vas a casa?
–Mañana por la mañana. Aunque anoche soñé que los piratas habían asaltado el Espíritu de Tasmania.
–¿Vas a ir en barco?
–Pensé que, de todo el mundo, tú serías el que más apreciaría la aventura de que me fuera en barco.
Aunque, claro, para Pedro un asiento reclinable en un ferry de lujo no era exactamente lo que él llamaría «aventura».
Sudor, dolor, la prueba definitiva de valor y fuerza de voluntad, un hombre probándose a sí mismo en situaciones extremas… eso sí que era otra cosa. Ella, por el contrario, ya había comprado cajas de pastillas para el mareo.
Cada vez que viajaba en barco con él elegía sentarse en la parte central y se acostumbraba a mirar al horizonte mucho tiempo para intentar disimular y mantener la apariencia de empleada perfecta; de una empleada irremplazable.
En absoluto le diría que la auténtica razón por la que había optado por un viaje en barco, que duraría doce horas, antes que el vuelo de una hora era que, aunque estaba deseando tener un descanso, por otro lado le aterrorizaba volver a casa. Había vuelto a Tasmania una vez desde que se había marchado hacía siete años y había sido para la
celebración del cincuenta cumpleaños de su madre; o eso le habían dicho, porque al final había resultado que era para su tercera boda… con un imbécil que había ganado una fortuna con herramientas de jardín. Paula se había sentido dolida, su madre no había entendido por qué y la pobre Elisa, que por aquel entonces tenía dieciséis años, había estado en el medio de las dos. Había sido un desastre.
Por eso, si tenía que soportar doce horas sin comer otra cosa que galletitas saladas resecas y controlando las náuseas, merecería la pena.
–¿Alguna vez has estado en Tasmania? –le preguntó deseando cambiar de tema.
–No.
–¿No? ¡No me lo puedo creer! Pero si está ahí al lado y es preciosa. La mayor parte de su territorio es bastante abrupto y virgen. Están los acantilados de Queenstone, donde parece como si las garras de un gigante hubieran arrancado el cobre de la tierra, Ocean Beach, cerca de Strahan, donde los vientos soplan con fuerza por toda la costa. Y después está Cradle Mountain, que es donde se va a celebrar la boda. Es un lugar frío, escarpado y simplemente asombroso, que descansa sobre el borde del lago cristalino más bonito que pueda haber. Y eso solo es una diminuta parte de la Costa Oeste. Toda la isla es mágica, tan exuberante, diversa, hermosa, desafiante…
Se detuvo para tomar aliento y, tras despertar de su ensimismamiento, se dio cuenta de que Pedro estaba mirándola, estaba escuchándola. Escuchándola de verdad, como si su opinión le importara.
Comenzó a palpitarle el corazón con fuerza, pero era peligroso seguir por ese camino ya que era un hombre inaccesible, una isla en sí mismo, y ella no podía permitirse sentir nada por él.
Se levantó rápidamente y se echó al hombro su gran bolso de piel.
Pedro también se levantó, fue un gesto instintivo que a ella le encantó, aunque millones de hombres se levantarían cuando lo hiciera ella. Al menos, miles… Y existía la posibilidad de que alguno de ellos estuviera en la impresionante boda de su hermana buscando, tal vez, un poco de amor y diversión.
Buscando a alguien con quien desconectar y dejarse llevar.
O tal vez más…
–Espero que te guste mucho Nueva Zelanda.
–Que lo pases bien, Paula. Y no hagas nada que yo no haría.
Ella le lanzó una sonrisa.
–No temas. No tengo ninguna intención de quedarme dormida ni de ir a la tintorería a recoger ropa.
Él se rio y ese sonido extrañamente relajado le recorrió el cuerpo. Vibró. Por dentro y por fuera.
Cuando Pedro volvió a sentarse en su silla, Paula se puso las gafas de sol, respiró hondo el fresco aire del invierno y se dirigió a la parada de tranvía que la llevaría hasta su apartamento en Fitzroy.
Y así fue como comenzaron las primeras vacaciones de Paula en casi un año; su primer viaje a casa en tres; la primera ocasión en la que vería a su madre cara a cara desde que se había casado… otra vez.
Ya podía empezar a invadirla el pánico…
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