miércoles, 4 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 8





Aliviada al encontrar un secador en el lujoso baño de su habitación, Paula se sentó en la cama y comenzó a secarse el pelo. Mientras, se sumergió en las vistas del mar encrespado y el cielo cada vez más negro, un poco asustada por la cercanía de la tormenta.


Debía controlar sus infantiles temores, se reprendió a sí misma. Sin embargo, no conseguía calmarse al pensar que iba a tener que enfrentarse a aquella manifestación de la naturaleza embravecida… con Pedro Alfonso a su lado. 


¿Se reiría de ella cuando descubriera que le daban miedo los relámpagos?


Por otra parte, por alguna razón, intuía que aquel hombre debía de tener una sensibilidad especial. ¿Cómo, si no, habría podido encontrar belleza en aquel lugar y elegirlo para construir su refugio privado?


Al ir a dejar el secador, Paula se topó con su reflejo en el espejo. Tenía la tez blanca como el mármol y los ojos violetas muy abiertos y asustados.


¿Qué diablos le sucedía? ¿Era solo la tormenta lo que le asustaba? ¿O era la idea de estar con Pedro?


Impaciente consigo misma, volvió al dormitorio. Dejó su jersey negro en una percha y se puso otro rosa en su lugar. 


Después de pellizcarse un poco las mejillas para darles un toque de color, regresó al salón.


Encontró a Pedro sentado en uno de los sofás que había delante de los ventanales, con los ojos puestos en la distancia. Había dos tazas humeantes sobre la mesa.


Al verla llegar, él sonrió. Y, al ver su sonrisa, ella se olvidó de su propio nombre. Nunca había tenido delante a un hombre tan guapo… Jamás había experimentado un deseo tan poderoso hacia nadie, tanto que la dejaba sin respiración.


Pedro le dio un vuelco el corazón. Invadido por una irresistible atracción, se quedó hipnotizado mirando a la hermosa mujer vestida con vaqueros y un infantil jersey rosa. 

¿Qué tenía aquella elfina de ojos violetas que le impedía pensar con claridad? Desde luego, no se parecía en nada a las mujeres exuberantes con las que solía mezclarse.


Consciente de que se había quedado embobado, él carraspeó. Luego, tomó una de las tazas y se la tendió a su invitada.


–Veo que has encontrado el camino al salón. Te he preparado chocolate. ¿Por qué no te sientas y te lo tomas antes de que se enfríe?


–Gracias – dijo ella, y se sentó con su taza en el otro extremo del sofá.


–¿Por qué no te sientas más cerca? No voy a morderte – dijo él, sin poder ocultar su irritación.


–Suena como una invitación del lobo malo – bromeó ella, frunciendo el ceño.


–¿Es que te identificas con Caperucita Roja?


–¿Por qué no? Era una chica muy lista. Supo ver las intenciones del lobo desde el principio. Adivinó que no era bueno.


Entonces, al mismo tiempo que ella se sonrojaba, a Pedro le subió unos grados la temperatura.


Sin hacer caso alguno de su provocadora invitación de sentarse más cerca, Paula le dio un sorbo a su chocolate y se lamió los labios. Sin remedio, él posó los ojos en su boca y recordó el beso que le había dado en la tienda de antigüedades. Poniéndose tenso, recordó el sabor de sus suaves labios y la marea de deseo que lo había invadido.


–¡Cielos, está riquísimo! – exclamó ella con una sonrisa– . ¿Cómo lo has hecho?


De nuevo, Pedro tuvo que esforzarse en salir del trance en que había caído.


–Mi padre me enseñó. Es experto en hacer el chocolate más delicioso del mundo. Solía decirme que, si se lo preparaba a la mujer de mi vida, ella me amaría para siempre – confesó él.


–¿Y se lo has hecho a la mujer de tu vida?


Pedro no se tomó la pregunta a la ligera. Nunca había dejado que una pareja se acercara lo bastante a su corazón ni, mucho menos, había considerado que ninguna fuera la mujer de su vida.


–No. No tengo una mujer en particular en mi vida – contestó él a regañadientes– . Ni quiero tenerla. Creo que es mejor mantenerme libre.


–¿Quieres decir que prefieres tener un abanico de opciones para elegir en vez de estar con una sola?


–Supongo que sí – admitió él con la mandíbula tensa.


–Entonces, supongo que soy una privilegiada por que me hayas preparado chocolate caliente, sobre todo, porque no tengo ninguna intención de unirme a tu harén privado – comentó ella con gesto pensativo.


–Así es – repuso él con los dientes apretados. ¿Por qué diablos le había mencionado el comentario que su padre solía hacerle? No solo le había dado indicios a Paula de que le gustaba, sino que, al hablar de su padre, se sentía culpable por llevar tanto tiempo sin ir a verlo.


De pronto, Pedro se puso en pie y se acercó a la ventana. 


Por un instante, se dejó cautivar por las olas que rompían con furia contra las rocas de la costa.


–La tormenta está empeorando – murmuró él.


–¿Eso te preocupa?


–Las tormentas no me preocupan en absoluto – contestó él, volviéndose hacia ella con una sonrisa– . No me dan miedo, si es lo que me preguntas. Cuanto más salvajes son, más me gustan. Lo impredecible de la naturaleza es un recordatorio de que no podemos tenerlo todo bajo control, como has comentado antes,Paula.


–Lo siento, pero no pensé que pudieras ser tan filosófico – observó ella, sorprendida– . Yo creí que te gustaba tenerlo todo bajo control.


Durante un momento, Pedro reflexionó sobre su observación. No estaba acostumbrado a que la gente le revelara lo que pensaba de él. Era cierto que le gustaba tener las cosas bajo control, pero no le agradaba que se lo echaran en cara. Tampoco se sentía cómodo cuando otros dirigían la conversación hacia terrenos demasiado personales. Odiaba sentirse expuesto y que se descubriera que podía ser tan vulnerable como cualquier persona.


–¿Y qué me dices de ti, Paula? ¿Te gustan a ti las tormentas?


Ella dejó la taza sobre la mesa con gesto de incomodidad.


–No mucho. Si te digo la verdad, me asustan. No es tanto por la lluvia o por el viento, ni siquiera por los truenos. Es por los relámpagos. Siempre me han dado miedo. Una vez, cuando era pequeña, presencié una tormenta que me aterrorizó. Un rayo alcanzó nuestro invernadero y rompió todos los cristales. Fue como una bomba. Yo estaba tan asustada que no quería volver a dormirme, por si se repetía. Sin duda, aquello me dejó traumatizada para siempre. A veces, he pensado en buscar ayuda profesional para superar mi fobia.


Intrigado por su historia, Pedro se sentó a su lado.


–No es ayuda profesional lo que necesitas, ma chère, sino coraje.


–No soy una cobarde.


–No he dicho que lo seas. Todo el mundo tiene miedo de algo. Es humano. No, lo que digo es que te enfrentes a tus miedos cara a cara. Tienes que verlos como son.


–¿Y cómo son? – preguntó ella en un murmullo.


Entonces, Pedro se la imaginó como la niña que había sido, demasiado asustada como para volverse a dormir después de aquel rayo. Y un tremendo instinto protector se apoderó de él.


–Son solo ilusiones. Pensamientos que no te hacen bien. No dejes que se apoderen de ti o dictarán lo que puedes hacer y lo que no durante el resto de tu vida.


–¿Es así como te enfrentas tú a tus miedos, Pedro?


Por unos instantes, él se sintió inundado de calidez al escuchar su nombre en labios de ella.


–Por suerte, apenas tengo miedos. Pero sí, es así como lo hago.


–¿Siempre?


–No dejo que nada me impida conseguir lo que quiero, Paula.


–¿Por eso das la impresión de que nunca tienes miedo?


Pedro no le gustó la sombra de duda que sembraba su comentario, como, si tras su fachada de seguridad, pudiera ser de otra manera. De nuevo, Paula Chaves estaba tocando su talón de Aquiles.


Le molestaba sobremanera que una mujer pudiera hacerle sentir tan inestable. Así que se esforzó en reforzar su posición cuanto antes.


–Lo que ves en mí es lo que hay, preciosa. No necesito fingir nada. Si lees mi currículum, verás que es verdad. Mi éxito habla por sí mismo. Ahora, aunque es muy interesante, creo que deberíamos interrumpir esta conversación. Tenemos que comer algo y tengo la intención de preparar la cena yo mismo.


Sorprendida, Paula se puso en pie.


–No quiero causarte ninguna molestia. Un tentempié sencillo bastará.


–Si le dices eso al chef, te echarán del restaurante. La comida es algo más que combustible, Paula. La buena comida es maná del cielo. Un simple tentempié no lo es, y no obtendrás tal cosa de mí.


Colocándose un mechón de pelo tras la oreja, ella se sonrojó.


–No pretendía ofenderte. Pero, si vas a preparar la cena, lo menos que puedo hacer es ayudar.


Pedro le encantó la idea y sonrió.


–¿Tus talentos van más allá de ser la aplicada y leal secretaria en una tienda de antigüedades?


–No soy ninguna secretaria – repuso ella, ofendida– . Soy la encargada de la tienda.


–Ah… Eso me dice que te importa que te admiren y valoren por tus logros. No somos tan distintos, después de todo. Bien, puedes ser mi segunda chef esta noche. Vayamos a la cocina.






martes, 3 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 7




En una de sus magníficas habitaciones, parado ante unos grandes ventanales con vistas al océano, Pedro respondió a la llamada de su secretaria, que le informó de que Paula Chaves quería verlo. Solo podía haber una razón para que la guapa morena quisiera reunirse con él, se dijo. Sin duda, su jefe debía de haber aceptado su oferta.


Estaba entusiasmado. Su sueño de convertir aquel precioso edificio situado junto al río en uno de sus prestigiosos restaurantes estaba a punto de hacerse realidad.


Ya había decidido, incluso, a quién iba a contratar para hacer las reformas necesarias y para encargarse de la cocina. Tenía los números privados de los mejores chefs del país y estaba decidido a utilizar su dinero e influencias para sacarlos de sus empleos actuales en otros establecimientos.


Pedro Alfonso no era una persona que se pudiera tomar a la ligera, se dijo a sí mismo con orgullo.


Sus padres nunca habían comprendido su ambición, ni su deseo de conseguir más dinero, más éxito, más de todo.


 Ambos provenían de familias humildes y trabajadoras.


–Nuestras familias no siempre han tenido comida que llevarse a la boca, pero nunca ha faltado amor en nuestros hogares – le había repetido su madre en muchas ocasiones.


Sin embargo, la mera idea de carecer de las necesidades básicas había hecho sufrir a Pedro. Por mucho amor que hubiera tenido, su infancia había estado llena de penalidades. ¿Qué tenía de raro que quisiera dejar atrás la pobreza de sus antepasados?


Sí, sus padres habían tenido éxito con su restaurante en el este de Londres y, gracias a que le habían enseñado a cocinar a temprana edad, había podido ascender en el mundo de la restauración. Les estaría siempre agradecido por ello. Se había convertido en un chef de éxito y, luego, en empresario. Eso, unido a algunas inversiones afortunadas, le había llevado a la cima. No obstante, no podía entender por qué sus padres nunca habían estado interesados en llegar más arriba o en hacerse más ricos, cuando también habían podido hacerlo.


Con un suspiro, se frotó la frente. Hacía varios meses que no iba a verlos y debían de estar preocupados.


Cuando Pedro tenía nueve años, habían perdido a su hermana pequeña, Francesca, por un virus estomacal. Solo tenía tres años. Aquella trágica experiencia había cambiado la vida de todos. Su madre había dejado de sonreír. Siempre daba la sensación de que faltaba algo único e irreemplazable cuando estaban juntos. Y, en efecto, así era.


Desde entonces, él siempre había intentado compensar a sus padres por su pérdida. Había pensado que, si alcanzaba éxito en la vida, estarían orgullosos de él y podría asegurarles una vejez sin preocupaciones. Pero su ambición y sus logros no les habían impresionado demasiado. Su relación con ellos había ido deteriorándose poco a poco. Ese era el único aspecto de su vida en el que se sentía un fracasado.


Como no había sabido cómo conectar con ellos, Pedro había empezado a encerrarse en sí mismo para proteger sus sentimientos. Sus otras relaciones habían sufrido, en consecuencia. Las mujeres notaban que su corazón no estaba disponible. Por eso, solo se acercaban a él las que perseguían su riqueza y las cosas que se podían comprar con dinero. Y, también por esa razón, él había decidido limitarse a tener relaciones breves y esporádicas. 


Las uniones más estables no entraban en sus planes.


Sin embargo, al dirigirse a la puerta, se sorprendió a sí mismo recordando los ojos violetas de Paula. Sin duda, aquella mujer lo intrigaba y lo excitaba. Se dijo que, tal vez, ella no se mostraría tan hostil como antes, si su jefe le había encomendado cerrar la venta. Eso implicaba que él llevaría la voz cantante y que Paula iba a tener que tragarse su orgullo y ser amable.


Por otra parte, no tenía intención de ponerle las cosas fáciles. Acababa de llegar a su retiro personal en una remota isla escocesa donde se encontraba a salvo de la prensa. Y no iba a regresar a Londres a toda prisa para firmar los papeles de la compra. No. Le pediría a Paula que se los llevara ella allí en persona. Aunque nunca había invitado ni a su familia ni a sus amigos a la isla, haría una excepción con aquella morena.


En ese instante, además, Pedro decidió que haría todo lo posible para que ella cambiara de opinión respecto a él. Le mostraría que, a pesar de todo lo que se decía, era un hombre honorable en el fondo de su alma.


Sonriendo, abrió la puerta, muy complacido con su decisión.



*****


Pedro apretó los dientes al pensar que iba a verse en un entorno que tan extraño le resultaba.


Mientras las olas sacudían la pequeña barca del simpático barquero que la llevaba a la isla, rezó por estar haciendo lo correcto. Su jefe había parecido tan frágil y vulnerable cuando le había pedido que cerrara la venta lo antes posible… En cuanto volviera a casa, lo primero que pensaba hacer era ocuparse de contratar a una enfermera para que atendiera a su jefe en casa, al menos, hasta que se recuperara del todo.


–Esto es algo fuera de lo normal – comentó el barquero mientras se dirigía al embarcadero– . Que yo sepa, el señor nunca ha traído aquí a ninguna mujer. De hecho, nunca antes había invitado a nadie. Es su refugio privado, según me dijo en una ocasión. Le gusta estar lejos de todo, dice que así puede pensar mejor – explicó y, con una sonrisa, añadió– : Usted debe de gustarle mucho.


–La verdad es que no le gusto nada – repuso ella con una mueca– . Cuanto antes termine lo que he venido a hacer y me vaya, mucho mejor.


–Bueno, lo antes que puede irse es mañana. Aquí son las mareas las que mandan.


–¿No puedo irme hasta mañana? – repitió ella, frunciendo el ceño– . ¿Quiere decir que tendré que pasar aquí la noche?


–Sí. Estoy seguro de que el señor lo habrá preparado todo para usted. Deme la mano y la ayudaré a bajar.


Una vez en tierra firme, Paula se alegró de pisar suelo de nuevo. No era muy amante de surcar los mares, y menos con tantas olas.


Colocándose la bolsa de viaje en el hombro, se puso una mano sobre los ojos para protegerse del sol y miró a su alrededor. El viento soplaba con fuerza y todo parecía desierto y desolado.


No había nadie para recibirla, aunque no le sorprendía del todo. Pedro Alfonso le había enviado un lujoso Sedan para llevarla al aeropuerto y le había comprado un billete en primera clase, pero ella no se había dormido en los laureles. 


Por lo poco que lo conocía, sabía que era un tipo impredecible y desconcertante. Sin embargo, después de haber hecho un viaje tan largo para llevarle los documentos, lo menos que él podía haber hecho había sido ir a recogerla al embarcadero.


–Quizá ha olvidado a qué hora llega – comentó el barquero, encogiéndose de hombros.


–¿Hay cobertura de móvil aquí para llamarlo? – preguntó ella.


–Lo siento – repuso el joven, negando con la cabeza– . No tenemos cobertura. La llevaría yo mismo a la casa, pero tengo que darme prisa e irme antes de que suba la marea. ¿Ve ese camino que sube por la colina? Si lo sigue hasta el final, llegará a Cuatro Vientos. No tiene pérdida. La casa es como una fortaleza de cristal sacada de una película de ciencia ficción.


–¿Y el resto de la gente de la isla? ¿Dónde viven?


–No vive nadie más aquí. El señor Alfonso es el único habitante.


Paula tomó aliento. No solo iba a tener que quedarse a dormir en la isla, sino que estaría a solas con el hombre más impredecible que había conocido, se dijo, apretando los dientes.


Mientras veía cómo el marinero se preparaba para marcharse, Paula no pudo evitar sentirse abandonada. 


Aunque sabía que no podía permitirse bajar la guardia, ni mostrarse insegura. Pedro Alfonso ya tenía demasiadas ventajas. No solo era poderoso y rico, lo peor era su arrogancia. Estaba seguro de que podía conseguir
cualquier cosa con su dinero y de que lo principal era lograr sus objetivos, aunque tuviera que manipular a la gente para ello.


–¿Vendrá a recogerme mañana? – le preguntó al barquero.


–Sí. Si puede estar aquí mañana sobre las once, vendré a por usted.


–Ojalá pudiera ser antes.


–No se preocupe, señorita. El señor no le hará daño. Perro ladrador, poco mordedor.


–No estoy yo tan segura. Por cierto, no nos hemos presentado. Yo soy Paula, Paula Chaves.


–A mí puedes llamarme Ramon. Encantado de conocerte, Paula. Ahora tengo que irme. Cuídate mucho. Levanta esa cara y no te preocupes. No tienes más que mirar al gran señor con esos ojos violetas tuyos y él hará lo que le pidas. ¡Adiós!


Tras su cálida despedida, Paula se quedó mirando cómo la barca se alejaba. Enseguida, desapareció bajo la lluvia y detrás de las olas, como si nunca hubiera existido. Después de pronunciar una plegaria silenciosa por que Ramon regresara a su casa sano y salvo, se giró hacia el camino de piedras.


Cuando estaba a punto de llegar a lo alto de la colina, después de dar algún traspiés que otro envuelta por el viento helado, se quedó perpleja al ver un impresionante edificio de cristal.


Tal y como el marinero le había dicho, parecía sacado de una película de ciencia ficción. Todo aquel cristal y cromo resultaba una incongruencia en medio del desolado, aunque hermoso, entorno que lo rodeaba.


Secándose la bruma marina de la cara, Paula se quedó un buen rato mirando, tratando de descubrir dónde estaría la entrada a la casa. Como era un diseño circular, no era fácil de detectar. Tampoco había señales de Pedro Alfonso


¿Y si él no estaba allí?


Los segundos se transformaron en tensos minutos. ¿A qué diablos estaba jugando aquel arrogante tipo? Quizá había cambiado de opinión respecto a su oferta. O había decidido vengarse por que ella no hubiera aceptado persuadir a Philip de vender desde el principio. ¿La habría hecho ir a esa isla remota solo para reírse de ella?


Paula tenía el corazón cada vez más acelerado. Estaba furiosa.


–Vaya, vaya, vaya. Mira lo que nos ha traído la marea.


Su tono grave y sensual sobresaltó a Paula. Al levantar la cabeza, vio que en el edificio de cristal se había abierto una puerta. En el umbral, estaba el hombre que había ido a ver. 


Llevaba vaqueros ajustados y un jersey negro de cachemira. 


Con los brazos cruzados en su fuerte pecho, la miraba como si fuera lo más normal del mundo asomarse a la puerta y encontrarla allí parada.


Era obvio que no iba a recibir una disculpa por no haber ido a buscarla al embarcadero, adivinó ella.


–Tiene suerte de que haya llegado hasta aquí, señor Alfonso– le espetó Paula, apretando su bolsa de viaje con las manos agarrotadas– . Podía haberme caído por algún precipicio por el camino. ¿Es esta la forma en que suele recibir a sus invitados?


–No… No es… – balbuceó él, y se encogió un poco, como si la mera posibilidad de que le hubiera pasado algo le afectara– . Nunca invito a nadie aquí. Este es mi retiro privado. Te he ofrecido el privilegio de venir aquí, Paula, porque tienes algo que quiero mucho… y los dos sabemos qué es. Sin embargo, siento mucho no haber bajado a recibirte. Estaba ocupado trabajando y no me di cuenta de la hora que era. Espero que tu viaje no haya sido demasiado malo.


De pronto, Paula se sintió culpable y ridícula. El francés había enviado un coche para que la llevara al aeropuerto y le había comprado un billete de avión de primera clase. No tenía ninguna queja de su viaje.


–No ha sido malo, no. No viajo en primera clase todos los días La verdad es que ha sido muy agradable.


–Bien. Es mejor que entres y te calientes un poco. Por cierto, no había peligro de que te cayeras por un precipicio – comentó él con los ojos brillantes y una sonrisa– . No hay ningún precipicio en el camino.


Mordiéndose la lengua para no expresar su irritación, Paula pasó de largo por delante de él. En el vestíbulo, la envolvió una temperatura cálida y acogedora. Dejó la bolsa de viaje en el suelo de roble y se frotó las manos, que se le habían quedado heladas.


Cuando su anfitrión cerró las puertas de cristal y cromo, ella sintió un repentino escalofrío. ¿Podría abrirlas para salir cuando quisiera? ¿Responderían las puertas a un sensor de calor que solo reconocía a su propietario?


–El hombre que me ha traído en su barco, Ramon, me ha dicho que tengo que quedarme aquí hasta mañana a causa de la marea – señaló ella, tragando saliva– . No es por nada, pero su secretaria podía haberme informado de ese detalle antes de venir.


–¿Habrías venido si lo hubieras sabido?


–Claro que sí. Hago esto solo para ayudar a Philip, por eso, nada me habría detenido.


–Ah, Philip… – repitió él un poco molesto, como si le irritara la idea de que ella hubiera ido hasta allí solo por lealtad a su jefe– . ¿Cómo está? Espero que mejor.


–La verdad es que sigue en el hospital. Está un poco peor. Por eso ha decidido aceptar su oferta – respondió ella con el corazón acelerado al recordar la precaria salud de Philip.


–Lo siento. Por favor, dile que deseo que se ponga bien pronto. Por cierto, háblame de tú. Me parece un poco ridículo que me llames señor Alfonso, teniendo en cuenta la situación. ¿Por qué no me acompañas al salón y te sirvo algo caliente?


–Gracias.


Paula siguió a su anfitrión por un enorme pasillo, hasta un espacioso cuarto de estar decorado con sofás y sillas minimalistas y una mesa de cristal interminable.


Las vistas eran impresionantes. La lluvia caía a mares, acompañada del aullido del viento. Aun así, la belleza del paisaje era innegable. El mar embravecido y el agreste terreno combinaban a la perfección.


Pero ¿qué estaba haciendo un millonario que podía tener lo que quisiera en medio de ese lugar aislado y salvaje, sin ninguna compañía?, se preguntó ella, cada vez más intrigada.


–¿Qué te apetece? ¿Té, café o chocolate caliente? ¿O quieres algo más fuerte?


Paula se volvió hacia Pedro, que la estaba observando con interés. Sus intensos ojos azules parecían capaces de leer en su interior, pensó con un escalofrío. Su rostro esculpido le daba un aspecto poderoso y masculino. Sin poder evitarlo, se preguntó qué aspecto tendría si sonriera, si se quitara de la cara esa expresión arrogante un momento y mostrara su lado humano.


Encogiéndose de hombros, ella se dijo que ese pensamiento no la llevaría a ninguna parte.


–Chocolate caliente, por favor.


–Tus deseos son órdenes para mí. ¿Por qué no te sientas y te pones cómoda? Puedes contemplar la tormenta que se avecina. Es agradable verlas cuando uno está a salvo en casa.


–¿Viene una tormenta?


–Claro – repuso él, e hizo un gesto hacia el cielo– . ¿Ves esas nubes negras y moradas? Anuncian tormenta. Creo que será grande. ¿Te gusta ver la naturaleza en su estado más salvaje, Paula?


A ella no le pasó inadvertido su tono provocativo. Ni había olvidado el beso que le había dado. En más de una ocasión, su mero recuerdo le había quitado el aliento.


–No podemos cambiar el clima, así que… ¿por qué no? – replicó ella, arqueando una ceja– . Ya que mi estancia aquí no promete ser ni remotamente placentera, me sentará bien tener alguna distracción para que el tiempo pase más deprisa.


Para su sorpresa, Pedro se rio. Fue un sonido rico y profundo que hizo que a ella le subiera la temperatura sin remedio.


–¿Puedo preguntarte qué te hace tanta gracia? – inquirió ella. Sintiéndose un poco más relajada, comenzó a hablarle de tú.


–Tu determinación de alejarte de mí lo antes posible me resulta muy provocadora, Paula. Tengo que decirte que la mayoría de las mujeres tienen la reacción opuesta cuando reciben una invitación mía.


–Estoy segura de que no debe de ser por tu cálida personalidad.


–Tienes razón. Las mujeres no se sienten atraídas por mi personalidad, ni siquiera por mi aspecto. ¿Es que crees que no lo sé? Les gusto porque soy rico Puedo comprarles cosas bonitas y llevarlas a sitios caros. Cuando están conmigo, se sienten especiales. No es difícil de entender por qué les gusto. Estás frunciendo el ceño. ¿Te sorprende mi franqueza?


Paula se estremeció cuando una gota fría de agua le resbaló desde el pelo por la nuca.


–Más que sorprenderme, me inquieta que no te moleste. ¿De veras estás cómodo con mujeres que solo quieren estar contigo por lo que puedes ofrecerles en el plano material?


En ese momento, un relámpago iluminó el cielo, seguido del estruendo del trueno. Ella se encogió. Lo cierto era que las tormentas siempre le habían dado miedo.


–Soy realista, Paula. Al menos, no me engaño a mí mismo. Quizá te preguntes si me decepciona que la gente sea tan superficial. La respuesta es sí, me decepcionan.


Los dos se quedaron en silencio un momento, sumergidos en sus reflexiones acerca del otro.


–Antes de traerte el chocolate, te mostraré tus habitaciones para que te puedas cambiar y poner ropa seca – indicó él, de pronto– . ¿Tienes más ropa? Si no, seguro que puedo buscarte algo.


Ella se encogió de hombros, sorprendida por su amabilidad.


–Sí tengo. Me he traído algo de ropa por si tenía que quedarme en un hotel antes de volver. Es un viaje muy largo para un solo día.


–Bien. Pues sígueme.


Mientras la guiaba por el pasillo hacia la gigantesca zona de invitados, que nunca usaba porque nunca invitaba a nadie, Pedro sintió un extraño placer en hacerla sentir cómoda. Con su pequeña estatura y el pelo empapado, tenía un aspecto delicado y vulnerable cuando la había recibido delante de la casa.


Al verla entonces, se le había acelerado el pulso de forma inexplicable. Nunca había experimentado una reacción así ante una mujer. Y no creía que se debiera solo a que Paula le llevaba el documento de compraventa de la tienda de antigüedades.






EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 6




El teléfono sonó a primera hora de la mañana. Era una enfermera del hospital, para informar a Paula de que Philip se encontraba estable y deseaba verla. Un poco temerosa de la conversación que iba a tener con su jefe, se puso unos vaqueros y una camiseta y salió a toda prisa de su casa.


Cuando llegó al hospital y la condujeron a su habitación, tuvo que respirar hondo para mantener la calma al verlo. Philip estaba muy pálido y yacía en la cama con una máscara de oxígeno y varios tubos que lo conectaban a toda clase de parafernalia médica. Aquello era grave, sin duda.


Tampoco le había pasado inadvertido que habían trasladado a su jefe a la misma ala donde había estado su padre cuando había muerto de un infarto fulminante. Al pensar que Philip podía dejarla con la misma brusquedad, se le encogió el corazón.


El médico le había diagnosticado neumonía y había dicho que, por el momento, necesitaba superar la fase crítica y descansar. Por eso, se quedaría más tiempo en el hospital con un tratamiento extra de antibióticos y oxígeno.


Cuando Paula se sentó a su lado y le dio la mano, Philip abrió los ojos y la saludó con la mirada. Ella le aseguró que todo saldría bien, que no debía preocuparse. Sin embargo, no estaba segura de que fuera cierto. El mejor amigo de su padre parecía tan frágil y tan… enfermo…


Después de haberse tragado las lágrimas durante su visita, Paula rompió a llorar nada más llegar a casa.


No fueron las últimas lágrimas que derramó aquella fatídica semana. Philip parecía mejor un día y, de pronto, empeoraba al siguiente. Ocupada con encargarse de la tienda y hablar con los médicos, ella se sentía abrumada por las emociones. 


A veces, tenía esperanzas de que su jefe se recuperara y otras temía lo peor.


Mientras, casi se había olvidado de su último encuentro con Pedro Alfonso. Sin embargo, una tarde, en el hospital, Philip le había dicho que quería hablarle de algo importante. 


Un par de días antes, ella le había informado de la oferta del millonario.


–Paula, quiero que contactes con el señor Alfonso y le digas que acepto – le rogó Philip con ojos tristes y tono de disculpa– . Es una decepción que no quiera continuar con el negocio de antigüedades, pero en mi situación, no puedo permitirme ser quisquilloso. En vista de que no he tenido más ofertas y que mi enfermedad me va a obligar a estar en cama unos meses más, cuando me manden a casa, necesitaré dinero para contratar a una enfermera. Ya sabes que no tengo familia. Pero, al menos, tengo bienes materiales que pueden ayudarme. La oferta de ese hombre ha sido muy generosa. ¿Puedes llamarlo y concertar una entrevista con él?


Paula hizo un esfuerzo por no delatar su nerviosismo por tener que hablar de nuevo con el francés.


–Haré lo que me pidas, Philip. Pero ¿no crees que podrías hablar tú con él en persona cuando salgas del hospital?


–Me temo que no puedo esperar tanto – repuso Philip– . Tengo que vender cuanto antes para poder pagar la factura del hospital. Te ruego que te ocupes de cerrar el trato por mí, Paula. He llamado a mi abogado para ponerle al corriente. Él te dará los documentos necesarios. Este es su nombre y su teléfono.


Philip sacó de la mesilla una hoja de papel escrita a mano y se la tendió.


–Él te explicará lo que necesites saber.


–Parece que has tomado una decisión – señaló ella, y se le tensaron los músculos al pensar en ver de nuevo a Pedro Alfonso.


–Sí, tesoro… así es.


–Pues me pondré manos a la obra cuanto antes. Mientras, debes descansar. No debes estresarte por nada.


Con una tierna sonrisa, Philip le apretó la mano.


–Debería haberte dicho esto antes,Paula. No sé cómo habría podido sobrevivir los últimos diez años sin ti. Tu lealtad, tu amistad y tu esfuerzo son lo más valioso para mí. No dudes que, si yo hubiera sido más joven, me habría enamorado de ti.


Sonrojándose, Paula sonrió también, y no pudo evitar recordar el comentario que Pedro Alfonsole había hecho respecto a estar celoso de su jefe. ¡Cuánto le gustaría restregarle por la cara su error! Sin embargo, no podía. 


Debía ser amable con él porque Philip necesitaba el dinero. 


Ella por nada del mundo echaría a perder la venta solo porque el francés le resultara irritante.


Al mismo tiempo, por otra parte, se acordó de cuando le había preguntado si la gente solía corresponder a su generosidad. Quizá fuera un hombre más perceptivo y sensible de lo que aparentaba, reflexionó ella.


–Eres muy amable, pero creo que estoy predestinada a seguir soltera – contestó– . Solo me he enamorado una vez en mi vida y lo pasé muy mal. No tengo ganas de repetirlo.


–Lo siento mucho. ¿No crees que podría ser distinto la próxima vez? Podría salir bien.


–No. Aparte de ti, no confío en los hombres. Creo que estoy mejor sola – confesó ella, encogiéndose de hombros– . Además, soy demasiado independiente y eso no les gusta Tendría que encontrar a alguien extraordinario para que me hiciera cambiar de opinión.


–Dale tiempo al tiempo, Paula.


Con una misteriosa sonrisa, el anciano cerró los ojos. Ella se levantó de su lado y, sin hacer ruido para no despertarlo, salió de la habitación.