lunes, 28 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 5




Necesitaba una tregua o mis nervios habrían terminado por estallar. Entro en mi despacho y me desplomo en el sillón; estiro las piernas, dejando que mis brazos caigan a ambos lados de mi cuerpo, mientras pretendo abstraerme de todo, pero los pensamientos se originan de manera incesante.


«¿Qué ha sido eso? Jamás me había pasado una cosa así. En mis años de carrera, nunca nadie me ha hecho sentir insegura de esa forma. ¿Cómo he podido permitir que un irreverente e inexperto me ponga en esa situación? Lo mío es imperdonable.»


Me dedico a revisar los estados financieros que me han enviado, con el fin de dejar de darle vueltas; sin embargo, por momentos el juego dantesco que me he permitido iniciar con Alfonso regresa a mis pensamientos y me deja desprotegida.


Finalmente lo consigo y paso un buen rato abstraída en mis tareas. Miro la hora; ya es pasado el mediodía. Aunque no tengo por qué, me doy cuenta de que aún continúo con el estómago hecho un nudo de indignación; obviamente no tengo hambre, pero sé que no debo saltarme la comida y al almuerzo no quiero asistir.


«Luego tal vez vaya y haga una fugaz aparición para saludarlos a todos y agradecerles la convocatoria.»


Tras decidir eso, saco la comida que Antoniette ha preparado para mí y me dispongo a ingerir el alimento en la soledad de mi despacho; son unas brochetas de verdura, pollo y manzana, que como con desgana, pero me obligo a hacerlo. Cuando concluyo mi magro almuerzo, me dispongo a seguir con los temas de la empresa, que, a decir verdad, nunca son pocos: mi agenda siempre es un caos de
imprevistos por resolver, y eso que hoy mi secretaria la ha programado teniendo en cuenta que ningún asunto debía interferir con el casting.


«El casting.»


De pronto me doy cuenta de que me encuentro nuevamente pensando en ese momento y en Pedro Alfonso. Un escalofrío me hace sobresaltar y me paso los dedos por detrás de la oreja, como queriendo borrar la sensación de su aliento en mi piel.


«En cuanto tenga sus datos, le enviaré un mensajero con un cheque por el arreglo de su coche; no quiero tener nada pendiente con ese hombre.»


Decidida, levanto el interfono y llamo a mi secretaria, pero no contesta. Echo un vistazo otra vez a la hora y entonces me doy cuenta de que mi asistente aún debe de estar comiendo.


Conforme a la situación, decido recomponer mi imagen y salgo hacia el salón donde se lleva a cabo el almuerzo que se ha organizado para los concurrentes al casting.


Entro y doy una ojeada general al lugar; varios directivos de la marca están allí y rápidamente busco entre ellos a Estela. 


La veo en un aparte charlando animadamente con André y su ayudante; murmuro para mis adentros por la carabina que representa Bret junto a ellos, y me acerco.


—Vaya, la reina madre se ha presentado finalmente —bromea Bettencourt al verme.


—Debía atender algunos contratiempos que requerían mi presencia. Como la elección que me interesaba ha sido rápida del resto os podíais encargar vosotros. De todos modos, sólo he venido a saludar, porque aún tengo cosas urgentes por hacer. —Decido emitir una excusa con total naturalidad, a la vez que doy otro vistazo a la concurrencia. Lo busco inconscientemente, pero no lo veo por ninguna parte; no obstante—. ¿Has tomado imágenes del backstage?


—Todo capturado. Te aseguro que la campaña será un éxito, y debes reconocerme el mérito de haber encontrado a tu chico Sensualité —se jacta André, y no puedo evitar hablar de Alfonso.


—Esperemos que su inexperiencia no juegue en nuestra contra —valoro con suspicacia.


—Creo que hoy ha demostrado que no se amedrenta por ser un inexperto.


—Veremos —contesto a mi amiga, restando importancia a su comentario; no tengo ganas de colgarle medallas a Alfonso.


—Luego editaré el vídeo y te lo pasaré, así los del departamento de imagen lo podrán subir a la página de Saint Clair.


—Gracias, André. Si nos disculpas...


Me alejo unos pasos de él y le hago señas a Estela, que me sigue de inmediato.


»¿Todo en orden?


—Si te refieres a... si fue apresurada la selección de Pedro, te digo que no. —Me empalaga que Estela lo llame por su nombre—. Te aseguro que no apareció otro mejor. ¡¡Madre mía, cómo está la maquinaria de guerra de Alfonso!!


—No es oro todo lo que reluce.


—Bueno, me pareció un poco pedante, pero está macizo, no puedes negarlo, y para ser un novato es muy desenvuelto; además, me encanta la pareja que hacéis, es incuestionable que esas fotos han quedado de lujo.


—¡Es insoportable! Pero ya lo pondré en su sitio —intento quitarle valor a las cotas de su físico, porque conversar con Estela de ese tema es casi como subirse en marcha a un tren de alta velocidad.


—Y tú, ¿cómo estás?... por lo de Marcos, digo.


—Mejor de lo que pensaba que estaría, pero empieza a fastidiarme esto..., quizá porque no estoy con el mejor humor, así que saludo y me voy. ¿El engreído no se ha quedado? —decido preguntar como de pasada.


—No, ¿por qué te interesa saberlo?


—Porque hubiera sido bueno grabarlo en el backstage. —Encuentro una respuesta práctica, no quiero pensar en el porqué verdadero.


—Realmente, no sé cómo te lo has hecho para sobrellevar las tomas; conociéndote, no me lo explico. En determinado momento, cuando intervine, mi intención era librarte de él y que no terminaras malhumorada el resto del día; mientras lo escuchaba y miraba tu gesto, estaba calculando lo que luego tendríamos que aguantar nosotros. Porque, mi vida, cuando estás cabreada, es para partirte algo en la cabeza.


—Ese idiota... ¡Si yo te contase!


—¿El qué?


—Ahora no, quiero salir de aquí, Estela. Ven a casa esta noche y cenamos juntas; prometo explicártelo todo.


—Me tienes en ascuas desde que llegaste esta mañana.


—¿Quién tiene la tarjeta de memoria con las fotografías del casting? Quiero empezar con la selección hoy mismo.


—No te preocupes, ya se lo he pedido a Louisa, ella se encargará de llevártela. En cuanto termine la hora del almuerzo, la tendrás en tu despacho.


—Perfecto.


Charlamos un rato más con André, y luego saludo brevemente a la concurrencia, agradezco el interés con el que se han acercado a la convocatoria, me hago algunas fotos informales con los modelos, converso un rato más para no ser descortés y después me marcho del lugar.



****


El resto de la tarde lo paso trabajando en mi despacho. 


Cuando me quiero dar cuenta, es casi entrada la noche y ni me he enterado, el tiempo se me ha pasado volando. Emito un hondo suspiro y me pongo en pie. Me duele un poco la espalda de estar tantas horas sentada, así que decido estirar la musculatura y me acerco hasta uno de los ventanales que van del techo al suelo; agobiada, admiro la vista nocturna de La Défense. Mientras miro hacia la lejanía, me pongo a pensar y me percato de que así me he pasado todo el día, piensa que te piensa. Deduzco que he retrasado mi marcha para no palpar la soledad que me espera en mi casa. 


Comprendo que trabajar me ayuda a alejar los recuerdos
que ya empiezan a formar parte de mi pasado... Marcos y yo hemos roto y, con el correr de las horas, las palabras que me ha dejado escritas se van haciendo cada vez más reales. 


Finalmente apago el ordenador, después las luces y recojo mis pertenencias dispuesta a marcharme. Benoît, el portero del edificio, no se asombra al verme salir a esa hora; por lo general, acostumbro a quedarme hasta después de que todos se hayan ido. En ese momento, tengo en consideración todo lo recapacitado y pienso nuevamente en Marcos, en sus quejas; concluyo que tal vez un poco de razón sí tiene, pero yo tengo una meta y, si él no puede subirse a mi tren, creo que la decisión que ha tomado resulta la más acertada. Después de todo, cuando me conoció mis planes estaban ya en marcha y mis sueños también; nunca le dije que las cosas serían de otra forma, nunca le prometí una vida como la que él me reclamaba.


Conduzco hasta mi apartamento. La ciudad está atestada de gente, debido a que julio y agosto son los meses en que más turistas recibe París, y no me extraña: amo París durante todo el año, pero en verano, mucho más; por eso entiendo la fascinación que la gente tiene por esta ciudad tan mítica, bella y repleta de historia. Y con la llegada del buen tiempo, las calles florecen con las meriendas al aire libre en las terrazas de los cafés, en los céspedes de los jardines y en las orillas del Sena.


Llego a mi casa; no me equivoqué, me parece más grande que de costumbre. Estelle finalmente ha salido con André; él la invitó, durante el almuerzo, a una muestra de fotografía y, al oír la proposición, no pude evitar alentarla a que fuera, así que la liberé de nuestra cita previa.


Es viernes por la noche y yo me encuentro sola y sin plan. 


Estoy en el inmenso salón de mi apartamento, y ni siquiera tengo un perro o un gato que me haga compañía; no tengo a nadie a quien darle amor. Miro a mi alrededor, y la opulencia y el lujo de los muebles y las paredes me agobian; pienso en salir, pero al instante considero que no es buena idea: donde sea que vaya, no hallaré la paz que necesito; a veces, ése es el precio de la fama: no poder salir a ningún lado sin que la gente me mire como si fuera un bicho raro. Aunque la verdad es que estoy bastante acostumbrada a eso, es la vida que he elegido, sólo que hoy mi corazón herido no quiere lidiar con nada extra. Me aliento a ponerme cómoda y luego busco en la nevera lo que Antoniette me ha dejado preparado para comer durante el fin de semana; el sábado y el domingo son sus días libres, porque se supone que yo los paso con Marcos. Y ahí está Marcos otra vez, invadiendo mis pensamientos. Sacudo la cabeza, no puedo seguir por ese camino. No obstante, eso me lleva a preguntarme lo que en verdad siento por él. Hago un rápido repaso mental de nuestra relación, evalúo nuestros sentimientos y, aunque estoy enojada y me duele la soledad, increíblemente no me duele su partida... ¿Acaso es eso normal? Se supone que estoy enamorada de él, entonces... ¿por qué no estoy llorando como una loca por haberlo perdido?


El pitido del microondas hace que regrese a la realidad. 


Saco la tortilla de calabacines y me siento a la isleta de la cocina, donde lo he dispuesto todo para cenar. Leo y releo la nota de Marcos, y no puedo creer que, después de dos años, se haya despedido de mí de manera tan infantil y cobarde: ni una llamada, ni un mensaje, sólo una carta, fría e impersonal. La doblo en cuatro y la dejo a un lado; eso es lo que debo hacer: dejarlo todo a un lado.


Revuelvo con el tenedor la comida, y sólo consigo tragar unos pocos bocados. No tengo apetito.


Finalmente me levanto del taburete y meto los trastos en el fregadero. Camino desganada hacia el baño y me lavo los dientes. Luego cojo mi ordenador portátil: he decidido dar el día por terminado metiéndome en la cama. Antes de hacerlo, busco en mi portatarjetas SD y saco la tarjeta de memoria que contiene las imágenes del casting; la introduzco en mi Mac y me pongo a ver a los seleccionados.


Quiero abocarme a la tarea de decidir los que estarán en la pasarela este año. Cuando abro el archivo, hay dos carpetas visibles en la pantalla: una se denomina «Pedro Alfonso» y, la otra, «Preseleccionados». Sin poder resistirme, abro la de Alfonso y comienzo a pasar una a una las fotografías hasta llegar a las que nos hicimos juntos. El corazón comienza a palpitarme con fuerza, lo noto latir con urgencia en mi carótida y no puedo explicarme por qué me siento así. Varias veces durante el día me he sorprendido repasando, una y otra vez, desde el momento en que lo he visto por primera vez en la puerta de mi casa hasta el instante en el que le anuncié que era el elegido. Pedro me pone nerviosa, no encuentro otra explicación. Continúo mirando las imágenes y me gusta cómo nos vemos juntos.


«Estoy segura de que, con sus fotos, la campaña será todo un éxito; las mujeres morirán por él y será una buena difusión de la marca.»


Suspiro ante mis apreciaciones. Sé que son ciertas, pero un sentimiento contradictorio que no puedo explicar se instala de pronto en mí. De la nada, comienzo a imaginarme a todas las mujeres babeando por él, y a él todo engreído, con ese aire de sobrado que tiene, y siento que mi enfado hacia Alfonso se acrecienta. Cierro el ordenador de un manotazo para que su imagen desaparezca de mi vista. Muy disgustada, vuelvo a levantarme de la cama y salgo de mi habitación. Durante unos minutos, me quedo junto a la puerta, apoyada contra la pared y sosteniéndome la cabeza. 


Decido subir por la escalera de caracol que me lleva a la terraza, y salgo para impregnarme del aroma a verano y del aire de la noche de París. Mi casa es un apartamento de tres plantas, situado en el complejo privado de Plaza Foch, sobre la anchísima avenida Foch, por lo que no tengo una vista directa hacia la calle, pero el bullicio de la circulación alocada se alcanza a oír desde allí.


Llego a la conclusión de que he tenido un día atípico y que por eso no logro reconocerme a mí misma; no soy precisamente una persona indecisa, pero así me he sentido todo el día. De pronto tengo un pensamiento, y con la misma rapidez que lo tengo procuro deshacerme de él; no obstante,
en ese momento resuelvo dejarme llevar por el primer instinto que tengo y me apremio a no cuestionarme nada hoy.


—Vamos, Paula, vive la vida y que nada te detenga. Las cosas pasan porque tienen que pasar. Bajo hasta mi dormitorio y busco en el vestidor algo que ponerme. Me iré a tomar una copa. Así que, con rapidez, me visto sencilla: unos pantalones vaqueros, una camiseta de tiras de color negro con un ribete de cuadrillé, sandalias negras de tacón y, de abrigo, una cazadora de cuero; creo que ese look me sienta bien. No me maquillo, la idea es no llamar demasiado la atención. Un poco de perfume, cojo mi bolso y, sin pensarlo dos veces, porque si lo hago me voy a arrepentir, me obligo a salir de casa. Abro el garaje para poder sacar mi coche, y me monto en este. Al llegar a la entrada principal del barrio privado, oprimo el mando a distancia para que el portón automático se accione.


Cuando tengo paso, salgo en dirección al barrio Saint-Germain-des-Prés. Tomo la avenida Champs Élysées, cruzo el puente de la Concorde y luego continúo por el bulevar Saint-Germain. Encuentro justo un hueco y estaciono; estoy cerca de mi destino, así que camino hasta la calle de lʼAncienne Comédie, donde se encuentra el tradicional Pub Saint Germain.


El lugar está atestado de parisinos y turistas, como siempre; en realidad, casi todo París es así.


En la planta baja y en las mesas de fuera no queda ni un mísero sitio libre; subo a la primera planta y un camarero me indica que ascienda un piso más, que ahí encontraré sitio.


El recinto está a media luz y tintado en tonalidades rojizas y decoración zen; decido acomodarme en una mesa para dos personas y me doy ánimos para entusiasmarme aunque esté sola.


Muy pronto vienen a tomar nota; quiero pasarlo bien, así que me decanto por pedir un Alabama Slammer. Mientras espero mi copa, que no se demora demasiado, advierto que un grupo de jóvenes me ha reconocido, así que comienzan a hacerse señas unos a otros sin disimular. El más desinhibido de todos, en el momento en que están a punto de irse, se anima y se acerca hasta mi mesa.


—Disculpa, no deseamos molestarte, pero... ¿podrías sacarte una foto con nosotros?


—Desde luego. —Obviamente no tengo ganas de hacerlo, pero le pongo toda mi energía al momento.


Me levanto, meto los dedos en mi pelo con la intención de acomodarlo y me sitúo en medio de los seis jóvenes, que le piden al camarero que nos fotografíe; finalmente terminan siendo dos. Muy educadamente, me agradecen el gesto y yo me dispongo a regresar a mi sitio. Cuando intento dar un paso, oigo que me llaman y creo que estoy alucinando porque me parece oír la voz de Estela. Miro hacia el fondo del salón, lugar desde donde me ha parecido que provenía la voz, y ahí la descubro haciéndome señas para que la vea; me quedo a cuadros cuando advierto con quién está: André y Pedro Alfonso la acompañan. De pie como una tonta en medio del salón, levanto una mano y realizo un tímido saludo; mi amiga y André continúan con las señas para que me acerque a ellos, así que, sin más remedio y maldiciendo mi suerte, cojo mi copa y mi bolso y camino hacia el sitio donde ellos se encuentran.


—Si no fuera por tus admiradores, no te hubiéramos visto. Jamás hubiera creído que te encontraría aquí.


—Yo mucho menos —le contesto a Estela mientras la saludo. Luego saludo a André y, por último, a Alfonso, que se ha puesto de pie como todo un caballero.


—¿Cómo le va, Alfonso?


—Llámalo Pedro, no estamos en el trabajo —me reprende mi amiga, y casi la fulmino con la mirada—. Pedro nos ha contado cómo os habéis conocido; ya sabemos que no ha sido en el casting. — Estela se muere de risa—. Pedro aún no puede comprender cómo, después de todo, ha conseguido el trabajo.


Lo miro, clavando mis pupilas azules en las suyas.


—No le creía tan indiscreto.


—Eso no es una indiscreción —me retruca Estela, y parece que se ha convertido en su defensora personal.


—Bueno, considerando que la imprudencia fue tuya, quizá no querías que nadie se enterara, así que pido disculpas por desvelar tu descuido.


«¿Quién le ha dado permiso para tutearme? Es un insolente.» Tras ese razonamiento, ignoro su comentario y me dirijo a André, que nos mira a todos mientras bebe de su Lynchburg Lemonade.


—¿Qué tal la muestra, André?


—Todo ha salido muy bien, gracias por preguntar.






DIMELO: CAPITULO 4




—Lo estás haciendo muy bien, aunque te aconsejaría que moderases tu locuacidad.


André me habla pero yo lo oigo a medias, pues estoy sumido en mi lucha interna, batallando contra mi esencia; soy consciente de que, en otro momento, lo hubiera plantado todo y me hubiera ido a la mierda; y a decir verdad, eso es lo que me inquieta: ni siquiera sé por qué sigo aquí, aguantando a esta rubia insípida que se cree el ombligo del mundo.


«Por necesidad, ¿por qué otra cosa iba a ser? Porque necesitas este empleo hasta que consigas uno en lo que tú sabes hacer», me contesto al tiempo que paso una mano por mi cabello.


Con disimulo, desvío la vista hacia esa mujer y, a pesar del fastidio que me causa su postura, no puedo dejar de contemplar lo armonioso que es su cuerpo.


«He de reconocer que tiene buenas piernas, largas, muy largas. Soy un hombre que sabe admirar la belleza femenina, y esta mujer tiene mucha, tal vez de sobra; aunque no me cae bien, no voy a dejar de aceptar que tiene lo suyo. Pero a mí nunca me han gustado las rubias. ¡Bah, sencillamente, no es mi tipo!»


Se ha puesto en pie, y observo que su trasero no está nada mal, y eso que el negro no le hace del todo justicia a sus curvas.


«¿Qué estás pensando? Tendrías que ponerte la ropa e irte; nadie en su sano juicio aguanta que a uno lo humillen como ella te está humillando.»


—Pedro, ¿me estás oyendo?


—Sí, sí, claro. Que actúe relajado, y que mis manos la cojan con naturalidad, porque se notará si es un agarre ficticio.


—Tampoco vayas a meterle mano. Estate tranquilo. —Me hace una seña con la mano como amortiguando el momento—. Ya me entiendes. Yo os iré indicando cómo quiero que poséis, así que por eso no te preocupes. Y no olvides marcar tu musculatura con cada movimiento, para que se defina bien.


—Perfecto.


—¿Está listo, señor Alfonso? Porque, como habrá visto antes de entrar, no es el único que espera para hacer la prueba —pregunta de manera punzante la rubia estreñida, y en ese momento encuentro un motivo para quedarme: ha llegado mi turno de incomodarla.


—Muy listo; cuando quiera, comenzamos.


—Muéstrate sensual. Tú sabes cómo hacerlo, imagina a la última chica que te tiraste y seguramente todo fluirá. Pero controla tus emociones: recuerda que estás en ropa interior.


Agito la cabeza y sonrío, mientras asiento a lo que me dice André casi entre dientes.


Seguidamente, me arrodillo sobre la cama. Ella se ha vuelto a sentar; la miro fijamente a los ojos y me desvía la mirada, simulando que se arregla el cabello.


—Acuéstate boca arriba —me indica mi amigo, y lo hago de inmediato. Antes de que André añada algo más, me dirijo a la rubia en un tono en el que sólo ella puede oírme por la proximidad.


—¿Podría moverse y venir para hacer las fotos? Le aseguro que su tiempo no es más valioso que el mío.


Me mira sin estar segura de que lo que ha oído es real, y hasta una mueca de pasmo se posa en su rostro; a pesar de que lo intenta, no puede disimular su desconcierto.


—¿Quiere que se lo repita?


—Es usted un insolente, ¿quién se cree que es? ¿Acaso no ha visto que fuera hay una extensa fila de modelos que lo pueden suplir en un santiamén?


—Si no le sirvo, me voy. —Empiezo a ponerme de pie, y entonces ella me interrumpe.


—Déjese de payasadas, que todos nos miran.


—Ah... Es de las que les importa el qué dirán. —Hablo en tono de guasa.


Se arrodilla en la cama entre mis piernas, en posición de gateo, y apoya una de sus manos en mi pecho y la otra al lado de mi torso; nos sostenemos la mirada como dos colosos. Yo estoy recostado, con una pierna flexionada, así que levanto una mano y la apoyo sobre su cadera. Uno de los ayudantes de André se acerca con un aparato, que luego me entero de que se llama fotómetro y que sirve para medir la luz; yo continúo sin quitarle la vista de encima a la rubia, y entonces empiezo a notar cómo ella comienza a parpadear más rápido.


«Eso es, un poco más —me aliento a mantener la mirada—; vamos, sostenla, que está a punto de flaquear y evitar la tuya.»


Pero, en ese mismo instante, André nos ordena:
—No os mováis.


Suena el obturador, y entonces ella quiere apartarse, pero yo aferro mi mano en su cadera y no se lo permito. Me siento ligeramente; quiero demostrarle que en una cama, sea cual fuere la situación, el control siempre lo llevo yo; muevo con presteza la mano que tengo libre y la cojo por la nuca; nuestros rostros quedan a escasos centímetros el uno del otro y, entonces, André vuelve a disparar su cámara. Ella ladea la cabeza y mira mi mano, que tengo en su cadera y con la que hago más presión sobre su carne; André vuelve a capturar el momento.Paula, al ver que no puede llevar el control de la situación, quiere reincorporarse; entonces la suelto de la nuca, pero la cojo por una muñeca: me mira entreabriendo los labios y mi amigo dispara nuevamente su cámara. La libero antes de que ella lo intente otra vez.


—Cambiad de posición —nos pide André—. Ahora recuéstate tú, Paula, de lado mirando hacia la cámara, yo daré la vuelta. —André gira alrededor de la cama, supongo que buscando el mejor perfil de ella—. Tú, Pedro, por detrás de Paula.


Dejo que se acomode y luego lo hago yo; apoyo un codo en el colchón y me sostengo la cabeza con la mano. Con la que me queda libre, aparto el cabello de su oído y casi apoyo mi nariz en su piel; mi aliento tiene que haberla trastocado, porque siento cómo se agita ligeramente. Mi profesional amigo no desperdicia ni un solo instante para disparar su cámara.


Sé que se siente incómoda; por más profesional que quiera mostrarse, lo presiento. Bajo la otra mano y la apoyo en su muslo; ella arquea la espalda, buscando una posición más sensual, y creo realmente que nos vemos demasiado sensuales.


El ruido del obturador de la cámara es incesante, André no desaprovecha ni un fotograma; a continuación, muevo la mano y le practico una sutil caricia en el brazo con el revés de los dedos; en ese instante percibo claramente cómo se estremece.


—Ahora sentaos enfrentados —nos dice mi amigo el fotógrafo. Ella se sienta como un resorte y traga saliva.


—Mi vestido es muy ajustado, André, no creo que podamos hacer esa fotografía —intenta excusarse.


—Venid hacia el final de la cama. Paula, extiende la pierna derecha, y la izquierda déjala que caiga hacia el suelo; tú, Pedro, pon tu pierna por debajo de la que ella tiene flexionada.


—Un momento —interviene Paula, y se remanga el vestido hasta los muslos para poder doblar también la otra pierna—, creo que así está mejor.


—Mucho mejor, Paula —asevera mi amigo.


Claro que está mucho mejor, pero no hubiese quedado muy profesional que yo lo hubiese dicho; esta visión me desconcentra.


Bret vuelve a acercarse para tomar la luz con el fotómetro, como cada vez que hemos cambiado de posición.


—Mirad ambos hacia aquí —nos indica André, mientras cambia el objetivo de la cámara y enfoca con ella. Toma varias imágenes y luego añade—: Ahora jugad con vuestras miradas.


Nos miramos con persistencia y, atreviéndome un poco más, pruebo a cogerla por la nuca con una mano y, con el pulgar, le acaricio la sien, como en actitud de querer besarla; tras ese fotograma, ella pone una mano en mi pecho y yo la suelto para cogerla por el muslo. Paula echa la cabeza hacia atrás, y yo casi pego mi boca entreabierta sobre su cuello. Es un momento muy álgido de la secuencia de fotos, que André captura; el obturador de la cámara se oye ininterrumpidamente, y él nos alienta a que, sin abandonar del todo la posición, hagamos pequeños movimientos.


—Suficiente —corta ella de pronto, y creo que su respiración está agitada; aunque quiere disimular, no lo ha conseguido del todo—. Señor Alfonso, puede vestirse. —Me señala mientras acomoda su vestido, y comienza a andar en dirección a sus colegas para poder ver las tomas en el ordenador.


Caminando pausadamente, voy a vestirme, tal como me ha indicado. Cuando salgo, observo que todos continúan mirando la secuencia de fotos que André ha capturado; él se ha unido a ellos y veo cómo marca cosas en la pantalla. Me quedo a una distancia prudencial para permitirles hablar; están en torno al ordenador y conversan de manera incesante. Intento dilucidar lo que dicen, pero no consigo oír nada porque hablan muy bajo; por esa razón, decido centrarme en sus expresiones corporales, es un truco de los muchos que tengo de tantas horas de negociaciones. Noto que todos están con el cuerpo relajado y, de pronto, asienten con la cabeza, lo que me parece una buena señal.


Paula Chaves, repentinamente, se afirma en la mesa, mira hacia atrás y fija su vista en mí.


Yo permanezco de pie, con las piernas ligeramente abiertas y los brazos cruzados, mientras espero paciente. Se da la vuelta, adoptando una postura muy soberbia, y me dice con un tono que no evidencia ninguna emoción:


—Felicidades, es nuestro chico Sensualité; lo llamaremos para firmar el contrato. Si lo desea, puede quedarse al almuerzo que tendrá lugar dentro de un rato.


Vuelve a girarse, ignorándome nuevamente, y se dirige a sus colegas.


—Entréguenle al señor Alfonso su book de fotos y encárguense del resto del casting; yo me retiro. Del único que se despide es de André; con él cruza unas pocas palabras y luego sale del lugar de forma impetuosa y meneando el trasero.








domingo, 27 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 3






Conduzco con verdadera apatía hasta Saint Clair y, aunque me exhorto a hacerlo, no consigo bajar mis decibelios y dejar mis emociones de lado. Necesito lograrlo para poder centrarme de lleno en la campaña de la nueva colección. Me concentro en buscar en mi interior mi vertiente profesional y le doy prioridad ante todo; no puedo permitir que los problemas personales me derriben en un punto tan importante de mi carrera. En la actualidad, la expansión de la marca ha copado los mercados más relevantes de la moda, colocándonos entre los primeros; por tal motivo, no es momento para desatender nada. Debemos mantenernos y, en lo posible, aprovechar el auge para impulsar el crecimiento.


Unos cuantos empleados salen del ascensor junto conmigo en la planta cuarenta y se dirigen a ocupar sus puestos de trabajo; allí, y un piso más arriba, funcionan las divisiones de Marketing, Finanzas, Administración, Recursos Humanos y Sistemas de Información de Saint Clair; de la división de Producción, sólo se encuentran aquí el departamento de Ingeniería y el de Desarrollo. La fabricación y el control de calidad se llevaban a cabo en los talleres, que se encuentran en el edificio de cuatro plantas que la firma posee en la avenida Montaigne, donde además se ubica nuestra casa
matriz.— Buenos días, mademoiselle Chaves.


—Buenos días —le contesto con cortesía a la recepcionista y me dirijo por la puerta que me da acceso a la planta principal de la empresa. Estela, que me ha visto llegar, se acerca inmediatamente a saludarme; le propino un beso en la mejilla al tiempo que emito un resoplido.


—Estás horrible, parece como si no hubieras descansado.


—Algo de eso hay, pero lo cierto es que quisiera dormirme y volver a despertar para comprobar que todo lo que me ha pasado ha sido una pesadilla.


Me mira calculando mis palabras; acabo de admitir cómo me siento, aunque no he entrado en detalles. A continuación, hago un gesto despreocupado con la mano, dejando el tema de lado, y camino hacia mi oficina con actitud soberbia; necesito trasmitir, sobre todo a mí misma, que todo va sobre ruedas y que nada puede desmoronarme.


—¿Qué ha ocurrido? Hoy, cuando hemos hablado, me has dicho que discutiste con Marcos, pero me pareció entender que era algo sin importancia.


—Dame unos minutos; déjame ubicarme y te cuento.


Mi secretaria ya está en su mesa, trabajando en los asuntos pendientes del día.


—Buenos días, Juliette. Avisa al maquillador y al estilista de que he llegado; tenemos poco tiempo, así que será mejor que se apresuren, por favor.


—Buenos días, Paula. Enseguida los aviso. Ya te he mandado tu agenda de hoy.


—Perfecto, ahora la examino y te digo lo que necesitaré. Aunque creo que lo habíamos organizado todo en función del casting, que seguro que me ocupará la mayor parte del día.


—Así es —me corrobora, mientras me sigue al interior de mi oficina—. Por favor, necesito que me firmes estos cheques: son la paga del fotógrafo y también las de tu maquillador y tu estilista. Te dejo estos dosieres de la campaña. —Me desliza unas carpetas que deja acomodadas perfectamente delante de mí—. Es preciso que los revises y los firmes también, y fírmame aquí —dice, desplegando otra carpeta que abre sobre mi escritorio—: es la aprobación de gastos del casting de hoy, que incluye el almuerzo y los refrescos que se ofrecerán a los asistentes... Perdona, sé que esto ya debería
estar hecho, pero me había olvidado de hacerte firmar; de todas formas, todo está resuelto.


Me dejo caer en mi sillón de directora y emito un suspiro de manera involuntaria. Siento la mirada indagadora de Estela continuamente sobre mí; ha entrado en mi oficina junto a mí y está sentada en uno de los sillones que componen la estancia. Incómoda y muy molesta, cojo mi pluma Aurora Diamante y estampo mi firma donde se me pide; le devuelvo los cheques y la aprobación de gastos a mi secretaria y luego ella se dispone a marcharse.


—Tráenos café, por favor, Juliette.


—Enseguida.


—Bueno, ¿me dirás de una buena vez lo que te sucede?


Miro a mi amiga a los ojos y los entrecierro; no sé si en verdad quiero hablar del asunto, pues necesito concentrarme en el trabajo y dejar de pensar. En ese instante, Juliette nos trae los cafés que le he solicitado, y me anuncia que en la recepción de mi oficina se encuentran los profesionales encargados de acicalarme para las pruebas fotográficas.


—Diles que pasen. Luego hablaremos, Estela —le expreso con cansancio—, dame un respiro, te juro que lo necesito.


—Adelántame algo al menos, presiento que estás a punto de estallar.


—Marcos y yo hemos terminado; esta mañana me ha confirmado que todo se ha acabado.


—No sé por qué no me sorprende.


—A mí tampoco; nuestra relación estaba en una debacle continua, pero me ha cogido por sorpresa porque creí que lucharíamos más por preservar lo que habíamos construido.


Golpean a mi puerta.


—Adelante —digo rápidamente, con el objetivo de dar por terminada la conversación—. Luego te lo cuento con detalle, Estela, aunque no hay mucho más que decir.


—Buenos días, mon amour —me saluda con calidez mi maquillador—. Estás hecha una diosa total; aun con la cara lavada, te ves envidiable.


—Gracias, Louis.


—Hola, tesoro —dice Marcelo, el estilista, a quien devuelvo también el saludo. Les hago sitio sobre el escritorio para que depositen sus cosas y se pongan a trabajar de inmediato en mi imagen.


—Voy al salón a ver cómo va todo. No te demores, así podremos arrancar cuanto antes, que hoy será un día largo —me pide Estela mientras le da el último trago a su café antes de marcharse.


—Sí, lo sé, pero me vendrá bien tanto trabajo; ya sabes: el aturdimiento que provoca siempre ayuda. —Le dedico una sonrisa, que siento que no me llega a los ojos, y ella me tira un beso al aire.



*****

Ya estoy preparada; salgo de mi oficina y le indico a Juliette que me dirijo al salón donde normalmente hacemos los castings, que a veces también usamos como set fotográfico.


—No me pases ninguna llamada hasta que todo termine, así sea del mismísimo primer ministro de Francia; si alguien quiere hablar conmigo, le dices que, cuando me desocupe, le devolveré la llamada.


—Entendido, Paula. Buena suerte, ojalá que aparezca en este primer casting tu chico Sensualité.


—Gracias, July. Ojalá podamos resolverlo hoy y no haya necesidad de hacer una segunda convocatoria.


Entro en el salón. Todo parece estar organizado; el set se ve dispuesto y montado, con el fondo blanco desplegado y las luces, los trípodes, las cámaras y las cajas de luz instalados. 


Echo un vistazo para estudiar el recinto, constatando personalmente que todo está en orden. Lucin, el director de imagen, Estela, mi directora de diseños, y Albert, el director de Marketing, se encuentran en sus sitios, en los extremos de una extensa mesa que se ha dispuesto sobre una tarima, y donde descansa un ordenador con un cable que está conectado a la cámara del fotógrafo. Camino en dirección a ellos; primero me acerco a saludar a André Bettencourt, el fotógrafo profesional; también saludo a Bret Henri, su ayudante. Con este último no tengo demasiada confianza, así que le tiendo la mano en un formal saludo; sin embargo, con André me fundo en un cálido abrazo, ya que hace años que él es quien se encarga de las producciones fotográficas y de vídeo de la firma. Reparo en otras dos personas que también son asistentes de André, pero que no conozco, así que los saludo de pasada.


—¿Todo listo, André?


—Totalmente, guapa; cuando quieras, podemos comenzar.


—Hace mucho que no me invitas a tus fiestas —le recrimino, y no ha sido una buena idea hacerlo, porque termino siendo presa de mis propias palabras.


—Debería retirarte el saludo por lo que acabas de decir; tus palabras no hacen más que confirmarme que es tu secretaria quien redacta las disculpas que me envías.


—Me has pillado, lo siento; maldigo a veces la distancia que me impone ser la CEO de Saint Clair; créeme que quisiera tener más tiempo para los buenos amigos. Por cierto, si no me equivoco se acerca tu cumpleaños, ¿verdad?


—Es la semana que viene; por supuesto, te envié una invitación. Como ves, no me doy por vencido y sigo enviándotela... ¿Acaso preguntas porque piensas revocar tu excusa y asistir a mi fiesta? Si es así, déjame informarte de que la celebraré en la casa de fin de semana de mis padres; no creo que hayas leído siquiera la invitación.


Frunzo los labios y le hago un mohín que a él le hace gracia.


—Creo que tengo muchas ganas de revocar mi excusa; iré a tu fiesta, André, cuenta con mi presencia.


—Esto sí que es una verdadera sorpresa: la reina madre se saldrá del protocolo y se mezclará con los plebeyos.


—No seas malo. Ojalá tuviera más tiempo para hacer vida social. Podemos charlar durante el almuerzo, pero ahora empecemos con esto de una buena vez.


Me acerco al lugar que Lucin y Estela me han dejado entre ellos y me acomodo, al tiempo que saludo a mi director de imagen y al de marketing. Intercambiamos unas cortas frases, y luego le indico a Louis que puede empezar a hacer pasar a los candidatos.


Ya hemos entrevistado a casi la mitad de la gente que se ha presentado, y a cada uno le he encontrado un defecto para que no sea mi chico Sensualité; hasta el momento nadie me parece lo suficientemente sensual y masculino; sólo han pasado buenos modelos de pasarela.


Es el turno del siguiente solicitante. En el instante mismo en que aparece, Estela me aprieta la pierna para que lo mire entrar. No fijo mi vista de inmediato en él, porque en ese momento estoy distraída escuchando algo que me dice Lucin, quien, al captar el gesto que me hace mi amiga, también presta atención; cuando levanto la vista, me centro en el andar que tiene el recién llegado, lo recorro con la mirada por el largo de sus piernas y continúo por su torso, para finalmente anclar mis ojos en su rostro.


La primera impresión es totalmente de estupor, luego pasa a ser de irritación; lo reconozco de inmediato y quiero ponerme en pie y preguntar quién ha sido el que lo ha dejado entrar. 


¿Acaso este fulano cree que dispondrá de mi tiempo en el momento en que se le ocurra? ¿Qué pretende? ¿Que me levante y deje lo que estoy haciendo porque él ha venido a cobrar la reparación de su coche?


Llega hasta la mesa y se para frente a mí; me tiende la mano y yo me quedo mirándolo; necesito respuestas. Estela me da un codazo para que reaccione y, al ver que no lo hago, es ella quien se queda con el book de fotos que me estaba tendiendo y que yo no me decidía a tomar. Intentando entender la situación, me doy cuenta de que, en verdad, el desconocido con el que he chocado a la salida de mi apartamento está ahí para la prueba. Estrecho finalmente su mano, que aún tiene extendida y, entonces, de forma profesional, con seguridad y con una sonrisa entre sosegada y natural, comienza a presentarse.


—Mi nombre es Pedro Alfonso —dice al tiempo que clava su mirada en la mía—, mido un metro ochenta y cinco.


Seguidamente le tiende la mano a Estela, luego a Lucin y, finalmente, a Albert, mientras continúa hablando.


—Mi cabello es castaño claro, y mis ojos, azules. —Vuelve a fijar su vista en mí—. Soy de Lyon, pero en la actualidad resido en París. Tengo treinta años. En el book está mi comp card.


Sin emitir palabra, cojo el book de fotos, que hasta el momento sostenía Estela, y miro una a una las imágenes con el fin de ignorarlo mientras me habla. Advierto de inmediato que las fotos las ha hecho André, así que me asomo por detrás de mi amiga y miro a mi fotógrafo, que en ese mismo instante me hace una seña con el pulgar hacia arriba. Fijo nuevamente la mirada en el candidato y, con
actitud de escudriñar cada centímetro de su cuerpo, apoyo un codo sobre la mesa y dejo que mi mentón descanse sobre mi mano; con gesto serio y concentrado, y como si él fuera una rata de laboratorio, vuelvo a recorrerlo con la vista. 


Al cabo de unos segundos y con el objetivo de cambiar
de posición, dejo que mi espalda repose en la silla y continúo mirándolo; en este momento, todo lo que ansío es hacerlo sentir incómodo. Con el bolígrafo que tengo en la mano, le hago un gesto para que se gire y sigo sin dirigirle la palabra. Interrumpiendo mi escrutinio, Lucin intenta hablar, pero lo fulmino con la mirada.


—La entrevista la hago yo —le indico, y entiende que no estoy de humor. Me incorporo en mi asiento y dedico mi atención a la tarjeta de presentación para leer su nombre—. Señor Alfonso, ¿por qué quiere ser modelo de Saint Clair?


Me mira directamente a los ojos, y sin titubear ni apartar su mirada de la mía me dice:
—Porque necesito el trabajo.


—¿Sólo por eso?.


—Me aconsejaron que fuera sincero, y lo estoy siendo. —Se pasa la mano por el mentón—. Podría decirle que... me hace ilusión ser la cara de la marca esta temporada, o... que aspiro a que se me considere para representar la marca por la que tengo preferencia..., o tal vez le gustaría más escuchar que creo que sería una gran oportunidad para darle empuje a mi carrera de modelo. Pero presumo que, en cuanto revise mi comp card, se dará cuenta de que eso último no es del todo cierto, ya que nunca he ejercido de modelo.


—O sea, que no tiene experiencia en esto.


—Ni la más mínima idea.


—Me temo, entonces, que no ha leído el anuncio de la convocatoria; en él se especifica claramente que quedan excluidos los que no tienen experiencia.


—Me enteré por casualidad de este casting, jamás he leído ese anuncio.


Miro a André, que sostiene con una mano la cámara y con la otra su frente; creo que se siente incómodo ante la arrogancia de su amigo, porque, aunque no lo sé a ciencia cierta, presiento que éste es su amigo. Lo que él no sabe es que haber llegado sumiso no habría ayudado en lo más mínimo, ya que tras el encuentro entre él y yo horas antes no tendría sentido que ahora se mostrara vulnerable.


Alfonso es un gran improvisador; eso me gusta, el tipo está bien plantado, tiene carácter e inteligencia, y lo demuestra. 


Pero no posee experiencia, y yo no estoy para perder el tiempo con novatos. Cierro el book de fotos de golpe y vuelvo a mirarlo, ahora con ojos profesionales centrados en la campaña, intentando dilucidar si lo mando a freír churros o me armo de paciencia y encuentro lo que André ha visto en él. Es obvio que, si mi fotógrafo lo ha hecho venir, es por algo, por eso cuento con él en mi equipo; sé muy bien que, cuando le comento las cosas, siempre me lee la mente más allá de las palabras, y termina descifrando lo que deseo.


En realidad, el desconocido parece adecuado para el trabajo. Debo reconocer que es, hasta el momento, quien más se ajusta a lo que buscamos. Viste unos tejanos oscuros y una camiseta gris con escote en pico que se ajusta en sus bíceps; calza botas informales y lleva el cabello con un peinado intricado, descuidado pero limpio. Me centro en su rostro: las líneas de su cara son bien definidas y angulosas, y sus labios, cuando los junta, forman un medio corazón perfecto. Entiendo que es un candidato verosímil.


—Usted dirá si le sirvo o no.


Miro de nuevo a André, que pone los ojos en blanco; es obvio que, para cualquier otro candidato, ésa no es la actitud indicada, y mi fotógrafo lo sabe. Pero esto ha empezado a divertirme.


El tipo me desafía, no demuestra ni un ápice de respeto a la autoridad que se supone que tengo. Ni aun sabiendo que soy yo quien pongo el pulgar en alto o lo inclino en su contra, se detiene. Estela interrumpe mis pensamientos y habla.


—Señor Alfonso, me temo que buscamos a alguien con más experiencia.


—Quítese la camiseta —interrumpo a mi amiga, casi ordenándole a Alfonso que lo haga. Él me mira con resumida seriedad y luego lo hace. Sus abdominales se ven duros y marcados; se inician en el serrato y están separados en el centro, tanto los superiores como los inferiores, por el recto abdominal; en los lados se le marcan claramente los oblicuos y, afinándose hacia la cintura, se rematan visiblemente los piramidales—. Póngase en el set para que André pueda tomarle fotos.


Gira sobre sus pies y, muy relajado, se dirige hacia donde le indico; si está nervioso, lo oculta muy bien. André le da las indicaciones para que se ponga de frente, de lado y, finalmente, de espaldas a la cámara. Con cada clic del obturador, una nueva imagen aparece en primer plano en el ordenador que tengo frente a mí y del cual no alejo mi vista por nada. André le indica entonces que sonría, y finalmente que haga una pose a su elección.


—Eso es todo —le indica el fotógrafo y entonces él hace el amago de colocarse la camiseta.


—No hemos terminado, señor Alfonso. —Nos miramos lanzándonos chispazos—. Vaya hacia ese biombo —señalo hacia el final de la estancia—. Detrás encontrará ropa interior de nuestra marca; coja la de su talla y colóquesela; luego queremos que venga caminando hacia nosotros para ver cómo sería su andar en la pasarela.


No sé por qué, pero he decidido darle una oportunidad, y sobre todo tener paciencia con él; su petulancia me enardece, pero, centrándome en la parte profesional, sé que debo reconocer que es un buen candidato.


Cuando él se aleja lo suficiente, Estela me dice:
—Como he dicho, creo que necesitamos a alguien con más experiencia.


—Puede adquirirla —se apresura a decir Lucin, y Albert lo apoya.


—A mí me parece, Estela, que es lo que buscamos —asevera mi director de imagen. Yo, por supuesto, me abstengo de emitir juicio alguno.


Cuando Alfonso sale de detrás del biombo, tras haber visto lo trabajado de su torso, no me extraño en absoluto de la definición del conjunto de su cuerpo.


—Camine hacia nosotros, le grabarán en vídeo —le indico elevando un poco el tono de voz.


Mientras los demás estaban ocupados en discutir si era el adecuado o no, yo me había quedado observándolo, así que no estoy muy asombrada de cómo luce sin ropa. Pero la cara de Estela es un poema de pasmo; creo que hasta la mandíbula se le ha caído y no se preocupa en disimular.


—¡¡Madre del amor hermoso!! —profiere. La miro fulminándola, pero entiendo que ese hombre es un adonis, y ella no ha hecho más que pensar en voz alta. Noto que mis colegas de casting casi sueltan una risotada; yo permanezco de piedra. Alfonso llega hasta nosotros y luego le hago regresar para que la cámara pueda cogerlo de espaldas mientras camina; es entonces cuando advierto cómo cada músculo se define de manera armoniosa con el movimiento.


—Cierra la boca, Estela, te entrará una mosca —le suelto, contrariada, y arqueo las cejas mientras le hablo al oído—. Si quieres algo con André, deja de babear con su amigo. —Utilizo un tono bajito para que sólo me oiga ella.


—Lo siento —se disculpa e intenta recomponer su postura.


Cuando Alfonso llega nuevamente al final y la cámara de vídeo se apaga, me pongo en pie y sé que a nadie le extraña mi determinación de ir hacia la cama que está allí montada, en el set. André sonríe, jactancioso; he alcanzado a ver por el rabillo del ojo lo hinchado de orgullo que está por su pupilo. Me sigue de inmediato, puedo sentirlo pisándome los talones; Bret, a su vez, nos sigue a ambos mientras va alargando cables.


—Por aquí, señor Alfonso. Haremos unas tomas parecidas a lo que se ha pensado para la campaña; deseo ver cómo quedamos juntos. André, hazme el favor de ilustrar un poco a tu amigo, que parece perdido; indícale lo que necesitamos que haga.


Yo me siento en el borde de la cama y, muy pronto, Marcel y Louis se acercan a retocar mi cabello y mi maquillaje; mientras tanto, el fotógrafo le da las indicaciones a Alfonso y lo alienta diciéndole que se relaje.