miércoles, 4 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 8





Aliviada al encontrar un secador en el lujoso baño de su habitación, Paula se sentó en la cama y comenzó a secarse el pelo. Mientras, se sumergió en las vistas del mar encrespado y el cielo cada vez más negro, un poco asustada por la cercanía de la tormenta.


Debía controlar sus infantiles temores, se reprendió a sí misma. Sin embargo, no conseguía calmarse al pensar que iba a tener que enfrentarse a aquella manifestación de la naturaleza embravecida… con Pedro Alfonso a su lado. 


¿Se reiría de ella cuando descubriera que le daban miedo los relámpagos?


Por otra parte, por alguna razón, intuía que aquel hombre debía de tener una sensibilidad especial. ¿Cómo, si no, habría podido encontrar belleza en aquel lugar y elegirlo para construir su refugio privado?


Al ir a dejar el secador, Paula se topó con su reflejo en el espejo. Tenía la tez blanca como el mármol y los ojos violetas muy abiertos y asustados.


¿Qué diablos le sucedía? ¿Era solo la tormenta lo que le asustaba? ¿O era la idea de estar con Pedro?


Impaciente consigo misma, volvió al dormitorio. Dejó su jersey negro en una percha y se puso otro rosa en su lugar. 


Después de pellizcarse un poco las mejillas para darles un toque de color, regresó al salón.


Encontró a Pedro sentado en uno de los sofás que había delante de los ventanales, con los ojos puestos en la distancia. Había dos tazas humeantes sobre la mesa.


Al verla llegar, él sonrió. Y, al ver su sonrisa, ella se olvidó de su propio nombre. Nunca había tenido delante a un hombre tan guapo… Jamás había experimentado un deseo tan poderoso hacia nadie, tanto que la dejaba sin respiración.


Pedro le dio un vuelco el corazón. Invadido por una irresistible atracción, se quedó hipnotizado mirando a la hermosa mujer vestida con vaqueros y un infantil jersey rosa. 

¿Qué tenía aquella elfina de ojos violetas que le impedía pensar con claridad? Desde luego, no se parecía en nada a las mujeres exuberantes con las que solía mezclarse.


Consciente de que se había quedado embobado, él carraspeó. Luego, tomó una de las tazas y se la tendió a su invitada.


–Veo que has encontrado el camino al salón. Te he preparado chocolate. ¿Por qué no te sientas y te lo tomas antes de que se enfríe?


–Gracias – dijo ella, y se sentó con su taza en el otro extremo del sofá.


–¿Por qué no te sientas más cerca? No voy a morderte – dijo él, sin poder ocultar su irritación.


–Suena como una invitación del lobo malo – bromeó ella, frunciendo el ceño.


–¿Es que te identificas con Caperucita Roja?


–¿Por qué no? Era una chica muy lista. Supo ver las intenciones del lobo desde el principio. Adivinó que no era bueno.


Entonces, al mismo tiempo que ella se sonrojaba, a Pedro le subió unos grados la temperatura.


Sin hacer caso alguno de su provocadora invitación de sentarse más cerca, Paula le dio un sorbo a su chocolate y se lamió los labios. Sin remedio, él posó los ojos en su boca y recordó el beso que le había dado en la tienda de antigüedades. Poniéndose tenso, recordó el sabor de sus suaves labios y la marea de deseo que lo había invadido.


–¡Cielos, está riquísimo! – exclamó ella con una sonrisa– . ¿Cómo lo has hecho?


De nuevo, Pedro tuvo que esforzarse en salir del trance en que había caído.


–Mi padre me enseñó. Es experto en hacer el chocolate más delicioso del mundo. Solía decirme que, si se lo preparaba a la mujer de mi vida, ella me amaría para siempre – confesó él.


–¿Y se lo has hecho a la mujer de tu vida?


Pedro no se tomó la pregunta a la ligera. Nunca había dejado que una pareja se acercara lo bastante a su corazón ni, mucho menos, había considerado que ninguna fuera la mujer de su vida.


–No. No tengo una mujer en particular en mi vida – contestó él a regañadientes– . Ni quiero tenerla. Creo que es mejor mantenerme libre.


–¿Quieres decir que prefieres tener un abanico de opciones para elegir en vez de estar con una sola?


–Supongo que sí – admitió él con la mandíbula tensa.


–Entonces, supongo que soy una privilegiada por que me hayas preparado chocolate caliente, sobre todo, porque no tengo ninguna intención de unirme a tu harén privado – comentó ella con gesto pensativo.


–Así es – repuso él con los dientes apretados. ¿Por qué diablos le había mencionado el comentario que su padre solía hacerle? No solo le había dado indicios a Paula de que le gustaba, sino que, al hablar de su padre, se sentía culpable por llevar tanto tiempo sin ir a verlo.


De pronto, Pedro se puso en pie y se acercó a la ventana. 


Por un instante, se dejó cautivar por las olas que rompían con furia contra las rocas de la costa.


–La tormenta está empeorando – murmuró él.


–¿Eso te preocupa?


–Las tormentas no me preocupan en absoluto – contestó él, volviéndose hacia ella con una sonrisa– . No me dan miedo, si es lo que me preguntas. Cuanto más salvajes son, más me gustan. Lo impredecible de la naturaleza es un recordatorio de que no podemos tenerlo todo bajo control, como has comentado antes,Paula.


–Lo siento, pero no pensé que pudieras ser tan filosófico – observó ella, sorprendida– . Yo creí que te gustaba tenerlo todo bajo control.


Durante un momento, Pedro reflexionó sobre su observación. No estaba acostumbrado a que la gente le revelara lo que pensaba de él. Era cierto que le gustaba tener las cosas bajo control, pero no le agradaba que se lo echaran en cara. Tampoco se sentía cómodo cuando otros dirigían la conversación hacia terrenos demasiado personales. Odiaba sentirse expuesto y que se descubriera que podía ser tan vulnerable como cualquier persona.


–¿Y qué me dices de ti, Paula? ¿Te gustan a ti las tormentas?


Ella dejó la taza sobre la mesa con gesto de incomodidad.


–No mucho. Si te digo la verdad, me asustan. No es tanto por la lluvia o por el viento, ni siquiera por los truenos. Es por los relámpagos. Siempre me han dado miedo. Una vez, cuando era pequeña, presencié una tormenta que me aterrorizó. Un rayo alcanzó nuestro invernadero y rompió todos los cristales. Fue como una bomba. Yo estaba tan asustada que no quería volver a dormirme, por si se repetía. Sin duda, aquello me dejó traumatizada para siempre. A veces, he pensado en buscar ayuda profesional para superar mi fobia.


Intrigado por su historia, Pedro se sentó a su lado.


–No es ayuda profesional lo que necesitas, ma chère, sino coraje.


–No soy una cobarde.


–No he dicho que lo seas. Todo el mundo tiene miedo de algo. Es humano. No, lo que digo es que te enfrentes a tus miedos cara a cara. Tienes que verlos como son.


–¿Y cómo son? – preguntó ella en un murmullo.


Entonces, Pedro se la imaginó como la niña que había sido, demasiado asustada como para volverse a dormir después de aquel rayo. Y un tremendo instinto protector se apoderó de él.


–Son solo ilusiones. Pensamientos que no te hacen bien. No dejes que se apoderen de ti o dictarán lo que puedes hacer y lo que no durante el resto de tu vida.


–¿Es así como te enfrentas tú a tus miedos, Pedro?


Por unos instantes, él se sintió inundado de calidez al escuchar su nombre en labios de ella.


–Por suerte, apenas tengo miedos. Pero sí, es así como lo hago.


–¿Siempre?


–No dejo que nada me impida conseguir lo que quiero, Paula.


–¿Por eso das la impresión de que nunca tienes miedo?


Pedro no le gustó la sombra de duda que sembraba su comentario, como, si tras su fachada de seguridad, pudiera ser de otra manera. De nuevo, Paula Chaves estaba tocando su talón de Aquiles.


Le molestaba sobremanera que una mujer pudiera hacerle sentir tan inestable. Así que se esforzó en reforzar su posición cuanto antes.


–Lo que ves en mí es lo que hay, preciosa. No necesito fingir nada. Si lees mi currículum, verás que es verdad. Mi éxito habla por sí mismo. Ahora, aunque es muy interesante, creo que deberíamos interrumpir esta conversación. Tenemos que comer algo y tengo la intención de preparar la cena yo mismo.


Sorprendida, Paula se puso en pie.


–No quiero causarte ninguna molestia. Un tentempié sencillo bastará.


–Si le dices eso al chef, te echarán del restaurante. La comida es algo más que combustible, Paula. La buena comida es maná del cielo. Un simple tentempié no lo es, y no obtendrás tal cosa de mí.


Colocándose un mechón de pelo tras la oreja, ella se sonrojó.


–No pretendía ofenderte. Pero, si vas a preparar la cena, lo menos que puedo hacer es ayudar.


Pedro le encantó la idea y sonrió.


–¿Tus talentos van más allá de ser la aplicada y leal secretaria en una tienda de antigüedades?


–No soy ninguna secretaria – repuso ella, ofendida– . Soy la encargada de la tienda.


–Ah… Eso me dice que te importa que te admiren y valoren por tus logros. No somos tan distintos, después de todo. Bien, puedes ser mi segunda chef esta noche. Vayamos a la cocina.






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