jueves, 24 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 11




Cuando el siguiente encontronazo tuvo lugar algunos días después, fue mucho más intenso que el primero.


Paula había escrito una carta a sus padres después del desayuno, y quería meterla en el buzón antes de que pasara el cartero. Le explicó a Juana que esa mañana la clase empezaría un poco más tarde y la mandó arriba a jugar en su cuarto. Pedro estaba en el patio de atrás. Paula terminó la carta, la puso en el buzón y subió a buscar a Juana. En el camino, de pronto se dio cuenta de que la chiquilla se había mantenido misteriosamente invisible y extraordina­riamente callada durante la última media hora.


Juana no estaba en su cuarto, y Paula sabía que tampoco estaba en la planta baja. Al entrar en su propio dormitorio, oyó suaves murmullos procedentes del cuarto de baño. Al acercarse a la puerta, quedó estupefacta ante el espectáculo que se presentó a sus ojos.


Juana había abierto todos los recipientes de los maquillajes de Paula, se los había aplicado en la cara y después dejado potes y frascos abiertos sobre el tocador. Su rostro de querubín parecía la paleta de un pintor. Se había puesto sombra para párpados, lápices de cejas y delineador de ojos en grandes cantidades. Tenía las mejillas y la frente pintadas con rubor, brillo para labios y bases de maquillaje de tonos diversos. Lociones, cremas y polvos estaban untados o diseminados por la cubierta de mármol del tocador, formando un caos increíble pero fragante.


Cuando Juana vio la cara de Paula en el espejo, comprendió que el juego había terminado. Con poco éxito trató de tapar un pote de crema nutritiva que se había aplicado con liberalidad en las rodillas. En vano tomó un pañuelo de papel tisú y trató de limpiar el tocador. Al ver que no lo lograba sino que agrandaba la superficie sucia, su labio inferior empezó a temblar y la pequeña miró a su maestra con expresión de súplica.


—Juana —dijo Paula, muy seria— ¡te portaste muy mal! ¡Lo que hiciste es pésimo, y estoy muy enojada contigo! —agregó, mientras le hacía las señas correspondientes, asegurándose de que la pequeña la entendiera. —¿Sabes por qué estoy furiosa contigo? —le preguntó.


Juana asintió y comenzó a gemir de vergüenza.


Paula la obligó a mirarla.


—Te castigaré para que la próxima vez recuerdes que no debes tocar las cosas de otra persona. ¿Te gustaría que yo revolviera las cosas de tu cuarto? ¿Quieres que rompa tus juguetes?



Juana sacudió la cabeza.


Paula la llevó al tocador, la sentó encima y puso a la pequeña de rodillas. Después, golpeó tres veces su trasero con la palma de la mano. A esa altura, ya Juana lloraba a moco tendido.


—¿Qué demonios haces? —preguntó Pedro desde la puerta.


Paula alzó a Juana y trató de abrazarla, pero la pequeña corrió a los brazos de su padre, quien en ese momento fulminaba a Paula con la mirada.


Ella le contestó, muy calma:


—Creo que salta a la vista. Le estoy propinando a Juana una paliza bien merecida.


—No vuelvas a hacerlo jamás —le ordenó seca­mente mientras seguía palmeando la espalda de su hija, que le lloraba sobre el hombro.


—Ya lo creo que lo haré, y te agradeceré mucho que cuando lo haga no vengas y la rescates.


—Ella no puede entender por qué la castigas.


—¡Por supuesto que puede! —saltó Paula, cada vez más enojada—. ¿Crees que la dejaría hacer una cosa así sin castigarla? ¿Dónde acabaría todo?


Pedro ya había colocado a Juana de pie en el piso y ahora miraba a Paula con las manos en las caderas.


—¿Qué eres tú? ¿Una sádica? ¿Obtienes placer en castigar a criaturas discapacitadas?


Paula sintió que la furia bullía en su cuerpo y que la sangre desaparecía de su cara.


—Imbécil presumido —le gritó por entre sus dientes apretados—. ¿Cómo te atreves a acusarme de una cosa así? —Dio un paso adelante con la mano hacia atrás, con la intención de abofetearlo. —¿Cómo te atreves a...?


La interrumpió Juana, que comenzó a tirar del jean de Paula.


—Auwy —suplicó. Paula bajó la vista y vio que Juana le mostraba un tubo de lápiz de labios que había limpiado y al que le había colocado la tapa. La chiquilla le dijo, por señas: Lo siento.


Paula olvidó al padre de Juana y se arrodilló para abrazar a la pequeña. Apartó los rizos de ese rostro surcado por las lágrimas.


—Yo también lamento lo sucedido. ¿Me ayudarás a limpiar y ordenar todo? —le preguntó, y Juana asintió exageradamente y comenzó a recoger los pañuelos de papel sucios que cubrían la alfombra.


Paula se puso de pie y miró a Pedro, dispuesta a continuar con su andanada, pero vio que su expresión había cambiado. Ya no la desafiaba ni estaba eno­jado. Miraba a su hija, y lentamente levantó la vista hacia Paula.


Sus ojos le comunicaron algo que ella no logró descifrar. 


Paula descubrió en esas profundidades verdes un brillo de comprensión. Él conocía los propósitos que la guiaban, y más o menos había entendido sus objetivos. Pero la comprensión total se le escapaba, y Pedro buscó en su rostro, en sus ojos, ese elemento que le faltaba.


Demasiado pronto, a él pareció perturbarlo esa susceptibilidad poco común, y Paula vio que un velo le cubría los ojos antes de que Pedro apartara ense­guida la vista.


—Las dejaré a las dos solas —murmuró al aban­donar la habitación.


*****


Durante los siguientes días no hubo ningún problema importante. Paula siguió impartiéndole clases a Jennifer todas las mañanas, y Pedro sólo apareció en contadas ocasiones.


Paula se alegró al comprobar que las líneas de cansancio que le rodeaban a él los ojos poco a poco desaparecían, y que parecía más distendido que cuando había llegado. Ya no usaba las chaquetas de corte europeo y las camisas con monograma; en cambio, su uniforme era un par de jeans desteñidos que no hacían nada por ocultar su virilidad, sino que más bien la ponían de manifiesto. Las camisas y botas tipo cowboy lo hacían parecer uno de los nativos de esa aldea de montaña.


Él bromeaba con ella y la provocaba con insinua­ciones, pero no volvió a hacerle propuestas directas. Paula se dijo que era un alivio, pero por momentos la fastidiaba la capacidad que tenía Pedro de no prestarle atención, cuando ella, en cambio, cada vez estaba más consciente de él.


Cierta mañana, tarde, Betty se ofreció a llevar a Juana y a sus dos hijos a un picnic. Paula le agra­deció esa oportunidad de descansar y sabía que Juana disfrutaría de la salida. Sin dudarlo un instante, dejó a Juana a cargo de Betty.


Una caminata por el bosque no sería mala idea, se dijo Paula mientras comía un sandwich para el al­muerzo. Era un día fresco de otoño, y los álamos exhibían un color dorado glorioso. Decidió aprove­charlo.


Al pasar junto al lavadero al salir, oyó que Pedro silbaba en voz baja. Paula asomó la cabeza por la puerta para decirle que se iba, pero se quedó mirán­dolo, atónita, al ver lo que estaba haciendo.


—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó.


Al oír su voz, él se dio media vuelta y le sonrió.


—Hola. ¿Dónde está Juana?


—Fue a un picnic con Betty —respondió ella con aire ausente. Luego se recompuso y volvió a pre­guntar con severidad: —¿Qué estás haciendo? —El tenía en la mano uno de los corpiños transparentes de ella.


—¿Qué te parece que hago? —preguntó él con sarcasmo y pronunciando bien cada palabra—. Estoy separando la ropa para lavar. Ésta es una casa democrática y me propongo cumplir con mi parte de la tarea. —Levantó el corpiño por los breteles y lo contempló con el entrecejo fruncido


—Pero... baja eso... es mi... —La perturbó tanto verlo tocando una prenda íntima suya, que no pudo completar su pensamiento.


—Bueno, no creí que fuera de Juana —se burló él—. Y sabía que no era mío. —Observó la etiqueta que llevaba la prenda. —"Rosa polvoriento". ¿Por qué no lo llaman directamente rosa? Y esto —dijo y tomó una bombacha muy escueta— es color "nar­ciso". ¿Por qué no simplemente amarillo?


—¡Por favor, deja de toquetear mi ropa interior como un degenerado! —gritó ella—. Yo lavaré mis cosas.


—No te preocupes, Paula —dijo Pedro con un irritante tono condescendiente—. Sé que estas cosas no se deben lavar en el lavarropas. Hasta sé que hay que hacerlo con agua fría y un detergente suave. No trabajé siete años en ese teleteatro sin aprender algo. —Se estaba burlando de ella, y Paula golpeó un pie en el piso de la furia. 


Pedro... —dijo, con tono amenazador.


Él observaba de nuevo la etiqueta del corpiño.


—Treinta y cuatro B. No es demasiado grande, ¿verdad? —preguntó. Su mirada se detuvo en los pechos de Paula y los evaluó con ojo clínico. El impacto no habría sido mayor para ella si se los hubiera tocado. —Pero, bueno —prosiguió él—, quedarías bastante rara con pechos enormes. Seguro que te caerías por el peso.


Lo dijo con voz indiferente, pero el brillo de sus ojos contradecía ese desinterés.


—Veamos —dijo, y arrojó el corpiño en el lava-ropas.


Antes de que Paula tuviera tiempo de adivinar su propósito, él se le acercó y cerró los ojos. Por el tacto, con las manos encontró sus pechos y las cerró sobre ellos. Con las palmas, describió círculos lentos y perezosos. La acarició con ternura, apretando los dedos en esa suavidad. Cuando sintió la esperada reacción, abrió un ojo y la miró.


—Tal como pensaba —susurró—. Perfectos treinta y cuatro B. —Sus labios se fusionaron con los de ella en un beso que prometía tanto como cumplía. Los labios de Paula estaban abiertos y listos para él, con una pasión semejante a la suya.


Los músculos de los muslos de Pedro se apretaban contra la tela de sus jeans y oprimían los de ella cuando Paula se arqueó contra su cuerpo. La mano curiosa de él le exploró la columna hasta instalarse en la curva de su cadera y aprisionar el cuerpo de ella contra su virilidad.


Las manos de Paula le rodearon el cuello y le bajaron la cabeza hacia la suya. Luego giró la cabeza para que el bigote de él acariciara sus facciones; le rozó el mentón, los labios, la nariz; le acarició los pómulos y coqueteo con sus párpados.


Pedro entró en el juego de Paula hasta que su deseo por ella superó su generosidad. Apresó su boca y la penetró con la lengua, y metió la mano en su cabellera.


—Paula, no puedes imaginar la tortura que esto es para mí —dijo al apartar la boca y apoyársela contra la oreja.


La intensidad del deseo que ella sintió fue tan grande que de pronto Paula tuvo miedo de su propia respuesta. Sabía que Pedro estaba más allá de todo razonamiento, pero uno de los dos debía mantener la cordura. Si las cosas siguieran así, tal vez quedaría satisfecha la necesidad que ella tenía de él, pero el precio sería demasiado alto. No podía permitir que eso sucediera.


Pedro —dijo, con un sollozo—, no debemos hacerlo.


La respiración de él era irregular cuando le dijo, al oído:
—Sí, debemos. Si no lo hacemos, explotaré.


Pedro, por favor —dijo ella con desesperación, y trató de apartarlo—. No, no —le suplicó, porque todavía estaba en peligro de volver a ese nivel en que la pasión teñía todo pensamiento racional.


Él levantó la cabeza y la miró con furia. Las manos que le sostenían los brazos eran como bandas de acero.


—¿Por qué? Maldición, ¿por qué? —dijo y la sacudió—. ¿Te causa placer hacerme esto? —gritó y oprimió las caderas contra ella.


Paula tragó fuerte y apartó la vista de esa mirada penetrante.


Había sentido el inequívoco poder del deseo de Pedro, y eso había incrementado el suyo. Ella habría querido decir: "Si me amaras, yo haría el amor contigo enseguida. Pero no puedo reemplazar a un fantasma. No puedo permitir que me lastime alguien que sólo me necesita cuando se le antoja".


Pero no podía decir nada de eso. Aunque pudiera, no cambiaría nada; él seguiría amando el recuerdo de Susana.


Pedro, sabes que no es prudente que juguemos de esta manera con fuego. Si nos involucráramos, yo tendría que dejar a Juana. Estoy viviendo contigo, pero sólo en el sentido de que compartimos la casa. Samuel trató de convencerme de que viviera con él antes de que nos casáramos. Yo no pude hacerlo entonces y tampoco puedo ahora. Sé que es anticuado, pero así me educaron.


—¿Ah, sí? Bueno, a mí me han educado muchas veces en los últimos tiempos, y no tengo cómo demostrarlo, salvo por el dolor que siento en los riñones.


—Qué desagradable —dijo Paula, impresionada por su crudeza—. ¡Suéltame!


Él la apartó con rudeza y dio un paso atrás. Para sorpresa de ambos, Paula lo siguió y cayó contra su pecho. Él la rodeó con los brazos.


—¿Qué...? —empezó a preguntar Paula cuando Pedro soltó una carcajada.


—No sé a quién le debo esta recompensa, pero parece que estamos soldados.


—¿Qué? —preguntó ella con incredulidad.


—Las hebillas de nuestros cinturones se engan­charon —explicó él.


Paula bajó la vista y vio que Pedro tenía razón: las hebillas metálicas de los cinturones de ambos se habían enganchado durante el abrazo.


Ella lo miró, azorada.


—¿Qué hacemos?


Esas palabras divirtieron a Pedro.


—Bueno, podemos pasar un rato muy divertido —dijo, y calló cuando ella abrió los ojos, alarmada—. O podemos tratar de desengancharlas —agregó—. En cualquiera de los dos casos, no puedo ver lo que hago. Mueve el torso para que yo alcance a ver.


Cuando los pechos de Paula lo rozaron, ella levantó la cabeza para ver si él lo había notado, y la sonrisa encantada y divertida de Pedro le confirmaron que así era.


—¿Ves lo divertido que puede ser? —se burló él.


—Apresúrate, por favor —lo regañó Paula—. ¿Qué pasaría si la casa se incendiara en este momento?


—Les daríamos a los bomberos algo de qué hablar durante años.


Pedro...


—Está bien, está bien —dijo, mientras estudiaba las hebillas de metal lo mejor que podía desde ese ángulo—. Desliza tu mano en la cintura de mis jeans —dijo por fin.


Paula lo miró con expresión escéptica.


—Sí, claro —dijo, secamente.


Él no pudo evitar una sonrisa de oreja a oreja.


—No bromeo. Desliza la mano detrás de mi hebi­lla, y cuando yo te diga, tira hacia afuera.


Paula suspiró y lo miró con cautela mientras tra­taba de meter la mano dentro de los jeans ajustados de Pedro. El faldón de la camisa estaba abierto debajo del cinturón de los jeans, y la mano de Paula se topó con piel tibia cubierta con vello sedoso. Sin darse cuenta, su vista subió hasta el cuello de la camisa, que dejaba ver vello oscuro y áspero. El contraste fue como un golpe de electricidad. Instin­tivamente, sus dedos se movieron debajo de esos jeans ajustados para seguir investigando.


Los ojos de Pedro se oscurecieron un instante, y un músculo de su mandíbula se movió, pero él enseguida miró hacia las hebillas enganchadas.


—Ahora yo haré esto —dijo él mientras deslizaba la mano en la cintura de los jeans de Paula. Ella jadeó y contuvo la respiración, con lo cual creó un vacío en su estómago y le dio más libertad a la mano de Pedro.


—Sólo estoy haciendo lo que es necesario —dijo él con tono mojigato. Pero sus dedos se movieron contra la piel suave del abdomen de Paula, y ella sintió que la sangre le golpeaba en las venas.


—Vuelve a mover la cabeza hacia la izquierda —le dijo, muy cerca. Su aliento le abanicó los mechones de pelo cobrizo de la sien. En respuesta a los curiosos dedos de Pedro debajo de sus jeans, los pechos de Paula se apretaron contra su torso. Ella no pudo levantar la vista y mirarlo.


—Está bien... ahora presiona hacia afuera mi hebilla —dijo él. Paula lo hizo mientras los dedos de él hacían lo mismo con la de ella. Pocos segundos después se oyó un sonido metálico cuando las hebi­llas se soltaron.


Paula sacó enseguida la mano. La de Pedro abandonó la calidez del lado de adentro de los jeans de Paula mucho más lentamente, pero ella se apartó enseguida de él.


Con las manos en las caderas, Paula preguntó:
—¿Dónde estaba la dificultad? ¿Por qué no podría haber tirado yo de mi hebilla y tú de la tuya?


Él se encogió de hombros y se recostó contra el lavarropas.


—Supongo que podrías haberlo hecho, pero los codos nos habrían molestado y yo no habría podido ver lo que hacía. —Sus ojos comenzaron a brillar. —Y no habría sido tan estimulante.


—Tú... tú... —tartamudeó ella, golpeó el suelo con el pie y lo empujó para poder recuperar su ropa interior—. De ahora en adelante, yo lavaré mi propia ropa, gracias.


Cuando ella salió, furiosa, del lavadero, las carca­jadas de Pedro la siguieron.









SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 10




¡Cómo se atreve a hablarme de esa manera!, no hacia mas que pensar Paula.


Creyó que una noche de sueño profundo mitigaría parte de su furia por las últimas palabras de Pedro, pero al despertar descubrió que su furia era todavía mayor. Con su llegada repentina, él la había pescado desprevenida y vulnerable. 


Era un hombre encan­tador, increíblemente apuesto, viril y acostumbrado a que las mujeres se derritieran por él. Pues bien, muy pronto se enteraría de que Paula Chaves no era susceptible a sus encantos. Fiaría frío en el infierno antes de que ella se metiera en una cama con Pedro Sloan.


Cuando bajó por la escalera y caminó hacia la cocina, en su rostro llevaba pintada una inflexible resolución. Una breve mirada al cuarto de Juana le confirmó lo que había supuesto: que la pequeña ya estaba despierta y en compañía de su padre.


Abrió las puertas que separaban la cocina del comedor y entró con afectada naturalidad en esa habitación iluminada por el sol. La escena que encon­tró era demasiado serena y agradable para que Paula perpetuara su rabia, y la rebelión fue abandonándola lentamente y dejándola vacía como un globo desinflado.


—Buenos días —dijo Pedro con señas y verbalmente—. Juana desayuna con cereales y yo, con café y tostadas. ¿Qué quieres tú?


"Dios, qué estupendo está", pensó Paula. Su pelo brillaba con reflejos plateados por el sol que se colaba por la ventana. Tenía las mangas de la camisa deportiva arremangadas hasta los codos, y el faldón había escapado de los confines de sus jeans. La amenaza que ella había visto en su rostro cuando la dejó la noche anterior se veía reemplazada ahora por una sonrisa deslumbrante que resultaba todavía más cautivante.


—Buenos días —dijo ella y se agachó para abrazar a Juana, quien en ese momento se metía en la boca una cucharada de cereales.


La chiquilla giró la cabeza para mirarla y le dijo por señas:
—Papito está aquí, Paula.


— Ya lo sé—respondió Paula—. ¿Estás triste?


—N'oooo —dijo Jennifer. Le gustaba pronunciar esa palabra que le resultaba bastante fácil.


—¿Estás enojada? —preguntó Paula. Unos días antes habían tenido una lección sobre sentimientos básicos y ahora Paula ponía a prueba a su alumna.


Juana rió y dijo:
—Noooo.


—Entonces, ¿qué sientes al tener aquí a tu papito?


Juana estuvo inmóvil un momento tratando de elegir la seña adecuada.


—Estoy contenta —dijo, y se echó a reír cuando Paula aplaudió la seña correcta. Después, la pequeña le preguntó a su maestra: —¿Tú estás contenta de que papito esté aquí?


Paula se enderezó enseguida. Esperaba que Pedro no hubiera estado mirando, pero sí lo estaba. Sus cejas gruesas y expresivas se elevaron con curiosidad.


—¿Y bien? Contesta a Juana. ¿Estás contenta de que yo esté aquí?


La había puesto en un brete. Juana la miraba con gran expectación. De mala gana, ella dijo, oral­mente y por señas:
—Sí, estoy contenta de que Pedro se encuentre aquí. —Juana quedó satisfecha y volvió a concen­trarse en sus cereales.


—Tal vez quieras revisarle el audífono. No estoy seguro de habérselo puesto bien —dijo él.


Paula levantó los rizos de Juana y revisó la colo­cación y el control de volumen del aparato, que había sido modelado para el oído de Juana.


—Está muy bien —dijo ella.


—Espléndido. ¿Qué quieres desayunar? —preguntó Pedro mientras untaba una buena cantidad de man­teca sobre su tostada.


—Yo no como nada en el desayuno —dijo Paula—. Me basta con una taza de café.


Los ojos de él la recorrieron de arriba abajo y la hicieron ruborizarse.


—¿Es la abstinencia lo que te mantiene tan en silueta?


Apartando la vista de esos ojos sagaces, Paula se acercó a la mesa y se sirvió café en un jarro que le tembló en la mano. 


Al pasar junto a Pedro camino a la mesa, él le palmeó el trasero juguetonamente y lue­go dejó su palma apoyada un momento más en esa carne firme.


—La abstinencia de demasiados placeres puede volver a una persona nerviosa, malhumorada y mucho mayor de lo que en realidad es.


Paula tenía la contestación perfecta en la punta de la lengua, pero justo en ese momento Betty abrió la puerta de atrás y la transpuso con su habitual exu­berancia. De su cabeza emergían una serie de ruleros rosados en ángulos variados. 


La bata acolchada estaba sujeta a su gruesa cintura con un nudo descuidado. Unas pantuflas de abrigo aumentaban el tamaño de sus pies en una proporción alarmante.


Se frenó en seco y permaneció allí, inmóvil, al ver a Pedro sentado a la mesa. Sus grandes ojos marrones lo miraban fijo y su boca se abría y se cerraba como un pez varado en la playa. Si su expresión no hubiera sido tan cómica, Paula habría sentido com­pasión por su amiga.


Tuvo que reprimir la risa cuando los presentó.


—Betty Groves, éste es Pedro Alfonso. Pedro, ésta es la vecina de la que te hablé.


—Buenos días, señora Groves —dijo él, se puso de pie y se acercó a Betty con la mano extendida. Betty levantó la suya como una autómata y Pedro se la estrechó. —Paula me ha dicho cuánto las ha ayu­dado a ella y a Juana. Quiero agradecerle por cuidar de mis chicas en mi ausencia.


Paula reaccionó ante lo que esas palabras impli­caban, pero antes de que tuviera tiempo de protestar, Betty exclamó:
—¡Dios mío! ¡Y yo con esta facha! Sólo vine para pedir prestada una taza de azúcar. No tenía idea de que usted se encontraría aquí, doctor Ham... señor Sloan... señor Alfonso. ¿Por qué no me dijiste que él estaría aquí, Paula? —preguntó con tono acusador.


—Yo...


—Está preciosa, Betty. ¿Puedo llamarla Betty? —Pedro interrumpió a Paula antes de que pudiera defenderse—. ¿Dónde tenemos el azúcar, Paula?


¿Tenemos? ¿Mis chicas? Pedro estaba haciendo todo lo posible para que pareciera que los dos vivían juntos. Le lanzó una mirada asesina por sobre el hombro de Betty, pero en los ojos de él apareció un brillo divertido y nada arrepentido.


—Está en la despensa —respondió ella con voz helada. Ni Betty ni Pedro lo advirtieron.


—¿Podrías traer un poco para Betty, por favor, mientras yo le sirvo una taza de café? —dijo él con naturalidad mientras escoltaba a su apasionada admiradora a la mesa. 


Desempeñaba el rol de la encantadora celebridad, que tanto repugnaba a Paula.


—Usted es idéntico a sí mismo —dijo Betty con una sonrisa tonta mientras ocupaba su sitio frente a la mesa siguiendo las directivas de Pedro—. De veras, no quiero robarles su tiempo. Mis chicos me esperan...


—Se lo ruego, como un favor para mí, que com­parta una taza de café con nosotros. —La sonrisa bien ensayada de Pedro habría sido capaz de convencer a un ángel de que se desprendiera de sus alas. —Paula me contó anoche que usted tiene dos hijos.


¡Anoche! Paula estaba furiosa. Mientras Betty se embarcaba en su tema preferido, Pedro miró a Paula y le dedicó una sonrisa traviesa. Sabía que acababa de dar a entender que habían pasado la noche juntos, y no precisamente en cuartos separados. Paula echaba humo cuando cerró con un golpe las puertas de la alacena después de buscar la taza de azúcar para Betty.


Betty finalmente se fue, prometiéndole a Pedro que ella, Raul y Raquel regresarían más tarde para su clase de lenguaje de señas. Por una vez, Paula se alegró de ver irse a su vecina. Se sentía irritada por la adulación servil de Betty hacia Pedro y las insinua­ciones de él en el sentido de que la relación de ambos era la que Betty había sospechado desde el principio y que ella había negado con vehemencia.


—Mientras tú y Juana están en el aula esta ma­ñana, yo sacaré todo de mis valijas. —Paula había notado que había otro automóvil estacionado en el camino de acceso, junto al Mercedes. Pedro explicó que lo había alquilado y que lo devolvería en Alburquerque cuando ella y Juana tuvieran un día libre para ir con él y llevarlo de vuelta.


Paula estaba con Juana en clase cuando Pedro apareció junto a la puerta.


—Paula , los placards de ese cuarto son muy chicos.  ¿Podrías dejarme algo de lugar en uno de los placards del dormitorio principal? Ella lo miró con recelo.


—¿Esto es una artimaña, o de veras necesitas ese espacio?


—Realmente necesito ese espacio —respondió el con la candidez de un santo. Después, desplegó una brillante sonrisa que hizo aparecer el hoyuelo en su mejilla. Un actor. 


Podía fingir cualquier expresión o estado de ánimo que se le antojara. Pero, a pesar de sí misma, Paula le devolvió la sonrisa.


—Uno de los placards está vacío, salvo por algu­nas cajas que hay a un costado. Si quieres, las sacare de allí.


—No, no las toques —saltó él.


Paula ya se levantaba de la silla que se encontraba al mismo nivel de la de Juana. Pegó un salto frente a su tono áspero y al ver que su rostro había perdido la luminosidad anterior. 


Ahora su expresión era muy seria. Cuando vio la sorpresa de Paula, dijo, en voz baja:
—Algunas de las cosas de Susana están en esas cajas. Déjalas como están.


Paula quedó helada. Durante unos segundos el mundo pareció detenerse, y luego volvió a girar, pero sin entusiasmo, trabajosamente.


—Por supuesto, Pedro —balbuceó—. Yo sólo...


Pero estaba hablándole al aire. Cuando levantó la vista, no había nadie junto a la puerta.


Era habitual que Paula y Juana permanecieran toda la mañana en el aula, salvo por un leve intervalo de descanso, durante el cual Juana comía un bocadillo. Paula también aprovechaba ese tiempo para la enseñanza. Juana aprendía, así, los nombres y sabores de diferentes comidas.


Por ejemplo, una semana estudiarían las cerezas. La pequeña aprendía el signo, la palabra escrita y, en la clase de habla, Paula le enseñaba los sonidos. Esa semana la comida del intervalo era gelatina de cerezas, zumo de cerezas o caramelos de cerezas. Así aprendía a asociar un sabor y olor particular con el nombre.


Ese día, cuando Paula y Juana abandonaron el aula poco después del mediodía, Pedro ya les había preparado un almuerzo consistente en sandwiches y sopa. Sobre la mesa, entre individuales y servilletas, había un conejito rosado de peluche. Juana gritó y se puso a correr por la habitación mientras aferraba, extasiada, el juguete.


—Creo que te has anotado un tanto —dijo Paula.


—Pensé que a Juana le gustaría —dijo Pedro y le sonrió a su hija.


Paula se arrodilló junto a Juana.


—¿Cómo se llama tu conejito?


Juana la miró como si no entendiera. Acarició las orejas exageradamente grandes del conejo y mur­muró algo. Paula le deletreó Conejito.


Juana asintió, rió y con sus dedos cortos formó la palabra con señas mientras palmeaba el conejito en la cabeza.


Pedro siguió mostrándose cariñoso y tierno con Juana, pero muy distante con Paula. Estuvo mal­humorado y callado durante la comida.


¿Qué esperaba ella? Sin darse cuenta le había recordado a Susana y eso había desencadenado la depresión de Pedro


Con frecuencia había visto a Samuel encapsularse y andar cavilando por la casa durante días, como Hamlet o algún otro héroe trágico. El malhumor de Samuel la había obligado a calcular cada palabra, a pesar de todo lo que decía o hacía por miedo de ofender la precaria autoestima de su marido.


Bueno, no pensaba volver a hacerlo. Le prestó a Juana su total atención y casi no miró a Pedro. Cuando, más tarde, Betty y sus hijos aparecieron para la clase de lenguaje de señas, Pedro se unió a ellos sentado alrededor de la mesa de la cocina.


Se veía muy diferente de la persona enfurruñada que les había servido el almuerzo. Payaseó e hizo bromas; su sonrisa era seductora, en sus ojos había un brillo alegre. 


¿Cómo era posible que hubiera cam­biado de manera tan drástica en cuestión de horas?


Entonces Paula recordó su profesión: le pagaban precisamente para hacer eso. Un actor era capaz de cambiar de estado de ánimo tan rápido como cual­quier persona se cambia de ropa. Sanuel, por ejemplo, podía tener un aspecto sobrio y enérgico cuando debía reunirse con un representante o un productor disco-gráfico, y después sumirse en una depresión insondable camino de regreso a casa.


Pero a Paula no le gustaban nada esos cambios súbitos de humor de Pedro: la hacían preguntarse cuál persona era la verdadera. ¿Hasta qué punto podía confiar en lo que él decía? ¿O en lo que hacía? Cuando la besó, ¿fue real para él o tan sólo represen­taba una escena de amor? Ella lo había visto besar a la actriz en el estudio de televisión, y ese beso le había resultado de lo más convincente.


Paula decidió no permitir que volviera a suceder. Esos abrazos no significaban nada para él, pero para ella poseían una importancia vital.


Estos pensamientos se le cruzaron por la menté mientras daba la clase de lenguaje de señas, y Paula no se dio cuenta de que, por momentos, había estado mirando fijo a Pedro, cosa que él sí advirtió. Cuando finalmente logró sacudirse de sus ensueños, descubrió que él la observaba con mucha atención. Paula trató de apartar la vista, pero no pudo, y por un instante fugaz supo que Pedro había leído en sus ojos cuánto lo deseaba.


Él le dijo, por señas: No he olvidado las pecas y bajó la vista en dirección a sus pechos, y Paula sintió la absurda compulsión de cubrírselos con las manos.


Paula se ruborizó y miró enseguida a Betty y a sus hijos, esperando que no hubieran visto ni entendido nada. Pero ellos estaban enfrascados en una discusión sobre la compra de zapatos nuevos.


Involuntariamente, volvió a mirar a Pedro, cuyos labios estaban ahora curvados en una sonrisa inso­lente debajo del bigote.


¿Tienes otras pecas que yo debería conocer?, le preguntó por señas.


¡No!, Respondió ella, enfáticamente, mientras sacu­día la cabeza.


Me gustaría averiguarlo personalmente, insistió él, con un dominio del lenguaje de señas que la descon­certó. Se estaba convirtiendo en un experto en esa forma de comunicación, pero ni siquiera necesitaba las manos para transmitir sus pensamientos: le bastaban los ojos.


Paula miró a los otros, pero los chicos nombraban los animales ilustrados en un libro, y Betty buscaba una palabra en el diccionario de signos.


Basta, le dijo Paula silenciosamente con las manos.


¿Me dejarás buscar los lugares secretos de tu cuerpo? Y cuando los encuentre, ¿me permitirás tocarlos y besarlos?


Paula tuvo la sensación de que su cuerpo estaba en llamas. 


Su corazón comenzó a golpear con fuerza en el pecho y movió la remera que lo cubría. Pedro notó esa agitación y se quedó contemplando sus pechos, que subían y bajaban al ritmo de su respi­ración irregular. Volvió a mirarla a los ojos y arqueó las cejas como pidiéndole una respuesta.


¡No! Ella sacudió la cabeza y se pasó la lengua por los labios. Ese movimiento intrigó a Pedro y su mirada le dijo a Paula que le gustaría hacer eso mismo con su lengua.


Entonces tendré que resignarme a fantasear con esos lugares ocultos, dijo él con señas, y sus ojos color esmeralda se clavaron en ella como si estuvieran haciendo precisamente eso. Tengo una gran imagi­nación.


Paula se alegró cuando Juana la distrajo tirando de su brazo.


—Auwy, Auwy —dijo y se señaló una zapatilla, que se le había desatado.


—Sí —dijo Paula, distraída, y no le prestó atención.


—Auwy —dijo Juana, más decidida y con cierta petulancia.


Paula se limitó a mirar la zapatilla y a asentir, pero no hizo nada al respecto y comenzó a apilar los libros que había usado para la clase.


—¡Auwy! —Esta vez, el tironeo en el brazo de Paula fue imperioso y la voz de Juana, aguda y plañidera.


—Ella quiere que le ates el cordón de la zapatilla —dijo Pedro con impaciencia.


Paula lo miró con serenidad, aunque no le cayó bien que interfiriera en lo que ella consideraba su terreno.


—Ya sé lo que quiere, Pedro. Quiero que ella me pida que se lo ate en una frase completa.


—¿Eso siempre es necesario? —preguntó él. El tono áspero de su voz indicaba que él no opinaba lo mismo.


—¿Quieres que Juana aprenda a hablar o que se pase la vida señalando cosas y gruñendo? —le espetó ella. Las líneas alrededor de la boca de Pedro se tensaron, pero no dijo nada.


Juana estaba al borde de las lágrimas y seguía tirando del brazo de Paula. Raul, Raquel y Betty obser­vaban esa escena tensa. Por una vez, ninguno de ellos tenía nada que decir.


—Continuemos con la clase —dijo Paula, muy serena, y siguió sin prestar la atención al pedido de Juana, salvo mirar la zapatilla y asentir, como confirmado que tenía el cordón desatado.


Jennifer, en un ataque de rabia, se tiró al piso, pateó la pata de la silla de Paula y sepultó la cabeza en sus brazos.


—Raul, háblanos de tu perrito en lenguaje de señas —dijo Paula—. ¿De qué color es?


Raul miró a Juana con aire de complicidad y luego, a su madre. Ella asintió y él, con movimientos vacilantes, comenzó a hablarles a los otros de su perro, pero sin demasiada convicción. De hecho, la atención de todos estaba centrada en la pequeña que, sentada en el suelo, gimoteaba patéticamente.


—Paula, por el amor de Dios —comenzó a decir Pedro, justo cuando Juana de pronto se ponía de pie y se quedaba parada junto a la silla de Paula.


Paula, átame el cordón de la zapatilla, dijo la pequeña por señas. Cuando Paula tampoco se mo­vió, Juana se frotó el pecho en un movimiento circular, haciendo la seña de por favor. Por favor, agregó Juana.


Paula sonrió, la alzó, la sentó en su falda y la abrazó fuerte.


—Yo quería atarte el cordón de la zapatilla, Juana, pero primero tú tenías que pedírmelo. ¿Cómo quieres que sepa lo que deseas si no me lo pides?


Juana había entendido las señas y arrojó los brazos alrededor del cuello de Paula. Cuando se apartó, le dijo, por señas, Te amo, Paula, y pronunció el nombre de su maestra.


Yo también te amo, fueron las señas de Paula, quien enseguida besó la cabeza de Juana.


Betty y sus hijos parecieron muy aliviados y enseguida se pusieron a conversar. Pedro no dijo nada, pero Paula lo miró por sobre la cabeza de su hija y en esos ojos verdes descubrió cierto desafío y envidia. Pero el mensaje que ella le transmitió con los suyos era claro: no vuelvas a interferir.