sábado, 3 de octubre de 2015
DIMELO: CAPITULO 19
Me quedo apoyada en la puerta de entrada, hasta que oigo el sonido del motor del coche de Pedro, que vuelve a pasar por delante de mi casa después de haber dado la vuelta.
No puedo moverme; continúo junto a la puerta en penumbras, mientras paso la mano por mi cuello, por mis labios, por mis senos, recorriendo con la palma abierta cada huella que él ha dejado en mi cuerpo. Busco en mi memoria y no encuentro a otra persona que haya producido o produzca esta sensación en mí. Quiero más, deseo que me acaricie mucho más de lo que le he permitido, pero a pesar de desearlo, me felicito por haber sido capaz de no sucumbir a él. Como le advertí, quiero que sepa que todo no va a ser tan fácil como haber conseguido mi teléfono. Me sonrío porque en el fondo sé que solamente estoy retrasando el momento. Cierro los ojos y sueño despierta con ese día:
imagino nuestros cuerpos desnudos y sudorosos, colisionando de deseo... Quiero llegar a la parte de cómo será tenerlo dentro de mí, pero prefiero no hacerlo porque eso no es bueno tras haberlo rechazado.
Finalmente me muevo y entro en la sala. Soñadora, me dirijo hacia la escalera que me lleva al dormitorio y voy subiendo los peldaños; estoy flotando inmersa en mis pensamientos.
Al entrar en mi habitación, comienzo a despojarme de la ropa para meterme en la cama. Estoy casi segura de que me costará conciliar el sueño, porque Pedro ha dejado mi piel alterada, ardiendo de deseo, pero así lo he querido yo, por lo que no me queda más remedio que aguantarme.
Antes de acostarme, voy al baño y me paro frente al espejo para quitarme el maquillaje y lavarme los dientes. La sorpresa se apodera de todo mi cuerpo justo cuando me encuentro, pegada en el cristal, una fotografía en la que salimos Marcos y yo. La arranco, furiosa; no estaba ahí cuando me fui, por lo que comprendo al instante que él ha estado en mi apartamento. Farfullo varios insultos mientras salgo del dormitorio hecha una tromba y me precipito a revisar cada rincón para cerciorarme de que en la casa solamente estoy yo. Me siento espiada y me enfurezco. Con determinación, pongo todos los cerrojos para estar segura de que nadie podrá entrar. Sigo presa de la rabia y por un momento considero la opción de llamarlo para mandarlo a la mierda y exigirle que me devuelva el juego de llaves que posee, pero decido ignorarlo.
«Haré algo mejor que darle el gusto de llamarlo: mañana temprano llamaré a un cerrajero y haré cambiar todas las cerraduras.»
Debo intentar calmarme. Respiro profundamente y me dirijo al vestidor a buscar mi pijama. Sin embargo, veo colgada la ropa de Marcos y estallo otra vez. Resuelvo que no quiero que esté más aquí.
Como una posesa, retiro las perchas y vacío los cajones que contienen sus pertenencias. Es tarde, pero no me importa porque me siento bien haciéndolo. Lo dejo todo en una de las habitaciones auxiliares y hago una anotación mental.
«Mañana se lo enviaré todo con un mensajero. Quiero a Marcos totalmente fuera de mi intimidad.»
Regreso al dormitorio y me doy cuenta de que tengo una llamada perdida; cuando me fijo, veo que es de Pedro.
Blasfemo por lo bajo por no haber oído el teléfono, lo tenía en modo vibración. Miro la hora de la llamada y, como no ha pasado demasiado tiempo, me dispongo a devolvérsela. No obstante, me atiende el buzón de voz, así que me toca fastidiarme.
—Seguramente ya está durmiendo.
No le dejo mensaje; odio hablar con un contestador, solamente lo hago si es algo urgente, así que pienso en enviarle un texto para que lo lea cuando se despierte, pero presumo que verá mi llamada perdida y creo que con eso será suficiente.
Me despierta el sonido insistente del timbre y unos golpes en la puerta. Tardo algunos instantes en reaccionar y entender que es aquí. Descalza y adormilada, bajo la escalera y, cuando llego a la entrada, miro por la mirilla. Aunque estoy bastante dormida, sé que no es una ilusión lo que veo: Marcos está montando un verdadero escándalo, y eso me saca de quicio. Le contesto a través de la puerta:— ¿Qué quieres?
—Ábreme.
—No quiero verte. Eres un maleducado insolente, ¡mira el patético espectáculo que estás dando!
—¿Dónde estabas anoche?
—¡¿Qué te importa?! No tengo por qué darte explicaciones.
—No juegues conmigo, Pau.
—No estoy jugando y no me amenaces. Lo nuestro terminó, y porque tú así lo decidiste. A decir verdad, te lo agradezco de todo corazón, creo que en el fondo era lo que yo no me atrevía a hacer.
Abro la puerta, me parece infantil estar hablando a través de ella. Lo dejo entrar y nos encaminamos hacia la sala, donde nos sentamos en el sofá, uno en cada punta.
—Podemos arreglarlo, Pau, yo sé que podemos.
—Deja de actuar como un caprichoso; estoy harta de tus idas y venidas, estoy harta de que sólo importen tus necesidades; no tengo por qué sentirme culpable, siempre te he dedicado tiempo y a veces hasta he descuidado mis asuntos por complacerte, porque de eso se trata siempre: de complacerte. Tú llevas una vida holgada y te puedes pasar todo el tiempo de viaje en viaje, o haciendo el vago, pero yo no puedo darme ese lujo, debo cuidar mis intereses, tengo metas.
—Voy a cambiar, te juro que lo haré y, en cuanto a una vida holgada, tú trabajas porque quieres.
—Trabajo porque el trabajo dignifica a las personas. Trabajo porque quiero tener mis propios méritos; no me gusta ser una mantenida. Y no sigamos discutiendo más, porque siempre acabamos en lo mismo. Se acabó Marcos; en realidad nuestra relación está rota desde hace tiempo, sólo que ni tú ni yo queríamos verlo.
Cuando le hice entrar, se había calmado, pero de golpe el gesto en su rostro se transforma. Marcos no está acostumbrado a no salirse con la suya, y mucho menos a que le contradigan. Se pone en pie y, sin decir más, se va dando un portazo que se oye desde la sala.
No quiero ponerme psicótica, pero sé que esto no ha acabado. Voy en busca de mi teléfono; lamento tener que llamar a Antoniette, porque hoy es su día libre, pero la necesito: es primordial que se encargue de llamar a los cerrajeros para que cambien las cerraduras. Después de hablar con Antoniette, telefoneo a mi secretaria.
—Perdona que te moleste en tu día de descanso, Juliette, pero necesito que me envíes un mensajero para que lleve unas cajas a casa del señor Marcos Poget, y necesito otro favor: el señor Bettencourt celebra hoy su cumpleaños, y me olvidé de pedirte que le compraras un regalo... ¿Podrías ocuparte también de eso y enviármelo a mi casa?
—No te preocupes, Paula, yo me encargo de todo. ¿Tienes alguna idea de lo que deseas regalarle al señor Bettencourt?
—Lo dejo a tu elección, confío en tu criterio.
Aunque es el día festivo de Juliette, ella siempre está disponible, a tiempo completo, para mí. Ésa fue la principal condición cuando la contraté, y su remuneración es realmente buena, así que es bien recompensada por los contratiempos. Por otra parte, no soy una jefa abusiva, siempre trato de no molestar a mis empleados si no es realmente necesario.
Tras terminar mi desayuno, doy un vistazo a mi teléfono. No tengo noticias de Pedro, pero no lo llamaré: anoche le devolví la llamada y no me atendió; ahora que vuelva a llamar él.
Con el fin de matar el tiempo y calmar el lío que tengo en la cabeza, decido ocuparme de mí. Me interno en el lavabo a darme un relajante baño de espuma y sales, lo necesito; me quedo un buen rato y eso me sosiega bastante. Cuando salgo, Antoniette, que hace rato que está en casa, me informa de que todas las cerraduras ya han sido cambiadas y eso acaba de tranquilizarme.
Me dispongo a adelantar algo de trabajo, así que entro en el despacho para poder hacerlo.
Abstraída en mi tarea, no me doy cuenta de que alguien entra; además, llevo los auriculares en los oídos, pues estoy escuchando música. Estela me quita uno de un tirón y en ese instante es cuando me entero de que no estoy sola.
—¡Estela!
—Hola, nena. ¿Qué haces trabajando un sábado por la tarde? Me abrió Antoniette..., ¿no es su día libre?
—Sí, pero tuvo que venir porque necesitaba que llamase a un cerrajero para cambiar las cerraduras de la casa.
—¿Y eso? ¿Ha pasado algo de lo que no estoy enterada?
—Anoche salí, y cuando regresé me encontré con una foto de Marcos conmigo, pegada en el espejo del baño. Estuvo aquí en mi ausencia.
—Ahora entiendo por qué anoche me llamó para ver si estabas conmigo. Me dijo que no le cogías el teléfono. Se le notaba bastante alterado.
—Lo tenía en vibración, pero obviamente tampoco se lo hubiese cogido. Nada más ver las llamadas, las descarté.
—¿Y dónde habías ido?
—Salí por ahí a tomar una copa. —Hago un gesto con la mano restándole importancia—. No quería quedarme sola en casa un viernes por la noche.
—¿Ahora te ha dado por salir sola?
—¿Y con quién quieres que salga? Te recuerdo que mi mejor amiga anda tras un fotógrafo que le ha quitado la voluntad y me tiene sumida en el olvido. —Nos reímos de forma escandalosa.
—¿Y Pedro? Ayer no pudimos seguir hablando en la empresa, pero la otra noche en casa de André os vi muy animados hablando. ¿Algo nuevo que deba saber?
—Nada, ya te he dicho que, debido al trabajo simplemente, intento tener una buena relación con él.
—Claaaro, y yo soy Caperucita Roja jugando en el bosque mientras el lobo no está. No me subestimes, querida amiga, te conozco muy bien.
Le saco la lengua. Me resisto a contarle nada; creo que aún no es el momento, pues, aunque Pedro me gusta mucho, a veces me siento insegura. No sé si estaré haciendo bien dando lugar a que ocurra algo más entre nosotros.
—Vas al cumple de André, ¿verdad? Pedro irá. Vengo del salón de belleza —me dice mientras sacude su pelo.
—Sí —intento sonar desinteresada—. A ti no te pregunto, ya sé la respuesta.
—Con permiso, Paula, ha llegado un muchacho que dice que viene a buscar unas cajas.
—Ah, sí, Anto, están en la habitación de huéspedes, la que está pegada a la mía. Pregúntale si sabe dónde tiene que llevarlas y, si no, facilítale la dirección de Marcos, por favor. Dale también los trajes que están sobre la cama, que se lleve todo lo de él.
Antoniette se me queda mirando. Aún no está enterada de que Marcos y yo hemos roto, pero creo que ahora empieza a entender el cambio de cerraduras.
—¿Qué? —la interrogo, replicando su mirada escrutadora.
—Nada, no he dicho nada.
—Por fin, Anto —le contesta Estela, verificando lo que ella supone—, aunque no lo puedas creer, ha dejado al niñato ricachón. —Antoniette intenta contener una risita ante las palabras de Estela.
—Basta —reprendo a Estela. No quiero que hable despectivamente de Marcos, aunque ella siempre lo ha llamado así. Pero ahora es diferente. Creo que la relación que hemos tenido merece respeto y por eso me molesta.
Antoniette nos prepara una crema de calabaza y espinacas y la obligamos a que se siente con nosotros a almorzar. Como de costumbre, Estela la hace reír tanto con sus ocurrencias que la pobre se atraganta varias veces con la comida. Como es su día libre y yo se lo he interrumpido, no le permitimos que recoja la mesa: lo hacemos nosotras y también nos encargamos de lavar los cacharros sucios, pero como ella es incapaz de quedarse quieta, anda tras nosotras haciendo sobre lo hecho.
— ¿Por qué miras tanto el móvil? Vas a gastarle la pantalla de tanto desbloquearlo —me dice Estela, y pongo los ojos en blanco—. ¿La llamada de quién estás esperando, a ver?
Intenta quitarme el teléfono, pero ni de coña se lo voy a dar.
—Deja de decir estupideces. No espero la llamada de nadie. Tengo un momento de ocio, que son pocos en mi vida, y estoy revisando mi cuenta de Facebook; hace mucho que no entro.
Entrecierra los ojos calculando si digo la verdad; sé que no me ha creído.
—Bueno, digamos que me creo la versión según la cual revisas tu cuenta de Facebook, pero no me chupo el dedo. Me voy temprano para arreglarme; pasaré a buscarte a las ocho, porque tenemos casi dos horitas de viaje.
—Bien, estaré esperándote.
Estela se va y yo sigo toda la tarde revisando cada dos segundos el móvil, pero no llega ni una llamada ni un mensaje de texto; ninguna señal de Pedro y eso ya me está fastidiando.
«Pero ¿qué se cree? ¿Piensa ignorarme después de lo que pasó anoche? Pues bien, yo también puedo ignorarle: ya se enterará, durante la fiesta, de lo que va a costarle su indiferencia.»
Estela pasa a buscarme puntualmente. Ambas estamos monísimas: ella con un minivestido con brillos en tonos bronce y dorado, y yo con un modelito blanco muy ceñido al cuerpo, con escote palabra de honor que resalta mis pechos, y que además tiene la espalda descubierta; es una creación de Estela que combino con unas sandalias doradas.
Durante el camino mi amiga parece desquiciada porque en el cumpleaños estarán los padres de André y no sabe a título de qué va él a presentarla.
—Tranquilízate. ¿Para qué estar nerviosa desde ahora? Espera a que llegue el momento.
—No quiero que me pille por sorpresa, no quiero quedar como una tonta.
—No creo que André te haga quedar como una tonta. ¿No habéis hablado de esto?
—¿Cómo dices? Te recuerdo que hace muy poco que estamos juntos. No espero que diga que soy su rollito, pero tampoco que me presente como su pareja.
—Bueno, entonces ¿qué problema hay? Seguramente no lo hará: como dices, hace muy poco que salís juntos, así que, si te los presenta, dirá que eres una amiga. ¿O tal vez ése es el problema? ¿Acaso sí quieres que diga que sois algo más?
—¡Tienes cada ocurrencia! —Sube el volumen de la música y, como la conozco, sé que la he pillado y la he puesto en evidencia, sólo que no se atreve a reconocer que está hasta las trancas por él.
Llegamos. La casa de los padres de André es una mansión en el valle del Loira, en la región de Perche, tan sólo a unas dos horas al sur de París. Ya están aquí algunos invitados.
Cuando entramos, André nos recibe apenas nos ve.
—Estás muy hermosa —le dice a Estela, mientras le da un suave beso en los labios.
—Tú también estás muy guapo.
—Venid, os presentaré a mi familia.
Entusiasmado, André coge de la mano a Estela y tira de ella hacia el interior de la casa; yo los sigo. Creo que mi amiga está a punto de desvanecerse por los nervios que tiene.
El señor y la señora Bettencourt se ven muy jóvenes y no salgo de mi asombro; además, parecen muy modernos.
—Mamá, papá, os presento a Estela Saunière, mi pareja. Ella es la diseñadora estrella de Saint Clair.
—Encantada, tesoro, ¡esto sí que es una sorpresa! —dice la mujer y Estela no reacciona, así que disimuladamente le pellizco el culo para que regrese del limbo y salude; noto también que André le aprieta ligeramente la mano—. Mi nombre es Ivette —le indica mientras la abraza. Quiero reírme, me hace mucha gracia, porque mi amiga está cohibida.
Luego es el turno del padre de André, que es más formal pero no menos afectuoso. La saluda con muchísima cordialidad y noto que Estela respira menos sofocada.
Finalmente es mi turno y André me presenta.
—Ay, pero si a ella la conozco... Eres más mona en persona.
—Gracias, señora Bettencourt.
—Ivette, tesoro, llámame Ivette. —Le sonrío mientras asiento con la cabeza.
—¡Tengo tanta ropa de Saint Clair! Me encanta y, desde que sé que mi hijo hace las fotos, se han vuelto mis prendas favoritas.
—Eres buena prensa, André —bromeo y nos reímos.
—Tal vez hasta tenga diseños de la novia de mi hijo, ¡qué emoción! —A Estela parece que se le ha comido la lengua el gato, pero de pronto se decide a hablar:
—Cuando quieras, lo organizamos para que pases por la casa matriz y elijas algunas prendas.
—Me encantará.
—Sí, Ivette, podrás elegir lo que desees; sólo tienes que concretar el día con Estela. Ella te buscará prendas exclusivas —le hago saber.
—Tous exclusive. Ma chérie, est un honneur.
Seguimos conversando sobre moda. André nos deja unos instantes con su madre, que no para de hablar. Luego ella nos lleva a presentarnos a unos tíos, a unos amigos de la familia y, por último, a los abuelos paternos de André.
Afortunadamente, para entonces Estela ya está más relajada.
Entre presentación y presentación, miro por todas partes buscándolo, pero no consigo encontrarlo. El corazón me late fuerte. Quiero verlo ya.
—¿A quién buscas? —me pregunta Estela en cuanto percibe mi mirada curiosa.
—A nadie.
—Tal vez todavía no ha llegado —me dice de manera socarrona—. Vayamos con André, así podremos preguntarle.
—No quiero preguntar por nadie.
—Cabezona. Te mueres por saber de Pedro.
Pongo los ojos en blanco y no le contesto. Justo pasa un camarero y me ofrece un daiquiri, que acepto de inmediato.
La fiesta avanza y no hay ni rastro de Alfonso. Estoy cabreada; recuerdo cómo me metió mano ayer y que se lo permití, y ahora tiene el descaro de dejarme plantada.
Encima ni siquiera ha sido capaz de llamarme.
Estoy de pie en la terraza mirando el cielo y bebiendo el tercer daiquiri. Varias modelos se me han acercado a saludarme; a algunas las conozco de la época en que solamente me dedicaba a las pasarelas y a otras, simplemente porque sé que pertenecen al medio. Todas saben que establecer relaciones conmigo es sinónimo de un posible trabajo, incluso algunas intentan indagar acerca de la próxima campaña. A quienes me parece que pueden servir, les he dicho la fecha del casting.
Me disculpo y me alejo. Me siento fastidiada. He venido a distraerme y no para hablar de trabajo, y encima mi mal humor es tal que creo que, si fuera una traca, ya hubiese estallado sin necesidad de ninguna llama.
—¿Aburrida?
—No, Estela. Hasta ahora he estado conversando sin parar.
Noto que me mira como queriendo decirme algo, la conozco.
—¿Qué pasa, qué me quieres decir?
—Nada.
Veo que mira a André y él le hace una seña; entonces ella parece más incómoda.
—Dímelo, Estela; te conozco.
—Ay, querida, es que André quiere que me quede con él todo el finde, pero le he dicho que no, que regresaré contigo.
—¿Eres tonta? Dame las llaves de tu coche, volveré sola.
—No te dejaré sola.
—Ni se te ocurra no quedarte; si no me das las llaves, te juro que regreso en taxi.
—Es que ésa no era la idea. Encima, Alfonso no ha venido.
—¿Qué tiene que ver Alfonso en esto?
—Le he preguntado por él a André y me ha dicho que no sabe qué le ha podido pasar. Le extraña, porque hasta ayer estuvo diciendo que sí vendría.
Me encojo de hombros y estallo:
—Sé muy bien por qué no ha venido: el rey de los machos se sintió herido por mi rechazo y se lo ha querido cobrar. Pero es un insolente y un muy mal amigo, porque André nada tiene que ver con que yo no haya querido acostarme con él.
—¿Qué? —Me coge del brazo y me lleva a un aparte, donde nadie puede escucharnos—. ¿Cómo que no quisiste acostarte con él? ¿Cuándo sucedió eso?
—Anoche. Salimos y, la verdad, no quise quedar como una chica fácil.
Mi amiga se tapa la boca y los ojos están a punto de salírsele de las órbitas; la he dejado ojiplática.
—Sabía que había algo más, y te juro que anoche, cuando llamó el niñato, rogué para que estuvieras con Pedro. Quiero saberlo todo.
—No hay mucho que contar. Eso: salimos, nos besamos, nos tocamos, y hoy me ha dejado plantada.
—¿Os tocasteis y no te quisiste acostar con él? Te has contagiado de la imbecilidad de Marcos y de sus niñerías. Ya lo digo yo: dime con quién andas y te diré quién eres.
—No seas mala; se lo quise poner difícil.
Se carcajea.
—Pero ahora te has quedado con las ganas. Estás jodida.
—El que se jode es él, porque hoy lo podría haber conseguido. Pero ya no, que se dé una ducha de agua fría, porque nunca más le permitiré nada de lo que obtuvo.
André se acerca y no podemos seguir hablando.
—Dame las llaves, Estela —le digo delante de él.
—¿Te quedas? —le pregunta André, esperanzado, y Estela ya no puede negarse. Por supuesto, me alegro: mi amiga se merece todo lo que le está pasando.
viernes, 2 de octubre de 2015
DIMELO: CAPITULO 18
La fiesta en el cabaret sigue; realmente lo estamos pasando bien, pero siento que debemos irnos a otro sitio. La invito a sentarnos y, tras unos cuantos besos más, nos bebemos lo que queda de nuestro champán. Miro la hora y le propongo, mientras le despejo el pelo de la cara:
—¿Nos vamos, o prefieres que nos quedemos un rato más?
—Vamos.
La percibo un poco titubeante, pero se pone de pie, así que cojo su chaqueta para ayudarla a colocársela y luego le alcanzo el bolso. Salimos de allí cogidos de la mano; me encanta sentir su contacto, me magnetiza sentir que la guío.
—Me ha fascinado el local, Pedro.
—Me alegro de que te hayas divertido.
—Mucho.
Llegamos al coche, pero no desactivo la alarma hasta que estamos junto a él. En el mismo instante en que lo hago, cojo la manija de la puerta pero no la abro. La arrincono contra el automóvil, como hice la noche anterior cuando la besé por primera vez, y la agarro por la cintura de manera
posesiva; la empujo con mi cuerpo y la beso, hundiendo mi pelvis contra ella. Quiero que sienta cómo me pone, quiero que sepa que es la causante del dolor insoportable que tengo en mi sexo, que note las tremendas ganas que me provoca su cercanía. La beso desmesuradamente; el beso es mucho más profundo que cualquiera que nos hayamos dado, y es que quiero que entienda lo que pretendo; la
estoy devorando con mi boca, me estoy quedando sin aliento y sé que a ella también le falta, pero no estoy dispuesto a parar: quiero llevarla al límite del deseo.
Justo en el momento en que estoy por pedirle que vayamos a mi apartamento, me dice:
—Despacio, Pedro, quiero ir despacio. Por favor.
Sus palabras suenan como un mazazo, no esperaba que me pidiera que parase. Al contrario, quería que me propusiera que la llevara a algún lugar más íntimo..., pero Paula es así, una constante sorpresa para mí. Me quedo con la frente apoyada en la suya y continúo sin poder creerme lo que me ha pedido, pero no me queda más remedio que aceptar.
Abro el coche para que se suba y cierro la puerta. Esto es muy incómodo: mi erección es muy molesta, caminar lo es aún más. Me paso la mano por la frente mientras rodeo el automóvil, rebusco mi sonrisa más seductora y, al entrar, le
sonrío ampliamente. Tal vez debería decirle algo, como que no se preocupe, o ser más considerado, pero las palabras no me salen. Me acomodo en el asiento del conductor y me quedo mirándola a los ojos. Irremediablemente mi vista se desvía a sus labios; se los he dejado hinchados y muy rojos por el arrebato de mi último beso y ahora, recordando el momento, mi dolor en la entrepierna se hace más intenso.
No quiero darme por vencido, quiero hundirme en esta rubia que se ha convertido en mi obsesión y, aunque intento comprender que le resulte todo muy precipitado, mi pene tiene vida propia y no entiende de razones.
—Lo lamento —me dice con un tono que evidencia su culpa.
«Pues sí, siéntete mal, me has dejado hecho una mierda», quiero decirle.
Finalmente, decido ser un poco caballero.
—No hay problema. —Le sonrío, pero lo cierto es que quisiera que se retractase, aunque igualmente no voy a forzar la situación. Quiero que esté completamente decidida y, por encima de todo, que se muera de ganas, aunque presumo que ganas no le faltan, pero está intentando ser
moderada.
Pongo el coche en marcha y conduzco hasta su casa sin preguntarle; entiendo que la noche ha terminado. Durante el camino, un elocuente silencio cae sobre nosotros hasta que decido romperlo.
—¿Estás bien?
—Sí, Pedro, muy bien, no te preocupes.
Ladeo la vista y estiro la mano para acariciarla; rozo su mejilla con el dorso de mis dedos y ella me coge la mano y me la besa.
¡Cómo me ha gustado eso! Y no lo entiendo, pero creo que estoy tan caliente que el más mínimo roce me hace trepidar.
Llegamos al barrio semiprivado donde vive y abre el portón, entro con el coche y freno en la entrada de su casa. Emito un profundo suspiro audible, y luego ambos nos quitamos el cinturón. Ha llegado el momento de la despedida, pero me resisto, soy terco, cabezón, obstinado, y no me doy por
vencido.
—Ha sido una noche especial, gracias. Lo he pasado muy bien —me deja en claro.
—Yo también lo he pasado muy bien.
Me acerco a ella y la beso entusiasmado; mi lengua recorre su boca y se enzarza con la suya, que me recibe con verdadero gusto. La cojo por la cintura y entierro mis dedos en su carne; sé que lo estoy haciendo con fuerza, pero aunque quiero detenerme no lo consigo, estoy nublado, su boca me pierde, me traiciona y no me permite pensar. La cojo por sorpresa con ambas manos y la siento a horcajadas sobre mí; estoy acostumbrado a llevar el control y también a conseguir lo que deseo. La encajo en el espacio que queda entre el volante y mi cuerpo, que es poco, así que bajo una de las manos para accionar el mecanismo que corre el asiento hacia atrás; me propulso con los pies sin abandonar sus labios, mientras Paula me sostiene de la nuca y hunde sus dedos en mi cabello. Se muestra sensual y besa de maravilla; su boca es perfecta, dulce, suave y húmeda. Subo la mano y la introduzco bajo su camiseta; le acaricio un pecho por encima del encaje del sujetador y me siento como en la gloria, aunque creo que llegar a la gloria con ella es lo que verdaderamente anhelo. Se lo aprieto y llena mi palma; eso provoca que me mueva bajo su cuerpo y frote mi erección en su entrepierna. Una oleada de placer se apodera de ella también, y se mueve sobre mi bragueta buscando
el mismo roce que yo busco. Ondea su cuerpo y creo que mi pene está tan hinchado que reventará la cremallera. Le levanto la camiseta y subo su sujetador, dejando al descubierto sus senos; los admiro, son perfectos, no puedo creer lo que estoy viendo y eso que he visto muchos pechos a lo largo de mi vida... Pero Paula Chaves perfecta, es una escultura de carne y hueso. Levanto mi cabeza y clavo mis ojos azules en sus pupilas azules llameantes, luego hundo la cabeza para lamer una de las areolas y trazo círculos con mi lengua sobre ella; atrapo el pezón entres mis dientes y tironeo de él, mientras la miro por entre las pestañas y me sonrío, malicioso. Vuelvo a meter el pezón en mi boca y lo succiono, lo suelto y el sonido que hace mi boca parece el sonido de un corcho al salir de una botella. Estoy muy caliente, necesito hundirme en ella y calmar esta sed que me provoca. Me revuelve el pelo y yo ruego para que me pida que bajemos; no quiero tirármela aquí, aunque en este momento no me importa demasiado el lugar.
Su vaquero es muy ajustado e intento meter mi mano por la cinturilla para tocar su trasero, pero no puedo, así que llevo la mano hacia delante para desprenderle los botones; siento sus manos sobre la mía mientras sigo perdido lamiendo sus pechos. Oigo apenas un hilo de voz que alcanza a salir de
su boca y que se confunde con un gemido.
—También lo deseo, pero quiero estar segura.
«No, otra vez lo ha hecho, otra vez me ha detenido... Esto no puede estar pasando dos veces. ¡Esta mujer es una asesina!»
Levanto la cabeza para poder oírla mejor y niego mientras resoplo buscando un poco de oxígeno. Me besa tiernamente los labios y coge mi rostro entre sus manos.
—Por favor —me ruega mientras respira entrecortadamente.
—Como quieras —digo, simulando entenderla. Pero en realidad quien no lo entiende es mi pene; él está muy necesitado.
—¿Te has enfadado?
—No, ¿por qué piensas eso? Sólo que tus besos son afrodisíacos, y tus tetas... —Las admiro, las tengo a escasos centímetros de mi rostro—. Quiero tenerte —le digo mientras se las cubro; no puedo soportar más esa visión si no voy a poder gozarlas—, pero puedo esperar. Entiendo perfectamente que necesites que nos conozcamos más.
—Gracias por comprenderme. No es fácil tampoco para mí, pero no quiero equivocarme.
—No hay problema, de verdad. —Le doy un beso sonoro en los labios—. ¿Nos vemos mañana en el cumpleaños de André?
Me siento tentado de ofrecerle venir a recogerla, pero me contengo; quiero darle espacio.
—Sí, claro.
Se sitúa en el asiento del acompañante y recompone su ropa. Paso la mano por delante de ella y le abro la puerta, pero antes vuelvo a besar sus labios brevemente; creo que mi subconsciente no se resigna a dejarla ir. Cuando baja del coche, da la vuelta y se para junto a mi puerta a la espera de que baje el cristal.
—Me ha encantado salir contigo.
—A mí también. Nos veremos mañana —le digo y ella se inclina para darme un último beso a través de la ventanilla.
Estoy frustrado, pero no se lo demuestro.Paula se aparta y, tras un sutil movimiento de su mano a modo de despedida final, desaparece en el interior de su apartamento.
Voy camino a mi casa. La noche está tranquila, y las calles, bastante despejadas; es un poco tarde, debe de ser por eso.
Emito un suspiro profundo mientras enciendo el equipo de música; comienza a sonar Love is in on fire, de Italo Brothers. Presto atención a la letra y no puedo dejar de sonreírme: parece una onomatopeya de lo que siento.
Vislumbro que sólo es cuestión de tiempo que sea mía, pero incluso sabiéndolo sigo sintiéndome molesto, y es que creo que el problema es que mi cerebro no piensa igual que el cerebro de mi aparato sexual; sí, creo que es eso: mi pene tiene un cerebro propio y está jodidamente empeñado en enterrarse en el coño de Paula.
Quizá un poco de actividad física a las tres de la madrugada ayude a bajar mi erección.
Definitivamente, eso es lo que haré cuando llegue a casa.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)