sábado, 26 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 17





Los siguientes días fueron idílicos. Pedro demostró ser un amante ardiente y rara vez perdía de vista a Paula. 


Compartir la habitación no era suficiente: Tenía que tocarla todo el tiempo, sino con las manos, al menos con la vista.


Las noches de ambos estaban llenas de una pasión que a los dos los mara­villaba. Durante el día, cuando Juana estaba con ellos, le transmitían su felicidad a la pequeña, quien la compartía con dicha.


Iban seguido al pueblo y paseaban por las tiendas que flanqueaban sus calles pintorescas. Cierta tarde visitaron a Juan Meadows en su tienda de artesanías. Él los recibió con cordialidad y no dio señales de recordar la rudeza con que Pedro lo había tratado la última vez.


Para Paula fue una gratificación el que Pedro evi­denciara un auténtico interés en el trabajo de Juan y le hiciera preguntas corteses con respecto a los objetos en exhibición. 


Los dos hombres, tan totalmente dis­tintos, charlaban amistosamente. Sin embargo,Pedro mantenía un brazo sobre los hombros de Paula, en actitud posesiva. Era una declaración de pertenencia que no fue pasada por alto.


Disfrutaban de frecuentes salidas, pero los momen­tos preferidos eran las noches tranquilas pasadas cu casa, cerca del fuego, compartiendo sus pensamientos mientras bebían vino.


Por lo general, Paula se sentaba en una punta del sofá, mientras Pedro se acostaba de espaldas y apoya­ba la cabeza en su falda, tal como lo había hecho la noche en que los padres de ella hicieron su aparición sorpresiva. Pedro le habló de sus ambiciones, mien­tras gesticulaba con manos expresivas, los ojos bri­llantes por un fuego interior.


Pero no importaba cuan interesante fuera el tema, muy pronto la conversación se desvanecía y las manos que habían puntuado las palabras de Pedro comenzaban a acariciar a Paula hasta que el fuego que ardía en la chimenea no era nada comparado con la conflagración que los quemaba a ambos.


Cuando los padres de Paula llamaron por teléfono antes de su viaje de regreso a Nebraska, Paula no tuvo que fingir felicidad. Les insistió en que pararan en Whispers, pero compromisos previos los obliga­ban a regresar a casa inmediatamente después de la conferencia de pastores. 


Paula colgó, no sin antes asegurarles que era muy, muy feliz. Y, en ese mo­mento, lo era.


Daban largos paseos por el bosque una vez que Paula y Juana terminaban las lecciones y antes de que Betty y sus chicos llegaran para su clase de lenguaje de señas. A menudo Paula preparaba un almuerzo para picnic, y entonces se sentaban sobre mantas viejas y comían junto a un arroyo y bajo los álamos, que ahora estaban sin hojas por la cercanía del invierno.


Cierta tarde luminosa, en una de esas salidas, cuando terminaron de comer, Juana sucumbió a la somnolencia y se quedó dormida, acurrucada sobre la manta. Pedro se recostó contra un árbol y atrajo a Paula hasta ponerla entre sus rodillas flexionadas y la apretó contra su pecho.


—Si me pongo más cómodo, tal vez imite a Juana —murmuró Pedro con voz de sueño cuando ella apoyó la cabeza contra su pecho —Adelante, hazlo —dijo ella y los cubrió a los dos con otra manta.


La respiración pareja de Pedro fue como una cadencia que arrulló a Paula, quien pronto comenzó a cabecear. En esa región que existe entre el sueño y la vigilia, una serie de pensamientos inquietantes invadieron la tranquilidad que la rodeaba. Durante días, Paula había apartado de su mente todo pensa­miento sobre Susana. El afecto de Pedro era innegable, pero incluso en lo más ardiente de la pasión de ambos, él jamás le dijo que la amaba.


¿Alguna vez él y Susana se habrían sentado así, en el bosque? ¿La manera de Pedro de hacerle el amor habría sido más ferviente? ¿Podría alguna vez amar a Lauri con la misma intensidad? Esas preguntas pertur­badoras debieron de haberla hecho moverse, porque los brazos de Pedro la abrazaron con más firmeza y él le preguntó en voz baja:
—¿Sueños feos?


Ella negó con la cabeza, pero sus reflexiones habían destrozado la euforia de ese día y permitido que la duda se infiltrara en su conciencia.


Justo cuando estaba por enderezarse y apartarse de Pedro, sintió que sus manos la exploraban. Pedro le puso las manos en la cintura y las deslizó entre el suéter y el cinturón de los jeans. Eso bastó para que Paula sintiera las conocidas oleadas de deseo que la convertían en una persona lánguida y maleable.


El suéter estaba un poco levantado cuando él le deslizó las manos debajo. Paula sintió su roce en los pechos; su caricia era tan suave y tierna como lo había sido la primera vez. Él conocía tan bien su cuerpo y, sin embargo, la hacía sentir que cada vez que la tocaba era un nuevo descubrimiento.


—¿Pedro?


—No molestes a un hombre cuando está ocupado —le gruñó en la oreja.


De pronto,Paula sintió timidez. Si no podía decirle a Pedro que lo amaba, al menos quería decir algo que le permitiría tener alguna idea de lo que ella sentía por él.


—Quería que supieras que cada vez que tú... noso­tros... estamos juntos... yo... bueno, es algo muy especial para mí.


Las manos de Pedro se detuvieron y le palmearon con suavidad los pechos. Estaba alarmantemente inmóvil.


—Paula—dijo, con voz ronca—. Mírame.


Ella le recostó la cabeza en el hombro y la inclinó un poco hacia atrás para poder verlo.


—También para mí es muy especial —dijo Pedro y le dio un beso que hizo que a Paula le pulsara la sangre en las venas.


Las manos de Pedro bajaron de sus costillas a su cintura y, después, por el abdomen, subieron a sus pechos. Se los levantó, jugueteó con sus pezones y le mordisqueó una oreja. Paula dejó escapar un suave gemido y se movió contra la mano que ahora estaba en uno de sus muslos.


Cuando trató de soltarle el botón de los jeans, Paula se dio cuenta de lo que estaba por suceder y empezó a sentir vergüenza  y cohibición.


Pedro, no —jadeó y trató de apartarse—. No aquí —dijo y arregló su ropa debajo de la manta.


— ¿Por qué no? —preguntó él con un brillo travieso en los ojos—. Es divertido hacerlo en un bosque. Piensa en los vikingos, en los romanos, en Robin Hood y Lady Marian...


—Pues yo no soy una de ellos. Además, tu hija está aquí, al lado. —Indicó a Juana, dormida, con una inclinación de cabeza. Todavía mantenía las manos de Pedro lejos de ella y no se atrevía a soltárselas.


—Está dormida —argumentó él—. Vamos, Pau. Por favor. —Ahora Pedro gimoteaba y se inclinó para rozarle la boca con el bigote. Era un arma peli­grosa, y vaya si sabía cómo emplearla 


—¿Y si alguien llegara a pasar?


—Se sentiría incómodo y miraría hacia otro lado.


—¡Y yo quedaría mortificada! —exclamó Paula. Después suavizó el tono y lo dejó lleno de promesas. —¿No puedes esperar hasta esta noche? —preguntó con expresión provocativa.


—Bueno —gruñó él—, supongo que no me queda más remedio. Tú bésame una vez y yo te besaré, y entonces nos volveremos a casa. —Ella no vio el brillo en sus ojos, y le pareció una propuesta razonable.


Giró la cabeza y lo besó en la boca. Fue un beso sin pasión, pero le transmitió todo el amor que le tenía. Cuando finalmente se apartaron, él dijo:
—Ahora me toca a mí.


—¿Qué haces? —Paula se sorprendió cuando él le levantó la delantera del suéter.


—Estoy aprovechando mi beso. Yo no dije que besaría.


Levantó la suave tela tejida, metió la cabeza debajo y le besó, primero un pecho y después el otro, dejándoselos húmedos y excitados. Cuando volvió a mirar a Paula, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas de amor.


—Uno más, por favor —dijo Pedro y cerró su boca sobre la de ella.


Paula estaba segura de una cosa: que él no había estado pensando en Susana.



****


—Tengo algunas cosas que hacer en la ciudad —dijo Pedro a la mañana siguiente cuando espió por un rincón del aula—. ¿Qué te parecería si, de paso, compro tamales caseros para el almuerzo? El otro día conocí a una señora que los prepara en su casa. Los probé, y son deliciosos.


Paula rió cuando él chasqueó los labios.


—Bueno, si te gustan las mujeres gordas, creo que comeré tamales para el almuerzo


—Me gustas tú —dijo él y le recorrió el cuerpo con mirada lasciva—. Te veré más tarde —dijo con mali­cia—. Adiós, Juana —le dijo a su hija, que estaba muy ocupada apilando los bloques que habían usado para la clase de sumas. Ella le contestó y Pedro se fue.


Transcurrió alrededor de media hora hasta que Paula, que ya esperaba a Pedro de vuelta, llevó a Juana a la cocina.


—Te gustará esto —le dijo y sentó a la pequeña frente a la mesa de la cocina."Inventaremos un juego para ver si sabes la diferen­cia entre la leche blanca y la chocolatada. —Como de costumbre, Paula hacía, además, las señas correspondientes a cada palabra. Juana la observaba con interés: las lecciones sobre comida eran sus preferidas.
"Muy bien —prosiguió Paula—, llenaré dos vasos, ¿ves? Uno tiene leche blanca y el otro, leche choco­latada. Quiero ver cómo los nombras. —Cuando Juana hizo correctamente las señas de leche blanca y leche chocolatada y pronunció las palabras como pudo, Paula dijo: —Ahora te daré una pajita. Iré poniendo los vasos frente a ti y tú me dirás qué leche contiene. ¿Has entendido?


Juana asintió, y los rizos rubios se balancearon alrededor de su cara.


—Tápate los ojos para que no puedas ver —le indicó Paula. 


Cuando estuvo segura de que Juana no hacía trampa, Paula colocó la pajita en el vaso de leche blanca. Juana bebió un sorbo e hizo la seña correcta. Repitieron el ejercicio hasta que Paula tuvo la certeza de que la pequeña manejaba bien las pala­bras y podía asociar el sabor con el nombre adecuado.


Acababan de completar el ejercicio cuando Pedro entró por la puerta de atrás con un paquete con tamales de un aroma delicioso.


—¿Qué hacen ustedes dos? —preguntó, puso el paquete en la mesada y se quitó la chaqueta


Veamos si Pedro también puede hacerlo, le dijo Paula a Juana, y la chiquilla aplaudió encantada. Paula le explicó a Pedro las reglas del juego y, para diversión de Juana, él simuló no estar seguro de su capacidad para hacerlo de la manera correcta.


Hizo una gran actuación para cerrar los ojos, pero finalmente bebió un sorbo con la pajita y dijo, por señas: Es leche blanca. Pero cuando Paula buscó el vaso con la leche chocolatada, descubrió que Juana se la había tomado casi toda.


—¡Juana! la regañó, pero todos comenzaron a reír a carcajadas. La pequeña se señalaba el labio superior, sobre el que lucía un bigote marrón oscuro de chocolate, que ella comparó con el de su padre.


Tú también, Paula, le indicó por señas. Tú también.


Paula hizo como que protestaba, pero Juana y Pedro insistieron. Ella levantó el que tenía leche chocolatada y bebió un sorbo grande, asegurándose de que le quedara parte en el labio superior. Juana soltó una carcajada y se puso a bailotear. Cuando finalmente la serenaron, Paula le dijo:
—Sube y lávate la cara y las manos mientras yo preparo el almuerzo. —Juana la obedeció muy contenta.


—¿Y tú no te vas a lavar la cara? —le preguntó Pedro con una sonrisa burlona—. Ese bigote no armoniza con tu pelo.


—Caramba, lo había olvidado —contestó ella y giró hacia la pileta.


—Permíteme —dijo él y la tomó de los hombros.


Con la lengua le quitó enseguida el bigote de leche pero, como sucedía cada vez que se besaban, el abrazo se prolongó. Los brazos de ella lo rodearon y se be­saron durante mucho tiempo, hasta que los dos se apartaron sin aliento.


—Si seguimos así no podrás comer tu almuerzo —balbuceó ella mientras con la lengua jugueteaba con el mentón de Pedro.


—Es posible que yo quiera cambiar el menú —dijo él y la besó en el cuello.


—Los tamales se enfriarán. —Paula suspiró cuando Pedro encontró un punto muy sensible.


—Para eso se inventó el horno de microondas. ¿No lo sabías? —le murmuró él al oído.


Paula respiró con aire resignado y se separó de sus brazos.


—Portémonos bien. Juana estará aquí en cual­quier momento exigiendo su almuerzo.


—¿Dónde está esa pequeña diabla? —preguntó Pedro—. Espero que no se haya vuelto a escapar. —Su mirada se llenó de ternura al observar a Paula. En ese momento recordaba, tal como lo hacía ella, que la noche en que Paula había desaparecido fue también la primera en que estuvieron juntos.


—Iré a ver en qué anda —dijo enseguida Paula—. Si a ti no te importa poner la mesa. —Él sacudió la cabeza y Paula salió corriendo de la cocina antes de que Pedro volviera a abrazarla.


Subió por la escalera y se dirigía al cuarto de Juana cuando notó movimiento en el suyo. Por favor, que no sea otro desastre, pensó Paula mientras abría más la puerta.


Entonces se le paralizó el corazón.


Lo primero que vio fue el par de zapatillas de baile de satén rosado. Sin duda habían pasado por muchos ensayos, porque la parte redonda y chata de los pies estaba gastada y las cintas de satén se veían muy arrugadas.


Las zapatillas se encontraban entre fotografías, ropa, vanos programas de teatro y una carpeta gran­de de recortes encuadernada en cuero. Azorada, Paula miró la puerta abierta del placard de donde se habían sacado las cajas que guardaban esas cosas.


Juana estaba sentada en el piso y miraba con gran concentración una de las fotografías. Lenta­mente, Paula se le acercó y atrajo su atención.


Paula, ¿ves? Linda señora, le indicó por señas la pe­queña y le mostró la fotografía que tenía en la mano.


Con mano temblorosa, Paula tomó la foto y observó a la mujer inmortalizada en ella. Era her­mosa. Usaba ropa para practicar baile. Las medias gruesas para calentar las piernas que casi forman parte de la anatomía de una bailarina abrazaban sus extremidades bien torneadas y acentuaban la per­fección de sus muslos.


Estaba recostada contra la barra como para descansar de pliés y tendus. Miraba directamente a la cámara, sin ninguna pose, como desafiando a la lente del fotógrafo a encontrarle algún defecto. Tenía el pelo oscuro, con raya al medio y peinado en un chignon. Sus ojos oscuros eran el rasgo más llamativo de su rostro con forma de corazón. —Sí, es muy bonita —dijo Paula con voz casi inaudible. Inconscientemente se había dejado caer al piso junto a Juana. La visión de la mujer que todavía poseía el corazón de Pedro le había hecho bajar los hombros.


—Eh, ustedes dos, muero de hambre. ¿Qué está pasando allá arriba? —La voz alegre de Pedro arrancó a Paula de sus sueños, pero antes de que ella tuviera tiempo de recuperarse, él ya estaba de pie junto a la puerta. Sus ojos y su cara se encendieron con una son­risa, pero cuando vio el desorden —las cajas con su contenido diseminado por el suelo sin respeto por su antigua dueña; la pequeña y la mujer que habían mancillado la memoria de su esposa—, sus facciones se endurecieron hasta convertirse en una máscara sombría.



Paula giró la cabeza para no verla; no pudo presen­ciar ese dolor terrible. Le quitó las zapatillas de baile a Juana, quien ya empezaba a probárselas.


Juana, ve a lavarte la cara y las manos, le dijo Paula por señas. La pequeña comenzó a protestar y a tratar de tomar de nuevo las zapatillas, pero Paula le dijo:
—¡Ve! —La fuerza de la orden no permitía ninguna discusión, y Juana pasó junto a su padre, que estaba de pie junto a una fotografía y la miraba, ajeno a todo lo que lo rodeaba.


Cuando la chiquilla abandonó el cuarto, Paula dijo:
—Lo siento, Pedro. Supongo que Juana se puso a revolver las cosas. Yo las recogeré y...


—No, no lo harás —saltó él—. Deja las cosas donde están. Yo ordenaré y guardaré todo.


Paula dejó caer las zapatillas de satén rosado como si le quemaran la mano.


—Está bien —dijo y salió corriendo del cuarto.


Pedro seguía de pie en medio de la habitación, los ojos fijos en las fotografías diseminadas por el suelo.


****


Paula le preparó a Juana un sándwich de manteca de maní y jalea. La pequeña conversaba con Conejito, que estaba sentado sobre la mesa, junto al plato, mientras ella comía. 


Paula le dio todo lo que Juana le señalaba. Esa costumbre estaba absolutamente prohibida en cualquier otra circunstancia, pero en ese momento Paula carecía de la energía necesaria para que le importara.


Cuando Juana terminó su almuerzo, Raul y Raquel llegaron por la puerta de atrás para invitarla a ir a jugar a su casa. 


Paula le puso un suéter —el que Pedro le había traído de su viaje a Alburquerque— y le pidió a Raul que la trajera de vuelta media hora después.


—Por supuesto. De todos modos, tenemos que dormir la siesta —dijo Raul cuando acompañó a Juana a bajar los escalones que conducían al patio.


Paula los vio alejarse, pero en realidad no les estaba prestando atención. Grabadas en la parte posterior de sus párpados seguían las fotografías de la bailarina que miraba a la cámara con tanto aplomo.


¿Qué le había causado la muerte? Pedro jamás se lo había dicho. Evitaba por completo el tema de su es­posa. Paula no sabía nada de ella, salvo que era bailarina clásica y se había presentado en una prueba para actuar en el coro de Grease y allí había conocido al hombre con el que se casaría.


¿Había muerto en un accidente? ¿En un accidente de aviación? ¿Había contraído una terrible enferme­dad que le había costado la vida? ¿Tuvo un derrame cerebral? Seguro que no, siendo tan joven. ¿Qué le había ocurrido?


Paula sacó de la mesa los platos que Juana había usado y tiró en el tacho de basura el paquete con los tamales. La casa estaba en silencio. Deambuló por las habitaciones en busca de algo que hacer para llenar el vacío de su alma, pero no encontró nada. Contó los minutos que faltaban para que volviera Juana, y cuando la pequeña regresó Paula sugirió que miraran un libro. Juana entró en el aula y eligió uno sobre diferentes clases de transportes.


Se instalaron en el sofá y hablaron de automó­viles, ómnibus, aviones y barcos en ese gran libro ilustrado. Hacía dos horas que Pedro estaba en el piso superior cuando Paula oyó que bajaba por la escalera.


Paula se preparó para lo que la esperaba. ¿Cómo estaría Pedro ahora? ¿Cómo reaccionaría frente a lo ocurrido? Cuando lo miró, lo supo.


Usaba pantalones, chaqueta deportiva y corbata: un atuendo nada común en él desde su llegada a Nuevo México. En la mano izquierda portaba una valija y de su hombro derecho colgaba un impermeable.


Paula se puso de pie cuando él se le acercó y le aferró las manos en la cintura. Había llegado el momento.


—Paula, me vuelvo a Nueva York —dijo, lacóni­camente.


—Sí.


Él apartó la vista.


—He estado aquí demasiado tiempo —dijo. ¿Tra­taba de convencerla a ella o a sí mismo? —Hay cosas que debo hacer. No puedo quedarme aquí indefini­damente.


—No. —Si él quería oír su aprobación, le espera­ba una decepción. 


Paula no pensaba facilitarle las cosas. Le había suplicado a Samuel que le permitiera ayudarlo, y su ofrecimiento sólo recibió desprecio; un rechazo era más que suficiente. No dejaría que Pedro le frotara sal en las heridas.


—¿Le explicarás a Juana por qué me voy? —pre­guntó, sin esperar en realidad a que ella le respondiera. Cuando Paula lo hizo, su respuesta lo sorprendió.


—No. Explícaselo tú mismo. 


Pedro reconoció la inclinación orgullosa de su mentón y supo que era inútil tratar de convencerla.


Apoyó la valija en el piso y se arrodilló frente a su hija, que seguía enfrascada en la lectura del libro.


—Juana—dijo. 


Y eso fue todo lo que Paula oyó. Se dirigió enseguida a la puerta del frente y apretó la frente contra esa madera dura y fría. No puedo soportar esto, lloró en silencio. Moriré cuando él se vaya, gimió. Pero cuando oyó los pasos de Pedro que se acercaba, se recompuso y lo enfren­tó con una jactancia que estaba lejos de sentir.


—Está triste y disgustada. Por favor, tranquilízala y consuélala por mí —dijo él.


¿Y quién me consolará a mí?, habría querido preguntarle. 


Notó que tampo­co él parecía muy sereno. Si no supiera que era imposible, habría pensado que ese extraño brillo que vio en sus ojos era causado por lágrimas. ¿Se sentía él tan alterado por tener que dejar a su hija? ¿O era sólo una conmovedora escena de despedida que él interpretaba a la perfección?


—Tengo que llevarme el automóvil, pero haré que alguien te lo traiga de vuelta mañana.


Ella asintió


—Bueno, adiós entonces. Me mantendré en con­tacto con ustedes. —Pedro actuaba como si quisiera decir algo más. O... No, seguro que no podía querer besarla, aunque le pareció advertir que inclinaba un poco la cabeza como para hacer un intento.


—Adiós, Pedro —dijo ella y le abrió la puerta del frente.


Las líneas que le rodeaban la boca se tensaron y sus cejas tupidas descendieron. Pedro suspiró con exasperación antes de pasar junto a Paula, y ella ce­rró la puerta tras de él.


****

Como correspondía, una serie de nubarrones ne­gros se desplazaron por encima de las montañas, quedaron flotando sobre el pueblo de Whispers y dejaron caer las primeras nieves de la temporada. De alguna manera, ese manto de un blanco prístino no hizo nada para aliviar la melancolía que reinaba en la casa.


Juana no tenía ganas de participar en ninguna actividad y Paula le permitió mirar televisión durante el resto del día.


Cuando llegó el momento de acostarse, la pequeña se prendió de Conejito y repitió una y otra vez, con su voz dulce pero casi incoherente "Papito", mientras las lágrimas surcaban sus mejillas sonrosadas. Eso fue demasiado para el estado emocional de Paula, quien se sentó en la cama junto a Juana y la abrazó fuerte.


Y las dos lloraron hasta quedarse dormidas.












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