sábado, 26 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 17





Los siguientes días fueron idílicos. Pedro demostró ser un amante ardiente y rara vez perdía de vista a Paula. 


Compartir la habitación no era suficiente: Tenía que tocarla todo el tiempo, sino con las manos, al menos con la vista.


Las noches de ambos estaban llenas de una pasión que a los dos los mara­villaba. Durante el día, cuando Juana estaba con ellos, le transmitían su felicidad a la pequeña, quien la compartía con dicha.


Iban seguido al pueblo y paseaban por las tiendas que flanqueaban sus calles pintorescas. Cierta tarde visitaron a Juan Meadows en su tienda de artesanías. Él los recibió con cordialidad y no dio señales de recordar la rudeza con que Pedro lo había tratado la última vez.


Para Paula fue una gratificación el que Pedro evi­denciara un auténtico interés en el trabajo de Juan y le hiciera preguntas corteses con respecto a los objetos en exhibición. 


Los dos hombres, tan totalmente dis­tintos, charlaban amistosamente. Sin embargo,Pedro mantenía un brazo sobre los hombros de Paula, en actitud posesiva. Era una declaración de pertenencia que no fue pasada por alto.


Disfrutaban de frecuentes salidas, pero los momen­tos preferidos eran las noches tranquilas pasadas cu casa, cerca del fuego, compartiendo sus pensamientos mientras bebían vino.


Por lo general, Paula se sentaba en una punta del sofá, mientras Pedro se acostaba de espaldas y apoya­ba la cabeza en su falda, tal como lo había hecho la noche en que los padres de ella hicieron su aparición sorpresiva. Pedro le habló de sus ambiciones, mien­tras gesticulaba con manos expresivas, los ojos bri­llantes por un fuego interior.


Pero no importaba cuan interesante fuera el tema, muy pronto la conversación se desvanecía y las manos que habían puntuado las palabras de Pedro comenzaban a acariciar a Paula hasta que el fuego que ardía en la chimenea no era nada comparado con la conflagración que los quemaba a ambos.


Cuando los padres de Paula llamaron por teléfono antes de su viaje de regreso a Nebraska, Paula no tuvo que fingir felicidad. Les insistió en que pararan en Whispers, pero compromisos previos los obliga­ban a regresar a casa inmediatamente después de la conferencia de pastores. 


Paula colgó, no sin antes asegurarles que era muy, muy feliz. Y, en ese mo­mento, lo era.


Daban largos paseos por el bosque una vez que Paula y Juana terminaban las lecciones y antes de que Betty y sus chicos llegaran para su clase de lenguaje de señas. A menudo Paula preparaba un almuerzo para picnic, y entonces se sentaban sobre mantas viejas y comían junto a un arroyo y bajo los álamos, que ahora estaban sin hojas por la cercanía del invierno.


Cierta tarde luminosa, en una de esas salidas, cuando terminaron de comer, Juana sucumbió a la somnolencia y se quedó dormida, acurrucada sobre la manta. Pedro se recostó contra un árbol y atrajo a Paula hasta ponerla entre sus rodillas flexionadas y la apretó contra su pecho.


—Si me pongo más cómodo, tal vez imite a Juana —murmuró Pedro con voz de sueño cuando ella apoyó la cabeza contra su pecho —Adelante, hazlo —dijo ella y los cubrió a los dos con otra manta.


La respiración pareja de Pedro fue como una cadencia que arrulló a Paula, quien pronto comenzó a cabecear. En esa región que existe entre el sueño y la vigilia, una serie de pensamientos inquietantes invadieron la tranquilidad que la rodeaba. Durante días, Paula había apartado de su mente todo pensa­miento sobre Susana. El afecto de Pedro era innegable, pero incluso en lo más ardiente de la pasión de ambos, él jamás le dijo que la amaba.


¿Alguna vez él y Susana se habrían sentado así, en el bosque? ¿La manera de Pedro de hacerle el amor habría sido más ferviente? ¿Podría alguna vez amar a Lauri con la misma intensidad? Esas preguntas pertur­badoras debieron de haberla hecho moverse, porque los brazos de Pedro la abrazaron con más firmeza y él le preguntó en voz baja:
—¿Sueños feos?


Ella negó con la cabeza, pero sus reflexiones habían destrozado la euforia de ese día y permitido que la duda se infiltrara en su conciencia.


Justo cuando estaba por enderezarse y apartarse de Pedro, sintió que sus manos la exploraban. Pedro le puso las manos en la cintura y las deslizó entre el suéter y el cinturón de los jeans. Eso bastó para que Paula sintiera las conocidas oleadas de deseo que la convertían en una persona lánguida y maleable.


El suéter estaba un poco levantado cuando él le deslizó las manos debajo. Paula sintió su roce en los pechos; su caricia era tan suave y tierna como lo había sido la primera vez. Él conocía tan bien su cuerpo y, sin embargo, la hacía sentir que cada vez que la tocaba era un nuevo descubrimiento.


—¿Pedro?


—No molestes a un hombre cuando está ocupado —le gruñó en la oreja.


De pronto,Paula sintió timidez. Si no podía decirle a Pedro que lo amaba, al menos quería decir algo que le permitiría tener alguna idea de lo que ella sentía por él.


—Quería que supieras que cada vez que tú... noso­tros... estamos juntos... yo... bueno, es algo muy especial para mí.


Las manos de Pedro se detuvieron y le palmearon con suavidad los pechos. Estaba alarmantemente inmóvil.


—Paula—dijo, con voz ronca—. Mírame.


Ella le recostó la cabeza en el hombro y la inclinó un poco hacia atrás para poder verlo.


—También para mí es muy especial —dijo Pedro y le dio un beso que hizo que a Paula le pulsara la sangre en las venas.


Las manos de Pedro bajaron de sus costillas a su cintura y, después, por el abdomen, subieron a sus pechos. Se los levantó, jugueteó con sus pezones y le mordisqueó una oreja. Paula dejó escapar un suave gemido y se movió contra la mano que ahora estaba en uno de sus muslos.


Cuando trató de soltarle el botón de los jeans, Paula se dio cuenta de lo que estaba por suceder y empezó a sentir vergüenza  y cohibición.


Pedro, no —jadeó y trató de apartarse—. No aquí —dijo y arregló su ropa debajo de la manta.


— ¿Por qué no? —preguntó él con un brillo travieso en los ojos—. Es divertido hacerlo en un bosque. Piensa en los vikingos, en los romanos, en Robin Hood y Lady Marian...


—Pues yo no soy una de ellos. Además, tu hija está aquí, al lado. —Indicó a Juana, dormida, con una inclinación de cabeza. Todavía mantenía las manos de Pedro lejos de ella y no se atrevía a soltárselas.


—Está dormida —argumentó él—. Vamos, Pau. Por favor. —Ahora Pedro gimoteaba y se inclinó para rozarle la boca con el bigote. Era un arma peli­grosa, y vaya si sabía cómo emplearla 


—¿Y si alguien llegara a pasar?


—Se sentiría incómodo y miraría hacia otro lado.


—¡Y yo quedaría mortificada! —exclamó Paula. Después suavizó el tono y lo dejó lleno de promesas. —¿No puedes esperar hasta esta noche? —preguntó con expresión provocativa.


—Bueno —gruñó él—, supongo que no me queda más remedio. Tú bésame una vez y yo te besaré, y entonces nos volveremos a casa. —Ella no vio el brillo en sus ojos, y le pareció una propuesta razonable.


Giró la cabeza y lo besó en la boca. Fue un beso sin pasión, pero le transmitió todo el amor que le tenía. Cuando finalmente se apartaron, él dijo:
—Ahora me toca a mí.


—¿Qué haces? —Paula se sorprendió cuando él le levantó la delantera del suéter.


—Estoy aprovechando mi beso. Yo no dije que besaría.


Levantó la suave tela tejida, metió la cabeza debajo y le besó, primero un pecho y después el otro, dejándoselos húmedos y excitados. Cuando volvió a mirar a Paula, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas de amor.


—Uno más, por favor —dijo Pedro y cerró su boca sobre la de ella.


Paula estaba segura de una cosa: que él no había estado pensando en Susana.



****


—Tengo algunas cosas que hacer en la ciudad —dijo Pedro a la mañana siguiente cuando espió por un rincón del aula—. ¿Qué te parecería si, de paso, compro tamales caseros para el almuerzo? El otro día conocí a una señora que los prepara en su casa. Los probé, y son deliciosos.


Paula rió cuando él chasqueó los labios.


—Bueno, si te gustan las mujeres gordas, creo que comeré tamales para el almuerzo


—Me gustas tú —dijo él y le recorrió el cuerpo con mirada lasciva—. Te veré más tarde —dijo con mali­cia—. Adiós, Juana —le dijo a su hija, que estaba muy ocupada apilando los bloques que habían usado para la clase de sumas. Ella le contestó y Pedro se fue.


Transcurrió alrededor de media hora hasta que Paula, que ya esperaba a Pedro de vuelta, llevó a Juana a la cocina.


—Te gustará esto —le dijo y sentó a la pequeña frente a la mesa de la cocina."Inventaremos un juego para ver si sabes la diferen­cia entre la leche blanca y la chocolatada. —Como de costumbre, Paula hacía, además, las señas correspondientes a cada palabra. Juana la observaba con interés: las lecciones sobre comida eran sus preferidas.
"Muy bien —prosiguió Paula—, llenaré dos vasos, ¿ves? Uno tiene leche blanca y el otro, leche choco­latada. Quiero ver cómo los nombras. —Cuando Juana hizo correctamente las señas de leche blanca y leche chocolatada y pronunció las palabras como pudo, Paula dijo: —Ahora te daré una pajita. Iré poniendo los vasos frente a ti y tú me dirás qué leche contiene. ¿Has entendido?


Juana asintió, y los rizos rubios se balancearon alrededor de su cara.


—Tápate los ojos para que no puedas ver —le indicó Paula. 


Cuando estuvo segura de que Juana no hacía trampa, Paula colocó la pajita en el vaso de leche blanca. Juana bebió un sorbo e hizo la seña correcta. Repitieron el ejercicio hasta que Paula tuvo la certeza de que la pequeña manejaba bien las pala­bras y podía asociar el sabor con el nombre adecuado.


Acababan de completar el ejercicio cuando Pedro entró por la puerta de atrás con un paquete con tamales de un aroma delicioso.


—¿Qué hacen ustedes dos? —preguntó, puso el paquete en la mesada y se quitó la chaqueta


Veamos si Pedro también puede hacerlo, le dijo Paula a Juana, y la chiquilla aplaudió encantada. Paula le explicó a Pedro las reglas del juego y, para diversión de Juana, él simuló no estar seguro de su capacidad para hacerlo de la manera correcta.


Hizo una gran actuación para cerrar los ojos, pero finalmente bebió un sorbo con la pajita y dijo, por señas: Es leche blanca. Pero cuando Paula buscó el vaso con la leche chocolatada, descubrió que Juana se la había tomado casi toda.


—¡Juana! la regañó, pero todos comenzaron a reír a carcajadas. La pequeña se señalaba el labio superior, sobre el que lucía un bigote marrón oscuro de chocolate, que ella comparó con el de su padre.


Tú también, Paula, le indicó por señas. Tú también.


Paula hizo como que protestaba, pero Juana y Pedro insistieron. Ella levantó el que tenía leche chocolatada y bebió un sorbo grande, asegurándose de que le quedara parte en el labio superior. Juana soltó una carcajada y se puso a bailotear. Cuando finalmente la serenaron, Paula le dijo:
—Sube y lávate la cara y las manos mientras yo preparo el almuerzo. —Juana la obedeció muy contenta.


—¿Y tú no te vas a lavar la cara? —le preguntó Pedro con una sonrisa burlona—. Ese bigote no armoniza con tu pelo.


—Caramba, lo había olvidado —contestó ella y giró hacia la pileta.


—Permíteme —dijo él y la tomó de los hombros.


Con la lengua le quitó enseguida el bigote de leche pero, como sucedía cada vez que se besaban, el abrazo se prolongó. Los brazos de ella lo rodearon y se be­saron durante mucho tiempo, hasta que los dos se apartaron sin aliento.


—Si seguimos así no podrás comer tu almuerzo —balbuceó ella mientras con la lengua jugueteaba con el mentón de Pedro.


—Es posible que yo quiera cambiar el menú —dijo él y la besó en el cuello.


—Los tamales se enfriarán. —Paula suspiró cuando Pedro encontró un punto muy sensible.


—Para eso se inventó el horno de microondas. ¿No lo sabías? —le murmuró él al oído.


Paula respiró con aire resignado y se separó de sus brazos.


—Portémonos bien. Juana estará aquí en cual­quier momento exigiendo su almuerzo.


—¿Dónde está esa pequeña diabla? —preguntó Pedro—. Espero que no se haya vuelto a escapar. —Su mirada se llenó de ternura al observar a Paula. En ese momento recordaba, tal como lo hacía ella, que la noche en que Paula había desaparecido fue también la primera en que estuvieron juntos.


—Iré a ver en qué anda —dijo enseguida Paula—. Si a ti no te importa poner la mesa. —Él sacudió la cabeza y Paula salió corriendo de la cocina antes de que Pedro volviera a abrazarla.


Subió por la escalera y se dirigía al cuarto de Juana cuando notó movimiento en el suyo. Por favor, que no sea otro desastre, pensó Paula mientras abría más la puerta.


Entonces se le paralizó el corazón.


Lo primero que vio fue el par de zapatillas de baile de satén rosado. Sin duda habían pasado por muchos ensayos, porque la parte redonda y chata de los pies estaba gastada y las cintas de satén se veían muy arrugadas.


Las zapatillas se encontraban entre fotografías, ropa, vanos programas de teatro y una carpeta gran­de de recortes encuadernada en cuero. Azorada, Paula miró la puerta abierta del placard de donde se habían sacado las cajas que guardaban esas cosas.


Juana estaba sentada en el piso y miraba con gran concentración una de las fotografías. Lenta­mente, Paula se le acercó y atrajo su atención.


Paula, ¿ves? Linda señora, le indicó por señas la pe­queña y le mostró la fotografía que tenía en la mano.


Con mano temblorosa, Paula tomó la foto y observó a la mujer inmortalizada en ella. Era her­mosa. Usaba ropa para practicar baile. Las medias gruesas para calentar las piernas que casi forman parte de la anatomía de una bailarina abrazaban sus extremidades bien torneadas y acentuaban la per­fección de sus muslos.


Estaba recostada contra la barra como para descansar de pliés y tendus. Miraba directamente a la cámara, sin ninguna pose, como desafiando a la lente del fotógrafo a encontrarle algún defecto. Tenía el pelo oscuro, con raya al medio y peinado en un chignon. Sus ojos oscuros eran el rasgo más llamativo de su rostro con forma de corazón. —Sí, es muy bonita —dijo Paula con voz casi inaudible. Inconscientemente se había dejado caer al piso junto a Juana. La visión de la mujer que todavía poseía el corazón de Pedro le había hecho bajar los hombros.


—Eh, ustedes dos, muero de hambre. ¿Qué está pasando allá arriba? —La voz alegre de Pedro arrancó a Paula de sus sueños, pero antes de que ella tuviera tiempo de recuperarse, él ya estaba de pie junto a la puerta. Sus ojos y su cara se encendieron con una son­risa, pero cuando vio el desorden —las cajas con su contenido diseminado por el suelo sin respeto por su antigua dueña; la pequeña y la mujer que habían mancillado la memoria de su esposa—, sus facciones se endurecieron hasta convertirse en una máscara sombría.



Paula giró la cabeza para no verla; no pudo presen­ciar ese dolor terrible. Le quitó las zapatillas de baile a Juana, quien ya empezaba a probárselas.


Juana, ve a lavarte la cara y las manos, le dijo Paula por señas. La pequeña comenzó a protestar y a tratar de tomar de nuevo las zapatillas, pero Paula le dijo:
—¡Ve! —La fuerza de la orden no permitía ninguna discusión, y Juana pasó junto a su padre, que estaba de pie junto a una fotografía y la miraba, ajeno a todo lo que lo rodeaba.


Cuando la chiquilla abandonó el cuarto, Paula dijo:
—Lo siento, Pedro. Supongo que Juana se puso a revolver las cosas. Yo las recogeré y...


—No, no lo harás —saltó él—. Deja las cosas donde están. Yo ordenaré y guardaré todo.


Paula dejó caer las zapatillas de satén rosado como si le quemaran la mano.


—Está bien —dijo y salió corriendo del cuarto.


Pedro seguía de pie en medio de la habitación, los ojos fijos en las fotografías diseminadas por el suelo.


****


Paula le preparó a Juana un sándwich de manteca de maní y jalea. La pequeña conversaba con Conejito, que estaba sentado sobre la mesa, junto al plato, mientras ella comía. 


Paula le dio todo lo que Juana le señalaba. Esa costumbre estaba absolutamente prohibida en cualquier otra circunstancia, pero en ese momento Paula carecía de la energía necesaria para que le importara.


Cuando Juana terminó su almuerzo, Raul y Raquel llegaron por la puerta de atrás para invitarla a ir a jugar a su casa. 


Paula le puso un suéter —el que Pedro le había traído de su viaje a Alburquerque— y le pidió a Raul que la trajera de vuelta media hora después.


—Por supuesto. De todos modos, tenemos que dormir la siesta —dijo Raul cuando acompañó a Juana a bajar los escalones que conducían al patio.


Paula los vio alejarse, pero en realidad no les estaba prestando atención. Grabadas en la parte posterior de sus párpados seguían las fotografías de la bailarina que miraba a la cámara con tanto aplomo.


¿Qué le había causado la muerte? Pedro jamás se lo había dicho. Evitaba por completo el tema de su es­posa. Paula no sabía nada de ella, salvo que era bailarina clásica y se había presentado en una prueba para actuar en el coro de Grease y allí había conocido al hombre con el que se casaría.


¿Había muerto en un accidente? ¿En un accidente de aviación? ¿Había contraído una terrible enferme­dad que le había costado la vida? ¿Tuvo un derrame cerebral? Seguro que no, siendo tan joven. ¿Qué le había ocurrido?


Paula sacó de la mesa los platos que Juana había usado y tiró en el tacho de basura el paquete con los tamales. La casa estaba en silencio. Deambuló por las habitaciones en busca de algo que hacer para llenar el vacío de su alma, pero no encontró nada. Contó los minutos que faltaban para que volviera Juana, y cuando la pequeña regresó Paula sugirió que miraran un libro. Juana entró en el aula y eligió uno sobre diferentes clases de transportes.


Se instalaron en el sofá y hablaron de automó­viles, ómnibus, aviones y barcos en ese gran libro ilustrado. Hacía dos horas que Pedro estaba en el piso superior cuando Paula oyó que bajaba por la escalera.


Paula se preparó para lo que la esperaba. ¿Cómo estaría Pedro ahora? ¿Cómo reaccionaría frente a lo ocurrido? Cuando lo miró, lo supo.


Usaba pantalones, chaqueta deportiva y corbata: un atuendo nada común en él desde su llegada a Nuevo México. En la mano izquierda portaba una valija y de su hombro derecho colgaba un impermeable.


Paula se puso de pie cuando él se le acercó y le aferró las manos en la cintura. Había llegado el momento.


—Paula, me vuelvo a Nueva York —dijo, lacóni­camente.


—Sí.


Él apartó la vista.


—He estado aquí demasiado tiempo —dijo. ¿Tra­taba de convencerla a ella o a sí mismo? —Hay cosas que debo hacer. No puedo quedarme aquí indefini­damente.


—No. —Si él quería oír su aprobación, le espera­ba una decepción. 


Paula no pensaba facilitarle las cosas. Le había suplicado a Samuel que le permitiera ayudarlo, y su ofrecimiento sólo recibió desprecio; un rechazo era más que suficiente. No dejaría que Pedro le frotara sal en las heridas.


—¿Le explicarás a Juana por qué me voy? —pre­guntó, sin esperar en realidad a que ella le respondiera. Cuando Paula lo hizo, su respuesta lo sorprendió.


—No. Explícaselo tú mismo. 


Pedro reconoció la inclinación orgullosa de su mentón y supo que era inútil tratar de convencerla.


Apoyó la valija en el piso y se arrodilló frente a su hija, que seguía enfrascada en la lectura del libro.


—Juana—dijo. 


Y eso fue todo lo que Paula oyó. Se dirigió enseguida a la puerta del frente y apretó la frente contra esa madera dura y fría. No puedo soportar esto, lloró en silencio. Moriré cuando él se vaya, gimió. Pero cuando oyó los pasos de Pedro que se acercaba, se recompuso y lo enfren­tó con una jactancia que estaba lejos de sentir.


—Está triste y disgustada. Por favor, tranquilízala y consuélala por mí —dijo él.


¿Y quién me consolará a mí?, habría querido preguntarle. 


Notó que tampo­co él parecía muy sereno. Si no supiera que era imposible, habría pensado que ese extraño brillo que vio en sus ojos era causado por lágrimas. ¿Se sentía él tan alterado por tener que dejar a su hija? ¿O era sólo una conmovedora escena de despedida que él interpretaba a la perfección?


—Tengo que llevarme el automóvil, pero haré que alguien te lo traiga de vuelta mañana.


Ella asintió


—Bueno, adiós entonces. Me mantendré en con­tacto con ustedes. —Pedro actuaba como si quisiera decir algo más. O... No, seguro que no podía querer besarla, aunque le pareció advertir que inclinaba un poco la cabeza como para hacer un intento.


—Adiós, Pedro —dijo ella y le abrió la puerta del frente.


Las líneas que le rodeaban la boca se tensaron y sus cejas tupidas descendieron. Pedro suspiró con exasperación antes de pasar junto a Paula, y ella ce­rró la puerta tras de él.


****

Como correspondía, una serie de nubarrones ne­gros se desplazaron por encima de las montañas, quedaron flotando sobre el pueblo de Whispers y dejaron caer las primeras nieves de la temporada. De alguna manera, ese manto de un blanco prístino no hizo nada para aliviar la melancolía que reinaba en la casa.


Juana no tenía ganas de participar en ninguna actividad y Paula le permitió mirar televisión durante el resto del día.


Cuando llegó el momento de acostarse, la pequeña se prendió de Conejito y repitió una y otra vez, con su voz dulce pero casi incoherente "Papito", mientras las lágrimas surcaban sus mejillas sonrosadas. Eso fue demasiado para el estado emocional de Paula, quien se sentó en la cama junto a Juana y la abrazó fuerte.


Y las dos lloraron hasta quedarse dormidas.












SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 16






Paula se quedó mirando a su padre y tratando de captar el significado de sus palabras. Pedro estaba parado muy cerca de ella. Paula casi podía sentir su mirada. Su padre aguardaba a que ella le dijera algo. Paula rió nerviosamente y dijo:
—Papá, eso no es necesario.


—Ya lo sé, Paula, pero, por favor, compláceme. Tu madre y yo detestamos que te casaras con alguien que no conocíamos y en una ceremonia civil sola­mente. Cuando tu matrimonio fracasó —y no trates de decirme que no fuiste desdichada—, nos sentimos responsables de no haber estado más cerca de ti y de tu marido. Esta vez, quiero ser parte de tu matri­monio, de tu familia.


Su mirada se dulcificó, extendió los brazos y le tomó las manos a su hija.


—Mi mayor deseo siempre ha sido casarlas a Elena y a ti. Yo celebré la ceremonia de bodas de tu hermana, ¿recuerdas? —Paula asintió y sintió que se le formaba un nudo en la garganta. —Por favor, déjame bendecir tu casamiento con Pedro.


Paula trató de hablar, pero tenía el pecho demasia­do apretado y las lágrimas le nublaban los ojos. ¡Cómo odiaba engañar a ese hombre bondadoso y lleno de afecto, que le había dado la vida y sólo deseaba su felicidad! Abrió la boca para confesarle la verdad, pero sintió los labios gomosos y la lengua no le respondió.


Sintió el fuerte apoyo del brazo de Pedro cuando él se lo pasó por los hombros.


—Será un honor para nosotros, señor. Hablo por Paula y por mí.


—Bien, espléndido —dijo Andres y juntó las manos en un aplauso. Sus ojos grises brillaron de alegría. —Iré a decírselo a Alicia. Se pondrá tan contenta... Los aguardaremos abajo. —Abandonó enseguida la habitación y cerró la puerta tras de sí.


No se supo bien quién tomó la iniciativa, pero lo cierto era que Paula se encontró envuelta en brazos de Pedro, con la cara sepultada en la curva de su hombro. Toda la frustración, el enojo y la culpa brotaron de ella en un torrente de lágrimas que em­paparon la camisa de Pedro.


Él no dijo nada, pero siguió brindándole apoyo y consuelo: le acarició el pelo y le palmeó la espalda, y aguardó hasta que su llanto cesara y se recostara contra él, llena de vacío y de desesperanza.


Las palabras de Paula fueron casi inaudibles, así que Pedro agachó la cabeza para poder oírlas.


—Soy una hipócrita de la peor calaña. Te desprecio por la mentira que dijiste, pero yo he perpetuado esa mentira con mi conducta. Es porque no soportaría lastimar a mi padre.


—Aunque no lo creas, y dudo que lo hagas, yo tampoco quiero decepcionarlos. Cuando vi que tratabas de reunir el coraje suficiente para decirle la verdad, no pude permitirlo. Tuve que intervenir.


La alejó un poco con suavidad y le secó las lágrimas que se demoraban en sus mejillas.


—Realicemos la ceremonia de la boda con digni­dad. Sabremos que no significa nada. No es legal. Más adelante pensaremos qué decirles. —Notó que un brillo de furia cruzaba por los ojos de Paula y anticipó el motivo. —Yo no te dejaré. Asumiré mi responsabilidad. Ahora, ve a lavarte la cara. Nos están espe­rando. —La besó en la frente antes de que ella se dirigiera al cuarto de baño.



****


—Los declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. —Andres entonó las palabras que, de tratarse de una ceremonia legal, habrían unido a Paula de por vida a Pedro. —Puedes besar a la novia, hijo.


Pedro le puso las manos en los hombros y la hizo girar hacia él. Con los ojos le recorrió la cara, tratando de leer su expresión antes de inclinarse y besarla con dulzura en los labios. Fue un beso breve pero intenso, y Paula sintió el impacto en todo el cuerpo.


Andres y Alicia los rodearon, y también Betty y los tres chicos, que Alicia había insistido en que debían estar presentes. La había llamado por telé­fono para invitarla a la ceremonia. Betty lloró todo el tiempo, pero los chicos se mantuvieron en silencio, escuchando y observando las manos de Andres cuando, con reverencia, hizo con señas las palabras en beneficio de Juana. También Paula y Pedro habían pronunciado sus votos en lenguaje de señas.


En cualquier otro momento, Paula habría pensado que era la ceremonia de boda más hermosa que había visto jamás. 


Aunque el marco y la ropa no fueran los tradicionales, descubrió que, al pronunciar sus votos a Pedro, lo había hecho de corazón. El hecho de comprenderlo la había conmovido. Le ofreció su amor y su fidelidad en cuerpo y alma, y no era por­que los presentes esperaran que ella pronunciara las palabras correctas, sino porque quería decírselas a Pedro y que él supiera que se las decía en serio.


Sus labios verbalizaron lo que su corazón ya sabía: ese anhelo profundo, intolerable y dulce que sentía por Pedro era amor. Amor. Sí, ella lo amaba. Conocía sus defectos y su temperamento, pero eso no modificaba sus sentimientos. Él la ponía furiosa como nadie más podría hacerlo, pero igual lo amaba.


Pero todo sería inútil, se advirtió Paula. Pues él había amado una vez, profundamente y para siempre, y en su corazón no había lugar para ninguna otra mujer salvo la fallecida Susana. Pedro había sido sincero con Paula, y ella no podía ser menos. Confesó su amor, sino a Pedro, al menos a sí misma.


Pedro le estampó a Betty un sonoro beso en la boca, y ella simuló un desvanecimiento bien teatral. Después, Pedro reía y besaba a Alicia y le estrechaba la mano a Andres, quien le palmeaba la espalda. Se arrodilló y alzó a Juana y la abrazó y le hizo cosquillas en la mejilla con el bigote, algo que siempre la hacía reír.


Cualquiera podría creer que se trataba de una ocasión feliz para todo el mundo, hasta que veía la cara de la novia. 


Estaba pálida y, cada tanto, su cuerpo se estremecía como si tratara de tener a rienda corta sus emociones.


Poco tiempo después, los Chaves partieron. Su equipaje estaba en el baúl del automóvil alquilado, y ellos se encontraban de pie en el porche del frente despidiéndose.


Alicia tenía lágrimas en los ojos cuando besó a Juana, quien le devolvió el beso sin reservas. Paula abrazó por turno a sus padres, y se colgó de ellos como si fueran salvavidas. 


Cuando entraron en el auto y comenzaron a alejarse, los saludaron con la mano y les gritaron adioses y promesas de llamar por teléfono y escribir. Y, todo ese tiempo, Pedro permaneció de pie junto a Paula, desempeñando el papel de amante marido: con un brazo tenía alzada a Juana y con el otro rodeaba la cintura de Paula.


—Dios, qué día, Juana—dijo Pedro con un suspiro al dejarse caer en el sofá y levantar a su hija y ponerla sobre sus rodillas—. Paula, no cocines nada para la cena. Esta noche comamos apenas un bocadillo. Sé que también debes de sentirte muy cansada.


—Está bien, Pedro. Voy a sacar algunas cosas de la heladera. —Fue deprisa a la cocina. ¿Por qué, de pronto, estar en el mismo cuarto que él la ponía nerviosa?


Después de ese tentempié, Paula bañó a Juana y la acostó. 


Los eventos del día habían cansado a la pequeña, quien comenzó a evidenciar su fatiga du­rante la cena, momento en que se puso irritable.


Para Paula fue un alivio que la pequeña estuviera en la cama y arropada. Volvió a la cocina para cargar el lavaplatos, pero vio que Pedro se le había adelantado y que la tarea ya casi estaba terminada.


— No deberías haberte molestado, Pedro. Yo habría limpiado y ordenado todo.


Él le sonrió.


—Tenías que atender a Juana. Yo elegí la tarea más fácil.


—La pobrecita estaba agotada. No suele portarse tan mal, sobre todo cuando tú estás cerca. Espero que no se enferme.


Pedro rió al acercársele y rodearla con los brazos.


—Hablas como una madre —le susurró contra el pelo.


—¿Te parece? —preguntó ella con frialdad. Se liberó de Pedro, fue a la pileta de la cocina, simuló estar atareada, llenó un vaso con agua y se lo llevó a los labios.


A él no pareció afectarle la falta de respuesta de Paula, se le acercó por atrás y la aprisionó al apoyar las dos manos en la mesada, a ambos lados de ella. Con la nariz, le apartó el pelo de la nuca y comenzó a mordisqueársela con amor.


Pedro...


—Que increíblemente suave es tu piel aquí —mur­muró él.


 Paula se estremeció al sentir que la punta de la lengua de Pedro le acariciaba el lóbulo de la oreja.


—Por favor, Pedro... —Luchó por volverse, y cuando él aflojó la presión, fue sólo para permitir que ella quedara de frente y lo mirara. Ahora Paula tenía las caderas apretadas contra la mesada, y él la tenía prisionera con su cuerpo firme.


Le tomó las manos y las colocó sobre su propio pecho, para que pudiera sentir los latidos de su corazón, la calidez que su piel irradiaba, y la textura de su vello debajo de esa tela suave.


—Paula, ¿te das cuenta de que, en algunas culturas, el matrimonio no se considera legal hasta que la pareja se casa en la iglesia y su unión es bendecida por Dios? Si es así, entonces estamos casados. Por lo general, las ceremonias civiles no tienen importancia.


Le pasó los dedos por el pelo y le masajeó las sie­nes con los pulgares, con un ritmo hipnótico.


Luego miró fijo su frente y se la besó con ternura antes de hacer lo mismo en sus párpados cerrados y sus mejillas. 


Cada beso era lento y deliberado, como si quisiera fijar sus labios en la piel de Paula.


Bebió de sus labios y los provocó antes de tomarlos por completo con los suyos. Su lengua no respetó la barrera de labios y dientes cuando gratificó su intenso deseo de saquear la boca de Paula. Se le acercó más. Físicamente era obvio que ese beso sólo simbolizaba un apremiante deseo de poseerla por completo.


Paula tenía las piernas inutilizadas por las piernas de Pedro, pero sus brazos tenían fuerza cuando los cerró alrededor del cuello de él. Se le acercó más todavía y sintió su virilidad firme, en delicioso contraste con los suaves contornos de su propio cuerpo. De nuevo cobró conciencia de ese calce perfecto, del complemento perfecto de la masculinidad de Pedro con su propia feminidad.


—Paula —susurró él con voz ronca—, tú me sus­pendes en algún lugar entre el cielo y el infierno, pe­ro juro que este infierno es más dulce que cualquier otra cosa que he conocido. —Hizo estragos en el cuello de Paula, pero ella fue una víctima consciente que se sometió a sus labios, sus dientes y su lengua, que parecieron conocerla más íntimamente que ella misma.


Paula podría ser su esposa en todos los sentidos de la palabra. Ella deseaba serlo y, en su mente, ya lo era. Tenía la conciencia tranquila. Ante Dios y frente a un ministro religioso, le había entregado su vida y su amor a ese hombre. Nada podía quebrantar su convicción de que los votos que había pronunciado eran válidos y la ligaban de por vida a Pedro.


Pero él no había pronunciado esos votos.


Había recitado las palabras poéticas, había repetido las líneas familiares, pero no las había pronunciado desde el corazón. A fin de protegerla y por respeto a sus padres, había interpretado su rol y lo había hecho de manera convincente. Pero Paula conocía sus motivaciones, y no eran el amor. Su amor estaba perdido para siempre, enterrado en una tumba, y no había nada que ella pudiera hacer al respecto.


Ahora él la necesitaba. Paula percibió desesperación en la forma en que la sostenía. La intensidad con que la besaba era un índice de la pasión que sentía. Si ella aceptaba hacer el amor con él, ¿cuánto tardaría esa pasión en decrecer? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que él se recluyera en un mundo propio, como lo había hecho Samuel? Cuando ella necesitara el bálsamo de su amor para curar sus heridas, ¿estaría él allí? No podía correr ese albur. Prefería vivir sin su amor a tener que vivir con un facsímil de ese amor.


Transcurrió un momento antes de que Pedro se diera cuenta de que los movimientos frenéticos de Paula no eran fruto de su pasión sino que luchaba contra él. Ese hecho lo sorprendió tanto que ense­guida la soltó. Ella se fue corriendo de la cocina. Cuando estaba a mitad de camino del piso superior, él pronunció su nombre.



Su voz era suave, pero, precisamente por eso, más apremiante.


—Paula.


Ella se detuvo en un escalón, pero no se volvió. Si llegaba a mirar a Pedro, estaría perdida. Incluso en ese momento, si tan sólo él decía que la amaba, ella volaría a sus brazos y cesaría por fin el tormento que la acuciaba. "¡Di que me amas!", le suplicó en silencio.


—Paula... —se interrumpió y pareció vacilar. 


Un sencillo "Buenas noches" fue la despedida descartada.


****


Algo despertó a Paula. La arrancó de un sueño profundo la sensación de que algo estaba mal. Aguzó un momento el oído y no logró oír nada que pudiera haberla despertado, pero igual apartó las cobijas y se levantó. Su bata estaba sobre una silla, y se la puso antes de salir al vestíbulo en tinieblas.


Su primer pensamiento fue Juana. Se dirigió a la puerta de la habitación de la pequeña. La cama es­taba vacía. Paula reprimió el pánico que la inundó y atravesó la habitación hacia el cuarto de baño con­tiguo. Tampoco estaba allí.


Tropezando con el ruedo de su bata por el apuro, bajó por la escalera y revisó los cuartos de la planta baja. Ni rastros de Juana. Pensando —esperando— que la chiquilla se hubiera levantado para tomar agua o comer un bizcocho, fue a la cocina y encendió la luz. Juana no se encontraba allí, pero la puerta de atrás estaba abierta y dejaba entrar el aire frío de la noche. A Paula se le detuvo el corazón.


¡La habían secuestrado!


Eso fue lo primero que pensó. Pedro era una cele­bridad, y él y su hija serían blancos perfectos para una mente perversa que buscaba dinero o notoriedad fáciles.


Su primer impulso fue salir corriendo por la puerta y buscar ella misma a Juana, pero se frenó a mitad de camino. ¿Y si los secuestradores estaban todavía allá afuera? Podrían vencerla. Estaba oscuro y hacía frío; y ella no tenía ningún arma.


Corrió hacia la habitación de Pedro y, sin vacilar, le puso una mano en el hombro desnudo y lo sacu­dió con ganas.


Pedro, despierta. —¿Acaso su voz temblaba por el miedo? Sonó casi como un sollozo. —Pedro, por favor, despierta.


El se incorporó de un salto y la miró con los ojos vacíos y sorprendidos de un hombre arrancado del sueño.


—¿Paula? ¿Qué... qué ocurre?


—Juana. Ha desaparecido. Desperté... oí algo, creo... la puerta de atrás. Secuestradores, pensé...


Farfullaba y decía cosas sin sentido, pero él reco­noció su terror y captó lo suficiente de sus palabras como para adivinar el resto.


Apartó las cobijas con los pies y saltó deprisa de la cama con un movimiento fluido, propio de un animal.


Tomó su bata de velour de un gancho ubicado de­trás de la puerta y se la puso mientras corría tras Paula, quien ya regresaba a la cocina. Fue directamente a la puerta y espió hacia la oscuridad exterior.


—¿Deberíamos llamar a la policía? —preguntó Paula trémulamente mientras entrelazaba las manos—. Pedro, ¿qué...? —No pudo continuar. Sollozaba.


—Cálmate, Paula. La histeria no nos llevará a nin­guna parte. Sí, llama a la policía. Yo iré al cobertizo a buscar una linterna...


—Pero a lo mejor están todavía allá afuera. Oh, Pedro, no...


—¿Quiénes son "ellos"? Ni siquiera sabemos qué ocurrió. Pero juro por Dios que si algo le ha pasado a Juana, yo mataré...


—¿Están buscando al Merodeador Nocturno?


Los dos giraron al unísono y miraron boquiabiertos a Betty, que tenía en brazos a Juana.


—Dios —exclamó Paula, se tapó la boca con la ma­no de puro alivio y después corrió a recoger a la pe­queña de los brazos de Betty. Abrazó a Juana y la meció, todavía sin poder creer que estaba sana y salva en casa.


—¿Qué ocurrió? —preguntó Pedro, y Paula advir­tió que su voz no era demasiado firme. Tenía una mano apoyada en la espalda de Juana, con actitud protectora.


—Yo estaba profundamente dormida —explicó Betty— cuando oí que alguien llamaba a la puerta de atrás. Por supuesto, supe que tenía que ser un ladrón o un violador, y casi muero de pánico. Jamás logré acostumbrarme a que Jim estuviera ausente tanto tiempo y yo tuviera que quedarme sola en casa. —Sus ojos marrones y redondos se dirigían todo el tiempo a la perturbadora visión del pecho desnudo de Pedro, expuesto por la V que dejaba al descubierto la bata de velour.


—Bueno, sea como fuere —continuó Betty—, decidí que no era un violador muy astuto porque hacía mucho barullo tratando de abrir la puerta. Supongo que la curiosidad fue más fuerte que el miedo, porque fui a la cocina y espié por la ventana. Juana estaba de pie en el escalón y trataba de abrir la puerta. Cuando la hice entrar, se dirigió enseguida al cuarto de Raquel. Había dejado allí a Conejito esta tarde. 
Cuando consiguió lo que había ido a buscar, quiso volver a su casa, pero a mí me pareció mejor acompañarla para estar segura de que llegaba a salvo. ¿Se imaginan? ¿Que esta pequeña saliera sola en mitad de la noche, sin pedir permiso?


—Estaba tan cansada cuando se acostó, que proba­blemente no extrañó a Conejito. Y cuando despertó en mitad de la noche y se dio cuenta de que no lo tenía, salió a buscarlo —dijo Paula, completando el resto de la historia. Le sonreía a la pequeña, quien jugueteaba con Conejito y bostezaba. 


Paula le apartó los rizos de las mejillas y se las besó.


Pedro le tendió los brazos a su hija y se arrodilló.


—Juana, ¡eso estuvo muy mal! —le dijo y formó las señas para enfatizar su mensaje hablado—. Nunca vuelvas a escapar de Paula o de mí. Hace que nos sintamos... —No le salió la seña para asustados y miró a Paula en busca de ayuda. Ella se la mostró y él prosiguió. —Hace que nos sintamos asustados y tristes. No sabíamos dónde estabas. Si vuelves a es­caparte, tendré que darte una paliza.


El labio inferior de Juana comenzó a temblar, y la pequeña supo que su papá lo había dicho en serio. Después, los brazos de Pedro la rodearon y la apre­taron fuerte, mientras cerraba los ojos y por su mente cruzaban pensamientos de lo que podría haberle ocurrido a su hija. Juana le tiró los brazos al cuello, aunque sin soltar a Conejito. Pedro la alzó y así sa­lieron de la cocina.


—Por Dios, yo...


—Gracias, Betty. No puedo decirte el alivio que fue verte con Juana. Yo acababa de despertar a Pedro y, como es natural, los dos imaginamos lo peor. —Se sentía agradecida hacia su vecina, pero nada preparada para oír uno de los exagerados monólogos de Betty.


—Tengo que volver junto a mis hijos. Buenas noches. Tú, vuelve arriba junto a tu pequeña familia. —Le tocó un brazo a Paula en gesto de consuelo y salió por la puerta de atrás. 


Paula se aseguró que estuviera cerrada con llave. Todavía no se había recuperado del susto.


En el cuarto de Juana, Pedro estaba sentado en el borde de la cama y acariciaba la frente de su hija aunque ella ya estuviera dormida. Tomó la mano de Paula cuando ella se agachó y besó a la pequeña.


Abandonaron la habitación juntos. Cuando llegaron al pasillo, Pedro comentó:
—Estás temblando.


—No sé si es por el frío o el miedo.


—¿Quieres una copa de vino o de algo?


—No, estaré bien —dijo cuando llegaron a la puerta del dormitorio principal. Ella lo miró y sonrió, pero su sonrisa se desvaneció cuando advirtió la expresión de Pedro.


Se enfrentaron y se miraron durante un buen rato. El no la tocó, pero tampoco hizo falta. Paula tenía plena conciencia del cuerpo de Pedro, que parecía gravitar hacia el de ella, aunque no se hubiera movi­do. Como imanes de polos opuestos, se atraían ine­xorablemente. La necesidad instintiva e innegable de cada uno por el otro era una fuerza que la razón no podía mitigar. Cuando por fin se movieron y se acercaron, se sostuvieron con fuerza y se aferraron como si la sola idea de separarse los aterrara.


Ella no opuso resistencia cuando él la levantó en brazos y la llevó al dormitorio, y luego la deposito con suavidad sobre las almohadas. En un movi­miento veloz se quitó la bata y los calzoncillos. Maravillosamente desnudo, se acostó junto a ella con la sensual desenvoltura de un dios pagano que practica un rito de amor.


—Paula, no hables, no pienses. Por el amor de Dios, no pienses. Sólo siente. Siente.


Las manos de Pedro volvieron a hacerse amigas de las curvas del cuerpo de Paula. Se tomó su tiempo y poco a poco fue deslizando la tela de la bata por la piel de ella. Pero quería verlo y conocerlo todo, y le fue abriendo la bata y levantándole los hombros mientras se la iba sacando.


La acercó a su cuerpo y la sostuvo con una feroz posesión atemperada por su ternura. Su boca se apretó contra la suya mientras sus manos le escul­pían el cuerpo, se lo modelaban y le insuflaban vida.


Los hombros, los pechos y el vientre de Paula cono­cieron su roce y se gozaron en él. Pedro se arrodilló y le besó los pechos con labios calientes e hinchados. Esa parte de ella que la hacía mujer se arqueó contra su mano cuando él se la cubrió con la palma. Pedro descubrió que Paula lo estaba esperando, húmeda y tibia por el deseo.


Su forma de tocarla fue de increíble ternura, y tan sutilmente íntima que Paula sollozó y le aferró los hombros para celebrar una sensación que nunca antes había compartido.


—Paula, eres una hermosa... mujer... hecha a la medida para mí. —Sus palabras eran inconexas, pero si él no las hubiera pronunciado, igual Paula habría sabido lo que él estaba pensando. La manera en que sus labios la acariciaban y la reverencia con que la tocaba le dijeron todo lo que necesitaba saber.


Las palabras de Samuel volvieron para acosarla. Ella jamás había conseguido complacerlo. Ahora com­prendió que él no le había importando lo suficiente como para querer hacerlo. 


Pero deseaba hacer que el cuerpo de Pedro se estremeciera como el suyo.


Sus manos se desplazaron por esa carne firme y modelaron y masajearon los músculos que encon­traron. Paula se desprendió de ese manto de modestia e inhibición y lo tocó, y su virilidad la hizo temblar de emoción.


—Paula... sí, querida. Conóceme —jadeó él mien­tras le enterraba la cabeza en el cuello y la oprimía muy fuerte.


La reacción de Pedro le dio confianza, y las palabras insultantes de Samuel se desintegraron y se perdieron en el olvido cuando Paula oyó sus gemidos de placer. Él volvió a entonar su nombre en un susurro, y su aliento le acarició el oído.


Pedro le rodeó la cara con las manos y se apoderó de su boca con un beso profundo. Con vacilación, se preparó para la posesión total. Levantó la cabeza y la miró. Ella acercó una mano a su cara y le dibujó las facciones que tanto había llegado a amar. Sus dedos le alisaron el bigote sedoso y trazaron un círculo alrededor de sus labios. Y en las miradas de ambos no hubo vacilación alguna.


—¿Paula?


Ella sintió su roce inicial. Cerró los ojos y bajó la cabeza de Pedro para que quedara junto a la suya sobre la almohada. Murmuró su nombre, maravi­llada, cuando por fin lo conoció por completo.


Y lo más increíble fue que todo no terminó allí, como le había sucedido con Samuel. En medio de exclamaciones de júbilo, Pedro la fue saboreando. La conmoción de su cuerpo creció, alcanzó su corazón y se expandió por su alma. Él pronunció su nombre, esta vez en un grito exultante, cuando su pasión se hizo manifiesta. Y ella lo oyó un instante antes de que en su propio cuerpo entrara en erupción un volcán.


Y las explosiones siguieron... y siguieron... y siguieron.


****

—Esto jamás me pasó antes —le susurró ella tími­damente en la oscuridad.


Tenía la cabeza apoyada en el pecho de Pedro mientras él la mantenía apretada y las piernas de ambos estaban entrelazadas debajo de las cobijas. Con aire ausente, él le acarició la espalda.


—¿Nunca? —preguntó en voz baja y con cierto orgullo—. ¿No con...?


—¿Samuel? No —respondió ella con una sonrisa triste y sacudió apenas la cabeza. El vello del pecho de Pedro le hizo cosquillas en la nariz. —Yo estaba convencida de que no podía —confesó.


Una carcajada brotó del pecho de Pedro y fue amplificada hasta el oído de Paula.


—Bueno, pero ahora sabemos que no es así, ¿verdad? —Le pegó una suave palmada en el trasero, y luego su mano se quedó allí y convirtió ese gesto juguetón en una caricia.


Paula pensó que debería sentir remordimientos por lo que había pasado, pero le fue imposible sentirlos, En realidad, no se arrepentía en absoluto, pues lo había hecho por amor. Y sabía que seguiría haciendo el amor con Pedro. Ahora era inevitable, y ya no tenía la ambición ni el deseo de luchar contra eso. Se acurrucó más contra él.


—¿Tienes frío? —preguntó él.


—Un poco —respondió ella.


—Todas las frazadas terminaron al pie de la cama —dijo él con fingido asombro.


—Me pregunto cómo ocurrió —dijo ella con una sonrisa divertida.


Pronto quedaron de nuevo tapados por las cobijas, y Pedro le susurró al oído cuando se le acercó más:
—Prometo que esta vez no terminarán al pie de la cama.


—¿Esta vez? —preguntó ella con incredulidad—. ¿Quieres decir de nuevo? ¿Ahora?


—¿No lo deseas? —preguntó Pedro


Aun en la oscuridad, Paula alcanzó a ver que había enarcado una ceja.


—Bueno, yo...


Pero él ya había bajado la cabeza y su boca fue persuasiva. 


Y Paula se oyó decir, en voz muy baja pero muy apremiante:
—Sí, sí.