lunes, 28 de septiembre de 2015
DIMELO: CAPITULO 4
—Lo estás haciendo muy bien, aunque te aconsejaría que moderases tu locuacidad.
André me habla pero yo lo oigo a medias, pues estoy sumido en mi lucha interna, batallando contra mi esencia; soy consciente de que, en otro momento, lo hubiera plantado todo y me hubiera ido a la mierda; y a decir verdad, eso es lo que me inquieta: ni siquiera sé por qué sigo aquí, aguantando a esta rubia insípida que se cree el ombligo del mundo.
«Por necesidad, ¿por qué otra cosa iba a ser? Porque necesitas este empleo hasta que consigas uno en lo que tú sabes hacer», me contesto al tiempo que paso una mano por mi cabello.
Con disimulo, desvío la vista hacia esa mujer y, a pesar del fastidio que me causa su postura, no puedo dejar de contemplar lo armonioso que es su cuerpo.
«He de reconocer que tiene buenas piernas, largas, muy largas. Soy un hombre que sabe admirar la belleza femenina, y esta mujer tiene mucha, tal vez de sobra; aunque no me cae bien, no voy a dejar de aceptar que tiene lo suyo. Pero a mí nunca me han gustado las rubias. ¡Bah, sencillamente, no es mi tipo!»
Se ha puesto en pie, y observo que su trasero no está nada mal, y eso que el negro no le hace del todo justicia a sus curvas.
«¿Qué estás pensando? Tendrías que ponerte la ropa e irte; nadie en su sano juicio aguanta que a uno lo humillen como ella te está humillando.»
—Pedro, ¿me estás oyendo?
—Sí, sí, claro. Que actúe relajado, y que mis manos la cojan con naturalidad, porque se notará si es un agarre ficticio.
—Tampoco vayas a meterle mano. Estate tranquilo. —Me hace una seña con la mano como amortiguando el momento—. Ya me entiendes. Yo os iré indicando cómo quiero que poséis, así que por eso no te preocupes. Y no olvides marcar tu musculatura con cada movimiento, para que se defina bien.
—Perfecto.
—¿Está listo, señor Alfonso? Porque, como habrá visto antes de entrar, no es el único que espera para hacer la prueba —pregunta de manera punzante la rubia estreñida, y en ese momento encuentro un motivo para quedarme: ha llegado mi turno de incomodarla.
—Muy listo; cuando quiera, comenzamos.
—Muéstrate sensual. Tú sabes cómo hacerlo, imagina a la última chica que te tiraste y seguramente todo fluirá. Pero controla tus emociones: recuerda que estás en ropa interior.
Agito la cabeza y sonrío, mientras asiento a lo que me dice André casi entre dientes.
Seguidamente, me arrodillo sobre la cama. Ella se ha vuelto a sentar; la miro fijamente a los ojos y me desvía la mirada, simulando que se arregla el cabello.
—Acuéstate boca arriba —me indica mi amigo, y lo hago de inmediato. Antes de que André añada algo más, me dirijo a la rubia en un tono en el que sólo ella puede oírme por la proximidad.
—¿Podría moverse y venir para hacer las fotos? Le aseguro que su tiempo no es más valioso que el mío.
Me mira sin estar segura de que lo que ha oído es real, y hasta una mueca de pasmo se posa en su rostro; a pesar de que lo intenta, no puede disimular su desconcierto.
—¿Quiere que se lo repita?
—Es usted un insolente, ¿quién se cree que es? ¿Acaso no ha visto que fuera hay una extensa fila de modelos que lo pueden suplir en un santiamén?
—Si no le sirvo, me voy. —Empiezo a ponerme de pie, y entonces ella me interrumpe.
—Déjese de payasadas, que todos nos miran.
—Ah... Es de las que les importa el qué dirán. —Hablo en tono de guasa.
Se arrodilla en la cama entre mis piernas, en posición de gateo, y apoya una de sus manos en mi pecho y la otra al lado de mi torso; nos sostenemos la mirada como dos colosos. Yo estoy recostado, con una pierna flexionada, así que levanto una mano y la apoyo sobre su cadera. Uno de los ayudantes de André se acerca con un aparato, que luego me entero de que se llama fotómetro y que sirve para medir la luz; yo continúo sin quitarle la vista de encima a la rubia, y entonces empiezo a notar cómo ella comienza a parpadear más rápido.
«Eso es, un poco más —me aliento a mantener la mirada—; vamos, sostenla, que está a punto de flaquear y evitar la tuya.»
Pero, en ese mismo instante, André nos ordena:
—No os mováis.
Suena el obturador, y entonces ella quiere apartarse, pero yo aferro mi mano en su cadera y no se lo permito. Me siento ligeramente; quiero demostrarle que en una cama, sea cual fuere la situación, el control siempre lo llevo yo; muevo con presteza la mano que tengo libre y la cojo por la nuca; nuestros rostros quedan a escasos centímetros el uno del otro y, entonces, André vuelve a disparar su cámara. Ella ladea la cabeza y mira mi mano, que tengo en su cadera y con la que hago más presión sobre su carne; André vuelve a capturar el momento.Paula, al ver que no puede llevar el control de la situación, quiere reincorporarse; entonces la suelto de la nuca, pero la cojo por una muñeca: me mira entreabriendo los labios y mi amigo dispara nuevamente su cámara. La libero antes de que ella lo intente otra vez.
—Cambiad de posición —nos pide André—. Ahora recuéstate tú, Paula, de lado mirando hacia la cámara, yo daré la vuelta. —André gira alrededor de la cama, supongo que buscando el mejor perfil de ella—. Tú, Pedro, por detrás de Paula.
Dejo que se acomode y luego lo hago yo; apoyo un codo en el colchón y me sostengo la cabeza con la mano. Con la que me queda libre, aparto el cabello de su oído y casi apoyo mi nariz en su piel; mi aliento tiene que haberla trastocado, porque siento cómo se agita ligeramente. Mi profesional amigo no desperdicia ni un solo instante para disparar su cámara.
Sé que se siente incómoda; por más profesional que quiera mostrarse, lo presiento. Bajo la otra mano y la apoyo en su muslo; ella arquea la espalda, buscando una posición más sensual, y creo realmente que nos vemos demasiado sensuales.
El ruido del obturador de la cámara es incesante, André no desaprovecha ni un fotograma; a continuación, muevo la mano y le practico una sutil caricia en el brazo con el revés de los dedos; en ese instante percibo claramente cómo se estremece.
—Ahora sentaos enfrentados —nos dice mi amigo el fotógrafo. Ella se sienta como un resorte y traga saliva.
—Mi vestido es muy ajustado, André, no creo que podamos hacer esa fotografía —intenta excusarse.
—Venid hacia el final de la cama. Paula, extiende la pierna derecha, y la izquierda déjala que caiga hacia el suelo; tú, Pedro, pon tu pierna por debajo de la que ella tiene flexionada.
—Un momento —interviene Paula, y se remanga el vestido hasta los muslos para poder doblar también la otra pierna—, creo que así está mejor.
—Mucho mejor, Paula —asevera mi amigo.
Claro que está mucho mejor, pero no hubiese quedado muy profesional que yo lo hubiese dicho; esta visión me desconcentra.
Bret vuelve a acercarse para tomar la luz con el fotómetro, como cada vez que hemos cambiado de posición.
—Mirad ambos hacia aquí —nos indica André, mientras cambia el objetivo de la cámara y enfoca con ella. Toma varias imágenes y luego añade—: Ahora jugad con vuestras miradas.
Nos miramos con persistencia y, atreviéndome un poco más, pruebo a cogerla por la nuca con una mano y, con el pulgar, le acaricio la sien, como en actitud de querer besarla; tras ese fotograma, ella pone una mano en mi pecho y yo la suelto para cogerla por el muslo. Paula echa la cabeza hacia atrás, y yo casi pego mi boca entreabierta sobre su cuello. Es un momento muy álgido de la secuencia de fotos, que André captura; el obturador de la cámara se oye ininterrumpidamente, y él nos alienta a que, sin abandonar del todo la posición, hagamos pequeños movimientos.
—Suficiente —corta ella de pronto, y creo que su respiración está agitada; aunque quiere disimular, no lo ha conseguido del todo—. Señor Alfonso, puede vestirse. —Me señala mientras acomoda su vestido, y comienza a andar en dirección a sus colegas para poder ver las tomas en el ordenador.
Caminando pausadamente, voy a vestirme, tal como me ha indicado. Cuando salgo, observo que todos continúan mirando la secuencia de fotos que André ha capturado; él se ha unido a ellos y veo cómo marca cosas en la pantalla. Me quedo a una distancia prudencial para permitirles hablar; están en torno al ordenador y conversan de manera incesante. Intento dilucidar lo que dicen, pero no consigo oír nada porque hablan muy bajo; por esa razón, decido centrarme en sus expresiones corporales, es un truco de los muchos que tengo de tantas horas de negociaciones. Noto que todos están con el cuerpo relajado y, de pronto, asienten con la cabeza, lo que me parece una buena señal.
Paula Chaves, repentinamente, se afirma en la mesa, mira hacia atrás y fija su vista en mí.
Yo permanezco de pie, con las piernas ligeramente abiertas y los brazos cruzados, mientras espero paciente. Se da la vuelta, adoptando una postura muy soberbia, y me dice con un tono que no evidencia ninguna emoción:
—Felicidades, es nuestro chico Sensualité; lo llamaremos para firmar el contrato. Si lo desea, puede quedarse al almuerzo que tendrá lugar dentro de un rato.
Vuelve a girarse, ignorándome nuevamente, y se dirige a sus colegas.
—Entréguenle al señor Alfonso su book de fotos y encárguense del resto del casting; yo me retiro. Del único que se despide es de André; con él cruza unas pocas palabras y luego sale del lugar de forma impetuosa y meneando el trasero.
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