miércoles, 23 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 9





Paula quería creer que los fuertes latidos de su corazón  y la debilidad que de pronto sintió en las piernas se debían al miedo. Pero el miedo había sido sólo un catalizador. Otra razón, más fuerte y poderosa, era la presencia de Pedro Alfonso.


Repantigado en el sillón, tenía los pies extendidos delante de él. Llevaba puesto un sombrero de cowboy encasquetado hasta las cejas, pero sus ojos perforaban las sombras y parecían brillar por debajo del ala ancha. Se levanto del sillón lenta y perezosamente.


Vestía jeans y chaqueta de denim. Curiosamente, no se parecía a los hombres que caminaban por la Quinta Avenida con nueva ropa occidental de moda recién comprada en Saks. La de Pedro se veía usada y desteñida, y él parecía pertenecer a ella.


Avanzó como una pantera al acecho y se detuvo a centímetros de ella. Su cercanía le resultó intolerable. Paula involuntariamente respiró hondo y, cuando soltó el aire, la toalla se deslizó un poco más. Ella no podía tomarla para protegerse: con una mano soste­nía el plato con bizcochos y en la otra tenía el vaso de leche. Si se movía hacia una mesa para apoyar el plato y el vaso, tenía miedo de que la toalla cayera del todo.


Pedro comprendió su situación y el hoyuelo que tenía en la mejilla se profundizó con aire travieso mientras con el pulgar se echaba hacia atrás el som­brero de cowboy.


—¿Qué debería hacer yo ahora, señora mía? —pre­guntó él con tono pensativo—. Si tomo los bizcochos, seguro que usted volcará la leche en el apuro por aferrar la toalla. Y si le tomo el vaso, los bizcochos se deslizarán del plato, y eso sería un desperdicio. Huelen como hechos en casa. —Se agachó y los olió. Tenía la cabeza muy cerca de la de Paula, y la fragancia de su colonia tapaba el aroma de los bizcochos recién hor­neados y resultaba mucho más tentador.


Pedro se enderezó y se acercó un paso.


—Por otro lado, podría tomar la toalla y resolver todos sus problemas —dijo con rudeza.


Paula contuvo la respiración cuando la mano de Pedro se acercó al espacio entre sus dos pechos, allí donde descuidadamente había sujetado la toalla. El apoyó el índice en la curva superior de su pecho.


—¿Sabías —dijo en un suspiro— que tienes cinco pecas justo aquí? —Indicó el lugar desplazando el dedo por la piel. 
—Eso es poco frecuente. Las peli­rrojas por lo general tienen pecas en todo el cuerpo. Y tú sólo tienes cinco. Pero están en un lugar tan pícaro y maravilloso



Paula estaba cautivada por la persuasión de la voz de Pedro. Su aliento fragante le abanicaba la cara y la embriagaba. Ella deseaba aspirarlo dentro de su cuer­po. Los dedos de Pedro comenzaban a insinuarse debajo de la toalla. Cuando ella sintió que presiona­ban las suaves curvas de su piel, las brasas del deseo que ardían en su interior se apagaron y la pasión se vio reemplazada por la furia.


Dio enseguida un paso atrás y le gritó:
—¡Casi me mata del susto! ¿Por qué no me avisó que estaba aquí?


—Bueno, quise hacerlo, pero estabas en la bañera. 
¿Habrías pretendido que yo irrumpiera en el cuarto de baño para informarte de mi llegada? Eso te habría dejado sin el beneficio de una toalla —dijo, con tono burlón, mientras sus ojos la recorrían—. Ignoraba que solías caminar por mi casa de esta manera. Di por sentado que una buena muchacha se pondría una bata o algo más modesto cuando terminara de bañarse.


Ella pasó por alto la burla y se aferró a las primeras palabras de Pedro.


—¿Cómo... cómo supo que me estaba bañando?


Él enarcó una ceja.


—Bueno, ¿cómo crees que lo supe? —preguntó con un brillo divertido en los ojos. Ella jadeó y se ruborizó hasta la raíz del pelo. —Oí el chapoteo del agua —agregó él como al pasar.


La reacción de Paula fue la que Pedro había pre­visto. Ella, furiosa, golpeó el pie en el suelo, y él se echó a reír cuando de los labios de Paula brotó un "¡Oh!". Por un momento ella había olvidado la toalla, pero recordó su precario estado cuando sintió que comenzaba a deslizarse por sus pechos, hasta quedar colgando apenas de los pezones.


—¿Por favor, puede dejar de reírse y quitarme estas cosas de las manos? Tengo frío.


—No me sorprende. Andar corriendo de aquí para allá desnuda... —bromeó él, pero le quitó el vaso de leche y los bizcochos. Ella se apresuró a tomar la toalla y a asegurársela en el puño cerrado, que habría preferido estrellar en la boca burlona de Pedro.


—Si me perdona usted, señor Alfonso, estaré de vuelta enseguida, y entonces querré que me diga qué demonios hace aquí.


—Será mejor que me hables con amabilidad —le advirtió él—. Todavía tienes que subir por la escalera, y esa toalla no te cubre todo lo que debiera. Puedo portarme como un caballero y girar la cabeza, o pa­rarme al pie de la escalera y...



—¿Quiere disculparme, por favor, señor Alfonso, mientras me pongo más presentable para ser entrevistada por mi empleador? —preguntó ella con voz dulzona.


—Por supuesto, señora Chaves. Estaré en la cocina cuando vuelva a bajar.


—No tardaré. —Y, sin esperar a ver si él miraba o no hacia la escalera —en realidad, ella no quería saberlo—, subió corriendo y se dirigió a su dormitorio.


Le temblaban los dedos cuando se puso un par de jeans y una camisa de franela. Las noches se estaban poniendo frías en las montañas.


¿Qué hacía él allí? ¿Por qué no le había avisado que vendría? Se arrancó la toalla de la cabeza. El pelo le colgaba hasta los hombros en mechones húmedos, pero ya comenzaba a rizarse en ondas naturales. No tenía tiempo de ponerse el secador. Quería ver a Pedro cuanto antes... pero sólo para averiguar por qué había venido, se dijo.


Al bajar por la escalera tuvo la sensación de que sus piernas se habían convertido en gelatina. Cuando entró en la cocina, Pedro estaba preparando huevos revueltos, café recién hecho bullía en la cafetera, y había dos rebanadas de pan en la tostadora. Su cha­queta y sombrero colgaban en los ganchos que había junto a la puerta de atrás.


—Estoy muerto de hambre. Lo que nos dieron en el vuelo no era comible, y no paré desde Alburquerque hasta aquí. ¿Querías algo?


—Sí, quiero saber qué hace usted aquí.


Él deslizó los huevos cremosos de la sartén a un plato. 


Luego se puso las manos en las caderas y se quedó mirando a Paula durante varios segundos, y después pasó junto a ella camino al living. Paula lo siguió, exasperada y sorprendida.


Él caminó hacia la puerta del frente, la abrió y salió. Miró por sobre la puerta y dijo:
—Cuatro cero tres. Tal como pensé, es mi casa. —Regresó y cerró la puerta, sin prestar atención a la posición militar de Paula, y volvió a la cocina.


—Muy gracioso —dijo ella y lo siguió.


—Eso pensé —dijo él por sobre el hombro mientras abría la heladera—. ¿Tenemos algo de queso?


—¿Tenemos? —preguntó ella, acentuando el plural.


—De acuerdo. ¿Tiene usted algo de queso, señora Chaves?


Paula no pudo mirar esos ojos que se burlaban de ella por encima de la puerta de la heladera.


—En el cajón de abajo —respondió, bajó la vista y se miró los pies desnudos. ¿Habia olvidado calzár­selos?


—¿Qué tal está el dulce de frutillas?


Ella quedó totalmente desconcertada.


—¿Qué? —pregunto con impaciencia.


—Nosotros... lo siento, usted tiene dulce de uvas, de damasco y de frutillas. ¿Me recomienda el de frutillas?


Esa fue la gota que desbordó el vaso.


—¿Me haría usted el favor de parar con esta conversación intrascendente, ponerse la comida en el plato y sentarse de una buena vez para que yo pueda hablarle?


Paula golpeó el piso con el pie y se cruzó de brazos. En ese momento cayó en la cuenta de que tampoco se había tomado el tiempo necesario para ponerse ropa interior.


—Está bien, está bien —dijo él con irritación y apoyó el plato en la mesa—. A usted nunca la nom­braron Señorita Simpatía, ¿verdad? —Se sirvió una taza de café y, enarcando una ceja, le preguntó si también quería. Ella negó con la cabeza.


Cuando Pedro se sentó y comenzó a comer con voracidad, sin hacer ningún esfuerzo por iniciar una conversación, ella se dejó caer en la silla frente a él. Pedro ni siquiera la miró. 


Bueno, pensó Paula, mal­dito si le preguntaré nada más.


Cuando no quedó nada en el plato, Pedro se limpió la boca con una servilleta de papel y bebió un largo trago del café ya frío.


—¿La casa te resulta satisfactoria? —preguntó.


Ella no había esperado que Pedro empezara con una conversación sobre la casa.


—Sí —respondió Paula en forma sucinta. Pero cuando él levantó las cejas con expresión amenaza­dora, ella se aplacó un poco. Después de todo, era su empleador. —Es más que satisfactoria: es hermosa, y usted lo sabe. Whispers es el ambiente perfecto para Juana. Está aprendiendo muchísimo, y las perso­nas de este lugar son bondadosas y pacientes.


—¿Cómo está ella, Paula? —Su actitud burlona y provocativa había desaparecido. Ahora estaba serio. Paula trató de no prestar atención al cosquilleo que sintió al oírlo pronunciar su nombre. Trató, asi­mismo, de no mirar con tanta fascinación el bigote de Pedro, que había desempeñado un papel tan impor­tante en sus sueños diurnos.


Apartó la vista y respondió:
—Está muy bien,Pedro. De veras. Es inteligente e ingeniosa. Las lecciones avanzan mucho más rápido de lo que soñé siquiera. Su habla es todavía muy lenta, pero se esta desarrollando. Su vocabulario en el lenguaje de señas y el manejo que de él hace se ha cuadruplicado desde que abandonamos Nueva York. —Sonrió y preguntó: —¿Cómo anda el suyo? Por señas, él le indicó que iba a clase tres noches por semana y aprendía todo lo rápido que podía hacerlo un hombre cansado de treinta y cinco años.


Paula se echó a reír.


—¡Espléndido! Usted y Juana podrán ahora hablar sobre cualquier cosa.


—¿Extrañas Nueva York? —preguntó Pedro mien­tras fruncía el entrecejo.


—No —respondió ella con lentitud. Sólo te extraño a ti, pensó. Cuando vio la expresión escéptica de Pedro, agregó: —Tenemos una muy buena vecina, quien, de paso, es una gran admiradora suya y pro­bablemente irrumpirá en la casa en cuanto se entere de que usted se encuentra aquí. Tiene dos hijos que juegan con Juana.


Él pareció sorprendido y preguntó:
—¿Ellos son... quiero decir...cómo...? —Trató de encontrar las palabras adecuadas, pero fue Paula la que se las proporcionó.


—¿Si tratan a Juana como un monstruo? No, Pedro —le aseguró ella—. La tratan como una compañera cualquiera de juegos. Tienen peleas y momentos afectuosos como todos los chicos. Betty y sus hijos están aprendiendo lenguaje de señas y en este momento ya pueden hablar bastante bien con Juana.


—Qué bien —dijo Pedro y asintió hacia su taza de café. Casi daba pena verlo tan aliviado. Paula reprimió el impulso a extender un brazo y tocar ese pelo color marrón plateado que estaba despeinado por haber estado debajo del sombrero de cowboy. Las finas líneas que le rodeaban los ojos parecían ahora más profundas, como si no hubiera dormido bien últimamente. ¿Tanto extrañaba a su hija? ¿O el hecho de estar en Whispers le recordaba el tiempo pasado allí con Susana? El dolor que le produjo ese pensamiento le resultó insoportable. Paula se dio cuenta de que lo que sentía se estaba reflejando en sus facciones, y se apresuró en enmascararlas.


—¿Cuánto tiempo se quedará en Whispers? —pre­guntó.


Él levantó la cabeza y la miró un momento antes de ponerse de pie y caminar hacia la cafetera para volver a llenar su taza.


—Indefinidamente —fue su respuesta.


Sorprendida, ella se quedó mirándolo. ¿Qué había querido decir con eso de "indefinidamente"?


—No entiendo —dijo.


Él bebió un sorbo de café y giró para mirarla.


—Tengo un terrible dolor de cabeza. ¿Podrías masa­jearme el cuello?


Ese cambio rápido de tema la tomó desprevenida. 


Instintivamente asintió y se ubicó detrás de la silla de Pedro cuando él se sentó. Con cautela, le puso las manos sobre los hombros, cerca del cuello, y con suavidad le apretó los músculos tensos debajo de la camisa de algodón. 


—Ah, gracias. Me hace mucho bien. —Pedro bebió otro sorbo de café. Cuando comenzó a hablar, sonó introspectivo. —Me harté de las porquerías que tenía que hacer y decir en el teleteatro. Me cansé. En siete años he tenido cuatro matrimonios e innumerables aventuras, y un acciden­te automovilístico en el que casi perdí la memoria. Estuve a punto de casarme con mi hermana perdida hace tanto tiempo hasta que descubrí nuestro paren­tesco. Perdí a mi hijo de leucemia y me revocaron la licencia médica porque la hija de un hombre rico me acusó de hacerla abortar un feto que ella aseguró era mío. Estoy hasta la coronilla con el doctor Hambrick. Siete años de guiones así son más que suficientes.


—¿Quiere decir que abandonó el teleteatro? —preguntó ella, atónita, y de pronto dejó de masajearle el cuello, justo detrás de las orejas.


—No exactamente. Por favor, no te detengas. —Cuando los dedos de Paula reanudaron su tarea, él prosiguió: —Le dije a Murray que quería descansar un tiempo y despejarme la cabeza. En todo este tiempo he tenido sólo algunos días de vacaciones, así que me debían varias semanas. El miércoles graba­mos un episodio en el que al doctor Hambrick lo golpea un asaltante mientras él y su amante caminan por Central Park. Y ahora él se encuentra en estado de coma profundo. A ella la violaron, de modo que toda la atención estará centrada en ella por un tiempo. Seguro que se enamorará locamente de algún otro médico —dijo Pedro con una mueca de desprecio."Me cubrieron la cabeza con vendas, me metieron en una cama de hospital y grabaron varios metros de película mientras yo yacía allí, inmóvil. En cualquier momento que en el teleteatro se haga referencia al doctor Hambrick, incluirán ese trozo de tape. Y, mientras lo hacen, yo estaré aquí con Juana, dis­frutando del otoño en Nuevo México.


—¿Puede hacerlo? —Era poco lo que Paula sabía sobre los poderes de las cadenas de televisión, y pensó que Pedro estaba arriesgando mucho su carrera.


Él se encogió de hombros y, al hacerlo, su cabeza cayó hacia atrás sobre los pechos de Paula. Los dedos de ella le recorrieron la mandíbula, las sienes, y se las frotaron rítmicamente.


—Por un tiempo —dijo él por fin, respondiendo a la pregunta de Paula—. Con toda humildad te aseguro que he mantenido ese programa a flote durante varios años y todavía puedo tirar de varios hilos. Además, todo el mundo sabe lo temperamentales que somos los actores. —Bromeaba, pero para Paula esas palabras fueron una bofetada en la cara. Sí, lo sé, pensó.


Para cambiar de tema, ella preguntó:
—¿Dónde se alojará?


El se echó a reír y giró la cabeza para mirarla, un movimiento que a Paula le cortó la respiración.


—¿Que dónde me alojaré? —se burló—. Bueno, mi habitación es la más grande del piso superior. La que tiene la enorme cama camera y las puertas de los placards con espejos.


Paula se apartó de él de un salto, como si hubiera recibido un disparo. Su ternura de momentos antes desapareció por completo.


—¡No puede estar diciendo que se quedará aquí!


—Pues le aseguro que no pienso hospedarme en el Motel Mountain View, señora Chaves —dijo Pedro, con tono sarcástico—. Naturalmente que me quedaré aquí.


—Pero no puede hacerlo. No conmigo viviendo aquí. Estaríamos... —Se pasó la lengua por los labios y entrelazó las manos. —Sencillamente no puede, eso es todo. —Hasta a ella le sonaron infantiles sus pro­pias palabras.


—¿Lo que no terminaste de decir es que estaríamos viviendo juntos? —Pedro casi no podía controlar el humor de su voz. —Sí, supongo que será así, bueno en cierto modo.


—¡Eso es imposible! —exclamó ella. 


—¿Por qué? —preguntó él con fingida inocencia. Después, sus ojos verdes se entrecerraron con recelo. —Señora Chaves, me sorprende usted. Quiero creer que no le ha estado adjudicando una connotación ilícita a esta situación. Usted no se aprovecharía de mí, ¿verdad? ¿Estoy en peligro de quedar involu­crado?


—¡Desde luego que no! —exclamó ella con frial­dad—. Al menos no conmigo. Pero corre peligro de ser encerrado en un hospicio si cree que yo seguiré viviendo en esta casa mientras usted se encuentra aquí. Si usted se queda, yo tendré que irme.


—No harás nada de eso —dijo él muy confiado mientras se ponía de pie y flexionaba los músculos que ella le había masajeado—. Juana te necesita, y la amas demasiado para abandonarla. A propósito, quiero verla. ¿Se encuentra en la habitación más pequeña de arriba?


Con su arrogancia característica, Pedro había desechado los argumentos de Paula como si no tuvieran importancia, y salido muy campante de la cocina, dejándola a ella de pie en mitad de la habitación, hirviendo de rabia impotente.


Él tenía razón, por supuesto. Ella jamás abandonaría a Juana. Sólo ahora se había ganado la total confianza y afecto de la pequeña. Si se fuera, Juana podría sufrir un daño psicológico irreparable. Era crucial para su desarrollo y educación que permaneciera junto a ella y las cosas siguieran como estaban. ¡Pero ella no podía vivir allí con Pedro! No podría residir en la misma casa con un hombre y permanecer indiferente. Pero vivir bajo el mismo techo que Pedro, quien era capaz de derretirla con un roce, una mirada, sería algo impensable. Y el engreimiento de Pedro la haría estar permanen­temente furiosa. ¿A qué clase de tortura masoquista se estaría sometiendo al quedarse en esa casa?


Pero se quedaría. Lo había sabido todo el tiempo, y también él lo sabía. El único consuelo de Paula era pensar que Pedro pronto se cansaría de la vida tranquila de Whispers y ansiaría volver a Nueva York. Seguro que no permanecería allí mucho tiempo. ¿Una semana? ¿Dos? 


Ascendió lentamente por la escalera y entró en el dormitorio de Juana, donde la luz de la mesa de noche proporcionaba una suave iluminación. Pedro estaba sentado en la cama, con Juana en brazos; se hamacaba hacia adelante y hacia atrás y le palmeaba la espalda. Paula salió, se dirigió al dormitorio que ahora usaría Pedro y comenzó a recoger algunas de sus cosas para llevár­selas abajo.


—¿Qué haces? —La voz profunda la sobresaltó. Paula giró la cabeza y lo vio apoyado junto a la puerta.


Ella evitó sus ojos y su pregunta y, a su vez, preguntó:
—¿Juana volvió a quedarse dormida?


—Sí —dijo él y rió por lo bajo—. Creo que en realidad en ningún momento se despertó del todo, pero ahora sabe que estoy aquí.


Paula asintió y giró para recoger la ropa que había dispuesto sobre la cama.


—¿Qué haces? —repitió él.


—Le estoy despejando el cuarto —respondió ella—. Si puede esperar hasta mañana para deshacer las valijas, entonces yo sacaré todo lo mío de aquí.


—No será necesario. Deja todo donde está —dijo él con severidad.


—Pero ya le dije...


—Yo dormiré en el cuarto de la planta baja. No tiene sentido que vuelvas a mudarte.


—Pero éste es su dormitorio, Pedro. No me pare­cería bien usarlo, puesto que el otro es tan pequeño.


—Me acostumbraré. Además —dijo, mientras en­traba en el cuarto—, me gusta la idea de que ocupes mi dormitorio. Y mi cama. 


Su voz se fue volviendo ronca a medida que se acercaba a ella. A Paula la intimidaba que él se sentara también en esa cama. Sintió que la sangre le quemaba como lava y que las piernas casi no la sostenían cuando él extendió los brazos, le rodeó la cara con las manos y le deslizó los dedos en el pelo.


—Ya tienes el pelo casi seco —le susurró—. Tam­bién me gustaba mojado. —Le acarició la mejilla con los labios. —No creas que esa camisa holgada oculta tu figura. Sé exactamente cómo son tus pechos después de verlos cubiertos por esa toalla húmeda.


Los labios de Pedro juguetearon con los de Paula, afinándolos como se hace con un instrumento antes de un concierto; preparándolos para su posesión completa. 


Cuando llegó ese momento, los labios de ella estaban listos y recibieron de buena gana el sello indeleble que él fijó en ellos y que encendió el cora­zón de Paula.


La mano de Pedro descendió por la columna de Paula, se deslizó hasta la cadera y la apretó contra él. El contacto con el cuerpo de Pedro no le dejó ninguna duda sobre la fuerza del deseo de ese hombre.


Haciendo a un lado su cautela previa, Paula respon­dió al beso de Pedro con un ardor sin reservas. Su lengua y sus labios fueron insaciables. Cuando él levantó la cabeza para acariciarle la mejilla con su ma­no libre, ella se puso en puntas de pie y, con la punta de la lengua, le dibujó el labio superior debajo del bigote.


—Paula —gimió él, antes de apoderarse de nuevo de su boca y de registrar con su lengua insaciable cada rincón secreto.


La mano de Pedro descendió entre los cuerpos de ambos hasta encontrar el primer botón de la camisa de Paula; lo desprendió con habilidad y acaricio la curva superior de su pecho, que se destacaba más por estar apretada contra el pecho de él. Los dedos de Pedro eran como terciopelo cálido contra el satén dulce de la piel de Paula. El segundo botón se des­prendió con la misma facilidad del primero.


Paula respiró el nombre de Pedro cuando él le sepultó la cara en el cuello y le cubrió el pecho con la palma de la mano. Se lo acarició, se lo presionó, jugueteó con él hasta que comenzó a latir con una in­tensidad que se difundió hasta el centro de su cuerpo.


Pedro tomó su pecho en las manos, lo liberó de la camisa y lo sostuvo como un tesoro precioso.


—Adoro esas pecas —susurró y bajó la cabeza. Les ofreció un homenaje mayor del que se merecían. Los besos que estampó en la piel de Paula hicieron que la cabeza le diera vueltas. Ella lo tomó del pelo y lo acercó más.


El cosquilleo del bigote y los mordiscos de sus labios la libraron de su capacidad de pensar, de razonar. Paula no deseaba emerger de esa euforia; quería permanecer en ella hasta conocer la gloria completa de hacer el amor con Pedro.


Como si él le leyera el pensamiento, colocó sus labios a milímetros de ese pezón que deseaba con desesperación sentir el roce de su lengua, pero que tuvo que contentarse con las caricias de su bigote.


—Paula, déjame conocer tu dulzura —suplicó él—. Ahora. Por favor. Necesito tu suavidad. Te deseo.


Esas palabras atravesaron el halo de sensualidad que la había rodeado y se le clavaron en el cerebro.


Sí, él la deseaba. La reacción física de Pedro al abrazo de ambos fue muy evidente cuando la apretó fuerte contra su cuerpo. ¿Por qué, entonces, vacilaba ella en entregarse por completo?


La confesión de Pedro de que no quería ningún compromiso emocional no toleraba ninguna espe­culación en sentido contrario. Lo que él quería y necesitaba no era a Paula Chaves la persona sino su cuerpo, y sólo eso. 


Necesitaba una cuna para esa fuer­za masculina que inexorablemente exigía ser liberada. Si ella aceptara, esa necesidad sería aplacada, pero no habría una verdadera entrega de los pensamientos, sentimientos o de la esencia de Pedro, el hombre.


Pedro Alfonso no la amaba: seguía amando a su esposa. La única vez que había hablado de Susana, el tremendo dolor de su pérdida había sido tan intenso que resultaba angustiante para quien lo presenciaba.


Por mucho que ella lo deseara, no podía aceptar en esos términos. Pero, ¿cómo hacer para negarse ahora? Su propio deseo era demasiado evidente. El la tenía en sus brazos virtualmente desnuda y dúctil. Sus dedos hábiles comenzaban a desprenderle los otros botones de la camisa. 


Pedro jamás creería que, de pronto, ella había recobrado la sensatez y desarrollado un senti­miento de culpabilidad. El único recurso que le quedaba era fingir enojo. Eso sí que creería.


Y, en cierto sentido, estaba enojada. Se odió por no ser capaz de aceptarlo en esos términos cuando su cuerpo lo deseaba tanto. Pero ya había transitado antes por ese camino peligroso. Samuel la había usado sexualmente como bálsamo para su pena, para su sufrimiento. ¿Y el de ella?


 ¿Quién se había preo­cupado de aliviárselo?


No, nunca más.


PedroPedro —logró decir y echó mano de la poca tuerza que tenía para apartarlo—. No.


Los ojos de Pedro estaban velados por la pasión, y él tardó un momento en despejarse la cabeza y entender que ella le estaba prohibiendo liberarse de ese tormento físico.


—¿Qué ocurre? —preguntó él, todavía sorpren­dido por esa negativa inesperada.


Paula se abotonó la blusa con dedos torpes, mientras se alejaba de Pedro y le daba la espalda.


—No puedo... No quiero acostarme contigo —res­pondió.


—No te creo —exclamó él y saltó hacia Paula.


Ella lo esquivó y levantó las manos para protegerse de él.


—No vuelvas a tocarme. Lo dije en serio —prosi­guió Paula, muy apurada.


Los ojos de Pedro brillaron como hielo verde. Ahora comenzaba a entenderla.


—Y yo también lo dije en serio —gruñó—. Tú me deseas tanto como te deseo yo.


—No, no es así —protestó ella con vehemencia.


—Tu cuerpo dice lo contrario, Paula —dijo él con cautivante serenidad—. Siento cuánto me necesitas. Mis manos te han llevado a un estado de total deseo, y mi boca puede hacer todavía más.


—No...


—Y quiero hacer más. Quiero hacerlo todo. Quie­ro...


—¡Sexo! —lo interrumpió ella con una exclama­ción que esperaba tapara las palabras seductoras de él—. Me ofende que hayas pensado que yo estaría dispuesta a entregarme a ti, cuando te has ocupado en dejar bien en claro que lo único que quieres de una mujer es acostarte con ella. —Respiró hondo varias veces.


—Lo que dije fue que no quería ninguna clase de compromiso emocional. Eso no quiere decir que cuan­do tengo en mis brazos a una mujer muy hermosa y deseable, no me gustaría hacer el amor con ella.


—¡Amor! —exclamó Paula—. Dijiste que amabas a tu esposa...


—Deja a mi esposa fuera de esto —saltó él.


Su reacción fue tan feroz que Paula dio un paso atrás. 


Debería haber sabido que no tendría que haber mancillado la memoria de su esposa al incluirla en esa discusión sórdida. Ese pensamiento la enfureció y la hizo levantar el mentón con gesto de desafío.


—Yo no soy una de tus fanáticas admiradoras —dijo ella mordazmente—. Soy tu empleada... y espero que me trates como tal. 


Confiaba en que sus palabras transmitieran más convicción de la que ella sentía. Incluso en ese momento, despeinado y con la ropa arrugada por las manos exploradoras de ella, Paula tuvo ganas de correr hacia él y suplicarle que volviera a besarla. Pero no podía permitir que lo supiera. Trató de controlar los músculos de su cara.


—Está bien —dijo él—. Ni siquiera el doctor Hambrick ha recurrido nunca a una violación, y Pedro Alfonso tampoco desea tener que hacerlo. —Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Pero, antes de transponerla, volvió a mirarla con una sonrisa bur­lona en los labios. —No te sientas tan victoriosa. Me deseas, y yo te poseeré. Es sólo cuestión de tiempo.


Y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria.







SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 8




Los días se hicieron rutinarios. Por las mañanas, Paula y Juana pasaban varias horas en el aula con clases. A Paula le alegró mucho comprobar que la chiquilla era tan inteligente como había supuesto. Cada día abría nuevos horizontes a Juana a medi­da que aprendía a comunicarse con su maestra, a quien consideraba la persona más maravillosa del mundo, además de Pedro.


Juana le preguntaba todos los días por su padre y jamás se salteaba un episodio del teleteatro donde actuaba. Cuando su imagen aparecía en la pantalla ella gritaba "Auwy, Auwy" y señalaba a Pedro mien­tras marcaba su nombre con señas. 


Paula también le había enseñado el significado de la palabra "papá", y relacionó las dos cosas. Cuando aprendió la palabra "mamá" le preguntó a Paula si ella era su madre. 


Paula trató de explicarle la palabra "muerte" mos­trándole dos grillos: uno estaba muerto y el otro, vivo. Juana entendió la explicación, pero Paula no estaba segura de que hubiera entendido que su madre estaba muerta. La pequeña no tenía ninguna imagen mental que asociara esa palabra con una persona. Quizá debería pedirle a Pedro una fotografía de Susana.


Hacían caminatas por las estribaciones de las montañas, festoneadas de arroyos. Paula le enseñaba a Juana las señas de todo. Por lo general debía hacerlo una sola vez y luego la pequeña recordaba la palabra, aunque repitieran después cada seña una cantidad enorme de veces.


Por las tardes, Betty, Raul y Raquel se unían a Juana en las clases de lenguaje de señas. Eran momentos felices llenos de risas, y los chicos convirtieron las lecciones en un juego.


Muy pronto se comunicaban ya con Juana con el aplomo y la naturalidad que sólo poseen los chicos.


—Mira Juana —gritó Paula mientras abría el buzón. Habían bajado por la colina hacia la ciudad en dirección a un almacén, para reabastecerse de provisiones. —¡Hay una carta! Me pregunto para quién será. —Como de costumbre, Paula verbalizó las señas que hacía.


—Ju-na —dijo la pequeña con su lenguaje inarti­culado pero su modo encantador, se señaló y sonrió.


Paula sostuvo el sobre al nivel de Juana y la chiquilla señaló su nombre, que estaba escrito con grandes letras mayúsculas de imprenta. Después, Paula señaló el nombre que estaba en el extremo superior izquierdo. Pedro, hizo la seña riendo en voz baja.


Él le había escrito religiosamente dos o tres veces por semana y, en cada oportunidad, el mensaje era breve pero lleno de amor y diciendo lo mucho que la extrañaba. Y cada sobre contenía un paquete de goma de mascar sin azúcar.


Las había llamado dos veces por teléfono y en cada ocasión, cuando Paula oyó su voz, su corazón dejó de latir un segundo y luego aceleró sus latidos. Las conversaciones eran de orden practico y bien concretas. Él siempre preguntaba por los progresos de Juana, la casa y las comodidades básicas. Le insistía en que pidiera lo que necesitara y después cortaba la comunicación sin ninguna palabra de orden personal. Si alguna vez recordaba el beso que los dos habían compartido, cosa que Paula dudaba mucho, no lo demostraba.


¿Era una coincidencia que, cada vez que él llamaba, a Paula le costaba conciliar el sueño esa noche? ¿Cómo era posible que el sonido de su voz perturbara su equilibrio y la dejara aturdida durante el resto del día? Y que, al final de la jornada, cuando estaba acostada sola en esa cama tan grande, su cuerpo se sintiera perturbado e insatisfecho y clamara por...


¡No! Paula se negaba a admitirlo. Pero era inútil negarse a reconocer lo obvio.


Clamaba por Pedro.


Dormir desnuda era una costumbre que había adquirido durante su matrimonio con Samuel. Con fre­cuencia, cuando él abandonaba la cama para volver a su piano, ella sentía demasiada pereza para buscar el camisón que él le había quitado con impaciencia.


Esa falta de camisón nunca le había parecido sensual... hasta recientemente. Ahora, cuando yacía desnuda entre las sábanas frescas, su mente evocaba imágenes de Pedro


¿Le gustaría a él verla así? ¿Qué sentiría ella al ser tocada, acariciada, explorada por esas manos fuertes y sensibles? 


¿Buscarían ellas esa misteriosa humedad que al mismo tiempo la fascinaba y la alarmaba con su mera presencia?


 ¿Aliviarían esas manos sus pechos henchidos, que tanto dolían por su deseo insatisfecho?


Y Paula giraba sin cesar en la cama, hasta que las fantasías se convertían en sueños. Y, en los sueños, encontraban satisfacción.



****



—Hola. ¿Qué estás haciendo? —preguntó Betty mientras asomaba la cabeza por la puerta de atrás después de dar los golpes obligatorios.


—Acabamos de recibir carta de Pedro —dijo Paula.


—Dios —gimió Betty—. ¿Puedo tocarla?


—No seas tonta. 


Paula se echo a reír y comenzó a guardar las provisiones compradas en el almacén, mientras Juana seguía charlando con la carta como si hablara con Pedro.


Betty se sentó en el taburete de la cocina, que se había convertido en su asiento habitual. Puesto que el marido de Betty estaba ausente durante tanto tiempo, las dos mujeres pasaban mucho tiempo juntas. Paula se sentía agradecida por la amistad que había nacido entre ellas, aunque los antecedentes de las dos fueran tan distintos.


—Mira —dijo Betty mientras abría un paquete de bizcochos y se metía uno en la boca—. Esta tarde voy a llevar a los chicos a ver La bella durmiente. Disney, ¿sabes? ¿No quieres tú y Juana acompañarnos?


—Por supuesto que sí. Parece muy divertido.


Por una vez, Betty vacilo un instante antes de hablar.


—Bueno, no sabía si las chiquillas sordas iban o no al cine.


—Desde luego que lo hacen —dijo Paula —. Solemos ver Sesame Street y ella aprende mucho. No puede oír el diálogo, pero disfruta de la luz, el color y el movimiento. Le encantará.


Juana sí disfrutó de la película. Cada vez que tenía una pregunta, se la decía por señas a Paula, quien se la contestaba. Fuera de eso, quedó cautivada por la maestría de ese dibujo animado. Cuando la bruja se convirtió en dragón, se asustó mucho; se subió a las faldas de Paula y la abrazó fuerte. Paula le explicó que el dragón no era verdadero. La ex­plicación pareció satisfacer a la pequeña por el momento, pero Paula decidió que debía enseñarle los conceptos real y simulado en una lección futura.


Había sido un día muy largo y Paula se sentía cansada. La película le había llevado la mayor parte de la tarde, pero ella y Betty se habían tomado su tiempo en volver a la casa. Esa semana, Jose Groves se quedaría en las montañas, así que Betty no estaba impaciente por volver a su casa, con sólo Raul y Raquel por compañía.


Caminaron por las calles pintorescas y empinadas de Whispers con los tres chicos a la rastra. Se detu­vieron en varias tiendas de artesanos que interesaron a Paula. Juana cautivó a todas las personas que la conocieron. En el mes que hacía que vivían en esa pequeña comunidad, ya había entablado amistad con varios dueños de tiendas. Todos conocían de vista a la hermosa mujer pelirroja y la chiquilla de rizos rubios que siempre estaba con ella.


Paula y Betty decidieron convidar a los chicos con hamburguesas y batidos para la cena, después de lo cual treparon por la colina en dirección a sus casas, seguidos por tres niños cansados y fastidiosos. Después de bañar a Juana y de arroparla en la cama de su habitación pequeña, Paula sintió que se había ganado el derecho de un prolongado baño de inmersión bien caliente en la opulenta bañera.


Ese cuarto de baño tenía algo sensual y pecami­noso. El piso y las paredes eran de cerámica blanca y contrastaban con la bañera de mármol negro bajo nivel. El lavatorio y la ducha eran del mismo material, y la puerta del compartimiento de la ducha era de vidrio transparente, no esmerilado, como Paula estaba acostumbrada. Se sentía decididamente perversa cada vez que se duchaba a la vista de los espejos que tapizaban la pared opuesta.


Al sumergirse en el agua vaporosa y burbujeante de la bañera, se maravilló una vez más por su tamaño. Tenía por lo menos un metro de profundidad y dos de largo. Paula se estiró y decidió disfrutar de esa calidez sedante.


Cuando terminó de bañarse, se lavó el pelo y se envolvió la cabeza con una toalla estilo turbante. Decidió que tenía hambre —la caminata la había hecho digerir la hamburguesa que había comido más temprano—, se rodeó como al descuido con una toalla, sujetó los extremos entre sus pechos y descen­dió a la planta baja, pero sin encender ninguna luz.


Una vez en la cocina, puso en un plato varios de los bizcochos que ella y Juana habían cocinado esa mañana, se sirvió un vaso de leche y se dirigió al living.


Jamás supo qué la hizo mirar hacia el sillón, pero el corazón se le subió a la boca y tuvo que reprimir un grito. El salto que pegó le hizo derramar la leche y que se le cayera la toalla con que se había rodeado con tanto descuido.


—Será mejor que tenga cuidado, o no tendrá secretos para mí—dijo Pedro.








SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 7





—Juana, Juana


Los rizos dorados se movieron cuando la pequeña giró la cabeza en dirección al sonido dis­torsionado que había oído y reconocido como su propio nombre. El audífono quedaba oculto debajo de sus rizos.


—Usa la servilleta —le hizo señas Paula y lo dijo en voz alta mientras sonreía. —¿Está rico? —preguntó. Le gratificó que Juana hiciera la seña de sí y tratara de decirlo.


Estaban en una cafetería del Aeropuerto de La Guardia y esperaban a que sonara el anuncio de que el vuelo a Alburquerque estaba listo para ser abor­dado. Juana atacaba en ese momento un helado de vainilla, mientras Pedro y Paula la observaban con atención.


—Juana ha progresado tanto en estas dos sema­nas. Es increíble, Paula.


A Paula se le apretó el corazón cuando Pedro pronunció su nombre, pero ocultó su reacción.


—Es verdad —dijo, con una aparente calma que no sentía.


Estaba a punto de irse y no podría seguir viéndolo, ni siquiera en el nivel impersonal que se había impuesto en todas las reuniones con él desde la noche del beso. 


Mantener la conversación era imperativo hasta que ella y Juana estuvieran listas para abordar el avión. Un silencio incómodo le resultaría intolerable.


—Recuerde que no debe esperar demasiado —le advirtió Paula.


—No lo haré —prometió él solemnemente.


—Sí que lo hará —dijo Paula, rió, y él le devolvió la sonrisa.


Las dos semanas anteriores habían pasado volan­do. Pedro había manejado todo a la perfección: se hizo cargo del alquiler del departamento de Paula, aunque todavía faltaban tres meses para la fecha de la renovación, y se ocupó de solucionar todo lo relativo al viaje y de mantener informada a Paula de los preparativos que se estaban llevando a cabo en Nuevo México.


Ella había empacado su ropa de invierno junto con la de Juana y ya la había enviado a su nueva di­rección, dejando sólo las de verano para meterlas en las valijas a último momento. Los pocos utensilios de la casa los había vendido o regalado a amigos. Pedro le había dicho que la casa de Nuevo México estaba completamente amueblada y equipada. Los artículos personales de Paula habían sido colocados en cajas y despachados al avión con el resto del equipaje.



La doctora Norwood lamentaba que Paula se alejara del instituto después de haber enseñado allí durante tanto tiempo, pero sabía lo capacitada que estaba para ocupar el puesto de maestra particular y cuánto necesitaba Juana esa clase de atención. Le había deseado a Paula buen viaje y buena suerte.


Paula había mantenido todos sus encuentros y conversaciones con Pedro en un nivel comercial. Los temas tocados siempre se relacionaban con Juana y con las disposiciones que se estaban tomando para el viaje y la permanencia en Whispers.


Durante la primera reunión de ambos después de la noche en que él la había besado, él le tomó las manos y le dijo en voz baja:
—Paula, con respecto a la otra noche...


—No hace falta ninguna explicación, Pedro —dijo ella y liberó su mano—. Me temo que los dos nos dejamos llevar por ese momento emocional que vivimos en el instituto. Por favor, no se hable más del asunto.


La mirada de Pedro se endureció y su boca se ten­só, pero no dijo nada. A partir de ese momento, su actitud siempre fue tan cortés y cuidada como la de ella. Una vez, cuando cruzaban una avenida de Manhattan a mediodía, él la tomó del codo, pero la soltó en cuanto llegaron a la vereda de enfrente. Y, desde entonces, no había vuelto a tocarla.


Paula trató con desesperación de reprimir los impulsos salvajes que le corrían por las venas cada vez que veía a Pedro. Sería un alivio que la mitad del país los separara. 


Estaba convencida de ser una víctima más de los encantos y la apostura que habían conquistado los corazones de tantas mujeres. Y a ella se le pasaría ese enamoramiento, tal como le había ocurrido con todos los que había vivido de adolescente.


—¿Quiere otra Coca Cola? —le preguntó él ahora y la arrancó de sus ensueños.


—No, gracias.


—Creo que yo me tomaré otra cerveza —dijo él y llamó por señas a una camarera. La pobrecita estaba encandilada con él, y cuando Pedro le prestó aten­ción, ella estuvo por tropezarse en su intento de llevarle el pedido lo antes posible. Pedro miró a Paula y le dijo: —Usted comentó que su padre era ministro. —Ella asintió. —¿Por eso no bebe alcohol?


A Paula le sorprendió la pregunta, pero respondió con serenidad:
—No. Yo solía beber cada tanto, en reuniones sociales. —Apartó la vista de Pedro con la excusa de limpiar un poco de helado de la cara de Juana. —Pero he visto el mal que hace el alcohol a las personas —dijo


—¿Su marido, tal vez? —Hizo la pregunta en voz muy baja, pero a Paula le sonó como un trueno. No había vuelto a mencionar su matrimonio desde aquella noche.


—Sí —respondió ella y lo miró. Suspiró. Decidió que ése era tan buen momento como cualquier otro. —Le hablaré de mi matrimonio. Después, no quiero volver a mencionarlo nunca más. —Brevemente, y sin emoción ni detalles, se refirió a su corto pero tumultuoso matrimonio con Samuel. —Después de su muerte, volví a usar mi apellido de soltera. En nin­gún momento sentí que yo le perteneciera ni que él me perteneciera a mí, así que habría sido hipócrita seguir utilizando su apellido.


Lentamente levantó la vista y lo miró. Él la obser­vaba con atención, rozando cada una de sus facciones con los ojos.


Se detuvieron brevemente en su boca, y a Paula le pareció sentir de nuevo su beso. Pero, enseguida, los ojos de Pedro buscaron a su hija.


—Juana. —Golpeó suavemente la mesa para atraer su atención. Luego extendió los brazos y ella saltó de la silla y la rodeó corriendo para subirse a sus rodillas.


Pedro no le prestó atención a la cerveza que la aturdida camarera le había colocado delante. Abrazó fuerte a Juana y sepultó la cara en sus rizos. Paula miró en otra dirección y parpadeó para reprimir las lágrimas que amenazaban con aparecer. Se iba a sentir culpable al dirigirse al avión con la hija de Pedro, separando a ambos.


Mientras él miraba, embelesado, la cara de queru­bín de su pequeña, Paula le dijo:
—Usted podría escribirle. La ayudará a darse cuen­ta de que usted sigue siendo parte de su vida. Y tam­bién a mí me servirán esas cartas como herramientas de enseñanza. Haremos algunos viajes a la oficina postal y cosas así.


—De acuerdo —murmuró él y arregló las medias blancas que cubrían las piernas regordetas de Juana.


—Por supuesto, nos convertiremos en ávidas admiradoras de La respuesta del corazón.


—Dios, ahórrele eso a mi hija —gruñó él, pero volvió a sonreír.


Por los altoparlantes se anunció la salida del vuelo. Durante lo que para Paula duró una eternidad, ella y Pedro se miraron por encima de la mesa, mientras Juana parloteaba con él en forma incoherente. Por último, Paula rompió el contacto visual con él y se agachó para levantar la gran cartera que llevaría con ella al avión.


Caminaron en silencio por el vestíbulo. Pedro llevaba alzada a Juana, quien ignoraba que pronto se vería separada de ese hombre, al que amaba con la adoración incondicional de una criatura.


Pedro les consiguió sus tarjetas de embarque y luego miró a Paula.


—Si llegan a necesitar algo, no importa la hora, llámeme enseguida. Usted es más que una empleada, Paula. Estoy poniendo a mi hija en sus manos.


—Sí, me doy cuenta. Puede estar seguro de que haré todo lo que esté a mi alcance por ella.


Los pasajeros y los empleados de la aerolínea reconocieron a Pedro y comenzaron a susurrar y a asentir con la cabeza. 


Varias mujeres tuvieron una conducta ridícula, mientras que otras se limitaron a sonreírle y siguieron adelante. Paula tuvo plena con­ciencia de cada mirada que le dirigían, mientras que Pedro parecía no advertirlas siquiera.


Él se arrodilló y sacó del bolsillo un paquete de goma de mascar. Juana trató de tomarlo, pero él lo fue apartando hasta que ella se lo pidió con una seña. Él la abrazó un momento y luego hizo la seña de te amo. Juana lo imitó, pero parecía más inte­resada en la goma de mascar.


—¿Le parece que ella entiende? —le preguntó él a Paula.


—No entiende que se separará de usted durante un período prolongado. Pero sí entiende el amor, tal como lo hace cualquier chico.


Él pareció satisfecho con esa respuesta y asintió. Sus ojos parecían muy atareados en inspeccionar la multitud que aguardaba abordar el avión. Pero, en realidad, no veía a los otros pasajeros más de lo que Paula lo hacía cuando imitó su pretendido interés. Tiempo después, él volvió a mirarla.


—Paula—dijo con voz vacilante y le tocó la mano con que ella sostenía las tarjetas de embarque. De nuevo le escrutaba el rostro. Esos ojos verdes la aprisionaron. Le imploraban... ¿qué cosa? Paula comenzaba a ser presa de un remolino que la llevaba hasta sus profundidades. Se ahogaba.


No me mires así, cuando sigues enamorado de tu esposa, habría querido gritarle. Cuando él hizo un movimiento como para abrazarla, ella se apresuró a dar un paso atrás y a tomar la mano de Juana.


—Será mejor que nos apuremos. Adiós, Pedro.


Y, antes de que él tuviera tiempo de detenerla, ella pasó por la puerta y le mostró las tarjetas de embar­que a un asistente.


Juana siguió a Paula después de saludar con la mano a Pedro. No tenía cómo saber que no volvería a verlo por meses. Paula no miró hacia atrás.


Siguió caminando con piernas temblorosas por la manga hasta la puerta del jet y se instaló en los asientos que tenían reservados en primera clase. Como si fuera un juego, le enseñó a Juana cómo sujetarse el cinturón de seguridad, para que la pequeña no se asustara ante esa súbita pérdida de libertad. Las azafatas enseguida quedaron prendadas de Juana. Una de ellas conocía el lenguaje de señas y pronto hablaba con la chiquilla con el limitado vocabulario que conocía.


Cuando el avión comenzó a corretear por la pista. Paula miró hacia la terminal y, por la pared de vidrio alcanzó a ver la silueta de un hombre que no podía ser otro que Pedro.


Luchó por reprimir las lágrimas, que sólo lograrían trastornar a Juana. Tenía la garganta cerrada por la emoción, y no sabía si podría tolerar el puñal que tenía clavado en el pecho.


Tengo que luchar contra esto, se dijo. No debo amarlo. Sólo trabajo para él y nada más. Él está enamorado de su esposa. Es un actor. Una estrella de teleteatro. Y ha reconocido que cualquier atracción de su parte está gobernada por una necesidad física y no por un anhelo emocional. No quiero que forme parte de mi vida.


Pero, mucho después de que el avión hubiera tre­pado por las nubes y enfilado hacia el suroeste, ella no había conseguido convencerse. 


*****


—Yo no podía creer que, finalmente, tendría una vecina. Cuando la señora Truitt —la señora que le limpió la casa— me dijo que usted y la pequeña vendrían, quedé fascinada. ¿Puedo ayudarla con algu­nas de esas cosas?


Paula le sonrió a esa mujer regordeta instalada sobre el taburete de la cocina. Betty Graves vivía justo al lado de la casa de montaña de Pedro, ubicada en Whispers, Nuevo México.


—No, gracias. Si no guardo estas cosas yo misma, después no sabré dónde encontrarlas. Ya casi he terminado.


Paula sacaba de las cajas libros de cocina que había llevado desde Nueva York. Hacía sólo un día que ella y Juana se encontraban en su nueva casa y todavía trataban de saber dónde estaba todo.


La casa que Pedro había descrito como "nada del otro mundo" distaba mucho de ser modesta. Cuan­do ella y Juana llegaron a esa casa de dos plantas estilo chalet suizo en el auto nuevo que él les había comprado, a Paula le maravilló que alguien pudiera tener una casa así y no desear vivir todo el tiempo en ella.


La planta baja tenía un gran living, flanqueado a un lado con grandes ventanales que daban a las mon­tañas y, en el otro, por un hogar de piedra. El living se abría a una pequeña habitación revestida en madera que Pedro sugirió podría usarse como aula para Juana y que Paula, al verla, comprobó que serviría a la perfección para ese fin. En un extremo del living había un pequeño comedor que se conectaba con la alegre y moderna cocina, que también tenía un sector para comer.


En el piso superior había un enorme dormitorio, con una inmensa cama camera, un cuarto de baño opulento y otra habitación más chica con su corres­pondiente baño.


—Creo que lo mejor será ocupar todo este espacio, ¿no te parece, Juana? —le había preguntado la noche anterior Paula, mientras desocupaba las valijas de la pequeña en el más chico de los dos dormitorios del primer piso. Ella ocuparía el dormitorio más grande. —No tiene sentido que vivamos como espar­tanos, cuando hay tanto espacio disponible —se dijo, mientras Juana observaba, maravillada y en silen­cio, su nuevo hogar. 


Siempre había vivido en el dormitorio común del instituto. 


Paula pensó que a Juana eso le parecería un palacio.


Todo había salido muy bien y con perfección cronométrica.


Al bajar del avión, Paula y Juana fueron recibidas por un hombre jovial de mediana edad que les entregó el automóvil que Pedro había comprado para ellas por teléfono.


—Si prefiere otro modelo, el señor Alfonso me dijo que la complaciera.


Paula miró el nuevo y lujoso Mercedes plateado, con todos los opcionales imaginables, y se echó a reír.


—Creo que éste estará muy bien —dijo.


El individuo la ayudó a poner las valijas en el baúl del auto y le indicó cómo llegar a Whispers. Estaba a aproximadamente una hora de viaje, al noroeste de Alburquerque.


Cuando ellas llegaron, la casa ya estaba lista para ser ocupada. Las dos se acostaron temprano, después de comer sopa de lata y algunas galletitas con queso y de sacar de las valijas sólo lo que necesitarían esa noche. 


******


Lo primero que despertó a Paula fue el gorjeo de los pájaros. 


Se apresuró a ir al cuarto de Juana, sabiendo que la pequeña disfrutaría de las vistas matinales de su nueva casa, que por cierto eran muy diferentes de la vista de Manhattan a la que Juana estaba acostumbrada. Tal como Paula supuso, la chiquilla quedó maravillada.


Después de un opíparo desayuno de tocino con huevos, que descubrió en la bien provista heladera, Paula bañó a Juana y la vistió con shorts y remera. Ella se puso ropa igualmente informal y luego comen­zó a recorrer la casa y a sacar de las valijas lo que ha­bía llevado.


A media mañana había llegado Betty con sus dos hijos. Era una mujer alegre y locuaz, que era imposi­ble no amar, y sumamente curiosa. 


—Hace tres años que vivo aquí y jamás supe a quién pertenecía esta casa. Que yo sepa, nunca ha vivido nadie aquí. Así que imagínese lo que sentí al saber que ese tal doctor Glen Hambrick... por supuesto que ése no es su verdadero nombre. ¿Puedes repetirme cuál es?


Pedro Sloan es su nombre profesional. Su verdadero apellido es Alfonso —respondió Paula con una sonrisa divertida. 


Betty estaba estupefacta.


—¡Sí! Casi muero cuando la señora Truitt me lo dijo. Y me entusiasmé tanto al saber que tendría una vecina con una chiquilla. Y, después, ¡enterarme de que el vecino era nada menos que Glen Ha..., quiero decir, Pedro Sloan! ¡Es posible que Jose no me vuelva a dejar sola en casa! —dijo y se echó a reír.


Betty parecía terminar cada frase con un signo de admiración. Ya le había contado a Paula que su marido trabajaba en las minas ubicadas entre Whispers y Santa Fe, que sólo volvía a casa los fines de semana y que con frecuencia ella sentía la falta de compañía de personas adultas.


Los dos hijos de Betty eran tan sociables como su madre. 


Con su pelo negro y ojos marrones, parecían duplicados de ella en miniatura. Eran Raul, de cinco años, y Raquel, que tenía la edad de Juana. Enseguida los chicos tomaron a Juana bajo su ala y en ese momento estaban jugando en la habitación de ella. Paula había admirado los rizos rubios de Juana y la había acariciado como si se tratara de una muñeca.


—Lamento decepcionarte, Betty, pero Pedro sigue en Nueva York. El no vivirá aquí.


—Ya lo sé. ¡Pero seguro que vendrá a visitarte! ¿No podrías pedirle un autógrafo para mí? ¡Moriría con tal de tenerlo!


—Estoy segura de poder arreglar de que te conozca cuando venga. Si es que lo deseas —dijo Paula.


—¡Que si lo deseo...! —saltó Betty con una carcajada al ver la sonrisa traviesa de Paula.


—Su hijita es un encanto, ¿verdad? —dijo Betty después de que ambas compartieran un momento de risa—. Es una pena que sea sorda. ¡Yo ni siquiera lo sabía! Y tú eres su maestra. ¡Igualito que en Ana de los milagros! Debes de ser muy inteligente para saber ese lenguaje de señas y todo eso.


—Mi hermana era sorda, así que aprendí el lenguaje de señas al mismo tiempo que el inglés.


—¿Hay mucha diferencia?


—Bueno, en cierta forma, sí —respondió Paula pacientemente—. ¿Por qué tú y tus chicos no lo aprenden? Podrían venir todas las tardes y yo se los enseñaría.


—¿En serio? Sería fantástico. Entonces los chicos podrían hablar con... bueno, quiero decir...


—Si, hablar es el término correcto —dijo Paula.


—Esta bien. Podrían hablar también con Juana.


—¿Tus chicos duermen la siesta?


—Yo no los toleraría si no lo hicieran.


Paula se echo a reír.


—¿Qué te parecería todos los días después de la siesta?


—¡Estupendo, Paula! Gracias. —Betty salto del taburete, tomo uno de los libros de cocina y se puso a hojearlo. —Apuesto a que nunca comes estas comidas que engordan tanto. ¡Eres tan delgada! Ojala yo pudiera ser menuda como tu. Eres afortunada. Cuando tengas hijos, lo más probable es que adelgaces en lugar de aumentar quince kilos como me paso a mí. ¿Te parece que con tu piel te quedaran estrías? Mi medico me aseguro que a mi no me ocurriría, por eso me enfurecí tanto cuando las tuve. Pero no creo que a ti te pase. Además, yo di de mamar a mis hijos, Una amiga dijo que seria estupendo para mi figura. Y lo fue, mientras alimentaba a mis hijos. Pero, después, ¡zápate! —Hizo un gesto burlón con la mano. — ¡Mira cómo me cuelgan! ¿Crees que el hecho de tener un bebé te arruinará la figura?


A Paulaa la fascino que Betty pudiera hablar tan rápido y cambiar de tema con semejante velocidad, y la escuchó con reverencia. Cuando se dio cuenta de lo que Betty le había preguntado, se ruborizó y dijo en voz baja:
—No creo que jamás tenga un hijo.


—¿De veras? ¡No puedo imaginar que alguien no quiera tener hijos! ¿Acaso Pedro no los quiere?


—¿Qué? —exclamo Paula y dejó caer el libro que estaba por poner en el estante ubicado sobre la cocina.


—Seguro que no quiere tener mas hijos porque la pequeña Juana nació sorda —dijo Betty con tono compasivo—. Supongo que no se lo puede culpar. Tal vez si hablaras con él consentiría en tener más.


—Betty —dijo Paula y tragó fuerte, hasta que por último encontró su voz—. Yo... nosotros... Pedro y yo no... no tenemos ninguna relación. Yo sólo soy la maestra de Juana.


—¡Bromeas! —exclamó Betty y abrió los ojos de par en par—. Caramba, Paula, lo siento. Otra vez abrí la boca y metí la pata. Creí que ustedes dos eran... bueno, ya sabes. Quiero decir, en la actualidad todo el mundo lo hace. No quise decir nada malo. En serio.


Betty parecía tan contrita que Paula no tuvo más remedio que sentir lástima por ella.


—Está bien, Betty. Supongo que a la mayoría de las personas les resulta raro que Pedro nos haya insta­lado en esta casa.


—No resultaría tan raro si te parecieras más a Mary Popíes y menos a Ann-Margrei.


Paula se echó a reír, pero enseguida recordó el día que conoció a Pedro. Era un recuerdo amargo que le dolía mucho, y su risa cesó enseguida. ¿Alguna vez dejaría de extrañarlo? Lo había visto apenas el día antes, pero ya le parecía una eternidad. La alivió comprobar que Betty cambiaba de tema.