sábado, 26 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 16






Paula se quedó mirando a su padre y tratando de captar el significado de sus palabras. Pedro estaba parado muy cerca de ella. Paula casi podía sentir su mirada. Su padre aguardaba a que ella le dijera algo. Paula rió nerviosamente y dijo:
—Papá, eso no es necesario.


—Ya lo sé, Paula, pero, por favor, compláceme. Tu madre y yo detestamos que te casaras con alguien que no conocíamos y en una ceremonia civil sola­mente. Cuando tu matrimonio fracasó —y no trates de decirme que no fuiste desdichada—, nos sentimos responsables de no haber estado más cerca de ti y de tu marido. Esta vez, quiero ser parte de tu matri­monio, de tu familia.


Su mirada se dulcificó, extendió los brazos y le tomó las manos a su hija.


—Mi mayor deseo siempre ha sido casarlas a Elena y a ti. Yo celebré la ceremonia de bodas de tu hermana, ¿recuerdas? —Paula asintió y sintió que se le formaba un nudo en la garganta. —Por favor, déjame bendecir tu casamiento con Pedro.


Paula trató de hablar, pero tenía el pecho demasia­do apretado y las lágrimas le nublaban los ojos. ¡Cómo odiaba engañar a ese hombre bondadoso y lleno de afecto, que le había dado la vida y sólo deseaba su felicidad! Abrió la boca para confesarle la verdad, pero sintió los labios gomosos y la lengua no le respondió.


Sintió el fuerte apoyo del brazo de Pedro cuando él se lo pasó por los hombros.


—Será un honor para nosotros, señor. Hablo por Paula y por mí.


—Bien, espléndido —dijo Andres y juntó las manos en un aplauso. Sus ojos grises brillaron de alegría. —Iré a decírselo a Alicia. Se pondrá tan contenta... Los aguardaremos abajo. —Abandonó enseguida la habitación y cerró la puerta tras de sí.


No se supo bien quién tomó la iniciativa, pero lo cierto era que Paula se encontró envuelta en brazos de Pedro, con la cara sepultada en la curva de su hombro. Toda la frustración, el enojo y la culpa brotaron de ella en un torrente de lágrimas que em­paparon la camisa de Pedro.


Él no dijo nada, pero siguió brindándole apoyo y consuelo: le acarició el pelo y le palmeó la espalda, y aguardó hasta que su llanto cesara y se recostara contra él, llena de vacío y de desesperanza.


Las palabras de Paula fueron casi inaudibles, así que Pedro agachó la cabeza para poder oírlas.


—Soy una hipócrita de la peor calaña. Te desprecio por la mentira que dijiste, pero yo he perpetuado esa mentira con mi conducta. Es porque no soportaría lastimar a mi padre.


—Aunque no lo creas, y dudo que lo hagas, yo tampoco quiero decepcionarlos. Cuando vi que tratabas de reunir el coraje suficiente para decirle la verdad, no pude permitirlo. Tuve que intervenir.


La alejó un poco con suavidad y le secó las lágrimas que se demoraban en sus mejillas.


—Realicemos la ceremonia de la boda con digni­dad. Sabremos que no significa nada. No es legal. Más adelante pensaremos qué decirles. —Notó que un brillo de furia cruzaba por los ojos de Paula y anticipó el motivo. —Yo no te dejaré. Asumiré mi responsabilidad. Ahora, ve a lavarte la cara. Nos están espe­rando. —La besó en la frente antes de que ella se dirigiera al cuarto de baño.



****


—Los declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. —Andres entonó las palabras que, de tratarse de una ceremonia legal, habrían unido a Paula de por vida a Pedro. —Puedes besar a la novia, hijo.


Pedro le puso las manos en los hombros y la hizo girar hacia él. Con los ojos le recorrió la cara, tratando de leer su expresión antes de inclinarse y besarla con dulzura en los labios. Fue un beso breve pero intenso, y Paula sintió el impacto en todo el cuerpo.


Andres y Alicia los rodearon, y también Betty y los tres chicos, que Alicia había insistido en que debían estar presentes. La había llamado por telé­fono para invitarla a la ceremonia. Betty lloró todo el tiempo, pero los chicos se mantuvieron en silencio, escuchando y observando las manos de Andres cuando, con reverencia, hizo con señas las palabras en beneficio de Juana. También Paula y Pedro habían pronunciado sus votos en lenguaje de señas.


En cualquier otro momento, Paula habría pensado que era la ceremonia de boda más hermosa que había visto jamás. 


Aunque el marco y la ropa no fueran los tradicionales, descubrió que, al pronunciar sus votos a Pedro, lo había hecho de corazón. El hecho de comprenderlo la había conmovido. Le ofreció su amor y su fidelidad en cuerpo y alma, y no era por­que los presentes esperaran que ella pronunciara las palabras correctas, sino porque quería decírselas a Pedro y que él supiera que se las decía en serio.


Sus labios verbalizaron lo que su corazón ya sabía: ese anhelo profundo, intolerable y dulce que sentía por Pedro era amor. Amor. Sí, ella lo amaba. Conocía sus defectos y su temperamento, pero eso no modificaba sus sentimientos. Él la ponía furiosa como nadie más podría hacerlo, pero igual lo amaba.


Pero todo sería inútil, se advirtió Paula. Pues él había amado una vez, profundamente y para siempre, y en su corazón no había lugar para ninguna otra mujer salvo la fallecida Susana. Pedro había sido sincero con Paula, y ella no podía ser menos. Confesó su amor, sino a Pedro, al menos a sí misma.


Pedro le estampó a Betty un sonoro beso en la boca, y ella simuló un desvanecimiento bien teatral. Después, Pedro reía y besaba a Alicia y le estrechaba la mano a Andres, quien le palmeaba la espalda. Se arrodilló y alzó a Juana y la abrazó y le hizo cosquillas en la mejilla con el bigote, algo que siempre la hacía reír.


Cualquiera podría creer que se trataba de una ocasión feliz para todo el mundo, hasta que veía la cara de la novia. 


Estaba pálida y, cada tanto, su cuerpo se estremecía como si tratara de tener a rienda corta sus emociones.


Poco tiempo después, los Chaves partieron. Su equipaje estaba en el baúl del automóvil alquilado, y ellos se encontraban de pie en el porche del frente despidiéndose.


Alicia tenía lágrimas en los ojos cuando besó a Juana, quien le devolvió el beso sin reservas. Paula abrazó por turno a sus padres, y se colgó de ellos como si fueran salvavidas. 


Cuando entraron en el auto y comenzaron a alejarse, los saludaron con la mano y les gritaron adioses y promesas de llamar por teléfono y escribir. Y, todo ese tiempo, Pedro permaneció de pie junto a Paula, desempeñando el papel de amante marido: con un brazo tenía alzada a Juana y con el otro rodeaba la cintura de Paula.


—Dios, qué día, Juana—dijo Pedro con un suspiro al dejarse caer en el sofá y levantar a su hija y ponerla sobre sus rodillas—. Paula, no cocines nada para la cena. Esta noche comamos apenas un bocadillo. Sé que también debes de sentirte muy cansada.


—Está bien, Pedro. Voy a sacar algunas cosas de la heladera. —Fue deprisa a la cocina. ¿Por qué, de pronto, estar en el mismo cuarto que él la ponía nerviosa?


Después de ese tentempié, Paula bañó a Juana y la acostó. 


Los eventos del día habían cansado a la pequeña, quien comenzó a evidenciar su fatiga du­rante la cena, momento en que se puso irritable.


Para Paula fue un alivio que la pequeña estuviera en la cama y arropada. Volvió a la cocina para cargar el lavaplatos, pero vio que Pedro se le había adelantado y que la tarea ya casi estaba terminada.


— No deberías haberte molestado, Pedro. Yo habría limpiado y ordenado todo.


Él le sonrió.


—Tenías que atender a Juana. Yo elegí la tarea más fácil.


—La pobrecita estaba agotada. No suele portarse tan mal, sobre todo cuando tú estás cerca. Espero que no se enferme.


Pedro rió al acercársele y rodearla con los brazos.


—Hablas como una madre —le susurró contra el pelo.


—¿Te parece? —preguntó ella con frialdad. Se liberó de Pedro, fue a la pileta de la cocina, simuló estar atareada, llenó un vaso con agua y se lo llevó a los labios.


A él no pareció afectarle la falta de respuesta de Paula, se le acercó por atrás y la aprisionó al apoyar las dos manos en la mesada, a ambos lados de ella. Con la nariz, le apartó el pelo de la nuca y comenzó a mordisqueársela con amor.


Pedro...


—Que increíblemente suave es tu piel aquí —mur­muró él.


 Paula se estremeció al sentir que la punta de la lengua de Pedro le acariciaba el lóbulo de la oreja.


—Por favor, Pedro... —Luchó por volverse, y cuando él aflojó la presión, fue sólo para permitir que ella quedara de frente y lo mirara. Ahora Paula tenía las caderas apretadas contra la mesada, y él la tenía prisionera con su cuerpo firme.


Le tomó las manos y las colocó sobre su propio pecho, para que pudiera sentir los latidos de su corazón, la calidez que su piel irradiaba, y la textura de su vello debajo de esa tela suave.


—Paula, ¿te das cuenta de que, en algunas culturas, el matrimonio no se considera legal hasta que la pareja se casa en la iglesia y su unión es bendecida por Dios? Si es así, entonces estamos casados. Por lo general, las ceremonias civiles no tienen importancia.


Le pasó los dedos por el pelo y le masajeó las sie­nes con los pulgares, con un ritmo hipnótico.


Luego miró fijo su frente y se la besó con ternura antes de hacer lo mismo en sus párpados cerrados y sus mejillas. 


Cada beso era lento y deliberado, como si quisiera fijar sus labios en la piel de Paula.


Bebió de sus labios y los provocó antes de tomarlos por completo con los suyos. Su lengua no respetó la barrera de labios y dientes cuando gratificó su intenso deseo de saquear la boca de Paula. Se le acercó más. Físicamente era obvio que ese beso sólo simbolizaba un apremiante deseo de poseerla por completo.


Paula tenía las piernas inutilizadas por las piernas de Pedro, pero sus brazos tenían fuerza cuando los cerró alrededor del cuello de él. Se le acercó más todavía y sintió su virilidad firme, en delicioso contraste con los suaves contornos de su propio cuerpo. De nuevo cobró conciencia de ese calce perfecto, del complemento perfecto de la masculinidad de Pedro con su propia feminidad.


—Paula —susurró él con voz ronca—, tú me sus­pendes en algún lugar entre el cielo y el infierno, pe­ro juro que este infierno es más dulce que cualquier otra cosa que he conocido. —Hizo estragos en el cuello de Paula, pero ella fue una víctima consciente que se sometió a sus labios, sus dientes y su lengua, que parecieron conocerla más íntimamente que ella misma.


Paula podría ser su esposa en todos los sentidos de la palabra. Ella deseaba serlo y, en su mente, ya lo era. Tenía la conciencia tranquila. Ante Dios y frente a un ministro religioso, le había entregado su vida y su amor a ese hombre. Nada podía quebrantar su convicción de que los votos que había pronunciado eran válidos y la ligaban de por vida a Pedro.


Pero él no había pronunciado esos votos.


Había recitado las palabras poéticas, había repetido las líneas familiares, pero no las había pronunciado desde el corazón. A fin de protegerla y por respeto a sus padres, había interpretado su rol y lo había hecho de manera convincente. Pero Paula conocía sus motivaciones, y no eran el amor. Su amor estaba perdido para siempre, enterrado en una tumba, y no había nada que ella pudiera hacer al respecto.


Ahora él la necesitaba. Paula percibió desesperación en la forma en que la sostenía. La intensidad con que la besaba era un índice de la pasión que sentía. Si ella aceptaba hacer el amor con él, ¿cuánto tardaría esa pasión en decrecer? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que él se recluyera en un mundo propio, como lo había hecho Samuel? Cuando ella necesitara el bálsamo de su amor para curar sus heridas, ¿estaría él allí? No podía correr ese albur. Prefería vivir sin su amor a tener que vivir con un facsímil de ese amor.


Transcurrió un momento antes de que Pedro se diera cuenta de que los movimientos frenéticos de Paula no eran fruto de su pasión sino que luchaba contra él. Ese hecho lo sorprendió tanto que ense­guida la soltó. Ella se fue corriendo de la cocina. Cuando estaba a mitad de camino del piso superior, él pronunció su nombre.



Su voz era suave, pero, precisamente por eso, más apremiante.


—Paula.


Ella se detuvo en un escalón, pero no se volvió. Si llegaba a mirar a Pedro, estaría perdida. Incluso en ese momento, si tan sólo él decía que la amaba, ella volaría a sus brazos y cesaría por fin el tormento que la acuciaba. "¡Di que me amas!", le suplicó en silencio.


—Paula... —se interrumpió y pareció vacilar. 


Un sencillo "Buenas noches" fue la despedida descartada.


****


Algo despertó a Paula. La arrancó de un sueño profundo la sensación de que algo estaba mal. Aguzó un momento el oído y no logró oír nada que pudiera haberla despertado, pero igual apartó las cobijas y se levantó. Su bata estaba sobre una silla, y se la puso antes de salir al vestíbulo en tinieblas.


Su primer pensamiento fue Juana. Se dirigió a la puerta de la habitación de la pequeña. La cama es­taba vacía. Paula reprimió el pánico que la inundó y atravesó la habitación hacia el cuarto de baño con­tiguo. Tampoco estaba allí.


Tropezando con el ruedo de su bata por el apuro, bajó por la escalera y revisó los cuartos de la planta baja. Ni rastros de Juana. Pensando —esperando— que la chiquilla se hubiera levantado para tomar agua o comer un bizcocho, fue a la cocina y encendió la luz. Juana no se encontraba allí, pero la puerta de atrás estaba abierta y dejaba entrar el aire frío de la noche. A Paula se le detuvo el corazón.


¡La habían secuestrado!


Eso fue lo primero que pensó. Pedro era una cele­bridad, y él y su hija serían blancos perfectos para una mente perversa que buscaba dinero o notoriedad fáciles.


Su primer impulso fue salir corriendo por la puerta y buscar ella misma a Juana, pero se frenó a mitad de camino. ¿Y si los secuestradores estaban todavía allá afuera? Podrían vencerla. Estaba oscuro y hacía frío; y ella no tenía ningún arma.


Corrió hacia la habitación de Pedro y, sin vacilar, le puso una mano en el hombro desnudo y lo sacu­dió con ganas.


Pedro, despierta. —¿Acaso su voz temblaba por el miedo? Sonó casi como un sollozo. —Pedro, por favor, despierta.


El se incorporó de un salto y la miró con los ojos vacíos y sorprendidos de un hombre arrancado del sueño.


—¿Paula? ¿Qué... qué ocurre?


—Juana. Ha desaparecido. Desperté... oí algo, creo... la puerta de atrás. Secuestradores, pensé...


Farfullaba y decía cosas sin sentido, pero él reco­noció su terror y captó lo suficiente de sus palabras como para adivinar el resto.


Apartó las cobijas con los pies y saltó deprisa de la cama con un movimiento fluido, propio de un animal.


Tomó su bata de velour de un gancho ubicado de­trás de la puerta y se la puso mientras corría tras Paula, quien ya regresaba a la cocina. Fue directamente a la puerta y espió hacia la oscuridad exterior.


—¿Deberíamos llamar a la policía? —preguntó Paula trémulamente mientras entrelazaba las manos—. Pedro, ¿qué...? —No pudo continuar. Sollozaba.


—Cálmate, Paula. La histeria no nos llevará a nin­guna parte. Sí, llama a la policía. Yo iré al cobertizo a buscar una linterna...


—Pero a lo mejor están todavía allá afuera. Oh, Pedro, no...


—¿Quiénes son "ellos"? Ni siquiera sabemos qué ocurrió. Pero juro por Dios que si algo le ha pasado a Juana, yo mataré...


—¿Están buscando al Merodeador Nocturno?


Los dos giraron al unísono y miraron boquiabiertos a Betty, que tenía en brazos a Juana.


—Dios —exclamó Paula, se tapó la boca con la ma­no de puro alivio y después corrió a recoger a la pe­queña de los brazos de Betty. Abrazó a Juana y la meció, todavía sin poder creer que estaba sana y salva en casa.


—¿Qué ocurrió? —preguntó Pedro, y Paula advir­tió que su voz no era demasiado firme. Tenía una mano apoyada en la espalda de Juana, con actitud protectora.


—Yo estaba profundamente dormida —explicó Betty— cuando oí que alguien llamaba a la puerta de atrás. Por supuesto, supe que tenía que ser un ladrón o un violador, y casi muero de pánico. Jamás logré acostumbrarme a que Jim estuviera ausente tanto tiempo y yo tuviera que quedarme sola en casa. —Sus ojos marrones y redondos se dirigían todo el tiempo a la perturbadora visión del pecho desnudo de Pedro, expuesto por la V que dejaba al descubierto la bata de velour.


—Bueno, sea como fuere —continuó Betty—, decidí que no era un violador muy astuto porque hacía mucho barullo tratando de abrir la puerta. Supongo que la curiosidad fue más fuerte que el miedo, porque fui a la cocina y espié por la ventana. Juana estaba de pie en el escalón y trataba de abrir la puerta. Cuando la hice entrar, se dirigió enseguida al cuarto de Raquel. Había dejado allí a Conejito esta tarde. 
Cuando consiguió lo que había ido a buscar, quiso volver a su casa, pero a mí me pareció mejor acompañarla para estar segura de que llegaba a salvo. ¿Se imaginan? ¿Que esta pequeña saliera sola en mitad de la noche, sin pedir permiso?


—Estaba tan cansada cuando se acostó, que proba­blemente no extrañó a Conejito. Y cuando despertó en mitad de la noche y se dio cuenta de que no lo tenía, salió a buscarlo —dijo Paula, completando el resto de la historia. Le sonreía a la pequeña, quien jugueteaba con Conejito y bostezaba. 


Paula le apartó los rizos de las mejillas y se las besó.


Pedro le tendió los brazos a su hija y se arrodilló.


—Juana, ¡eso estuvo muy mal! —le dijo y formó las señas para enfatizar su mensaje hablado—. Nunca vuelvas a escapar de Paula o de mí. Hace que nos sintamos... —No le salió la seña para asustados y miró a Paula en busca de ayuda. Ella se la mostró y él prosiguió. —Hace que nos sintamos asustados y tristes. No sabíamos dónde estabas. Si vuelves a es­caparte, tendré que darte una paliza.


El labio inferior de Juana comenzó a temblar, y la pequeña supo que su papá lo había dicho en serio. Después, los brazos de Pedro la rodearon y la apre­taron fuerte, mientras cerraba los ojos y por su mente cruzaban pensamientos de lo que podría haberle ocurrido a su hija. Juana le tiró los brazos al cuello, aunque sin soltar a Conejito. Pedro la alzó y así sa­lieron de la cocina.


—Por Dios, yo...


—Gracias, Betty. No puedo decirte el alivio que fue verte con Juana. Yo acababa de despertar a Pedro y, como es natural, los dos imaginamos lo peor. —Se sentía agradecida hacia su vecina, pero nada preparada para oír uno de los exagerados monólogos de Betty.


—Tengo que volver junto a mis hijos. Buenas noches. Tú, vuelve arriba junto a tu pequeña familia. —Le tocó un brazo a Paula en gesto de consuelo y salió por la puerta de atrás. 


Paula se aseguró que estuviera cerrada con llave. Todavía no se había recuperado del susto.


En el cuarto de Juana, Pedro estaba sentado en el borde de la cama y acariciaba la frente de su hija aunque ella ya estuviera dormida. Tomó la mano de Paula cuando ella se agachó y besó a la pequeña.


Abandonaron la habitación juntos. Cuando llegaron al pasillo, Pedro comentó:
—Estás temblando.


—No sé si es por el frío o el miedo.


—¿Quieres una copa de vino o de algo?


—No, estaré bien —dijo cuando llegaron a la puerta del dormitorio principal. Ella lo miró y sonrió, pero su sonrisa se desvaneció cuando advirtió la expresión de Pedro.


Se enfrentaron y se miraron durante un buen rato. El no la tocó, pero tampoco hizo falta. Paula tenía plena conciencia del cuerpo de Pedro, que parecía gravitar hacia el de ella, aunque no se hubiera movi­do. Como imanes de polos opuestos, se atraían ine­xorablemente. La necesidad instintiva e innegable de cada uno por el otro era una fuerza que la razón no podía mitigar. Cuando por fin se movieron y se acercaron, se sostuvieron con fuerza y se aferraron como si la sola idea de separarse los aterrara.


Ella no opuso resistencia cuando él la levantó en brazos y la llevó al dormitorio, y luego la deposito con suavidad sobre las almohadas. En un movi­miento veloz se quitó la bata y los calzoncillos. Maravillosamente desnudo, se acostó junto a ella con la sensual desenvoltura de un dios pagano que practica un rito de amor.


—Paula, no hables, no pienses. Por el amor de Dios, no pienses. Sólo siente. Siente.


Las manos de Pedro volvieron a hacerse amigas de las curvas del cuerpo de Paula. Se tomó su tiempo y poco a poco fue deslizando la tela de la bata por la piel de ella. Pero quería verlo y conocerlo todo, y le fue abriendo la bata y levantándole los hombros mientras se la iba sacando.


La acercó a su cuerpo y la sostuvo con una feroz posesión atemperada por su ternura. Su boca se apretó contra la suya mientras sus manos le escul­pían el cuerpo, se lo modelaban y le insuflaban vida.


Los hombros, los pechos y el vientre de Paula cono­cieron su roce y se gozaron en él. Pedro se arrodilló y le besó los pechos con labios calientes e hinchados. Esa parte de ella que la hacía mujer se arqueó contra su mano cuando él se la cubrió con la palma. Pedro descubrió que Paula lo estaba esperando, húmeda y tibia por el deseo.


Su forma de tocarla fue de increíble ternura, y tan sutilmente íntima que Paula sollozó y le aferró los hombros para celebrar una sensación que nunca antes había compartido.


—Paula, eres una hermosa... mujer... hecha a la medida para mí. —Sus palabras eran inconexas, pero si él no las hubiera pronunciado, igual Paula habría sabido lo que él estaba pensando. La manera en que sus labios la acariciaban y la reverencia con que la tocaba le dijeron todo lo que necesitaba saber.


Las palabras de Samuel volvieron para acosarla. Ella jamás había conseguido complacerlo. Ahora com­prendió que él no le había importando lo suficiente como para querer hacerlo. 


Pero deseaba hacer que el cuerpo de Pedro se estremeciera como el suyo.


Sus manos se desplazaron por esa carne firme y modelaron y masajearon los músculos que encon­traron. Paula se desprendió de ese manto de modestia e inhibición y lo tocó, y su virilidad la hizo temblar de emoción.


—Paula... sí, querida. Conóceme —jadeó él mien­tras le enterraba la cabeza en el cuello y la oprimía muy fuerte.


La reacción de Pedro le dio confianza, y las palabras insultantes de Samuel se desintegraron y se perdieron en el olvido cuando Paula oyó sus gemidos de placer. Él volvió a entonar su nombre en un susurro, y su aliento le acarició el oído.


Pedro le rodeó la cara con las manos y se apoderó de su boca con un beso profundo. Con vacilación, se preparó para la posesión total. Levantó la cabeza y la miró. Ella acercó una mano a su cara y le dibujó las facciones que tanto había llegado a amar. Sus dedos le alisaron el bigote sedoso y trazaron un círculo alrededor de sus labios. Y en las miradas de ambos no hubo vacilación alguna.


—¿Paula?


Ella sintió su roce inicial. Cerró los ojos y bajó la cabeza de Pedro para que quedara junto a la suya sobre la almohada. Murmuró su nombre, maravi­llada, cuando por fin lo conoció por completo.


Y lo más increíble fue que todo no terminó allí, como le había sucedido con Samuel. En medio de exclamaciones de júbilo, Pedro la fue saboreando. La conmoción de su cuerpo creció, alcanzó su corazón y se expandió por su alma. Él pronunció su nombre, esta vez en un grito exultante, cuando su pasión se hizo manifiesta. Y ella lo oyó un instante antes de que en su propio cuerpo entrara en erupción un volcán.


Y las explosiones siguieron... y siguieron... y siguieron.


****

—Esto jamás me pasó antes —le susurró ella tími­damente en la oscuridad.


Tenía la cabeza apoyada en el pecho de Pedro mientras él la mantenía apretada y las piernas de ambos estaban entrelazadas debajo de las cobijas. Con aire ausente, él le acarició la espalda.


—¿Nunca? —preguntó en voz baja y con cierto orgullo—. ¿No con...?


—¿Samuel? No —respondió ella con una sonrisa triste y sacudió apenas la cabeza. El vello del pecho de Pedro le hizo cosquillas en la nariz. —Yo estaba convencida de que no podía —confesó.


Una carcajada brotó del pecho de Pedro y fue amplificada hasta el oído de Paula.


—Bueno, pero ahora sabemos que no es así, ¿verdad? —Le pegó una suave palmada en el trasero, y luego su mano se quedó allí y convirtió ese gesto juguetón en una caricia.


Paula pensó que debería sentir remordimientos por lo que había pasado, pero le fue imposible sentirlos, En realidad, no se arrepentía en absoluto, pues lo había hecho por amor. Y sabía que seguiría haciendo el amor con Pedro. Ahora era inevitable, y ya no tenía la ambición ni el deseo de luchar contra eso. Se acurrucó más contra él.


—¿Tienes frío? —preguntó él.


—Un poco —respondió ella.


—Todas las frazadas terminaron al pie de la cama —dijo él con fingido asombro.


—Me pregunto cómo ocurrió —dijo ella con una sonrisa divertida.


Pronto quedaron de nuevo tapados por las cobijas, y Pedro le susurró al oído cuando se le acercó más:
—Prometo que esta vez no terminarán al pie de la cama.


—¿Esta vez? —preguntó ella con incredulidad—. ¿Quieres decir de nuevo? ¿Ahora?


—¿No lo deseas? —preguntó Pedro


Aun en la oscuridad, Paula alcanzó a ver que había enarcado una ceja.


—Bueno, yo...


Pero él ya había bajado la cabeza y su boca fue persuasiva. 


Y Paula se oyó decir, en voz muy baja pero muy apremiante:
—Sí, sí.









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