jueves, 24 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 10




¡Cómo se atreve a hablarme de esa manera!, no hacia mas que pensar Paula.


Creyó que una noche de sueño profundo mitigaría parte de su furia por las últimas palabras de Pedro, pero al despertar descubrió que su furia era todavía mayor. Con su llegada repentina, él la había pescado desprevenida y vulnerable. 


Era un hombre encan­tador, increíblemente apuesto, viril y acostumbrado a que las mujeres se derritieran por él. Pues bien, muy pronto se enteraría de que Paula Chaves no era susceptible a sus encantos. Fiaría frío en el infierno antes de que ella se metiera en una cama con Pedro Sloan.


Cuando bajó por la escalera y caminó hacia la cocina, en su rostro llevaba pintada una inflexible resolución. Una breve mirada al cuarto de Juana le confirmó lo que había supuesto: que la pequeña ya estaba despierta y en compañía de su padre.


Abrió las puertas que separaban la cocina del comedor y entró con afectada naturalidad en esa habitación iluminada por el sol. La escena que encon­tró era demasiado serena y agradable para que Paula perpetuara su rabia, y la rebelión fue abandonándola lentamente y dejándola vacía como un globo desinflado.


—Buenos días —dijo Pedro con señas y verbalmente—. Juana desayuna con cereales y yo, con café y tostadas. ¿Qué quieres tú?


"Dios, qué estupendo está", pensó Paula. Su pelo brillaba con reflejos plateados por el sol que se colaba por la ventana. Tenía las mangas de la camisa deportiva arremangadas hasta los codos, y el faldón había escapado de los confines de sus jeans. La amenaza que ella había visto en su rostro cuando la dejó la noche anterior se veía reemplazada ahora por una sonrisa deslumbrante que resultaba todavía más cautivante.


—Buenos días —dijo ella y se agachó para abrazar a Juana, quien en ese momento se metía en la boca una cucharada de cereales.


La chiquilla giró la cabeza para mirarla y le dijo por señas:
—Papito está aquí, Paula.


— Ya lo sé—respondió Paula—. ¿Estás triste?


—N'oooo —dijo Jennifer. Le gustaba pronunciar esa palabra que le resultaba bastante fácil.


—¿Estás enojada? —preguntó Paula. Unos días antes habían tenido una lección sobre sentimientos básicos y ahora Paula ponía a prueba a su alumna.


Juana rió y dijo:
—Noooo.


—Entonces, ¿qué sientes al tener aquí a tu papito?


Juana estuvo inmóvil un momento tratando de elegir la seña adecuada.


—Estoy contenta —dijo, y se echó a reír cuando Paula aplaudió la seña correcta. Después, la pequeña le preguntó a su maestra: —¿Tú estás contenta de que papito esté aquí?


Paula se enderezó enseguida. Esperaba que Pedro no hubiera estado mirando, pero sí lo estaba. Sus cejas gruesas y expresivas se elevaron con curiosidad.


—¿Y bien? Contesta a Juana. ¿Estás contenta de que yo esté aquí?


La había puesto en un brete. Juana la miraba con gran expectación. De mala gana, ella dijo, oral­mente y por señas:
—Sí, estoy contenta de que Pedro se encuentre aquí. —Juana quedó satisfecha y volvió a concen­trarse en sus cereales.


—Tal vez quieras revisarle el audífono. No estoy seguro de habérselo puesto bien —dijo él.


Paula levantó los rizos de Juana y revisó la colo­cación y el control de volumen del aparato, que había sido modelado para el oído de Juana.


—Está muy bien —dijo ella.


—Espléndido. ¿Qué quieres desayunar? —preguntó Pedro mientras untaba una buena cantidad de man­teca sobre su tostada.


—Yo no como nada en el desayuno —dijo Paula—. Me basta con una taza de café.


Los ojos de él la recorrieron de arriba abajo y la hicieron ruborizarse.


—¿Es la abstinencia lo que te mantiene tan en silueta?


Apartando la vista de esos ojos sagaces, Paula se acercó a la mesa y se sirvió café en un jarro que le tembló en la mano. 


Al pasar junto a Pedro camino a la mesa, él le palmeó el trasero juguetonamente y lue­go dejó su palma apoyada un momento más en esa carne firme.


—La abstinencia de demasiados placeres puede volver a una persona nerviosa, malhumorada y mucho mayor de lo que en realidad es.


Paula tenía la contestación perfecta en la punta de la lengua, pero justo en ese momento Betty abrió la puerta de atrás y la transpuso con su habitual exu­berancia. De su cabeza emergían una serie de ruleros rosados en ángulos variados. 


La bata acolchada estaba sujeta a su gruesa cintura con un nudo descuidado. Unas pantuflas de abrigo aumentaban el tamaño de sus pies en una proporción alarmante.


Se frenó en seco y permaneció allí, inmóvil, al ver a Pedro sentado a la mesa. Sus grandes ojos marrones lo miraban fijo y su boca se abría y se cerraba como un pez varado en la playa. Si su expresión no hubiera sido tan cómica, Paula habría sentido com­pasión por su amiga.


Tuvo que reprimir la risa cuando los presentó.


—Betty Groves, éste es Pedro Alfonso. Pedro, ésta es la vecina de la que te hablé.


—Buenos días, señora Groves —dijo él, se puso de pie y se acercó a Betty con la mano extendida. Betty levantó la suya como una autómata y Pedro se la estrechó. —Paula me ha dicho cuánto las ha ayu­dado a ella y a Juana. Quiero agradecerle por cuidar de mis chicas en mi ausencia.


Paula reaccionó ante lo que esas palabras impli­caban, pero antes de que tuviera tiempo de protestar, Betty exclamó:
—¡Dios mío! ¡Y yo con esta facha! Sólo vine para pedir prestada una taza de azúcar. No tenía idea de que usted se encontraría aquí, doctor Ham... señor Sloan... señor Alfonso. ¿Por qué no me dijiste que él estaría aquí, Paula? —preguntó con tono acusador.


—Yo...


—Está preciosa, Betty. ¿Puedo llamarla Betty? —Pedro interrumpió a Paula antes de que pudiera defenderse—. ¿Dónde tenemos el azúcar, Paula?


¿Tenemos? ¿Mis chicas? Pedro estaba haciendo todo lo posible para que pareciera que los dos vivían juntos. Le lanzó una mirada asesina por sobre el hombro de Betty, pero en los ojos de él apareció un brillo divertido y nada arrepentido.


—Está en la despensa —respondió ella con voz helada. Ni Betty ni Pedro lo advirtieron.


—¿Podrías traer un poco para Betty, por favor, mientras yo le sirvo una taza de café? —dijo él con naturalidad mientras escoltaba a su apasionada admiradora a la mesa. 


Desempeñaba el rol de la encantadora celebridad, que tanto repugnaba a Paula.


—Usted es idéntico a sí mismo —dijo Betty con una sonrisa tonta mientras ocupaba su sitio frente a la mesa siguiendo las directivas de Pedro—. De veras, no quiero robarles su tiempo. Mis chicos me esperan...


—Se lo ruego, como un favor para mí, que com­parta una taza de café con nosotros. —La sonrisa bien ensayada de Pedro habría sido capaz de convencer a un ángel de que se desprendiera de sus alas. —Paula me contó anoche que usted tiene dos hijos.


¡Anoche! Paula estaba furiosa. Mientras Betty se embarcaba en su tema preferido, Pedro miró a Paula y le dedicó una sonrisa traviesa. Sabía que acababa de dar a entender que habían pasado la noche juntos, y no precisamente en cuartos separados. Paula echaba humo cuando cerró con un golpe las puertas de la alacena después de buscar la taza de azúcar para Betty.


Betty finalmente se fue, prometiéndole a Pedro que ella, Raul y Raquel regresarían más tarde para su clase de lenguaje de señas. Por una vez, Paula se alegró de ver irse a su vecina. Se sentía irritada por la adulación servil de Betty hacia Pedro y las insinua­ciones de él en el sentido de que la relación de ambos era la que Betty había sospechado desde el principio y que ella había negado con vehemencia.


—Mientras tú y Juana están en el aula esta ma­ñana, yo sacaré todo de mis valijas. —Paula había notado que había otro automóvil estacionado en el camino de acceso, junto al Mercedes. Pedro explicó que lo había alquilado y que lo devolvería en Alburquerque cuando ella y Juana tuvieran un día libre para ir con él y llevarlo de vuelta.


Paula estaba con Juana en clase cuando Pedro apareció junto a la puerta.


—Paula , los placards de ese cuarto son muy chicos.  ¿Podrías dejarme algo de lugar en uno de los placards del dormitorio principal? Ella lo miró con recelo.


—¿Esto es una artimaña, o de veras necesitas ese espacio?


—Realmente necesito ese espacio —respondió el con la candidez de un santo. Después, desplegó una brillante sonrisa que hizo aparecer el hoyuelo en su mejilla. Un actor. 


Podía fingir cualquier expresión o estado de ánimo que se le antojara. Pero, a pesar de sí misma, Paula le devolvió la sonrisa.


—Uno de los placards está vacío, salvo por algu­nas cajas que hay a un costado. Si quieres, las sacare de allí.


—No, no las toques —saltó él.


Paula ya se levantaba de la silla que se encontraba al mismo nivel de la de Juana. Pegó un salto frente a su tono áspero y al ver que su rostro había perdido la luminosidad anterior. 


Ahora su expresión era muy seria. Cuando vio la sorpresa de Paula, dijo, en voz baja:
—Algunas de las cosas de Susana están en esas cajas. Déjalas como están.


Paula quedó helada. Durante unos segundos el mundo pareció detenerse, y luego volvió a girar, pero sin entusiasmo, trabajosamente.


—Por supuesto, Pedro —balbuceó—. Yo sólo...


Pero estaba hablándole al aire. Cuando levantó la vista, no había nadie junto a la puerta.


Era habitual que Paula y Juana permanecieran toda la mañana en el aula, salvo por un leve intervalo de descanso, durante el cual Juana comía un bocadillo. Paula también aprovechaba ese tiempo para la enseñanza. Juana aprendía, así, los nombres y sabores de diferentes comidas.


Por ejemplo, una semana estudiarían las cerezas. La pequeña aprendía el signo, la palabra escrita y, en la clase de habla, Paula le enseñaba los sonidos. Esa semana la comida del intervalo era gelatina de cerezas, zumo de cerezas o caramelos de cerezas. Así aprendía a asociar un sabor y olor particular con el nombre.


Ese día, cuando Paula y Juana abandonaron el aula poco después del mediodía, Pedro ya les había preparado un almuerzo consistente en sandwiches y sopa. Sobre la mesa, entre individuales y servilletas, había un conejito rosado de peluche. Juana gritó y se puso a correr por la habitación mientras aferraba, extasiada, el juguete.


—Creo que te has anotado un tanto —dijo Paula.


—Pensé que a Juana le gustaría —dijo Pedro y le sonrió a su hija.


Paula se arrodilló junto a Juana.


—¿Cómo se llama tu conejito?


Juana la miró como si no entendiera. Acarició las orejas exageradamente grandes del conejo y mur­muró algo. Paula le deletreó Conejito.


Juana asintió, rió y con sus dedos cortos formó la palabra con señas mientras palmeaba el conejito en la cabeza.


Pedro siguió mostrándose cariñoso y tierno con Juana, pero muy distante con Paula. Estuvo mal­humorado y callado durante la comida.


¿Qué esperaba ella? Sin darse cuenta le había recordado a Susana y eso había desencadenado la depresión de Pedro


Con frecuencia había visto a Samuel encapsularse y andar cavilando por la casa durante días, como Hamlet o algún otro héroe trágico. El malhumor de Samuel la había obligado a calcular cada palabra, a pesar de todo lo que decía o hacía por miedo de ofender la precaria autoestima de su marido.


Bueno, no pensaba volver a hacerlo. Le prestó a Juana su total atención y casi no miró a Pedro. Cuando, más tarde, Betty y sus hijos aparecieron para la clase de lenguaje de señas, Pedro se unió a ellos sentado alrededor de la mesa de la cocina.


Se veía muy diferente de la persona enfurruñada que les había servido el almuerzo. Payaseó e hizo bromas; su sonrisa era seductora, en sus ojos había un brillo alegre. 


¿Cómo era posible que hubiera cam­biado de manera tan drástica en cuestión de horas?


Entonces Paula recordó su profesión: le pagaban precisamente para hacer eso. Un actor era capaz de cambiar de estado de ánimo tan rápido como cual­quier persona se cambia de ropa. Sanuel, por ejemplo, podía tener un aspecto sobrio y enérgico cuando debía reunirse con un representante o un productor disco-gráfico, y después sumirse en una depresión insondable camino de regreso a casa.


Pero a Paula no le gustaban nada esos cambios súbitos de humor de Pedro: la hacían preguntarse cuál persona era la verdadera. ¿Hasta qué punto podía confiar en lo que él decía? ¿O en lo que hacía? Cuando la besó, ¿fue real para él o tan sólo represen­taba una escena de amor? Ella lo había visto besar a la actriz en el estudio de televisión, y ese beso le había resultado de lo más convincente.


Paula decidió no permitir que volviera a suceder. Esos abrazos no significaban nada para él, pero para ella poseían una importancia vital.


Estos pensamientos se le cruzaron por la menté mientras daba la clase de lenguaje de señas, y Paula no se dio cuenta de que, por momentos, había estado mirando fijo a Pedro, cosa que él sí advirtió. Cuando finalmente logró sacudirse de sus ensueños, descubrió que él la observaba con mucha atención. Paula trató de apartar la vista, pero no pudo, y por un instante fugaz supo que Pedro había leído en sus ojos cuánto lo deseaba.


Él le dijo, por señas: No he olvidado las pecas y bajó la vista en dirección a sus pechos, y Paula sintió la absurda compulsión de cubrírselos con las manos.


Paula se ruborizó y miró enseguida a Betty y a sus hijos, esperando que no hubieran visto ni entendido nada. Pero ellos estaban enfrascados en una discusión sobre la compra de zapatos nuevos.


Involuntariamente, volvió a mirar a Pedro, cuyos labios estaban ahora curvados en una sonrisa inso­lente debajo del bigote.


¿Tienes otras pecas que yo debería conocer?, le preguntó por señas.


¡No!, Respondió ella, enfáticamente, mientras sacu­día la cabeza.


Me gustaría averiguarlo personalmente, insistió él, con un dominio del lenguaje de señas que la descon­certó. Se estaba convirtiendo en un experto en esa forma de comunicación, pero ni siquiera necesitaba las manos para transmitir sus pensamientos: le bastaban los ojos.


Paula miró a los otros, pero los chicos nombraban los animales ilustrados en un libro, y Betty buscaba una palabra en el diccionario de signos.


Basta, le dijo Paula silenciosamente con las manos.


¿Me dejarás buscar los lugares secretos de tu cuerpo? Y cuando los encuentre, ¿me permitirás tocarlos y besarlos?


Paula tuvo la sensación de que su cuerpo estaba en llamas. 


Su corazón comenzó a golpear con fuerza en el pecho y movió la remera que lo cubría. Pedro notó esa agitación y se quedó contemplando sus pechos, que subían y bajaban al ritmo de su respi­ración irregular. Volvió a mirarla a los ojos y arqueó las cejas como pidiéndole una respuesta.


¡No! Ella sacudió la cabeza y se pasó la lengua por los labios. Ese movimiento intrigó a Pedro y su mirada le dijo a Paula que le gustaría hacer eso mismo con su lengua.


Entonces tendré que resignarme a fantasear con esos lugares ocultos, dijo él con señas, y sus ojos color esmeralda se clavaron en ella como si estuvieran haciendo precisamente eso. Tengo una gran imagi­nación.


Paula se alegró cuando Juana la distrajo tirando de su brazo.


—Auwy, Auwy —dijo y se señaló una zapatilla, que se le había desatado.


—Sí —dijo Paula, distraída, y no le prestó atención.


—Auwy —dijo Juana, más decidida y con cierta petulancia.


Paula se limitó a mirar la zapatilla y a asentir, pero no hizo nada al respecto y comenzó a apilar los libros que había usado para la clase.


—¡Auwy! —Esta vez, el tironeo en el brazo de Paula fue imperioso y la voz de Juana, aguda y plañidera.


—Ella quiere que le ates el cordón de la zapatilla —dijo Pedro con impaciencia.


Paula lo miró con serenidad, aunque no le cayó bien que interfiriera en lo que ella consideraba su terreno.


—Ya sé lo que quiere, Pedro. Quiero que ella me pida que se lo ate en una frase completa.


—¿Eso siempre es necesario? —preguntó él. El tono áspero de su voz indicaba que él no opinaba lo mismo.


—¿Quieres que Juana aprenda a hablar o que se pase la vida señalando cosas y gruñendo? —le espetó ella. Las líneas alrededor de la boca de Pedro se tensaron, pero no dijo nada.


Juana estaba al borde de las lágrimas y seguía tirando del brazo de Paula. Raul, Raquel y Betty obser­vaban esa escena tensa. Por una vez, ninguno de ellos tenía nada que decir.


—Continuemos con la clase —dijo Paula, muy serena, y siguió sin prestar la atención al pedido de Juana, salvo mirar la zapatilla y asentir, como confirmado que tenía el cordón desatado.


Jennifer, en un ataque de rabia, se tiró al piso, pateó la pata de la silla de Paula y sepultó la cabeza en sus brazos.


—Raul, háblanos de tu perrito en lenguaje de señas —dijo Paula—. ¿De qué color es?


Raul miró a Juana con aire de complicidad y luego, a su madre. Ella asintió y él, con movimientos vacilantes, comenzó a hablarles a los otros de su perro, pero sin demasiada convicción. De hecho, la atención de todos estaba centrada en la pequeña que, sentada en el suelo, gimoteaba patéticamente.


—Paula, por el amor de Dios —comenzó a decir Pedro, justo cuando Juana de pronto se ponía de pie y se quedaba parada junto a la silla de Paula.


Paula, átame el cordón de la zapatilla, dijo la pequeña por señas. Cuando Paula tampoco se mo­vió, Juana se frotó el pecho en un movimiento circular, haciendo la seña de por favor. Por favor, agregó Juana.


Paula sonrió, la alzó, la sentó en su falda y la abrazó fuerte.


—Yo quería atarte el cordón de la zapatilla, Juana, pero primero tú tenías que pedírmelo. ¿Cómo quieres que sepa lo que deseas si no me lo pides?


Juana había entendido las señas y arrojó los brazos alrededor del cuello de Paula. Cuando se apartó, le dijo, por señas, Te amo, Paula, y pronunció el nombre de su maestra.


Yo también te amo, fueron las señas de Paula, quien enseguida besó la cabeza de Juana.


Betty y sus hijos parecieron muy aliviados y enseguida se pusieron a conversar. Pedro no dijo nada, pero Paula lo miró por sobre la cabeza de su hija y en esos ojos verdes descubrió cierto desafío y envidia. Pero el mensaje que ella le transmitió con los suyos era claro: no vuelvas a interferir.









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