jueves, 24 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 11




Cuando el siguiente encontronazo tuvo lugar algunos días después, fue mucho más intenso que el primero.


Paula había escrito una carta a sus padres después del desayuno, y quería meterla en el buzón antes de que pasara el cartero. Le explicó a Juana que esa mañana la clase empezaría un poco más tarde y la mandó arriba a jugar en su cuarto. Pedro estaba en el patio de atrás. Paula terminó la carta, la puso en el buzón y subió a buscar a Juana. En el camino, de pronto se dio cuenta de que la chiquilla se había mantenido misteriosamente invisible y extraordina­riamente callada durante la última media hora.


Juana no estaba en su cuarto, y Paula sabía que tampoco estaba en la planta baja. Al entrar en su propio dormitorio, oyó suaves murmullos procedentes del cuarto de baño. Al acercarse a la puerta, quedó estupefacta ante el espectáculo que se presentó a sus ojos.


Juana había abierto todos los recipientes de los maquillajes de Paula, se los había aplicado en la cara y después dejado potes y frascos abiertos sobre el tocador. Su rostro de querubín parecía la paleta de un pintor. Se había puesto sombra para párpados, lápices de cejas y delineador de ojos en grandes cantidades. Tenía las mejillas y la frente pintadas con rubor, brillo para labios y bases de maquillaje de tonos diversos. Lociones, cremas y polvos estaban untados o diseminados por la cubierta de mármol del tocador, formando un caos increíble pero fragante.


Cuando Juana vio la cara de Paula en el espejo, comprendió que el juego había terminado. Con poco éxito trató de tapar un pote de crema nutritiva que se había aplicado con liberalidad en las rodillas. En vano tomó un pañuelo de papel tisú y trató de limpiar el tocador. Al ver que no lo lograba sino que agrandaba la superficie sucia, su labio inferior empezó a temblar y la pequeña miró a su maestra con expresión de súplica.


—Juana —dijo Paula, muy seria— ¡te portaste muy mal! ¡Lo que hiciste es pésimo, y estoy muy enojada contigo! —agregó, mientras le hacía las señas correspondientes, asegurándose de que la pequeña la entendiera. —¿Sabes por qué estoy furiosa contigo? —le preguntó.


Juana asintió y comenzó a gemir de vergüenza.


Paula la obligó a mirarla.


—Te castigaré para que la próxima vez recuerdes que no debes tocar las cosas de otra persona. ¿Te gustaría que yo revolviera las cosas de tu cuarto? ¿Quieres que rompa tus juguetes?



Juana sacudió la cabeza.


Paula la llevó al tocador, la sentó encima y puso a la pequeña de rodillas. Después, golpeó tres veces su trasero con la palma de la mano. A esa altura, ya Juana lloraba a moco tendido.


—¿Qué demonios haces? —preguntó Pedro desde la puerta.


Paula alzó a Juana y trató de abrazarla, pero la pequeña corrió a los brazos de su padre, quien en ese momento fulminaba a Paula con la mirada.


Ella le contestó, muy calma:


—Creo que salta a la vista. Le estoy propinando a Juana una paliza bien merecida.


—No vuelvas a hacerlo jamás —le ordenó seca­mente mientras seguía palmeando la espalda de su hija, que le lloraba sobre el hombro.


—Ya lo creo que lo haré, y te agradeceré mucho que cuando lo haga no vengas y la rescates.


—Ella no puede entender por qué la castigas.


—¡Por supuesto que puede! —saltó Paula, cada vez más enojada—. ¿Crees que la dejaría hacer una cosa así sin castigarla? ¿Dónde acabaría todo?


Pedro ya había colocado a Juana de pie en el piso y ahora miraba a Paula con las manos en las caderas.


—¿Qué eres tú? ¿Una sádica? ¿Obtienes placer en castigar a criaturas discapacitadas?


Paula sintió que la furia bullía en su cuerpo y que la sangre desaparecía de su cara.


—Imbécil presumido —le gritó por entre sus dientes apretados—. ¿Cómo te atreves a acusarme de una cosa así? —Dio un paso adelante con la mano hacia atrás, con la intención de abofetearlo. —¿Cómo te atreves a...?


La interrumpió Juana, que comenzó a tirar del jean de Paula.


—Auwy —suplicó. Paula bajó la vista y vio que Juana le mostraba un tubo de lápiz de labios que había limpiado y al que le había colocado la tapa. La chiquilla le dijo, por señas: Lo siento.


Paula olvidó al padre de Juana y se arrodilló para abrazar a la pequeña. Apartó los rizos de ese rostro surcado por las lágrimas.


—Yo también lamento lo sucedido. ¿Me ayudarás a limpiar y ordenar todo? —le preguntó, y Juana asintió exageradamente y comenzó a recoger los pañuelos de papel sucios que cubrían la alfombra.


Paula se puso de pie y miró a Pedro, dispuesta a continuar con su andanada, pero vio que su expresión había cambiado. Ya no la desafiaba ni estaba eno­jado. Miraba a su hija, y lentamente levantó la vista hacia Paula.


Sus ojos le comunicaron algo que ella no logró descifrar. 


Paula descubrió en esas profundidades verdes un brillo de comprensión. Él conocía los propósitos que la guiaban, y más o menos había entendido sus objetivos. Pero la comprensión total se le escapaba, y Pedro buscó en su rostro, en sus ojos, ese elemento que le faltaba.


Demasiado pronto, a él pareció perturbarlo esa susceptibilidad poco común, y Paula vio que un velo le cubría los ojos antes de que Pedro apartara ense­guida la vista.


—Las dejaré a las dos solas —murmuró al aban­donar la habitación.


*****


Durante los siguientes días no hubo ningún problema importante. Paula siguió impartiéndole clases a Jennifer todas las mañanas, y Pedro sólo apareció en contadas ocasiones.


Paula se alegró al comprobar que las líneas de cansancio que le rodeaban a él los ojos poco a poco desaparecían, y que parecía más distendido que cuando había llegado. Ya no usaba las chaquetas de corte europeo y las camisas con monograma; en cambio, su uniforme era un par de jeans desteñidos que no hacían nada por ocultar su virilidad, sino que más bien la ponían de manifiesto. Las camisas y botas tipo cowboy lo hacían parecer uno de los nativos de esa aldea de montaña.


Él bromeaba con ella y la provocaba con insinua­ciones, pero no volvió a hacerle propuestas directas. Paula se dijo que era un alivio, pero por momentos la fastidiaba la capacidad que tenía Pedro de no prestarle atención, cuando ella, en cambio, cada vez estaba más consciente de él.


Cierta mañana, tarde, Betty se ofreció a llevar a Juana y a sus dos hijos a un picnic. Paula le agra­deció esa oportunidad de descansar y sabía que Juana disfrutaría de la salida. Sin dudarlo un instante, dejó a Juana a cargo de Betty.


Una caminata por el bosque no sería mala idea, se dijo Paula mientras comía un sandwich para el al­muerzo. Era un día fresco de otoño, y los álamos exhibían un color dorado glorioso. Decidió aprove­charlo.


Al pasar junto al lavadero al salir, oyó que Pedro silbaba en voz baja. Paula asomó la cabeza por la puerta para decirle que se iba, pero se quedó mirán­dolo, atónita, al ver lo que estaba haciendo.


—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó.


Al oír su voz, él se dio media vuelta y le sonrió.


—Hola. ¿Dónde está Juana?


—Fue a un picnic con Betty —respondió ella con aire ausente. Luego se recompuso y volvió a pre­guntar con severidad: —¿Qué estás haciendo? —El tenía en la mano uno de los corpiños transparentes de ella.


—¿Qué te parece que hago? —preguntó él con sarcasmo y pronunciando bien cada palabra—. Estoy separando la ropa para lavar. Ésta es una casa democrática y me propongo cumplir con mi parte de la tarea. —Levantó el corpiño por los breteles y lo contempló con el entrecejo fruncido


—Pero... baja eso... es mi... —La perturbó tanto verlo tocando una prenda íntima suya, que no pudo completar su pensamiento.


—Bueno, no creí que fuera de Juana —se burló él—. Y sabía que no era mío. —Observó la etiqueta que llevaba la prenda. —"Rosa polvoriento". ¿Por qué no lo llaman directamente rosa? Y esto —dijo y tomó una bombacha muy escueta— es color "nar­ciso". ¿Por qué no simplemente amarillo?


—¡Por favor, deja de toquetear mi ropa interior como un degenerado! —gritó ella—. Yo lavaré mis cosas.


—No te preocupes, Paula —dijo Pedro con un irritante tono condescendiente—. Sé que estas cosas no se deben lavar en el lavarropas. Hasta sé que hay que hacerlo con agua fría y un detergente suave. No trabajé siete años en ese teleteatro sin aprender algo. —Se estaba burlando de ella, y Paula golpeó un pie en el piso de la furia. 


Pedro... —dijo, con tono amenazador.


Él observaba de nuevo la etiqueta del corpiño.


—Treinta y cuatro B. No es demasiado grande, ¿verdad? —preguntó. Su mirada se detuvo en los pechos de Paula y los evaluó con ojo clínico. El impacto no habría sido mayor para ella si se los hubiera tocado. —Pero, bueno —prosiguió él—, quedarías bastante rara con pechos enormes. Seguro que te caerías por el peso.


Lo dijo con voz indiferente, pero el brillo de sus ojos contradecía ese desinterés.


—Veamos —dijo, y arrojó el corpiño en el lava-ropas.


Antes de que Paula tuviera tiempo de adivinar su propósito, él se le acercó y cerró los ojos. Por el tacto, con las manos encontró sus pechos y las cerró sobre ellos. Con las palmas, describió círculos lentos y perezosos. La acarició con ternura, apretando los dedos en esa suavidad. Cuando sintió la esperada reacción, abrió un ojo y la miró.


—Tal como pensaba —susurró—. Perfectos treinta y cuatro B. —Sus labios se fusionaron con los de ella en un beso que prometía tanto como cumplía. Los labios de Paula estaban abiertos y listos para él, con una pasión semejante a la suya.


Los músculos de los muslos de Pedro se apretaban contra la tela de sus jeans y oprimían los de ella cuando Paula se arqueó contra su cuerpo. La mano curiosa de él le exploró la columna hasta instalarse en la curva de su cadera y aprisionar el cuerpo de ella contra su virilidad.


Las manos de Paula le rodearon el cuello y le bajaron la cabeza hacia la suya. Luego giró la cabeza para que el bigote de él acariciara sus facciones; le rozó el mentón, los labios, la nariz; le acarició los pómulos y coqueteo con sus párpados.


Pedro entró en el juego de Paula hasta que su deseo por ella superó su generosidad. Apresó su boca y la penetró con la lengua, y metió la mano en su cabellera.


—Paula, no puedes imaginar la tortura que esto es para mí —dijo al apartar la boca y apoyársela contra la oreja.


La intensidad del deseo que ella sintió fue tan grande que de pronto Paula tuvo miedo de su propia respuesta. Sabía que Pedro estaba más allá de todo razonamiento, pero uno de los dos debía mantener la cordura. Si las cosas siguieran así, tal vez quedaría satisfecha la necesidad que ella tenía de él, pero el precio sería demasiado alto. No podía permitir que eso sucediera.


Pedro —dijo, con un sollozo—, no debemos hacerlo.


La respiración de él era irregular cuando le dijo, al oído:
—Sí, debemos. Si no lo hacemos, explotaré.


Pedro, por favor —dijo ella con desesperación, y trató de apartarlo—. No, no —le suplicó, porque todavía estaba en peligro de volver a ese nivel en que la pasión teñía todo pensamiento racional.


Él levantó la cabeza y la miró con furia. Las manos que le sostenían los brazos eran como bandas de acero.


—¿Por qué? Maldición, ¿por qué? —dijo y la sacudió—. ¿Te causa placer hacerme esto? —gritó y oprimió las caderas contra ella.


Paula tragó fuerte y apartó la vista de esa mirada penetrante.


Había sentido el inequívoco poder del deseo de Pedro, y eso había incrementado el suyo. Ella habría querido decir: "Si me amaras, yo haría el amor contigo enseguida. Pero no puedo reemplazar a un fantasma. No puedo permitir que me lastime alguien que sólo me necesita cuando se le antoja".


Pero no podía decir nada de eso. Aunque pudiera, no cambiaría nada; él seguiría amando el recuerdo de Susana.


Pedro, sabes que no es prudente que juguemos de esta manera con fuego. Si nos involucráramos, yo tendría que dejar a Juana. Estoy viviendo contigo, pero sólo en el sentido de que compartimos la casa. Samuel trató de convencerme de que viviera con él antes de que nos casáramos. Yo no pude hacerlo entonces y tampoco puedo ahora. Sé que es anticuado, pero así me educaron.


—¿Ah, sí? Bueno, a mí me han educado muchas veces en los últimos tiempos, y no tengo cómo demostrarlo, salvo por el dolor que siento en los riñones.


—Qué desagradable —dijo Paula, impresionada por su crudeza—. ¡Suéltame!


Él la apartó con rudeza y dio un paso atrás. Para sorpresa de ambos, Paula lo siguió y cayó contra su pecho. Él la rodeó con los brazos.


—¿Qué...? —empezó a preguntar Paula cuando Pedro soltó una carcajada.


—No sé a quién le debo esta recompensa, pero parece que estamos soldados.


—¿Qué? —preguntó ella con incredulidad.


—Las hebillas de nuestros cinturones se engan­charon —explicó él.


Paula bajó la vista y vio que Pedro tenía razón: las hebillas metálicas de los cinturones de ambos se habían enganchado durante el abrazo.


Ella lo miró, azorada.


—¿Qué hacemos?


Esas palabras divirtieron a Pedro.


—Bueno, podemos pasar un rato muy divertido —dijo, y calló cuando ella abrió los ojos, alarmada—. O podemos tratar de desengancharlas —agregó—. En cualquiera de los dos casos, no puedo ver lo que hago. Mueve el torso para que yo alcance a ver.


Cuando los pechos de Paula lo rozaron, ella levantó la cabeza para ver si él lo había notado, y la sonrisa encantada y divertida de Pedro le confirmaron que así era.


—¿Ves lo divertido que puede ser? —se burló él.


—Apresúrate, por favor —lo regañó Paula—. ¿Qué pasaría si la casa se incendiara en este momento?


—Les daríamos a los bomberos algo de qué hablar durante años.


Pedro...


—Está bien, está bien —dijo, mientras estudiaba las hebillas de metal lo mejor que podía desde ese ángulo—. Desliza tu mano en la cintura de mis jeans —dijo por fin.


Paula lo miró con expresión escéptica.


—Sí, claro —dijo, secamente.


Él no pudo evitar una sonrisa de oreja a oreja.


—No bromeo. Desliza la mano detrás de mi hebi­lla, y cuando yo te diga, tira hacia afuera.


Paula suspiró y lo miró con cautela mientras tra­taba de meter la mano dentro de los jeans ajustados de Pedro. El faldón de la camisa estaba abierto debajo del cinturón de los jeans, y la mano de Paula se topó con piel tibia cubierta con vello sedoso. Sin darse cuenta, su vista subió hasta el cuello de la camisa, que dejaba ver vello oscuro y áspero. El contraste fue como un golpe de electricidad. Instin­tivamente, sus dedos se movieron debajo de esos jeans ajustados para seguir investigando.


Los ojos de Pedro se oscurecieron un instante, y un músculo de su mandíbula se movió, pero él enseguida miró hacia las hebillas enganchadas.


—Ahora yo haré esto —dijo él mientras deslizaba la mano en la cintura de los jeans de Paula. Ella jadeó y contuvo la respiración, con lo cual creó un vacío en su estómago y le dio más libertad a la mano de Pedro.


—Sólo estoy haciendo lo que es necesario —dijo él con tono mojigato. Pero sus dedos se movieron contra la piel suave del abdomen de Paula, y ella sintió que la sangre le golpeaba en las venas.


—Vuelve a mover la cabeza hacia la izquierda —le dijo, muy cerca. Su aliento le abanicó los mechones de pelo cobrizo de la sien. En respuesta a los curiosos dedos de Pedro debajo de sus jeans, los pechos de Paula se apretaron contra su torso. Ella no pudo levantar la vista y mirarlo.


—Está bien... ahora presiona hacia afuera mi hebilla —dijo él. Paula lo hizo mientras los dedos de él hacían lo mismo con la de ella. Pocos segundos después se oyó un sonido metálico cuando las hebi­llas se soltaron.


Paula sacó enseguida la mano. La de Pedro abandonó la calidez del lado de adentro de los jeans de Paula mucho más lentamente, pero ella se apartó enseguida de él.


Con las manos en las caderas, Paula preguntó:
—¿Dónde estaba la dificultad? ¿Por qué no podría haber tirado yo de mi hebilla y tú de la tuya?


Él se encogió de hombros y se recostó contra el lavarropas.


—Supongo que podrías haberlo hecho, pero los codos nos habrían molestado y yo no habría podido ver lo que hacía. —Sus ojos comenzaron a brillar. —Y no habría sido tan estimulante.


—Tú... tú... —tartamudeó ella, golpeó el suelo con el pie y lo empujó para poder recuperar su ropa interior—. De ahora en adelante, yo lavaré mi propia ropa, gracias.


Cuando ella salió, furiosa, del lavadero, las carca­jadas de Pedro la siguieron.









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