domingo, 8 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 1




–Es usted, ¿verdad?


El guapísimo espécimen de hombre con oscuras gafas de sol señalado por una puntiaguda uña pintada de rosa se quedó paralizado. A la ecléctica multitud que pasaba por la acera de la cafetería de la calle Brunswick a última hora de la tarde le habría parecido simplemente un hombre frío y tranquilo detrás de una media sonrisa tan naturalmente sexy que podía detener el tráfico. Literalmente.


Pero Paula sabía muy bien cómo eran las cosas.


aula, que trabajaba más duro y más horas que nadie que conociera, se habría apostado los preciados ahorros de toda su vida a que, detrás de esas oscuras gafas de sol, él estaba esperando desesperadamente que la mujer que estaba señalándolo con el dedo se diera cuenta enseguida de que lo había confundido con otra persona.


Sin embargo, no tuvo tanta suerte.


–¡Sí que lo es! –Continuó la mujer, plantada en firme sobre el suelo adoquinado–. ¡Sé que lo es! Es el tipo que hace el programa de televisión Viajeros. Le he visto en las revistas y en la tele. A mi hija le encanta. Incluso a veces se ha planteado ponerse a entrenar para poder ser una de esas personas que usted manda a las montañas con nada más que un cepillo de dientes y un paquete de galletas de chocolate. ¡Y eso es decir mucho tratándose de mi hija porque es imposible levantar a esa cría del sillón! ¿Sabe qué? Debería darle su número. Es bastante guapa a su modo y está solterísima…


Sentada, con una aparentemente invisibilidad propia de un Ninja, en el otro extremo de la mesa que hacía las funciones de despacho de Producciones Alfonso siempre que el jefe sentía la necesidad de salir de los confines de su frenético cuartel general, Paula tuvo que taparse la boca para controlar la carcajada que amenazó con escapársele.


En cualquier momento del día su jefe solía ser como las montañas que había conquistado antes de centrar su atención en animar a otros a hacerlo en televisión; era colosal, duro, inquebrantable, indómito y enigmático. Razón por la que verlo ruborizándose y, prácticamente, perdiendo la capacidad de habla bajo las atenciones de una fan excesivamente cariñosa siempre era motivo de regocijo para ella.


Paula había necesitado solo medio día del año que llevaba trabajando para Pedro Alfonso para darse cuenta de que un exceso de adoración era su talón de Aquiles. Premios, elogios de la industria, compañeros excesivamente lisonjeros, subordinados excesivamente atentos… todo ello lo convertía en un ser de piedra.


Y después estaban las fans. Las muchas, muchas, muchas fans que distinguían algo bueno cuando lo veían. Y no había duda de que Pedro Alfonso era un metro ochenta y cinco de algo muy bueno.


Y así, la carcajada que estaba cosquilleando la garganta de Paula se convirtió en un pequeño e incómodo nudo.


Se puso seria, carraspeó y se movió sobre su silla de hierro forjado mientras se ponía más cómoda y, lo más importante, mientras pensaba qué decir.


Lo último que necesitaba su jefe era el más mínimo indicio de que en momentos de agotamiento extremo y exceso de trabajo él le había provocado cosquilleos en el estómago, además de manos sudorosas, rubores y fantasías que no se atrevería a compartir ni con su mejor amiga.


El claxon de un coche rasgó el aire y Paula salió bruscamente de su ensoñación para verse respirando entrecortadamente y mirando a su jefe embobada. Se forzó a ponerse tan seria que le dio un tirón en el cuello.


Se había dejado el alma por llegar hasta donde había llegado, había aceptado todos los trabajos que le habían ofrecido para acumular experiencia antes de encontrar el trabajo que amaba de verdad; ese en el que era realmente buena, el trabajo que estaba hecho para ella. Y ahora no estaba dispuesta a echar su carrera por la borda.


Y por si eso no era razón suficiente, no podía olvidar que ir detrás de ese tipo era una absoluta pérdida de tiempo. Pedro era una roca que jamás le había permitido acercarse, que jamás dejaba a nadie acercarse. Y en lo que concernía a las relaciones sentimentales, Paula no estaba dispuesta a conformarse con algo inferior a maravilloso.


«No. Jamás te conformes. No lo olvides».


Miró el reloj; eran casi las cuatro. ¡Uf! Los cuatro días de fiesta que tenía por delante, y durante los que podría estar alejada de su absorbente trabajo y de su absorbente jefe, no podían haberle llegado en mejor momento.


Aún pendiente de la hora, volvió a centrar su atención en la mujer que, a juzgar por lo quieto que estaba su jefe en la silla, más que señalándolo parecía que estuviera amenazándolo a punta de cuchillo. Decidió levantarse e intervenir antes de que Pedro llevara a cabo el primer caso jamás conocido de ósmosis humana al desaparecer por los agujeros de la silla de hierro forjado. La mujer, por su parte, se percató de la existencia de Paula solo cuando ella le echó un brazo por los hombros y, con un gesto no demasiado delicado, la llevó hacia el bordillo.


–¿Lo conoce? –preguntó la mujer casi sin aliento.


Mientras miraba a Pedro, Paula sintió a su diablillo interno tomar el control de la situación y, acercándose a la mujer, le susurró:
–He visto su nevera por dentro y está tan limpia que da miedo.


La mujer abrió los ojos como platos y la miró; parecía que estaba fijándose minuciosamente en los caracolillos que solían salirle a Paula en su pelo alisado a esa hora de la tarde, en las incontables arrugas de su vestido de diseño, en el masculino reloj de buceador que colgaba de su fina muñeca, y en las botas de vaquero que le asomaban por debajo.


Y entonces, la mujer sonrió, y Paula supo que estaba comparándola con esa hija suya que nunca se levantaba del sofá. Su diablillo interior prefirió salir corriendo y esconderse.


Encogiéndose de hombros admitió:
–Soy la asistente personal del señor Alfonso.


–Oh –respondió la mujer como si eso tuviera mucho más sentido que el hecho de que él hubiera elegido pasar algo de tiempo con ella como pareja.


Tras un poco más de charla, Paula giró a la mujer en la dirección contraria, le dio un empujoncito y se despidió; como un zombie, la señora fue alejándose por la calle.


Se sacudió las manos. Un trabajo más hecho. A continuación, se giró con las manos en las caderas y vio a Pedro con las gafas de sol subidas lo suficiente para que ella pudiera ver un atisbo de esos arrebatadores ojos plateados. Tiempo era lo que necesitaba. Tiempo y espacio, para que los límites de su vida no quedaran definidos por el monstruoso número de horas que pasaba metida dentro de la abrumadora visión creativa de Pedro. ¡Gracias a Dios que tenía cuatro días de fiesta!


En realidad, tiempo, espacio… y conocer a un chico sería lo ideal, sin duda. Porque no pensaba conformarse con menos que todo. Ya había visto de primera mano lo que era «conformarse» en el primero de los tres matrimonios al que se había lanzado su madre tras la muerte de su padre. Y no fue agradable. Es más, fue sórdido. Eso jamás formaría parte de su vida.


Se quedó sin aliento cuando el hermosamente esculpido rostro de su jefe quedó en primer plano ante sus ojos. ¡Era impresionante! Sin embargo, cualquier mujer que quisiera estar al lado de Pedro Alfonso estaba pidiendo directamente que le rompieran el corazón. Muchas lo habían intentado, y muchas más lo harían, pero nadie en el mundo conquistaría esa montaña.


Se echó un mechón de pelo detrás de la oreja, se plantó una gran sonrisa en la cara y volvió a la mesa. Pedro no alzó la mirada. Ni siquiera pestañeó. Seguro que ni se había dado cuenta de que Paula se había levantado de la mesa.


–¿No te ha parecido una señora encantadora? –Preguntó Paula–. Vamos a enviarle a su hija una copia firmada del Viajeros de la última temporada.


–¿Por qué yo? –preguntó Pedro aun mirando a lo lejos.


Ella sabía que no estaba hablando de enviar el DVD.


–Simplemente naciste con suerte –contestó ella.


–¿Crees que tengo suerte?


–Oooh, sí. Unas hadas espolvorearon polvo de la fortuna sobre tu cuna mientras dormías. ¿Por qué, si no, crees que has tenido tanto éxito en todo lo que te has propuesto siempre?


Él se giró hacia ella y el corazón de Paula se aceleró. Su voz fue algo más intensa al decir:
–Entonces, según tú, mi vida no tiene nada que ver con el trabajo duro y con la persistencia, ni con saber lo suficiente sobre la necesidad primaria de un hombre como para demostrarse a sí mismo que lo es.


Paula se dio unos golpecitos con el dedo en la barbilla y se tomó unos segundos para calmar sus propias necesidades mientras miraba al cielo. Finalmente dijo:
–¡Qué va!





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