La tarde está al caer en París; los rayos de sol iluminan el río Sena, coloreándolo de tonalidades entre bermellón, carmesí y púrpura. Acabo de salir de una reunión con mis abogados, pero lo cierto es que no deseo volver a mi casa, así que conduzco hasta Bastille; de pronto me siento bohemia y por eso voy hacia allá. Estaciono mi coche y admiro la Columna de Julio, donde se une el París clásico con el moderno; siempre me ha impactado la unión mágica de esas callejuelas de edificaciones antiguas rodeadas de grandes avenidas. Así es París: mística, romántica, misteriosa, histórica, glamurosa.
Camino por el bulevar Richard Lenoir, donde los domingos por la mañana, igual que los jueves, hay un mercado al aire libre. En uno de los puestos me compro una manzana caramelizada; me recuerda a cuando era pequeña y mi padre me consentía comprándomela, aunque mi madre se opusiera porque decía que lo dulce no era bueno para mis dientes. Cierro los ojos y no puedo evitar añorar esa época; quisiera volver atrás en el tiempo, a la época cuando mis problemas los resolvían mis padres.
Continúo caminando y me interno en los jardines del puerto del Arsenal; necesito un poco de paz y ése es un paseo muy pintoresco y tranquilo. Recorro la pérgola decorada con flores, deambulo por la rosaleda y luego ingreso por el canal; allí me doy cuenta de que el sol ha caído un poco más, porque las luces empiezan a encenderse y se reflejan en el agua, igual que se encienden las de las embarcaciones de recreo que están ancladas en el lugar.
Marcos se ha vuelto loco; han pasado varios días desde el altercado con Pedro en la oficina y esta mañana he tenido noticias de él.
Teniendo en cuenta lo que vivimos juntos, jamás me habría imaginado acabar mi relación con él en estos términos, pero al parecer no hay manera de hacerle entrar en razón, aunque lo cierto es que en el fondo no me extraña: Marcos es así, es voluble y caprichoso cuando no puede tener lo que desea; entonces reacciona con berrinches y se escuda en el poder de su apellido. La sobreprotección de sus padres le ha impedido madurar.
Respetando los términos y las condiciones estipulados en los estatutos de la sociedad de Saint Clair, esta mañana convocó una asamblea de socios, a la que ha llegado acompañado de sus abogados y en la que me ha informado de su intención de vender su cincuenta por ciento de la compañía.
Cubo de agua helada a las diez de la mañana, momento inesperado que me ha asolado el alma.
—Marcos, dame tiempo, no puedes hacer esto así, de un día para otro. Sabes que quiero tu parte, pero déjame buscar de qué manera puedo adquirirla. Además, no veo la necesidad de que hayas venido con tus abogados.
Me esquiva la mirada y parece que le estoy hablando a las paredes. Sus abogados se mantienen al margen por el momento. Insisto.
—Marcos, arreglemos esto por las buenas, por favor.
—Paula, mis abogados te explicarán los términos de la disolución de nuestra sociedad; no tengo tiempo para quedarme, así que arréglalo todo con ellos. Te dirán de cuánto son los tiempos contractuales que tienes para comprarme mi parte. Si para entonces no cuentas con el dinero, se la venderé a alguien externo.
—No puedes hacerme esto Marcos, no me lo merezco.
Se me queda mirando fijamente; pensé que comprendería que no es necesario llegar al punto al que está llevando las cosas, pero se pone en pie, se despide con cordialidad de sus abogados ignorándome y se retira de la sala de juntas.
Mi universo de sueños ha comenzado a derrumbarse; mi esfuerzo y mi trabajo están siendo pisoteados, y después de hablar con mis abogados estoy casi segura de que será imposible adquirir esa parte de la sociedad en los plazos que Marcos estipula. Mis representantes legales intentarán una negociación con los suyos, pero ya sé la respuesta: para Marcos, esto no son negocios, sino venganza.
Él quiere destruirme, está empecinado en hacerlo a cualquier precio y no se detendrá hasta conseguirlo. No quiero ponerme a llorar, porque yo no soy así, pero una enorme congoja me invade y algunas lágrimas que recojo con premura se escapan de mis ojos. Necesito encontrar una solución, pero parece no haberla.
Suena mi teléfono, es Estela.
—¿Dónde andas? Estoy en tu casa y Antoniette me ha dicho que aún no has aparecido por aquí.
—No te alarmes, estoy bien; salí del bufete de abogados y me fui a caminar para pensar.
—¿Cómo te ha ido? Aunque, por el tono de tu voz, presumo que no muy bien.
—Espérame, voy para casa y te lo contaré; no tardaré.
—Bien, aquí me quedo; conduce con cuidado.
Llego a casa y Estela me está esperando como me ha prometido. La abrazo fuerte; necesito un abrazo de alguien que sé que me quiere bien, y ella está dispuesta a sostenerme como la gran amiga que es.— No podré comprarle la parte a Marcos, tendré que aceptar una sociedad con extraños; todo lo que Marcos propone a través de sus abogados es legal y está dentro del estatuto societario que firmamos. Tengo prioridad de compra pero, si no consigo el dinero en los tiempos estipulados, el proceso se abrirá a terceros.
—Cariño, yo tengo algunos ahorros; quizá pueda ayudarte a que no te falte tanto.
—El problema, Estela, es que carezco de efectivo: tengo todo mi capital invertido en las colecciones y, aunque la empresa cuenta con liquidez y me otorgarían con seguridad un crédito, no estoy en condiciones de solicitarlo, porque entonces, por pagar el préstamo, Saint Clair dejaría de producir, o viceversa. Estoy en un callejón sin salida. Marcos no estirará los plazos, no esperará a que se vendan las próximas colecciones para que yo me encuentre más holgada... No lo hará sencillamente porque lo que quiere es verme hundida.
—Me cago en Marcos. Me cago en su imbecilidad y en su ego, que es más grande que el de Napoleón.
—De todas formas, no me parece mal que, con tus ahorros, compres una parte de esas acciones que Marcos pondrá en venta..., ¡si quieres, claro! Cuantas menos acciones queden en manos de extraños, mucho mejor.
—Por supuesto que quiero, pero pretendo prestarte el dinero y que las compres a tu nombre.
—Estela, te lo agradezco. Sé que lo que me ofreces es de corazón, pero soy tu amiga y, por el enorme cariño que te tengo, te digo que no: quiero tu progreso económico y ésta es una gran oportunidad para que lo consigas.
—Saint Clair es tu sueño. No podría comprar parte de tu empresa porque sentiría que estoy traicionándote y aprovechándome de la situación.
La abrazo con fuerza y la beso en la mejilla.
—No seas tonta: todo lo contrario, me estarías ayudando. Saint Clair es mi sueño, pero también sé que, desde un principio, te has subido a él y lo has hecho propio, trabajando codo a codo conmigo. Yo estaría sumamente agradecida de que comprases esas acciones para que la empresa no se divida tanto.
—¿Y si les explicas a tus padres lo que sucede? Tal vez ellos puedan ayudarte.
—Mi madre lo tiene todo invertido en su fundación, y mi padre... Aunque me adora, sé que pedirle ayuda le causaría conflictos con su nueva esposa, y no quiero complicarle la vida.
—¡Pero tiene que haber una solución! Has trabajado muy duro para que venga un extraño a llevarse tus logros.
—No la hay, Estela. Marcos ha ejecutado perfectamente su plan y me ha hecho un jaque mate en su última jugada.
»Mis abogados dicen que yo acepté esos estatutos societarios y que no hay marcha atrás. Supongo que no me protegí porque nunca creí que llegaríamos a esto. En cambio, al parecer sus notarios y abogados redactaron la constitución de la sociedad a su favor, y yo simplemente me confié. Mientras que él siempre supo que tenía ese as en la manga.
—Debiste haber aceptado su dinero cuando quiso ponerlo todo a tu nombre.
—Sabes que no soy así, jamás habría aceptado eso, porque hubiese sido como ponerle precio a nuestra relación. Sin embargo, haber constituido esa sociedad ha sido lo mismo, para él lo ha sido. De todas formas, ahora que entiendo su jugada en los contratos, creo que nunca me hubiera dado el dinero.— No puedo creer lo que está pasando.
—Si tú estás así, imagínate cómo estoy yo.
—Saldremos adelante, sé que lo haremos. De todas maneras, seguirás siendo la accionista mayoritaria.
—Sí, pero todo cambiará; la dirección de la empresa cambiará. Estoy acostumbrada a no rendirle cuentas a nadie, ahora cada paso que pretenda dar tendrá que ser aprobado por una junta de accionistas. Es toda una complicación.
—Yo creo que detrás de Marcos siempre ha estado su padre; no lo veo a él con tanto cerebro como para haber ideado todo esto.
—Es posible... Aunque fue Marcos quien puso el dinero, sabemos que, sin lugar a dudas, éste se lo dio su padre. Y no es precisamente por ser tonto que Poget tiene la fortuna que tiene.
—Ratas... ¡Como si la pasta les hiciera falta con tanta urgencia que no pueden esperarte! ¿Y si hablas con el padre de Marcos?
—No lo haré, no permitiré una sola humillación más de los Poget. No puedo creer que Marcos me haya hecho esto.
—Pues créelo. A mí nunca me gustó y siempre te he dicho que no era hombre para ti. ¡Bah, qué digo hombre, ése es un engendro del demonio, que sólo vive para sí mismo!
»No es justo que todo se te complique y vaya en contra del crecimiento de la empresa, y él, que no puso más que el capital original, ahora te ponga en esta situación y no puedas hacer nada.
—La estúpida fui yo por ser confiada, y por reinvertir mis ganancias, además de los fondos de la compañía.
Me retuerzo las manos y Estela me las coge entre las suyas.
Antoniette nos avisa de que la cena ya está lista y, aunque no tengo ganas de probar bocado, entre las dos me obligan a hacerlo.
****
Durante la semana he realizado varias entrevistas de trabajo y me siento bastante optimista; en algunas empresas se mostraron muy interesados en mí y creo que muy pronto tendré noticias favorables.
Llego a casa de André; me ha llamado para que cenemos juntos y creo que me vendrá bien un poco de distracción.
Desde que he regresado de Lyon, no lo he visto, tan sólo hemos hablado por teléfono y ya me he disculpado oportunamente por no haber podido asistir a su cumpleaños.
—Pedro, qué gusto verte. —Me abraza cuando me recibe en la entrada de su apartamento—. Pasa, amigo, pasa.
—También es un placer para mí. Esta semana ha sido bastante caótica... Bueno, ya te lo he contado un poco por teléfono. Me extrañó tu invitación para cenar juntos: siendo viernes, creí que quedarías con Estela.
—Estela va a dormir en casa de Paula. No sé qué ha pasado, sólo me dijo que su amiga la necesitaba porque no estaba bien, que ya me lo contaría cuando pudiera.
—¿Paula no está bien? ¿Qué le ha ocurrido?
Por más que intento mostrarme desinteresado, sé que no lo consigo y me insulto por dentro.
André me mira; estoy seguro de que estudia mi gesto, pero no me dice nada. Él está al tanto de lo que pasó el lunes en la oficina de Paula y, aunque tomó a broma mi proceder, sé que intuye que ella me interesa más allá de lo que yo intento dar a entender, pero respeta mi silencio y se lo agradezco.
Además, estoy intentando dejar de lado la atracción que ella me produce..., aunque, después de haber oído que le pasa algo, creo que no lo estoy haciendo muy bien, porque no puedo evitar sentir el impulso de salir hacia su casa para ver cómo se encuentra.
—Por lo que me dijo Estela, problemas en la empresa. Algo de la sociedad.
—Pero... ¿Saint Clair no es de su propiedad?
—Al parecer, no es la única propietaria. Yo tampoco lo sabía, ya que siempre ha sido ella la cara visible y quien lo lleva todo adelante, así que no sé. Estaba en una sesión de fotos cuando Estela me llamó y no pude atender mucho a lo que me decía, aunque..., ahora que lo pienso..., la expansión de Saint Clair fue astronómica en poco tiempo, así que no es descabellado suponer que tuvo que recurrir a inversiones externas para conseguirlo.
Dejamos de lado el tema de Paula para hablar de otros asuntos; yo intento no pensar en ella, pero no lo consigo.
—¿Tienes mucho trabajo?
—Por suerte no me falta, pero ando agobiado, ya que estoy organizándolo todo porque seguro que pronto viajaremos a las localizaciones para la campaña de Saint Clair.
—No quiero pensar en eso. Paula me enerva, creo que ha sido un gran error firmar ese contrato.
—Disfruta, hombre; ganarás un buen dinero y ya verás como en el viaje lo pasaremos bien.
En definitiva, la velada se hace muy grata. Nos ponemos a recordar viejos tiempos y realmente conseguimos relajarnos.
El sábado me ocupo de pasar por la casa matriz de Saint Clair para elegir ropa. Aún no había tenido tiempo de hacerlo, pero sé que es algo de lo que debo ocuparme.
Las empleadas del lugar se muestran muy solícitas; sabían que iría en algún momento y cuando llego me ayudan a elegir bastantes cosas. Me miro al espejo mientras me pruebo algunas prendas y me gusta la tendencia que marca Saint Clair; nunca me había comprado nada de la firma, pero realmente creo que me sienta bien este estilo.
Monica es una de las muchachas que trabaja en la tienda.
Es una morena muy guapa que tiene un culo bien firme, respingón y redondeado; se ve perfecto para recibir una buena follada. Al ver que no le soy indiferente, no pierdo oportunidad y utilizo todos mis encantos para seducirla; terminamos intercambiando los teléfonos y quedamos en que la llamaré para salir a tomar algo el próximo sábado, ya que me dice que hoy no puede porque es el cumpleaños de su madre y... Creo que no me miente, puesto que se muestra bastante apenada; incluso diría que tiene ganas de invitarme para que la acompañe, pero no se atreve porque acabamos de conocernos.
—Llámame, Pedro.
—Lo haré, Monica, lo prometo.
El domingo por la mañana lo paso en Lyon para ver a mi madre. Los médicos consideran que ha entrado en el estadio avanzado de la enfermedad y han decidido cambiarle el tratamiento, por lo que me han llamado para ponerme al tanto y explicarme en qué consiste. Paso parte de la tarde con ella, aunque ni se entera de que estoy aquí. Sólo durante un rato me reconoce, pero me ve como a un niño
y me trata como tal; luego ya pierde la noción de quién soy y comienza a tratarme como, si en vez de ser su hijo, fuera su padre.
Es muy duro ver cómo, poco a poco, va perdiendo todas las funciones cognitivas. Sigo aguardando un milagro y ruego para que aparezca la cura para su enfermedad; mientras tanto, busco la forma de retrasar al máximo su avance y me centro en proporcionarle la mejor atención. Aunque en mi madre parece que nada funciona... Incluso hemos llegado a probar los tratamientos con células madre. Los médicos me dicen que no todos los pacientes reaccionan de la misma manera; por eso, a pesar de que en otros enfermos han dado buenos resultados, en ella parecen no funcionar.
Por la noche regreso a París.
Es media mañana del lunes. Termino de ducharme tras haber salido a correr y, cuando estoy secándome, oigo sonar mi teléfono, así que me ato una toalla en las caderas y salgo a coger la llamada.
—Buenos días, monsieur Alfonso, soy Juliette Barceló, la secretaria de la señorita Chaves.
—Buenos días. ¿Cómo le va, Juliette?
—Muy bien, muchas gracias, espero que a usted también.
»Le llamo para avisarle de que ya está todo arreglado para hacer las tomas en las localizaciones y que tenemos sus pasajes. La señorita Chaves me ha pedido que le informe de que el jueves a las doce menos diez de la mañana saldremos de viaje para realizar la producción de fotos para la campaña. ¿Desea que le recuerde los destinos?
—No es preciso, recuerdo perfectamente adónde vamos.
—Muy bien, sigo informándole. ¿Quiere tomar nota?
—Sí, Juliette, prosiga.
—Bien: el vuelo sale del aeropuerto de Orly; le pedimos que, en lo posible, esté dos horas antes para efectuar con tiempo los controles pertinentes. Estaré allí, así que yo misma le entregaré su billete.— ¿Qué día regresaremos?
—Serán siete días, monsieur Alfonso. No olvide llevar su documentación.
—Perfecto. Seré puntual.
—¿Desea hacerme alguna otra consulta?
—¿Es un vuelo directo?
—Así es, monsieur.
—Muy bien. No necesito saber nada más, Juliette. Le deseo un buen día.
—Lo mismo le digo.
Hace una semana de la última vez que vi a Paula; no he vuelto a llamarla y tampoco ella lo ha hecho. Creo que es mejor que separemos las cosas, porque no estoy para complicarme la vida con una mujer, además de que ésta se cree el centro del universo y es una histérica.
Mierda, me doy cuenta de que no podré salir con Monica; anoche estuvimos hablando por teléfono y quedamos finalmente para el viernes.
«La llamaré para avisarla, quizá pueda verla antes de irme.»
He pasado el domingo con un humor endiablado y, aunque quiero disimular, sé perfectamente el motivo. Tan sólo estoy engañándome a mí misma.
Alfonso y el plantón del sábado me dejaron desequilibrada.
De no haber sido por Antoniette, que no me lo permitió, me hubiese pasado el día en la empresa.
Me doy ánimos y me preparo para salir de casa. A diferencia de la mayoría, yo no odio los lunes; al contrario, los prefiero: con ellos comienza mi semana laboral y el trabajo en la empresa sin duda me ayuda a encontrar la tranquilidad.
Sigo mis rutinas matutinas como de costumbre, pero hoy es realmente temprano, así que no espero hallar a Juliette en su mesa; a veces llega un poco antes, ya que conoce mis hábitos, pero hoy he llegado a una hora absolutamente intempestiva. Hasta Benoît se asombra al verme entrar.
Paso la tarjeta electrónica y entro en Saint Clair. Me quedo de pie en medio de mi empresa y me siento orgullosa de cómo ha crecido, del sitio que ocupa y de las posibilidades de expansión que tiene, que parecen no acabarse. Calculo que muy pronto tendremos que alquilar otro piso en la Tour GAN, ya que el lugar se nos está quedando pequeño. Se abre el ascensor y me topo con el personal de limpieza, que viene a asear el sitio antes de que comiencen a llegar los empleados. Me quedo parada abstraída por el pensamiento de la ampliación del local, hasta que me doy cuenta de que será mejor que me mueva porque estoy entorpeciendo el trabajo de esta gente; así que, después de saludar con un gesto, me dirijo al ala donde se halla mi oficina, paso mi tarjeta magnética para acceder a esa zona y entro en la gran recepción que conforma la antesala de mi centro de operaciones.
Me acomodo tras mi escritorio y me dispongo a preparar la reunión de hoy. Con la poca concentración que pude reunir el domingo, consideré que era necesario promover una serie de acciones de feedback con los clientes. Necesitamos demostrar lo elitista de nuestro trato con ellos, así que creo que sería bueno idear una campaña, de vídeo o fotográfica, en la que se muestre a nuestros consumidores satisfechos con el trato de todo nuestro personal. Sin demora, me dedico a elaborar el meeting con lo que quiero resaltar de la calidad de las relaciones profesional-cliente.
Quiero que quede bien claro que es primordial para Saint Clair mantener una retroalimentación constructiva, tanto de estrategia como de ejecución, para poder continuar creciendo en calidad.
Miro la hora y ni siquiera intento llamar a Juliette; no creo posible que ya esté en la empresa, así que me levanto a buscar un café. Al abrir la puerta, para mi sorpresa, me encuentro con ella, que acaba de llegar. Mi secretaria es muy eficiente y sabe que hoy nuestra agenda es muy apretada; supongo que por eso ha llegado casi una hora antes.
—Buenos días,Paula, ¿necesitas algo?
—Buenos días, Juliette, salía a buscar un café.
—No te preocupes, yo te lo traigo.
—Muchas gracias.
Vuelvo a introducirme en la oficina y reanudo mis tareas.
Han pasado casi dos horas y el murmullo de mis empleados ya es notorio; aun cuando tengo puesta la música y estando mi oficina aislada de los ruidos, se oye. Quizá se deba a que he llegado tan temprano, a una hora en que todo estaba sumergido en un profundo silencio, que ahora me resulta muy evidente la diferencia.
Ya le he entregado las pautas que se tratarán en la reunión a Juliette y le he solicitado que haga copias y que las distribuya en la sala de conferencias en cada puesto. Me tomo un descanso y apoyo la espalda en el sillón de directora. Al instante me maldigo por pensar en Alfonso.
«¡Maldición!»
No puedo dejar de blasfemar, ya que hasta ese momento el trabajo había acallado mis pensamientos, pero ahora que he hecho un alto en mis actividades, inmediatamente han regresado a mí.
«Parezco idiota, no es posible que, habiéndome dejado plantada, siga recordándolo.»
De improviso la puerta se abre con ímpetu, y Marcos entra precipitadamente y da un portazo cuando la cierra. Me levanto como un resorte, porque lo veo crispado y eso hace que me ponga en guardia.
—¿No sabes anunciarte?
—No me jodas,Pau.
Lanza un sobre de color amarillo hacia mi escritorio, y me dedica una mirada censuradora.
—¿Qué quieres?
—Saber si seguirás negándomelo todo en mi propia cara.
—No sé de qué hablas. Deja de gritar y de comportarte como un loco, que estamos en la empresa.
—Deja de verme la cara de tonto, entonces.
Entiendo que desea que eche un vistazo a lo que hay en el sobre, así que lo cojo entre mis manos y reviso el contenido.
Son fotografías en las que salimos Pedro y yo; estamos en el restaurante japonés, en el cabaret besándonos, también bailando y dándonos de comer en la boca, y luego en la
calle me tiene arrinconada contra el coche y me está besando de una forma que hace que, sólo con recordarlo, mi sexo se humedezca.
Adopto una actitud altiva y desafiante.
—Me has hecho seguir, pero ¿con qué derecho?
—¿Con qué derecho? ¿Y aún te atreves a preguntármelo? Con el derecho de haber sido tu pareja durante dos años; de haberte montado tu empresita para que jugases a ser la directora general; de haberte hecho conocer los mejores lugares de París, Londres, Nueva York y Roma; con el derecho de haberte hecho vivir una vida de reina. ¿Sabes qué creo?, que me has visto cara de estúpido. Pero no
vas a burlarte más de mí, y mucho menos a ponerme en boca de todos. Te aseguro que vas a arrepentirte, Paula.
—Deja de amenazarme. Terminaste conmigo hace casi dos semanas, ¿lo recuerdas? Hago con mi vida personal lo que me apetece; mientras he estado contigo, siempre te he sido fiel. Y además, déjame sacarte de un gran error, porque parece que no tienes memoria: la empresa no la has montado tú. Te recuerdo que tenemos una sociedad, porque yo me negué a aceptar tu dinero cuando quisiste ponerlo en mi cuenta, y por eso te hice participar en el negocio que he levantado con mi trabajo y con mi talento, y también con mis ahorros, porque no has sido el único que ha hecho una inversión. No me regalaste ni me regalas nada de nada; recibes tu remuneración mensual de los beneficios de la empresa, de la que jamás te preocupaste, porque siempre te empeñaste en dejar claro que no te interesaba.
»Es cierto que, de no haber sido por tu aportación económica, quizá Saint Clair no hubiera crecido tan pronto, pero igualmente hubiera conseguido un gran desarrollo, porque eso lo he logrado con mi trabajo diario, no con tu holgazanería. Eres un estúpido, Marcos. Ya me he hartado de ti.
—Yo también estoy harto de ti, de esta maldita sociedad que ha sido la razón de nuestra separación.
—Nooo, nada de eso. Saint Clair no nos ha separado; lo que nos ha separado ha sido tu descuido, tu pereza, tu falta de compromiso con mis asuntos, tu falta de consideración conmigo. Tú crees que en la vida todo se arregla con viajes y cosas materiales, y no es así. Estoy cansada de que sólo importen tus prioridades. Cuando no es el fútbol, es el polo o, si no, el esquí o el snowboard o la fiesta o el evento al que no se puede faltar. Y todo solventado por el apellido que forjó tu papaíto, porque sin pelos en la lengua tengo que decirte que pienso que eres un parásito, que vives como un esnob, quejándote de todo y de todos. En todos estos años, ¿cuándo te has interesado verdaderamente por mí, si no era porque querías darte ínfulas demostrando que salías con la modelo más cotizada de Europa y, además, la propietaria de Saint Clair? ¡Ah, por supuesto...! En esas ocasiones la empresa te era útil, ¿no?
—Me cago en esta empresa, y no me hagas reír llamándola empresa; esto sólo es una casa de moda, deja de soñar.
—¡Infeliz! Eres un infeliz, Marcos. ¿Cómo he podido perder mi tiempo con un hombre vacío de sentimientos? Tú sólo te quieres a ti mismo. Eres un inmaduro.
La puerta se abre y entra Estela; tras ella vislumbro la cara de circunstancias de Juliette, que permanece en su sitio; presumo ha oído toda la pelea.
—¿Qué pasa? ¡Dejad de chillar, por Dios! Los gritos se oyen en todos los pasillos de Saint Clair, todo el mundo se ha enterado ya de vuestros problemas.
Marcos la ignora y continúa con la vista fija en mí.
—Te vas a arrepentir, Paula, vas a lamentar haberme puesto en ridículo.
Sale de mi despacho dando un portazo y casi llevándose por delante a Estela.
—¡Este tipo está loco! ¿Qué le sucede?
Suelto un suspiro; estoy apoyada con los puños cerrados sobre el escritorio y dejo caer la cabeza. Me siento agotada.
Tengo los ojos cerrados y, cuando los abro, me encuentro con el escandaloso beso que Pedro me dio el viernes por la noche. No quiero seguir viéndonos, así que cojo las fotos, que están esparcidas en forma de abanico sobre mi mesa, las junto y les doy la vuelta. Pero sé que Estela no se quedará con las ganas de saber. Efectivamente, mi amiga camina hasta donde estoy, las coge y empieza a mirarlas.
Silba.
—¡Madre de Dios! Me he quedado sin aliento sólo con veros en las fotografías.
—Basta, no bromees.
—No, si no bromeo... Te tiene contra el coche, apoyando en ti su aparato sexual y metiéndote la lengua hasta la garganta.
—Otro idiota más.
Suena mi interfono y contesto a la llamada de Juliette.
—Dime, Jul.
—Disculpe que la moleste, mademoiselle Chaves, pero monsieur Alfonso está aquí y desea verla.
Acabo de indicarle que debo revisar su agenda para ver si puede atenderlo, ya que no tiene cita.
Pongo los ojos en blanco; si algo me faltaba es Pedro en la oficina. Imagino que por eso Juliette me está hablando de usted.
—¿Por qué no habrá llegado cinco minutos antes? Así le habría dado su merecido al idiota de Marcos —murmura mi amiga.
—¿Qué dices, Estela? Como si me hiciera falta más escándalo del que ya se ha organizado.
Me dispongo a contestar a mi secretaria.
—Lo siento, Juliette, dile al señor Alfonso que estoy muy ocupada y que no puedo atenderlo. Que pida cita, por favor.
Estela me gesticula por lo bajo cuestionando mi respuesta.
Cuando cuelgo, hace efectiva su apreciación.
—¿Te has vuelto loca? ¿Que pida cita? ¿Por qué no le atiendes?
—Porque de ahora en adelante las relaciones con Alfonso serán netamente laborales.
—En la foto no lo parece —me dice Estela, mientras deja la fotografía del coche nuevamente sobre el escritorio.
—He dicho «de ahora en adelante», escúchame cuando hablo —le contesto y volteo la foto, demostrándole que no bromeo.
*****
—La he oído; no se preocupe, Juliette, pediré cita tal como ha sugerido la señorita Chaves.
La interrumpo antes de que hable y, cuando estoy a punto de irme, veo a Poget que sale de una oficina. Él también me ve y se queda mirándome; luego cambia de rumbo y se mete en la oficina de Paula, así que creo entender claramente el porqué del rechazo de la directora de Saint Clair. Al principio he pensado que está cabreada por el plantón del sábado, pero ahora tengo ante mis ojos la verdadera razón.
—¿Le doy una cita, señor Alfonso?
Cuando estoy a punto de decirle a la asistente que no es necesario, comienzan a oírse gritos dentro del despacho de Paula; la secretaria me mira y abre los ojos elevando las cejas con asombro. Oigo nítidamente a Paula pedirle que se vaya, pero él grita más fuerte y descubro que, además, la insulta. Sin poder contenerme y haciendo caso omiso al hecho de que ella no quiere recibirme, irrumpo en el despacho.
Al idiota no le permito ni reaccionar: le doy la vuelta, lo cojo por las solapas de su chaqueta y lo empujo hacia la salida.
—¿Eres sordo? La señorita Chaves te ha pedido que te vayas.
Todo pasa muy rápido: me lanza un puñetazo y yo le propino otro que lo deja desparramado en el suelo.
—¿Quién te ha pedido que te metas, Pedro? —oigo que me grita Paula y no sé si en verdad la estoy entendiendo bien o lo que dice es producto de mi imaginación.
La miro con asombro: tan sólo la he defendido, he hecho lo que cualquier hombre haría. Estela permanece muda, me mira, nos mira y luego veo que mira hacia la puerta, por donde se ha ido el desgraciado de Poget.
—He creído que necesitabas ayuda. Lo siento, oí cómo te insultaba.
—Sé defenderme sola perfectamente, no te he pedido nada.
El idiota de Poget vuelve a entrar con el labio partido y acompañado del personal de seguridad de la empresa. Me mira, altanero y escudado por los dos vigilantes, y les indica que me saquen del lugar. Miro a Paula, pero ella no se mete.
Uno de los guardias me quiere coger por el brazo para sacarme de allí, pero por supuesto no voy a permitir que me toque.
—No es preciso, conozco la salida.
Me expreso muy dignamente y me dispongo a irme.
—Adiós, Pedro.
Estela me saluda tímidamente y hace un gesto con la boca indicándome que lo siente. Le hago una inclinación de cabeza a modo de reconocimiento y me dispongo a abandonar el lugar; sin embargo, en mi salida me llevo por delante a propósito al idiota.
—Cobarde, esto no termina aquí —le dejo bien claro mientras le hablo entre dientes antes de marcharme.
Salgo blasfemando del edificio, tomo la calle y voy a buscar mi coche. Estoy furioso conmigo mismo... y con ella, por supuesto.
—¡Maldita mujer del demonio! ¿Acaso me chupó el cerebro? Pero... ¿por qué mierda he tenido que meterme?
Sin duda hay hechos trascendentales en la vida de cada uno, hechos que nos marcan, algunos para bien y otros para mal. Y presumo que haber conocido a Paula Chaves es de esos hechos que preferiría que nunca hubiesen ocurrido.
Lamentablemente ella forma parte de los que uno no elige pero ocurren, esos que acontecen sin proponérselo y nos dejan huella para siempre. Vine a París con una meta, pero siento que cada día me alejo más de lo que persigo.
«Sólo tengo que encauzar mi vida, y sacarla de mi cabeza. Maldito contrato, que me tiene ligado a ella.» Maldigo la hora en que lo firmé; maldigo haberle hecho caso a André y haberme presentado a ese estúpido casting.
Conduzco por las calles de París y, aunque lo intento, no consigo dejar de pensar en ella.
Parezco un necio. Estaba hermosa con esa falda de tubo negra y esa camisa blanca; aunque vestía de forma clásica, en ella nada se ve común.
Definitivamente, creo que esta mujer ha dañado mi amor propio; sólo así logro explicar que me esté sintiendo como me siento a pesar de la forma en la que ella ha dejado que me echaran. ¿Dónde está mi orgullo?
«Basta, Pedro Alfonso, debes quitártela de la cabeza y de tu entrepierna.»
Estoy de regreso en París. Ha sido un fin de semana maratoniano; me siento agotado, desesperanzado y con un humor de perros. En Lyon las cosas no están bien, pero lo he dejado todo lo más ordenado posible para regresar y alejarme de los problemas, que no acaban; por el contrario, parecen multiplicarse. Finalmente tuve que viajar, aunque no deseaba hacerlo.
Estoy bajo la ducha a la espera de que el agua caliente aplaque el agarrotamiento de mis músculos, pero los sucesos del viaje me tienen en vilo y me cuesta conseguirlo.
Repaso mi fin de semana. Cuando bajé del tren en la estación Lyon-Part-Dieu, comenzó el caos...
Es de madrugada. Me muero de sed, así que me acerco a la máquina expendedora de bebidas, pero la muy desgraciada se traga el dinero y no me da la botella. Dejo mi equipaje de mano en el suelo intentando armarme de paciencia para ver por qué demonios la máquina se ha trabado; descubro que le metieron un objeto para que eso ocurra, así que no podré sacar mi bebida. Resignado, le pego un golpe con la palma de la mano. Lisa y llanamente soy un idiota. Cuando me dispongo a recoger mi mochila..., ¡oh, sorpresa!, ha desaparecido. Miro rápidamente a mi alrededor y veo a un joven que corre hacia la salida; lo persigo por instinto, pero él cuenta con ventaja, así que finalmente termina escabulléndose.
Sin aire, intento serenarme y comienzo a pensar qué hacer.
Recuerdo que sólo llevaba mis objetos de aseo, así que no vale la pena poner la denuncia, no deseo retrasarme más.
Me toco los bolsillos para constatar que llevo mi documentación encima al igual que el dinero. Como en definitiva no se ha llevado nada importante, decido irme.
Cojo un taxi y llego a mi apartamento en el barrio de Les Brotteaux, en Lyon. Está a punto de amanecer y estoy muy cansado, necesito dormir al menos algunas horas. Anoche, en París, al regresar a mi apartamento del barrio de Bastille tras dejar a Dominique en su casa, me encontré con esta emergencia que hizo que tuviese que salir de inmediato para acá.
El apartamento, en el quinto piso del bulevar des Belges, está frío a pesar de que la temperatura fuera es muy agradable. Se nota que está deshabitado, pero no me detengo a pensar mucho en ello, no quiero recrearme en mi esplendor malogrado. Voy hasta mi habitación, descubro la cama, que está tapada por una sábana blanca, y me tiro en ella. Estoy por dormirme, pero antes de que eso ocurra
decido ponerme la alarma porque tengo una reunión con los abogados y los acreedores a las diez y podría no despertarme a tiempo. En ese momento es cuando me doy cuenta de que el ratero se ha llevado mi móvil, ya que antes de bajar del tren lo había metido en el bolsillo de la mochila.
¡Maldita suerte! Automáticamente entiendo que no tengo forma de avisar a Paula ni a André de que no podré acudir a la fiesta de cumpleaños de esta noche.
—Basta, necesito descansar, mañana debo tener la mente despejada.
Duermo sobresaltado por miedo a que se me haga tarde, pero eso no sucede y a la hora pactada llego a la reunión, en la que no me va del todo bien pero tampoco del todo mal.
Como no quiero ser pesimista, decido no considerarla tan negativa. Hemos llegado a un arreglo y eso es bueno, aunque no me favorezca.
Tras salir de la reunión, decido ir al Brasserie Le Splendid, un restaurante situado frente a la antigua estación de ferrocarril de Lyon, que está a tan sólo dos paradas de autobús de donde me encuentro, en el centro financiero de la Part-Dieu. Entro en el lugar decidido a comer los famosos escargots à la bourguignonne, me acomodo, pido una copa de vino blanco y, cuando me traen el platillo, sabe exquisito, tal cual lo recordaba. Lo disfruto mientras intento dejar atrás la reunión de la mañana.
Cuando termino de almorzar, regreso caminando a casa; está a unas pocas manzanas de aquí y considero que el aire me despejará la cabeza. Por la tarde, tras ver un poco de televisión y pegarme una ducha, me ocupo de salir a comprar un nuevo móvil y gestiono el mismo número que tenía, pero la línea aún no está habilitada. Completada esa tarea, voy hasta una inmobiliaria para contactar con un agente de bienes raíces y poner en venta la casa de mi madre. Me duele mucho tener que hacerlo, pero no me queda otra opción y ella ya no la volverá a habitar, tengo que asumirlo.
El domingo visito a mi madre en la clínica. Cada día está peor; me duele que ya ni me reconozca, creo que está entrando en un estadio grave del Alzheimer; su cuidadora así me lo advierte... Al parecer, los fármacos ya no retrasan más el avance de su patología. Eso me hunde más el ánimo; ella siempre ha sido una persona sumamente presumida y activa, y verla así, repitiendo frases inconexas una y otra vez y sin reconocerse a ella misma frente al espejo, me desgarra el alma.
Le pido perdón por poner su casa en venta; me mira, me oye, pero no procesa lo que le digo, no me comprende.
Estoy un rato más con ella. La peino, e incluso le pinto las uñas de las manos, porque a ella le gustaba llevarlas arregladas. Me siento extraño haciendo esto, pero no sé de qué forma compartir vivencias con ella, ya que es imposible que mantengamos una conversación coherente.
Luego la beso y parece molestarle. La abrazo con fuerza y parece más fastidiada, así que, ya que no voy a recibir de su parte el abrazo que necesito, decido no torturarla más y también dejo de torturarme a mí mismo: me despido y me voy. Me duele dejarla aquí, pero sé que está bien atendida; necesita una atención permanente y en la clínica se la brindan.
Es lunes por la mañana y espero conseguir aturdirme con el bullicio de París, ya que necesito olvidarme de todos los sucesos del fin de semana. He terminado de ducharme, cierro los grifos y me quedo en el plato de ducha para que se escurra un poco el agua de mi cuerpo. Aprieto con fuerza los ojos y la imagino; concluyo que tengo ganas de verla y no pretendo refrenar mis ansias. No haber podido siquiera oír su voz en todos estos días me tiene nervioso, y eso me descoloca, porque está empezando a asustarme esto que siento con sólo pensar en ella. Paula ha puesto mi vida patas arriba.