viernes, 16 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 10





Paula no podía dormir, así que al final se cansó de intentarlo. 


Lentamente se levantó de la cama, todavía deshecha e impregnada de ese olor a sexo que tan poco familiar le resultaba. Reparó en la marca de la otra almohada; la evidencia tangible de que por primera vez en su vida no había dormido sola. Un hormigueo le recorrió la piel al recordarlo.


Había dormido con Pedro. Se había entregado al playboy argentino con una avidez que aún la hacía sonrojarse. 


Apartándose el pelo de la cara, se tocó las mejillas. Las tenía ardiendo. No habían dormido mucho. Había sido una larga noche de descubrimientos.


Tragó con dificultad al recordar lo nerviosa que se había puesto. Había caminado de un lado a otro por toda la habitación, asustada, temiendo el momento de bajar a cenar. 


Pero, de alguna forma, él se lo había puesto todo fácil. Había ido a su dormitorio y había empezado a besarla sin más, como si todo fuera natural y normal.


Había hecho el amor con Pedro Alfonso y él parecía haberlo disfrutado tanto como ella. Se habían olvidado de la cena. 


Alrededor de las diez, Pedro se había puesto los pantalones y había bajado a la terraza para buscar la comida que se había quedado allí. Habían comido uvas y queso en la cama y él había abierto una botella de vino llamado Petrus.


Con los primeros rayos de sol, él había vuelto a su dormitorio. Inclinándose sobre ella, le había dado un beso en la frente y le había dicho que todo sería más fácil si no estaba allí por la mañana.


En eso también tenía razón. Paula lo sabía. Era una estupidez desear que se hubiera quedado toda la noche. No era más que un anhelo peligroso y sin sentido, así que se obligó a concentrarse en lo práctico, que era lo que mejor se le daba.


Descalza, se dirigió hacia el cuarto de baño y se puso un albornoz mullido que estaba detrás de la puerta. No estaba dispuesta a torturarse a sí misma, echándose la culpa de todo. Aunque no volviera a pasar, siempre le estaría agradecida a Pedro Alfonso por cómo la había hecho sentir. 


La había liberado del pasado. La había hecho darse cuenta de que era capaz de experimentar la misma clase de placer que cualquier otra persona.


¿Qué le había dicho antes de que pasara todo? ¿Cuál era la frase que se le había quedado grabada en la cabeza?


«Me gusta tu forma clara de pensar».


Sabía por qué le había dicho eso. Se lo había dicho porque ella le había dejado claro que no estaba interesada en el amor y en el matrimonio. Le había convencido de que era perfectamente capaz de tomarse esa experiencia sexual con total objetividad.


Pero, si era así, ¿por qué tenía ganas de bailar y dar vueltas por la habitación? ¿Por qué sonaba esa música en su cabeza?


El sol ya casi estaba en lo más alto y el mar había tomado una tonalidad rosada. En la terraza, el aire era puro y no había ni una sola nube. La casa estaba en silencio, pero Paula sentía cómo vibraba su propio cuerpo. No tenía ganas de estudiar en ese momento, así que decidió mirar el correo electrónico. Más tarde vería qué le deparaba el día. Y si Pedro había decidido que una noche era más que suficiente, tendría que aceptarlo como un adulto.


Entró en su cuenta de correo y encontró tres correos de su hermana. En el asunto delprimero se podía leer la pregunta: ¿Dónde estás? El segundo no era más que una larga lista de signos de interrogación y en el tercero su hermana le preguntaba con dramatismo qué estaba pasando.


Paula abrió el primero de los tres. Por primera vez en mucho tiempo el texto no estaba lleno de caritas sonrientes y de descripciones detalladas de sus últimos trabajos como modelo. Por una vez, todo el correo versaba sobre ella, y no sobre su hermana.


Vi una foto de tu jefe en el aeropuerto de Niza y había alguien que se parecía a ti detrás. Le dije a mamá que nadie que no fueras tú se pondría una camiseta como esa en la Costa Azul. ¿Estás en el sur de Francia con Pedro Alfonso? Y, si es así, ¿qué demonios pasa?


Paula sonrió. Se preguntaba cómo hubiera reaccionado Isabel si le hubiera dicho la verdad.


Sí. Estoy aquí con Pedro. De hecho, le conté toda mi vida y ha decidido enseñarme todo lo que necesito saber sobre el sexo, lo cual no es poca cosa, como ya te puedes imaginar.


Sonriendo, Paula presionó el botón de respuesta.


Sí. Es cierto. He estado ayudando a Pedro con su rehabilitación después del accidente que tuvo, y él pensó que sería mejor recuperarse en un sitio donde hiciera sol. Este es un sitio maravilloso. Soy una chica con suerte, ¿no crees? Un beso, Paula.


Apretó el botón de enviar justo en el momento en que alguien llamaba a la puerta. Paula no tuvo tiempo de levantarse. La puerta se abrió de repente y Pedro entró en la habitación. Se había afeitado y sus ojos negros estaban llenos de vitalidad, pero en ellos había también una chispa de otra cosa, algo que Paula había aprendido a identificar con el deseo


–Hola –le dijo, cerrando la puerta suavemente.


–Pensaba que habías decidido que era mejor que nadie te viera por aquí.


–A lo mejor es que he cambiado de idea.


–Ni siquiera me he lavado los dientes.


–Entonces ve y lávatelos ahora. Me gusta el sabor de tu pasta de dientes.


Paula se escabulló rumbo al aseo y cuando regresó descubrió que Pedro se había quitado toda la ropa. Se había tumbado en la cama, completamente desnudo, entre las sábanas arrugadas.


–¿Qué haces?


–¿No te parece obvio?


–Pero… ¿qué pasa con el personal?


–¿Qué pasa con ellos? El único miembro de mi personal que me interesa es el que tengo delante ahora mismo. Y lleva demasiada ropa –tocó el espacio vacío a su lado–. Ven aquí, querida, antes de que me ponga impaciente.


Paula tragó en seco y trató de calmar el miedo repentino que la atenazaba por dentro. Seguramente era mejor idea negarse. Los jardineros estaban a punto de llegar y el cocinero debía de haber mandado a su ayudante a Niza a por verduras y pescado fresco. Lo mejor era decirle que no era muy sensato repetir la experiencia en ese momento, que podían preparar algo más discreto por la noche.


Eso era lo mejor.


Sus piernas parecían tener otros planes, sin embargo, y no tardaron en echar a andar hacia la cama. Apartó las sábanas, pero Pedro sacudió la cabeza.


–No. Todavía no. Quítate el albornoz –le dijo–. Y no me digas que te da vergüenza. Ahora no. Conozco tu cuerpo mejor que cualquier otro hombre del planeta.


–Me alegra ver que no hay nada en este mundo que te pueda desinflar el ego –le dijo Paula, desatándose el albornoz y tirándolo al suelo. Rápidamente se metió entre las sábanas, chocando con él.


–No es solo mi ego –le dijo, guiando su mano hasta colocarla sobre su entrepierna. Se inclinó sobre ella y le dio un beso–. Mmm. Pasta de dientes.


La besó hasta hacerla relajarse, hasta que su cuerpo comenzó a reclamar algo más con avidez. Paula cerró los ojos y dejó que le tocara los pechos. Deslizaba las palmas de las manos rítmicamente sobre sus pezones duros y la hacía retorcerse de placer. Se colocó sobre ella, entre sus piernas, y la penetró con un movimiento rápido y firme. Echó atrás la cabeza y comenzó a moverse.Paula deslizaba las yemas de los dedos sobre su piel, explorando todas las texturas, sus muslos cubiertos de un fino vello, sus espaldas anchas…


Quería saborear esa sensación de intimidad con él, pero el orgasmo la alcanzó con la fuerza de un tren arrollador. Le oyó gritar inmediatamente después. Era ese extraño gemido que dejaba escapar mientras temblaba dentro de ella.


Le rodeó con ambos brazos y se acurrucó junto a él, apoyando la cabeza sobre su hombro.


Y entonces se quedó dormida.


Cuando despertó, él ya se había marchado, tal y como había hecho la noche anterior. Durante el desayuno Simone le dijo que había ido a Niza para ocuparse de unos negocios. La empleada no sabía a qué hora iba a regresar.


La mañana pasó a toda velocidad y Paula no fue capaz de concentrarse en nada. Él no volvió hasta última hora de la tarde. Cuando se presentó en su habitación,Paula ya estaba convencida de que se arrepentía profundamente de lo que había ocurrido entre ellos.


–¿Dónde has estado? –le preguntó, sin poder evitarlo.


Él arqueó las cejas.


–Lo siento. No es asunto mío.


Él dejó escapar una risotada al tiempo que la estrechaba entre sus brazos.


–Necesitaba algo de espacio, y tenía que ocuparme de unos asuntos sin distracciones. Pero ahora me apetece tener algo de distracción.


La empujó hasta hacerla tumbarse en la cama y le quitó toda la ropa con movimientos minuciosos. Al ver esos ojos brillantes y hambrientos con los que la miraba, Paula comprendió que el sexo también podía ser rápido y furioso.


Después, mientras yacía junto a Pedro, trazando círculos perezosos sobre su piel, se dio cuenta de que él sabía mucho más sobre ella de lo que ella sabía sobre él. Y en ese estado de absoluta felicidad en el que se encontraba sintió que podía preguntarle cualquier cosa.


–¿Pedro?


–¿Mmm?


Ella se volvió y se apoyó en el codo, dejando que el cabello le cayera sobre los hombros y le cubriera el pecho.


–¿Nunca has querido tener niños?


Pedro apretó los labios y apartó el mechón de pelo que le tapaba el pezón.


–Otro consejo… De entre todos los temas de conversación que existen para después del sexo, la paternidad no es el más idóneo. Te advierto que cualquier referencia a un bebé hará que todos tus amantes potenciales salgan huyendo despavoridos. Pueden pensar que estás empezando a enamorarte de ellos.


–¿Crees que si te pregunto si quieres tener niños automáticamente significa que me estoy enamorando de ti?


–Conozco muy bien las señales.


–Bueno, en mi caso las estás malinterpretando. Solo me interesa saberlo por pura curiosidad. La mayoría de los hombres quiere divertirse sin más. Lo llevan en el ADN. La perpetuación de la especie humana, esa clase de cosas… Tú has construido todo un imperio. Tienes muchos millones, así que imagino que querrás que alguien que lleve tu sangre herede todo eso, ¿no?


Pedro se tumbó boca arriba y miró al techo. Normalmente zanjaba ese tema con rapidez y contundencia. No le gustaba que las mujeres se pusieran a indagar y a ahondar en asuntos como ese, y le molestaba que buscaran sentimientos donde no los había. ¿Por qué lo estaba estropeando todo haciéndole esa clase de preguntas?


–Creo que la humanidad no tendrá problemas para sobrevivir sin una versión en miniatura de Pedro Alfonso –le dijo con sequedad.


–¿Alguna razón en particular?


–Ya veo que vas a ser un médico muy bueno –se volvió y la miró a los ojos–. Como insistes tanto con tus preguntas…


–No te andes con rodeos.


–Ya –dijo Pedro. Los ojos le brillaban–. ¿Qué quieres saber?


–Oh, no lo sé. Quiero saber algo de tu vida, dónde creciste, por qué estás tan empeñado en que no quieres tener hijos…


Pedro entrelazó las manos y las puso detrás de la cabeza. 


Una larga lista de recuerdos desfiló por su mente.


–Crecí en un rancho grande a las afueras de Buenos Aires. Criábamos ganado en unos campos interminables, con el cielo más azul e intenso que puedas imaginar.


Paula se acercó un poco.


–¿Criábamos? –repitió.


–Mi madre, mi padre y yo. Éramos una familia poco usual porque no había un montón de niños correteando, pero creo que eso nos hizo estar muy unidos, y mis padres… –se encogió de hombros–. Bueno, ellos me querían mucho. La granja iba muy bien. Mi padre tenía negocios en la ciudad y también le iba muy bien.


–¿Entonces todo era perfecto?


–Durante un tiempo, sí.


La miró de nuevo y cuando habló de nuevo su voz se había endurecido.


–Mi madre tenía una amiga llamada Amelita. Ella y su marido tenían un hijo de mi edad. Vicente era como un hermano para mí, y las dos familias solían hacerlo todo juntas. En el invierno esquiábamos y en el verano íbamos a la playa. Cenábamos juntos en Navidad, alrededor de la misma mesa. Éramos como una gran familia.


Pedro hizo una pausa. No sabía por qué le estaba contando todo eso. ¿Era porque ella había compartido sus secretos con él, o porque sospechaba que iba a seguir insistiendo si no le decía nada?


–Sigue –le dijo ella.


Él le acarició el cabello.


–A mí me empezaron a gustar las carreras desde muy pronto y mi padre me construyó un pequeño circuito de karts en la finca para que practicara. Por aquella época era toda una novedad. Vicente y yo pasábamos horas corriendo por ese circuito polvoriento. Y entonces, cuando cumplí dieciséis años, me fui a la provincia de San Luis para poder usar el famoso circuito de Potrero de los Funes. No solía ir a casa muy a menudo, pero cuando regresé todo parecía distinto. Me dio la sensación de que mi padre y Amelita parecían ser… uña y carne de repente, pero se trataba de algo más. Recuerdo muy bien la forma en que le miraba, cómo le atendía. Durante un tiempo hice todo lo posible para convencerme de que estaba equivocado, porque quería equivocarme. Y ella era la mejor amiga de mi madre –Pedro tragó con dificultad.


Había intentado hablar con su padre, pero sus palabras habían sido recibidas con un exabrupto de furia repentina.


Su padre incluso había llegado a amenazarle con darle un puñetazo. Al final había abandonado el tema para no complicar más las cosas, pero en el fondo sabía que todas sus palabras no eran más que mentiras.


–Y entonces una tarde me levanté pronto de la siesta. Todo estaba en calma y hacía tanto calor que apenas podía respirar. Salí al exterior, buscando la sombra de los árboles, pero tampoco se estaba mejor allí. No había ningún sitio donde refugiarse. De repente oí algo, algo que parecía fuera de lugar en mi casa. Caminé hacia la casa de verano y allí los encontré. Mi padre y Amelita…


Paula se tapó la boca al hablar.


–¿Y estaban…?


–No del todo. Amelita estaba haciéndole una especie de striptease, y mientras tanto mi padre… –la voz de Pedro temblaba de rabia–. Y todo esto estaba ocurriendo mientras mi madre dormía en la casa de al lado. No fue solo la traición, sino también la falta de respeto lo que me hizo querer matarle.


Pedro se detuvo y Paula no dijo nada. Puso la mano sobre su mejilla y trató de consolarle, pero él la hizo apartarla.


–Todo salió a la luz. Claro. Estas cosas siempre salen a la luz. Sospecho que Amelita se aseguró de que así fuera, ya que mi padre era uno de los hombres más ricos de Argentina. Y como era de esperar, aquello destrozó muchas vidas. Mi madre nunca llegó a recuperarse de ello. Esa doble traición le hizo una herida incurable. No solo fue traicionada por su esposo, sino también por su mejor amiga. Se marchó del rancho y se compró una casa en la ciudad, pero dejó de comer. Supongo que todo dejó de importarle. Solía quedarse sola en casa, encerrada. Apenas salía porque tenía miedo de que la gente se le quedara mirando y se riera de ella. Daba igual lo que le dijéramos. Ella no quería escuchar, y murió tres años después.


–Oh, Pedro. Lo siento.


Él sacudió la cabeza y trató de contener la marea de emociones negras que había contenido durante tanto tiempo. Pero, por una vez, la marea siguió golpeándole, y tal vez era mejor así esa vez. Nunca se lo había dicho a nadie, y si se lo estaba contando a alguien a quien le era indiferente, entonces tal vez era el momento de aflojar esas negras cadenas con las que se había atado a sí mismo durante tanto tiempo.


–¿Quieres oír el resto de la historia? –le preguntó con acritud–. No es un cuento para irse a dormir precisamente.


–Quiero oírlo.


–El marido de la amante de mi padre también se sintió humillado. Se había convertido en el hazmerreír de todo el mundo, pero buscó otro remedio distinto al aislamiento autoimpuesto de mi madre. Tomó el único camino que creyó honorable en una situación como esa. Se puso un revólver en la cabeza y se voló la tapa de los sesos. Fue Vicente quien le encontró.


Paula respiró profundamente.


–Oh, Pedro.


Él levantó la vista hacia el techo.


–Bueno, ahí lo tienes. ¿Ahora entiendes por qué no creo en los finales felices y en la vida familiar?


Hubo una pausa. Casi podía oír sus pensamientos mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas. Pero no había palabras adecuadas. Pedro lo sabía muy bien.


–En realidad, no –dijo Paula tentativamente–. Quiero decir que lo que pasó fue algo terrible, pero en realidad nada de eso tenía que ver contigo, ¿no? Nada fue culpa tuya. Que tu familia haya hecho esas cosas no quiere decir que tú vayas a hacerlas también. La infidelidad y la traición no son hereditarias, ¿sabes?


Él se volvió hacia ella y la miró de nuevo. Podía ver empatía en su mirada y le agradecía su amabilidad. Paula era una chica lista, lo bastante lista como para saber que había más.


–Pero he vivido la vida en los circuitos, y he visto lo que eso les hace a los hombres, sobre todo a los campeones.


–¿Qué quieres decir?


Él se encogió de hombros.


–Hay características que hacen que los hombres como yo tengan éxito. Somos gente muy decidida, gente que solo piensa en ganar. Pasamos años persiguiendo la vuelta perfecta, y cuando la conseguimos, queremos repetirla una y otra vez. No hay muchos en lo más alto, pero cuando llegas ahí te das cuenta de que es un sitio que seduce, pero también es un sitio peligroso. La gente te venera. Quieren una parte tuya, sobre todo las mujeres.


–Mujeres que son «iguales que los neumáticos que te cambian durante las carreras» –le dijo, citando sus propias palabras.


–Exactamente –el rostro de Pedro se endureció–. He visto cómo las parejas más sólidas sucumbían ante todas las tentaciones que ofrece este deporte. Cuando fluye la adrenalina y una criatura sexy con una falda diminuta pone los pechos contra el parabrisas, la mayoría de los hombres no puede decir que no.


–Entonces… –dijo Paula, incorporándose y cruzando los brazos–. Lo que me estás diciendo es que los campeones del mundo reciben tantas frutas prohibidas que para ellos es imposible subsistir con la dieta normal que tiene el resto de los mortales. ¿Es eso?


Pedro se encogió de hombros.


–Si quieres decirlo así.


–Pero tú ya no corres para ganarte la vida, Pedro. ¿Cómo es que aún sigue aplicándose esa norma?


–Mi padre no era corredor. Era un granjero que llevaba veintiún años casado. Era alguien que solía decir que mi madre era su alma gemela.


–¿Entonces me estás diciendo que crees que los hombres son incapaces de ser fieles?


–Es una forma de verlo. Sí. Creo que es así.


–¿Entonces los hombres son el sexo débil?


–O tal vez el más realista. ¿Cómo pueden hacerse promesas de fidelidad dos personas, cuando no tienen garantía alguna de que podrán mantenerlas?


Paula no contestó. Aunque no tuviera derecho a sentirse herida, sus palabras le habían golpeado el corazón. Él nunca le había prometido nada más allá de una noche de sexo. De hecho, le había lanzado una advertencia explícita.


Paula echó a un lado las sábanas y se levantó de la cama.


–Tengo que ir al servicio –dijo.


Cruzó el dormitorio y entró en el aseo, cerrando la puerta tras de sí. Se echó un poco de agua fría en la cara y practicó unas cuantas sonrisas convincentes ante el espejo. Cuando volvió a entrar en el dormitorio, casi había recuperado la calma, pero el sosiego no iba a durarle mucho. En cuanto le vio allí tumbado, apoyado contra las almohadas, con su rostro serio y sombrío, la incertidumbre se cernió sobre ella de nuevo.


–¿Quieres que salgamos a comer mañana?


–¿Comer? –le preguntó ella, parpadeando–. ¿Te refieres a salir fuera a comer?


Él esbozó un atisbo de sonrisa.


–No, aquí no. Tenemos toda una costa preciosa a nuestra disposición, querida, con muchos restaurantes famosos. Hay playas y montañas y pequeños pueblos en los que uno se siente como en otro siglo. Y como esta es tu primera visita a Francia, creo que es hora de que te muestre alguno de ellos.


–Pero… yo pensaba que creías que era mejor que no nos vieran juntos.


–Y a lo mejor he cambiado de idea. Yo no vivo mi vida intentando satisfacer a otra gente, y tú tampoco deberías hacerlo.








jueves, 15 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 9






Paula se puso cada vez más nerviosa a medida que se acercaba la cena. La boca se le había secado y las manos le temblaban. Pensó seriamente en abandonar la idea y en decirle a Pedro que todo había sido un malentendido. 


¿Realmente estaba dispuesta a perder la virginidad con un hombre como él, alguien que se lo había dejado todo muy claro desde el principio? Pensó en lo que él le había dicho acerca de su apariencia y de su ropa.


Se quitó la goma del pelo. ¿Cuál iba a ser su nuevo rol a partir de ese momento? ¿Iba a ser su amante, o solo era alguien que se estaba metiendo en algo que la superaba por completo?


Tras darse un buen baño, buscó algo apropiado para llevar esa noche, pero eso la hizo sentir incluso peor. Se había convencido a sí misma de que la ropa bonita le era indiferente, pero mientras examinaba sus discretas faldas y camisetas deseó que alguien apareciera en ese momento con una varita mágica en las manos.


Hizo todo lo que pudo. No sabía cómo arreglarse para captar la atención de un hombre. Llevaba años sin llevar maquillaje y la única bisutería que tenía era una perla diminuta que colgaba de una cadena de oro; un regalo de su abuela. Se la puso alrededor del cuello con dedos temblorosos, pero cuando se miró en el espejo supo que no podía seguir adelante.


Su madre siempre había tenido razón.


«Aunque la mona se vista de seda, mona se queda», pensó.
¿Qué diría Pedro cuando la viera con su cara lavada, su ropa barata y ese par de sandalias que no exhibían una pedicura perfecta? ¿Cómo iba a presentarse así en la terraza?


Comenzó a caminar de un lado a otro, pero eso no hizo más que incrementar su paranoia. ¿Y si le llamaba y le decía que había cambiado de idea? A lo mejor se molestaba, pero finalmente lo entendería. A lo mejor incluso se llevaba un gran alivio.


Vacilante, caminó hasta la cama. El teléfono estaba sobre la mesita de noche.


¿Qué iba a decirle?


De repente alguien llamó a la puerta con sigilo y un segundo después Pedro estaba en la habitación. La miró de arriba abajo. Su rostro estaba ensombrecido por las dudas.


–¿Ahora te ha dado por entrar en los sitios sin pedir permiso? –le preguntó ella.


–Pensé que sería mejor venir a buscarte. Pero a juzgar por la cara que tienes, que no te hayas presentado en la terraza indica algo más que tu habitual impuntualidad.


Ella sacudió la cabeza. Ni siquiera se molestó en esconder sus sentimientos para fingir que le daba igual.


Pedro, no puedo hacerlo.


Él iba hacia ella. A cada paso que daba, el corazón de Paula latía más fuerte. No llevaba más que unos vaqueros y una camiseta de lino, pero su poder resultaba arrollador de todos modos. Paula comenzó a sentirse cada vez más pequeña, como si estuviera encogiendo. ¿Cómo se había puesto en esa situación? ¿Qué le había dicho de aquellas mujeres que se había encontrado en el aeropuerto? ¿Cómo se le había ocurrido contemplar la idea de practicar sexo con Pedro Alfonso?


–¿Qué es lo que no puedes hacer?


Ella se mordió el labio.


–No puedo seguir adelante con esto.


–Lección número uno: mostrar dudas no es la mejor manera de recibir a un posible amante. Y tampoco es buena idea quedarse aquí con esa cara de terror.


Pedro, hablo en serio.


–Relájate, y déjame que te vea.


Llevaba una camiseta de color rosa que parecía nueva y la falda vaquera le disimulaba un poco las caderas, pero aun así…


–No tengo nada especial que ponerme. Además, no esperaba esto.


–Pero eso es lo que te hace estar perfecta; tu falta de artificio y tu ausencia de expectativas. Tu naturalidad es refrescante.


Paula le miró con ojos de escepticismo.


–Pensaba que no te gustaba lo que suelo llevar.


Él se encogió de hombros.


–Y no me gusta especialmente. No sueles sacarte mucho partido, pero tu sencillez tiene un atractivo particular. Ni siquiera el más cínico de todos los cínicos es inmune a unos ojos diáfanos y al resplandor de la piel sana. Además, por fin muestras uno de tus puntos fuertes –tomó un mechón de pelo de Paula entre los dedos y lo dejó caer sobre sus hombros–. Tu pelo es la fantasía de un hombre, y ahora mismo eres la mía.


Pedro… –dijo Paula, sin aliento.


La tensión la había abandonado y otra clase de sensaciones habían aparecido en su lugar. Los ojos de Pedro, más oscuros que nunca, le dejaban claro que él también lo sentía.


De repente movió las manos hasta sus caderas y la atrajo hacia sí. El corazón de Paula comenzó a latir cada vez con más fuerza. El calor de su cuerpo masculino la envolvía.


–Paula, mi dulce e inesperada Paula.


Ella no dijo nada y una parte de él se alegró de que guardara silencio. Por primera vez sentía la punzada de la duda. 


Reparó en la forma en que ella le miraba, con esos ojos llenos de inquietud y los labios entreabiertos. Era todo inocencia y asombro. Al acercarse a ella se vio asediado por una ola de deseo mucho más dulce de lo que había esperado, pero la conciencia le pisaba los talones.


No podía hacerle daño. No iba a hacerle daño.


–Ven aquí –le dijo, sujetándole las mejillas con ambas manos. Lentamente bajó la cabeza y comenzó a besarla.


Al principio fue un beso ligero, apenas un mero roce, pero entonces todo cambió. Metió la lengua en su boca y comenzó a explorar su cuerpo completamente vestido, despertándolo poco a poco. Incluso el sabor de su pasta de dientes le resultaba agradable.


Era la transformación más instantánea y sorprendente que había visto en toda su vida. De repente Paula se había convertido en fuego. Le sujetó del cuello con fuerza y comenzó a tirar de él. Le besaba con una pasión que le tomaba por sorpresa una y otra vez. Pedro gruñó al sentir sus dedos en el pelo. Ella le empujaba con la pelvis y su absoluta falta de artificio le hacía sentir… Podía oír el rugido de su propia sangre al correr por las venas, pero no sabía muy bien cómo le hacía sentir eso.


De pronto se sorprendió a sí mismo quitándole la camiseta con la misma desesperación que un adolescente lleno de hormonas. Le desabrochó el sujetador y se echó hacia atrás un instante para contemplar sus pechos. Eran completamente blancos y sus pezones eran del color del capuchino. Ella intentó taparse con las manos, pero él se lo
impidió.


–¿Qué haces?


–Sé que son demasiado grandes.


–¿Estás de broma? –Pedro sonrió–. Son perfectos. Tus pezones son del tamaño perfecto para la boca de un hombre. ¿Quieres que te enseñe lo bien que encajan en la mía?


Paula se sonrojó y dejó que le quitara las manos de los pechos.


Pedro –murmuró al sentir sus labios alrededor de uno de ellos.


Pero Pedro no dijo nada. Se había olvidado de su diálogo juguetón completamente. En realidad no podía hablar. Cada vez se excitaba más mientras le chupaba los pezones y jugar con ellos hasta hacerla gemir de placer era una exquisita tarea. La falda vaquera restringía sus movimientos, así que se la bajó por las caderas hasta que cayó a sus pies. 


Y cuando por fin metió la mano entre sus piernas, sintió la humedad en sus braguitas.


Frotándola con suavidad, la empujó hasta tumbarla en la cama y entonces se apartó de ella un momento.


–Quédate ahí.


–¿Crees que estoy en condiciones de irme a alguna parte?


–Nunca dejas de sorprenderme, así que no pondría la mano en el fuego.


Paula le observó mientras se quitaba la ropa con impaciencia. Se sacó un preservativo del bolsillo y lo colocó sobre la mesita de noche, junto a su teléfono móvil.


Esperaba sentir asombro al verle totalmente desnudo y listo para hacer el amor, pero no fue eso lo que sintió. Más bien experimentó un gran alivio al verle quitarse los bóxer para tumbarse a su lado. Podía sentir el roce del vello de su pecho mientras la besaba.


Él deslizó las manos por sus caderas. Metió los dedos por dentro del elástico de sus braguitas y se las bajó hasta las rodillas. Le besó los pechos y después el vientre. La tocó en su rincón más íntimo hasta hacerla retorcerse de placer y de deseo.


De repente, Paula se sintió como si fuera otra persona, otra mujer, una mujer de verdad. Las diferencias entre ellos ya no importaban. Comenzó a explorar su cuerpo tal y como había querido hacer durante tanto tiempo. Tocó esos huesos angulados, los músculos duros. Deslizó las yemas de los dedos sobre la suave superficie de su piel y arrastró los labios a lo largo de su mandíbula hasta encontrar el calor de su oreja.


–Por favor –susurró, apenas consciente de lo que le estaba pidiendo.


–Por favor, ¿qué? –murmuró él, deslizando los dedos hasta llegar a sus labios más íntimos–. ¿Esto?


Paula no dijo nada audible, pero sí se aferró a él de una forma que lo dejaba todo claro. Él buscó el preservativo y abrió el paquete. El ruido del plástico resultaba estruendoso en mitad de la quietud que los acompañaba. Tras un momento de expectación, se colocó encima de ella.


Paula no tardó en sentir la punta gruesa, presionando contra su sexo. Levantó la vista y buscó sus ojos. Esa mirada era lo más íntimo que había ocurrido entre ellos hasta el momento.


Pedro –susurró ella.


–A lo mejor te… duele un poco –dijo él–. No lo sé. Haré todo lo que pueda para que no sea así.


Un segundo después entró en ella, lenta y deliciosamente, hasta llenarla del todo. Paula no sintió dolor. Hubo un momento de incomodidad, pero no duró más que una fracción de segundo. Y fue entonces cuando el placer comenzó a inundarla, disipando todas las dudas y los pensamientos negativos para reemplazarlos con placer y satisfacción.


Él comenzó a moverse dentro de ella. Le decía cosas bonitas y jugaba con ella. Hacía que todo pareciera posible. 


Al principio Paula pensó que esa sensación efímera y escurridiza que empezaba a sentir en un remoto rincón de su cuerpo no era más que el atisbo de un imposible, pero cuando volvió a suceder se puso tensa. Temía perderlo por el camino. Era como cerrar los ojos ante un arcoíris y no volver a abrirlos de nuevo.


–Relájate, querida –murmuró él, empujando de nuevo.


A lo mejor fue precisamente ese apelativo lo que la hizo creer que cualquier cosa era posible. Estaba al borde de algo mágico, intentando alcanzar algo que la eludía, algo que parecía estar fuera de su alcance, y entonces… de repente… ocurrió.


Su cuerpo se contrajo y todos esos arcoíris que parpadeaban se volvieron nítidos y brillantes. Pedro echó atrás la cabeza y gruñó con todo su ser y el cuerpo de Paula pareció romperse en un millón de partes hermosas.