lunes, 28 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 5




Necesitaba una tregua o mis nervios habrían terminado por estallar. Entro en mi despacho y me desplomo en el sillón; estiro las piernas, dejando que mis brazos caigan a ambos lados de mi cuerpo, mientras pretendo abstraerme de todo, pero los pensamientos se originan de manera incesante.


«¿Qué ha sido eso? Jamás me había pasado una cosa así. En mis años de carrera, nunca nadie me ha hecho sentir insegura de esa forma. ¿Cómo he podido permitir que un irreverente e inexperto me ponga en esa situación? Lo mío es imperdonable.»


Me dedico a revisar los estados financieros que me han enviado, con el fin de dejar de darle vueltas; sin embargo, por momentos el juego dantesco que me he permitido iniciar con Alfonso regresa a mis pensamientos y me deja desprotegida.


Finalmente lo consigo y paso un buen rato abstraída en mis tareas. Miro la hora; ya es pasado el mediodía. Aunque no tengo por qué, me doy cuenta de que aún continúo con el estómago hecho un nudo de indignación; obviamente no tengo hambre, pero sé que no debo saltarme la comida y al almuerzo no quiero asistir.


«Luego tal vez vaya y haga una fugaz aparición para saludarlos a todos y agradecerles la convocatoria.»


Tras decidir eso, saco la comida que Antoniette ha preparado para mí y me dispongo a ingerir el alimento en la soledad de mi despacho; son unas brochetas de verdura, pollo y manzana, que como con desgana, pero me obligo a hacerlo. Cuando concluyo mi magro almuerzo, me dispongo a seguir con los temas de la empresa, que, a decir verdad, nunca son pocos: mi agenda siempre es un caos de
imprevistos por resolver, y eso que hoy mi secretaria la ha programado teniendo en cuenta que ningún asunto debía interferir con el casting.


«El casting.»


De pronto me doy cuenta de que me encuentro nuevamente pensando en ese momento y en Pedro Alfonso. Un escalofrío me hace sobresaltar y me paso los dedos por detrás de la oreja, como queriendo borrar la sensación de su aliento en mi piel.


«En cuanto tenga sus datos, le enviaré un mensajero con un cheque por el arreglo de su coche; no quiero tener nada pendiente con ese hombre.»


Decidida, levanto el interfono y llamo a mi secretaria, pero no contesta. Echo un vistazo otra vez a la hora y entonces me doy cuenta de que mi asistente aún debe de estar comiendo.


Conforme a la situación, decido recomponer mi imagen y salgo hacia el salón donde se lleva a cabo el almuerzo que se ha organizado para los concurrentes al casting.


Entro y doy una ojeada general al lugar; varios directivos de la marca están allí y rápidamente busco entre ellos a Estela. 


La veo en un aparte charlando animadamente con André y su ayudante; murmuro para mis adentros por la carabina que representa Bret junto a ellos, y me acerco.


—Vaya, la reina madre se ha presentado finalmente —bromea Bettencourt al verme.


—Debía atender algunos contratiempos que requerían mi presencia. Como la elección que me interesaba ha sido rápida del resto os podíais encargar vosotros. De todos modos, sólo he venido a saludar, porque aún tengo cosas urgentes por hacer. —Decido emitir una excusa con total naturalidad, a la vez que doy otro vistazo a la concurrencia. Lo busco inconscientemente, pero no lo veo por ninguna parte; no obstante—. ¿Has tomado imágenes del backstage?


—Todo capturado. Te aseguro que la campaña será un éxito, y debes reconocerme el mérito de haber encontrado a tu chico Sensualité —se jacta André, y no puedo evitar hablar de Alfonso.


—Esperemos que su inexperiencia no juegue en nuestra contra —valoro con suspicacia.


—Creo que hoy ha demostrado que no se amedrenta por ser un inexperto.


—Veremos —contesto a mi amiga, restando importancia a su comentario; no tengo ganas de colgarle medallas a Alfonso.


—Luego editaré el vídeo y te lo pasaré, así los del departamento de imagen lo podrán subir a la página de Saint Clair.


—Gracias, André. Si nos disculpas...


Me alejo unos pasos de él y le hago señas a Estela, que me sigue de inmediato.


»¿Todo en orden?


—Si te refieres a... si fue apresurada la selección de Pedro, te digo que no. —Me empalaga que Estela lo llame por su nombre—. Te aseguro que no apareció otro mejor. ¡¡Madre mía, cómo está la maquinaria de guerra de Alfonso!!


—No es oro todo lo que reluce.


—Bueno, me pareció un poco pedante, pero está macizo, no puedes negarlo, y para ser un novato es muy desenvuelto; además, me encanta la pareja que hacéis, es incuestionable que esas fotos han quedado de lujo.


—¡Es insoportable! Pero ya lo pondré en su sitio —intento quitarle valor a las cotas de su físico, porque conversar con Estela de ese tema es casi como subirse en marcha a un tren de alta velocidad.


—Y tú, ¿cómo estás?... por lo de Marcos, digo.


—Mejor de lo que pensaba que estaría, pero empieza a fastidiarme esto..., quizá porque no estoy con el mejor humor, así que saludo y me voy. ¿El engreído no se ha quedado? —decido preguntar como de pasada.


—No, ¿por qué te interesa saberlo?


—Porque hubiera sido bueno grabarlo en el backstage. —Encuentro una respuesta práctica, no quiero pensar en el porqué verdadero.


—Realmente, no sé cómo te lo has hecho para sobrellevar las tomas; conociéndote, no me lo explico. En determinado momento, cuando intervine, mi intención era librarte de él y que no terminaras malhumorada el resto del día; mientras lo escuchaba y miraba tu gesto, estaba calculando lo que luego tendríamos que aguantar nosotros. Porque, mi vida, cuando estás cabreada, es para partirte algo en la cabeza.


—Ese idiota... ¡Si yo te contase!


—¿El qué?


—Ahora no, quiero salir de aquí, Estela. Ven a casa esta noche y cenamos juntas; prometo explicártelo todo.


—Me tienes en ascuas desde que llegaste esta mañana.


—¿Quién tiene la tarjeta de memoria con las fotografías del casting? Quiero empezar con la selección hoy mismo.


—No te preocupes, ya se lo he pedido a Louisa, ella se encargará de llevártela. En cuanto termine la hora del almuerzo, la tendrás en tu despacho.


—Perfecto.


Charlamos un rato más con André, y luego saludo brevemente a la concurrencia, agradezco el interés con el que se han acercado a la convocatoria, me hago algunas fotos informales con los modelos, converso un rato más para no ser descortés y después me marcho del lugar.



****


El resto de la tarde lo paso trabajando en mi despacho. 


Cuando me quiero dar cuenta, es casi entrada la noche y ni me he enterado, el tiempo se me ha pasado volando. Emito un hondo suspiro y me pongo en pie. Me duele un poco la espalda de estar tantas horas sentada, así que decido estirar la musculatura y me acerco hasta uno de los ventanales que van del techo al suelo; agobiada, admiro la vista nocturna de La Défense. Mientras miro hacia la lejanía, me pongo a pensar y me percato de que así me he pasado todo el día, piensa que te piensa. Deduzco que he retrasado mi marcha para no palpar la soledad que me espera en mi casa. 


Comprendo que trabajar me ayuda a alejar los recuerdos
que ya empiezan a formar parte de mi pasado... Marcos y yo hemos roto y, con el correr de las horas, las palabras que me ha dejado escritas se van haciendo cada vez más reales. 


Finalmente apago el ordenador, después las luces y recojo mis pertenencias dispuesta a marcharme. Benoît, el portero del edificio, no se asombra al verme salir a esa hora; por lo general, acostumbro a quedarme hasta después de que todos se hayan ido. En ese momento, tengo en consideración todo lo recapacitado y pienso nuevamente en Marcos, en sus quejas; concluyo que tal vez un poco de razón sí tiene, pero yo tengo una meta y, si él no puede subirse a mi tren, creo que la decisión que ha tomado resulta la más acertada. Después de todo, cuando me conoció mis planes estaban ya en marcha y mis sueños también; nunca le dije que las cosas serían de otra forma, nunca le prometí una vida como la que él me reclamaba.


Conduzco hasta mi apartamento. La ciudad está atestada de gente, debido a que julio y agosto son los meses en que más turistas recibe París, y no me extraña: amo París durante todo el año, pero en verano, mucho más; por eso entiendo la fascinación que la gente tiene por esta ciudad tan mítica, bella y repleta de historia. Y con la llegada del buen tiempo, las calles florecen con las meriendas al aire libre en las terrazas de los cafés, en los céspedes de los jardines y en las orillas del Sena.


Llego a mi casa; no me equivoqué, me parece más grande que de costumbre. Estelle finalmente ha salido con André; él la invitó, durante el almuerzo, a una muestra de fotografía y, al oír la proposición, no pude evitar alentarla a que fuera, así que la liberé de nuestra cita previa.


Es viernes por la noche y yo me encuentro sola y sin plan. 


Estoy en el inmenso salón de mi apartamento, y ni siquiera tengo un perro o un gato que me haga compañía; no tengo a nadie a quien darle amor. Miro a mi alrededor, y la opulencia y el lujo de los muebles y las paredes me agobian; pienso en salir, pero al instante considero que no es buena idea: donde sea que vaya, no hallaré la paz que necesito; a veces, ése es el precio de la fama: no poder salir a ningún lado sin que la gente me mire como si fuera un bicho raro. Aunque la verdad es que estoy bastante acostumbrada a eso, es la vida que he elegido, sólo que hoy mi corazón herido no quiere lidiar con nada extra. Me aliento a ponerme cómoda y luego busco en la nevera lo que Antoniette me ha dejado preparado para comer durante el fin de semana; el sábado y el domingo son sus días libres, porque se supone que yo los paso con Marcos. Y ahí está Marcos otra vez, invadiendo mis pensamientos. Sacudo la cabeza, no puedo seguir por ese camino. No obstante, eso me lleva a preguntarme lo que en verdad siento por él. Hago un rápido repaso mental de nuestra relación, evalúo nuestros sentimientos y, aunque estoy enojada y me duele la soledad, increíblemente no me duele su partida... ¿Acaso es eso normal? Se supone que estoy enamorada de él, entonces... ¿por qué no estoy llorando como una loca por haberlo perdido?


El pitido del microondas hace que regrese a la realidad. 


Saco la tortilla de calabacines y me siento a la isleta de la cocina, donde lo he dispuesto todo para cenar. Leo y releo la nota de Marcos, y no puedo creer que, después de dos años, se haya despedido de mí de manera tan infantil y cobarde: ni una llamada, ni un mensaje, sólo una carta, fría e impersonal. La doblo en cuatro y la dejo a un lado; eso es lo que debo hacer: dejarlo todo a un lado.


Revuelvo con el tenedor la comida, y sólo consigo tragar unos pocos bocados. No tengo apetito.


Finalmente me levanto del taburete y meto los trastos en el fregadero. Camino desganada hacia el baño y me lavo los dientes. Luego cojo mi ordenador portátil: he decidido dar el día por terminado metiéndome en la cama. Antes de hacerlo, busco en mi portatarjetas SD y saco la tarjeta de memoria que contiene las imágenes del casting; la introduzco en mi Mac y me pongo a ver a los seleccionados.


Quiero abocarme a la tarea de decidir los que estarán en la pasarela este año. Cuando abro el archivo, hay dos carpetas visibles en la pantalla: una se denomina «Pedro Alfonso» y, la otra, «Preseleccionados». Sin poder resistirme, abro la de Alfonso y comienzo a pasar una a una las fotografías hasta llegar a las que nos hicimos juntos. El corazón comienza a palpitarme con fuerza, lo noto latir con urgencia en mi carótida y no puedo explicarme por qué me siento así. Varias veces durante el día me he sorprendido repasando, una y otra vez, desde el momento en que lo he visto por primera vez en la puerta de mi casa hasta el instante en el que le anuncié que era el elegido. Pedro me pone nerviosa, no encuentro otra explicación. Continúo mirando las imágenes y me gusta cómo nos vemos juntos.


«Estoy segura de que, con sus fotos, la campaña será todo un éxito; las mujeres morirán por él y será una buena difusión de la marca.»


Suspiro ante mis apreciaciones. Sé que son ciertas, pero un sentimiento contradictorio que no puedo explicar se instala de pronto en mí. De la nada, comienzo a imaginarme a todas las mujeres babeando por él, y a él todo engreído, con ese aire de sobrado que tiene, y siento que mi enfado hacia Alfonso se acrecienta. Cierro el ordenador de un manotazo para que su imagen desaparezca de mi vista. Muy disgustada, vuelvo a levantarme de la cama y salgo de mi habitación. Durante unos minutos, me quedo junto a la puerta, apoyada contra la pared y sosteniéndome la cabeza. 


Decido subir por la escalera de caracol que me lleva a la terraza, y salgo para impregnarme del aroma a verano y del aire de la noche de París. Mi casa es un apartamento de tres plantas, situado en el complejo privado de Plaza Foch, sobre la anchísima avenida Foch, por lo que no tengo una vista directa hacia la calle, pero el bullicio de la circulación alocada se alcanza a oír desde allí.


Llego a la conclusión de que he tenido un día atípico y que por eso no logro reconocerme a mí misma; no soy precisamente una persona indecisa, pero así me he sentido todo el día. De pronto tengo un pensamiento, y con la misma rapidez que lo tengo procuro deshacerme de él; no obstante,
en ese momento resuelvo dejarme llevar por el primer instinto que tengo y me apremio a no cuestionarme nada hoy.


—Vamos, Paula, vive la vida y que nada te detenga. Las cosas pasan porque tienen que pasar. Bajo hasta mi dormitorio y busco en el vestidor algo que ponerme. Me iré a tomar una copa. Así que, con rapidez, me visto sencilla: unos pantalones vaqueros, una camiseta de tiras de color negro con un ribete de cuadrillé, sandalias negras de tacón y, de abrigo, una cazadora de cuero; creo que ese look me sienta bien. No me maquillo, la idea es no llamar demasiado la atención. Un poco de perfume, cojo mi bolso y, sin pensarlo dos veces, porque si lo hago me voy a arrepentir, me obligo a salir de casa. Abro el garaje para poder sacar mi coche, y me monto en este. Al llegar a la entrada principal del barrio privado, oprimo el mando a distancia para que el portón automático se accione.


Cuando tengo paso, salgo en dirección al barrio Saint-Germain-des-Prés. Tomo la avenida Champs Élysées, cruzo el puente de la Concorde y luego continúo por el bulevar Saint-Germain. Encuentro justo un hueco y estaciono; estoy cerca de mi destino, así que camino hasta la calle de lʼAncienne Comédie, donde se encuentra el tradicional Pub Saint Germain.


El lugar está atestado de parisinos y turistas, como siempre; en realidad, casi todo París es así.


En la planta baja y en las mesas de fuera no queda ni un mísero sitio libre; subo a la primera planta y un camarero me indica que ascienda un piso más, que ahí encontraré sitio.


El recinto está a media luz y tintado en tonalidades rojizas y decoración zen; decido acomodarme en una mesa para dos personas y me doy ánimos para entusiasmarme aunque esté sola.


Muy pronto vienen a tomar nota; quiero pasarlo bien, así que me decanto por pedir un Alabama Slammer. Mientras espero mi copa, que no se demora demasiado, advierto que un grupo de jóvenes me ha reconocido, así que comienzan a hacerse señas unos a otros sin disimular. El más desinhibido de todos, en el momento en que están a punto de irse, se anima y se acerca hasta mi mesa.


—Disculpa, no deseamos molestarte, pero... ¿podrías sacarte una foto con nosotros?


—Desde luego. —Obviamente no tengo ganas de hacerlo, pero le pongo toda mi energía al momento.


Me levanto, meto los dedos en mi pelo con la intención de acomodarlo y me sitúo en medio de los seis jóvenes, que le piden al camarero que nos fotografíe; finalmente terminan siendo dos. Muy educadamente, me agradecen el gesto y yo me dispongo a regresar a mi sitio. Cuando intento dar un paso, oigo que me llaman y creo que estoy alucinando porque me parece oír la voz de Estela. Miro hacia el fondo del salón, lugar desde donde me ha parecido que provenía la voz, y ahí la descubro haciéndome señas para que la vea; me quedo a cuadros cuando advierto con quién está: André y Pedro Alfonso la acompañan. De pie como una tonta en medio del salón, levanto una mano y realizo un tímido saludo; mi amiga y André continúan con las señas para que me acerque a ellos, así que, sin más remedio y maldiciendo mi suerte, cojo mi copa y mi bolso y camino hacia el sitio donde ellos se encuentran.


—Si no fuera por tus admiradores, no te hubiéramos visto. Jamás hubiera creído que te encontraría aquí.


—Yo mucho menos —le contesto a Estela mientras la saludo. Luego saludo a André y, por último, a Alfonso, que se ha puesto de pie como todo un caballero.


—¿Cómo le va, Alfonso?


—Llámalo Pedro, no estamos en el trabajo —me reprende mi amiga, y casi la fulmino con la mirada—. Pedro nos ha contado cómo os habéis conocido; ya sabemos que no ha sido en el casting. — Estela se muere de risa—. Pedro aún no puede comprender cómo, después de todo, ha conseguido el trabajo.


Lo miro, clavando mis pupilas azules en las suyas.


—No le creía tan indiscreto.


—Eso no es una indiscreción —me retruca Estela, y parece que se ha convertido en su defensora personal.


—Bueno, considerando que la imprudencia fue tuya, quizá no querías que nadie se enterara, así que pido disculpas por desvelar tu descuido.


«¿Quién le ha dado permiso para tutearme? Es un insolente.» Tras ese razonamiento, ignoro su comentario y me dirijo a André, que nos mira a todos mientras bebe de su Lynchburg Lemonade.


—¿Qué tal la muestra, André?


—Todo ha salido muy bien, gracias por preguntar.






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