miércoles, 23 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 7





—Juana, Juana


Los rizos dorados se movieron cuando la pequeña giró la cabeza en dirección al sonido dis­torsionado que había oído y reconocido como su propio nombre. El audífono quedaba oculto debajo de sus rizos.


—Usa la servilleta —le hizo señas Paula y lo dijo en voz alta mientras sonreía. —¿Está rico? —preguntó. Le gratificó que Juana hiciera la seña de sí y tratara de decirlo.


Estaban en una cafetería del Aeropuerto de La Guardia y esperaban a que sonara el anuncio de que el vuelo a Alburquerque estaba listo para ser abor­dado. Juana atacaba en ese momento un helado de vainilla, mientras Pedro y Paula la observaban con atención.


—Juana ha progresado tanto en estas dos sema­nas. Es increíble, Paula.


A Paula se le apretó el corazón cuando Pedro pronunció su nombre, pero ocultó su reacción.


—Es verdad —dijo, con una aparente calma que no sentía.


Estaba a punto de irse y no podría seguir viéndolo, ni siquiera en el nivel impersonal que se había impuesto en todas las reuniones con él desde la noche del beso. 


Mantener la conversación era imperativo hasta que ella y Juana estuvieran listas para abordar el avión. Un silencio incómodo le resultaría intolerable.


—Recuerde que no debe esperar demasiado —le advirtió Paula.


—No lo haré —prometió él solemnemente.


—Sí que lo hará —dijo Paula, rió, y él le devolvió la sonrisa.


Las dos semanas anteriores habían pasado volan­do. Pedro había manejado todo a la perfección: se hizo cargo del alquiler del departamento de Paula, aunque todavía faltaban tres meses para la fecha de la renovación, y se ocupó de solucionar todo lo relativo al viaje y de mantener informada a Paula de los preparativos que se estaban llevando a cabo en Nuevo México.


Ella había empacado su ropa de invierno junto con la de Juana y ya la había enviado a su nueva di­rección, dejando sólo las de verano para meterlas en las valijas a último momento. Los pocos utensilios de la casa los había vendido o regalado a amigos. Pedro le había dicho que la casa de Nuevo México estaba completamente amueblada y equipada. Los artículos personales de Paula habían sido colocados en cajas y despachados al avión con el resto del equipaje.



La doctora Norwood lamentaba que Paula se alejara del instituto después de haber enseñado allí durante tanto tiempo, pero sabía lo capacitada que estaba para ocupar el puesto de maestra particular y cuánto necesitaba Juana esa clase de atención. Le había deseado a Paula buen viaje y buena suerte.


Paula había mantenido todos sus encuentros y conversaciones con Pedro en un nivel comercial. Los temas tocados siempre se relacionaban con Juana y con las disposiciones que se estaban tomando para el viaje y la permanencia en Whispers.


Durante la primera reunión de ambos después de la noche en que él la había besado, él le tomó las manos y le dijo en voz baja:
—Paula, con respecto a la otra noche...


—No hace falta ninguna explicación, Pedro —dijo ella y liberó su mano—. Me temo que los dos nos dejamos llevar por ese momento emocional que vivimos en el instituto. Por favor, no se hable más del asunto.


La mirada de Pedro se endureció y su boca se ten­só, pero no dijo nada. A partir de ese momento, su actitud siempre fue tan cortés y cuidada como la de ella. Una vez, cuando cruzaban una avenida de Manhattan a mediodía, él la tomó del codo, pero la soltó en cuanto llegaron a la vereda de enfrente. Y, desde entonces, no había vuelto a tocarla.


Paula trató con desesperación de reprimir los impulsos salvajes que le corrían por las venas cada vez que veía a Pedro. Sería un alivio que la mitad del país los separara. 


Estaba convencida de ser una víctima más de los encantos y la apostura que habían conquistado los corazones de tantas mujeres. Y a ella se le pasaría ese enamoramiento, tal como le había ocurrido con todos los que había vivido de adolescente.


—¿Quiere otra Coca Cola? —le preguntó él ahora y la arrancó de sus ensueños.


—No, gracias.


—Creo que yo me tomaré otra cerveza —dijo él y llamó por señas a una camarera. La pobrecita estaba encandilada con él, y cuando Pedro le prestó aten­ción, ella estuvo por tropezarse en su intento de llevarle el pedido lo antes posible. Pedro miró a Paula y le dijo: —Usted comentó que su padre era ministro. —Ella asintió. —¿Por eso no bebe alcohol?


A Paula le sorprendió la pregunta, pero respondió con serenidad:
—No. Yo solía beber cada tanto, en reuniones sociales. —Apartó la vista de Pedro con la excusa de limpiar un poco de helado de la cara de Juana. —Pero he visto el mal que hace el alcohol a las personas —dijo


—¿Su marido, tal vez? —Hizo la pregunta en voz muy baja, pero a Paula le sonó como un trueno. No había vuelto a mencionar su matrimonio desde aquella noche.


—Sí —respondió ella y lo miró. Suspiró. Decidió que ése era tan buen momento como cualquier otro. —Le hablaré de mi matrimonio. Después, no quiero volver a mencionarlo nunca más. —Brevemente, y sin emoción ni detalles, se refirió a su corto pero tumultuoso matrimonio con Samuel. —Después de su muerte, volví a usar mi apellido de soltera. En nin­gún momento sentí que yo le perteneciera ni que él me perteneciera a mí, así que habría sido hipócrita seguir utilizando su apellido.


Lentamente levantó la vista y lo miró. Él la obser­vaba con atención, rozando cada una de sus facciones con los ojos.


Se detuvieron brevemente en su boca, y a Paula le pareció sentir de nuevo su beso. Pero, enseguida, los ojos de Pedro buscaron a su hija.


—Juana. —Golpeó suavemente la mesa para atraer su atención. Luego extendió los brazos y ella saltó de la silla y la rodeó corriendo para subirse a sus rodillas.


Pedro no le prestó atención a la cerveza que la aturdida camarera le había colocado delante. Abrazó fuerte a Juana y sepultó la cara en sus rizos. Paula miró en otra dirección y parpadeó para reprimir las lágrimas que amenazaban con aparecer. Se iba a sentir culpable al dirigirse al avión con la hija de Pedro, separando a ambos.


Mientras él miraba, embelesado, la cara de queru­bín de su pequeña, Paula le dijo:
—Usted podría escribirle. La ayudará a darse cuen­ta de que usted sigue siendo parte de su vida. Y tam­bién a mí me servirán esas cartas como herramientas de enseñanza. Haremos algunos viajes a la oficina postal y cosas así.


—De acuerdo —murmuró él y arregló las medias blancas que cubrían las piernas regordetas de Juana.


—Por supuesto, nos convertiremos en ávidas admiradoras de La respuesta del corazón.


—Dios, ahórrele eso a mi hija —gruñó él, pero volvió a sonreír.


Por los altoparlantes se anunció la salida del vuelo. Durante lo que para Paula duró una eternidad, ella y Pedro se miraron por encima de la mesa, mientras Juana parloteaba con él en forma incoherente. Por último, Paula rompió el contacto visual con él y se agachó para levantar la gran cartera que llevaría con ella al avión.


Caminaron en silencio por el vestíbulo. Pedro llevaba alzada a Juana, quien ignoraba que pronto se vería separada de ese hombre, al que amaba con la adoración incondicional de una criatura.


Pedro les consiguió sus tarjetas de embarque y luego miró a Paula.


—Si llegan a necesitar algo, no importa la hora, llámeme enseguida. Usted es más que una empleada, Paula. Estoy poniendo a mi hija en sus manos.


—Sí, me doy cuenta. Puede estar seguro de que haré todo lo que esté a mi alcance por ella.


Los pasajeros y los empleados de la aerolínea reconocieron a Pedro y comenzaron a susurrar y a asentir con la cabeza. 


Varias mujeres tuvieron una conducta ridícula, mientras que otras se limitaron a sonreírle y siguieron adelante. Paula tuvo plena con­ciencia de cada mirada que le dirigían, mientras que Pedro parecía no advertirlas siquiera.


Él se arrodilló y sacó del bolsillo un paquete de goma de mascar. Juana trató de tomarlo, pero él lo fue apartando hasta que ella se lo pidió con una seña. Él la abrazó un momento y luego hizo la seña de te amo. Juana lo imitó, pero parecía más inte­resada en la goma de mascar.


—¿Le parece que ella entiende? —le preguntó él a Paula.


—No entiende que se separará de usted durante un período prolongado. Pero sí entiende el amor, tal como lo hace cualquier chico.


Él pareció satisfecho con esa respuesta y asintió. Sus ojos parecían muy atareados en inspeccionar la multitud que aguardaba abordar el avión. Pero, en realidad, no veía a los otros pasajeros más de lo que Paula lo hacía cuando imitó su pretendido interés. Tiempo después, él volvió a mirarla.


—Paula—dijo con voz vacilante y le tocó la mano con que ella sostenía las tarjetas de embarque. De nuevo le escrutaba el rostro. Esos ojos verdes la aprisionaron. Le imploraban... ¿qué cosa? Paula comenzaba a ser presa de un remolino que la llevaba hasta sus profundidades. Se ahogaba.


No me mires así, cuando sigues enamorado de tu esposa, habría querido gritarle. Cuando él hizo un movimiento como para abrazarla, ella se apresuró a dar un paso atrás y a tomar la mano de Juana.


—Será mejor que nos apuremos. Adiós, Pedro.


Y, antes de que él tuviera tiempo de detenerla, ella pasó por la puerta y le mostró las tarjetas de embar­que a un asistente.


Juana siguió a Paula después de saludar con la mano a Pedro. No tenía cómo saber que no volvería a verlo por meses. Paula no miró hacia atrás.


Siguió caminando con piernas temblorosas por la manga hasta la puerta del jet y se instaló en los asientos que tenían reservados en primera clase. Como si fuera un juego, le enseñó a Juana cómo sujetarse el cinturón de seguridad, para que la pequeña no se asustara ante esa súbita pérdida de libertad. Las azafatas enseguida quedaron prendadas de Juana. Una de ellas conocía el lenguaje de señas y pronto hablaba con la chiquilla con el limitado vocabulario que conocía.


Cuando el avión comenzó a corretear por la pista. Paula miró hacia la terminal y, por la pared de vidrio alcanzó a ver la silueta de un hombre que no podía ser otro que Pedro.


Luchó por reprimir las lágrimas, que sólo lograrían trastornar a Juana. Tenía la garganta cerrada por la emoción, y no sabía si podría tolerar el puñal que tenía clavado en el pecho.


Tengo que luchar contra esto, se dijo. No debo amarlo. Sólo trabajo para él y nada más. Él está enamorado de su esposa. Es un actor. Una estrella de teleteatro. Y ha reconocido que cualquier atracción de su parte está gobernada por una necesidad física y no por un anhelo emocional. No quiero que forme parte de mi vida.


Pero, mucho después de que el avión hubiera tre­pado por las nubes y enfilado hacia el suroeste, ella no había conseguido convencerse. 


*****


—Yo no podía creer que, finalmente, tendría una vecina. Cuando la señora Truitt —la señora que le limpió la casa— me dijo que usted y la pequeña vendrían, quedé fascinada. ¿Puedo ayudarla con algu­nas de esas cosas?


Paula le sonrió a esa mujer regordeta instalada sobre el taburete de la cocina. Betty Graves vivía justo al lado de la casa de montaña de Pedro, ubicada en Whispers, Nuevo México.


—No, gracias. Si no guardo estas cosas yo misma, después no sabré dónde encontrarlas. Ya casi he terminado.


Paula sacaba de las cajas libros de cocina que había llevado desde Nueva York. Hacía sólo un día que ella y Juana se encontraban en su nueva casa y todavía trataban de saber dónde estaba todo.


La casa que Pedro había descrito como "nada del otro mundo" distaba mucho de ser modesta. Cuan­do ella y Juana llegaron a esa casa de dos plantas estilo chalet suizo en el auto nuevo que él les había comprado, a Paula le maravilló que alguien pudiera tener una casa así y no desear vivir todo el tiempo en ella.


La planta baja tenía un gran living, flanqueado a un lado con grandes ventanales que daban a las mon­tañas y, en el otro, por un hogar de piedra. El living se abría a una pequeña habitación revestida en madera que Pedro sugirió podría usarse como aula para Juana y que Paula, al verla, comprobó que serviría a la perfección para ese fin. En un extremo del living había un pequeño comedor que se conectaba con la alegre y moderna cocina, que también tenía un sector para comer.


En el piso superior había un enorme dormitorio, con una inmensa cama camera, un cuarto de baño opulento y otra habitación más chica con su corres­pondiente baño.


—Creo que lo mejor será ocupar todo este espacio, ¿no te parece, Juana? —le había preguntado la noche anterior Paula, mientras desocupaba las valijas de la pequeña en el más chico de los dos dormitorios del primer piso. Ella ocuparía el dormitorio más grande. —No tiene sentido que vivamos como espar­tanos, cuando hay tanto espacio disponible —se dijo, mientras Juana observaba, maravillada y en silen­cio, su nuevo hogar. 


Siempre había vivido en el dormitorio común del instituto. 


Paula pensó que a Juana eso le parecería un palacio.


Todo había salido muy bien y con perfección cronométrica.


Al bajar del avión, Paula y Juana fueron recibidas por un hombre jovial de mediana edad que les entregó el automóvil que Pedro había comprado para ellas por teléfono.


—Si prefiere otro modelo, el señor Alfonso me dijo que la complaciera.


Paula miró el nuevo y lujoso Mercedes plateado, con todos los opcionales imaginables, y se echó a reír.


—Creo que éste estará muy bien —dijo.


El individuo la ayudó a poner las valijas en el baúl del auto y le indicó cómo llegar a Whispers. Estaba a aproximadamente una hora de viaje, al noroeste de Alburquerque.


Cuando ellas llegaron, la casa ya estaba lista para ser ocupada. Las dos se acostaron temprano, después de comer sopa de lata y algunas galletitas con queso y de sacar de las valijas sólo lo que necesitarían esa noche. 


******


Lo primero que despertó a Paula fue el gorjeo de los pájaros. 


Se apresuró a ir al cuarto de Juana, sabiendo que la pequeña disfrutaría de las vistas matinales de su nueva casa, que por cierto eran muy diferentes de la vista de Manhattan a la que Juana estaba acostumbrada. Tal como Paula supuso, la chiquilla quedó maravillada.


Después de un opíparo desayuno de tocino con huevos, que descubrió en la bien provista heladera, Paula bañó a Juana y la vistió con shorts y remera. Ella se puso ropa igualmente informal y luego comen­zó a recorrer la casa y a sacar de las valijas lo que ha­bía llevado.


A media mañana había llegado Betty con sus dos hijos. Era una mujer alegre y locuaz, que era imposi­ble no amar, y sumamente curiosa. 


—Hace tres años que vivo aquí y jamás supe a quién pertenecía esta casa. Que yo sepa, nunca ha vivido nadie aquí. Así que imagínese lo que sentí al saber que ese tal doctor Glen Hambrick... por supuesto que ése no es su verdadero nombre. ¿Puedes repetirme cuál es?


Pedro Sloan es su nombre profesional. Su verdadero apellido es Alfonso —respondió Paula con una sonrisa divertida. 


Betty estaba estupefacta.


—¡Sí! Casi muero cuando la señora Truitt me lo dijo. Y me entusiasmé tanto al saber que tendría una vecina con una chiquilla. Y, después, ¡enterarme de que el vecino era nada menos que Glen Ha..., quiero decir, Pedro Sloan! ¡Es posible que Jose no me vuelva a dejar sola en casa! —dijo y se echó a reír.


Betty parecía terminar cada frase con un signo de admiración. Ya le había contado a Paula que su marido trabajaba en las minas ubicadas entre Whispers y Santa Fe, que sólo volvía a casa los fines de semana y que con frecuencia ella sentía la falta de compañía de personas adultas.


Los dos hijos de Betty eran tan sociables como su madre. 


Con su pelo negro y ojos marrones, parecían duplicados de ella en miniatura. Eran Raul, de cinco años, y Raquel, que tenía la edad de Juana. Enseguida los chicos tomaron a Juana bajo su ala y en ese momento estaban jugando en la habitación de ella. Paula había admirado los rizos rubios de Juana y la había acariciado como si se tratara de una muñeca.


—Lamento decepcionarte, Betty, pero Pedro sigue en Nueva York. El no vivirá aquí.


—Ya lo sé. ¡Pero seguro que vendrá a visitarte! ¿No podrías pedirle un autógrafo para mí? ¡Moriría con tal de tenerlo!


—Estoy segura de poder arreglar de que te conozca cuando venga. Si es que lo deseas —dijo Paula.


—¡Que si lo deseo...! —saltó Betty con una carcajada al ver la sonrisa traviesa de Paula.


—Su hijita es un encanto, ¿verdad? —dijo Betty después de que ambas compartieran un momento de risa—. Es una pena que sea sorda. ¡Yo ni siquiera lo sabía! Y tú eres su maestra. ¡Igualito que en Ana de los milagros! Debes de ser muy inteligente para saber ese lenguaje de señas y todo eso.


—Mi hermana era sorda, así que aprendí el lenguaje de señas al mismo tiempo que el inglés.


—¿Hay mucha diferencia?


—Bueno, en cierta forma, sí —respondió Paula pacientemente—. ¿Por qué tú y tus chicos no lo aprenden? Podrían venir todas las tardes y yo se los enseñaría.


—¿En serio? Sería fantástico. Entonces los chicos podrían hablar con... bueno, quiero decir...


—Si, hablar es el término correcto —dijo Paula.


—Esta bien. Podrían hablar también con Juana.


—¿Tus chicos duermen la siesta?


—Yo no los toleraría si no lo hicieran.


Paula se echo a reír.


—¿Qué te parecería todos los días después de la siesta?


—¡Estupendo, Paula! Gracias. —Betty salto del taburete, tomo uno de los libros de cocina y se puso a hojearlo. —Apuesto a que nunca comes estas comidas que engordan tanto. ¡Eres tan delgada! Ojala yo pudiera ser menuda como tu. Eres afortunada. Cuando tengas hijos, lo más probable es que adelgaces en lugar de aumentar quince kilos como me paso a mí. ¿Te parece que con tu piel te quedaran estrías? Mi medico me aseguro que a mi no me ocurriría, por eso me enfurecí tanto cuando las tuve. Pero no creo que a ti te pase. Además, yo di de mamar a mis hijos, Una amiga dijo que seria estupendo para mi figura. Y lo fue, mientras alimentaba a mis hijos. Pero, después, ¡zápate! —Hizo un gesto burlón con la mano. — ¡Mira cómo me cuelgan! ¿Crees que el hecho de tener un bebé te arruinará la figura?


A Paulaa la fascino que Betty pudiera hablar tan rápido y cambiar de tema con semejante velocidad, y la escuchó con reverencia. Cuando se dio cuenta de lo que Betty le había preguntado, se ruborizó y dijo en voz baja:
—No creo que jamás tenga un hijo.


—¿De veras? ¡No puedo imaginar que alguien no quiera tener hijos! ¿Acaso Pedro no los quiere?


—¿Qué? —exclamo Paula y dejó caer el libro que estaba por poner en el estante ubicado sobre la cocina.


—Seguro que no quiere tener mas hijos porque la pequeña Juana nació sorda —dijo Betty con tono compasivo—. Supongo que no se lo puede culpar. Tal vez si hablaras con él consentiría en tener más.


—Betty —dijo Paula y tragó fuerte, hasta que por último encontró su voz—. Yo... nosotros... Pedro y yo no... no tenemos ninguna relación. Yo sólo soy la maestra de Juana.


—¡Bromeas! —exclamó Betty y abrió los ojos de par en par—. Caramba, Paula, lo siento. Otra vez abrí la boca y metí la pata. Creí que ustedes dos eran... bueno, ya sabes. Quiero decir, en la actualidad todo el mundo lo hace. No quise decir nada malo. En serio.


Betty parecía tan contrita que Paula no tuvo más remedio que sentir lástima por ella.


—Está bien, Betty. Supongo que a la mayoría de las personas les resulta raro que Pedro nos haya insta­lado en esta casa.


—No resultaría tan raro si te parecieras más a Mary Popíes y menos a Ann-Margrei.


Paula se echó a reír, pero enseguida recordó el día que conoció a Pedro. Era un recuerdo amargo que le dolía mucho, y su risa cesó enseguida. ¿Alguna vez dejaría de extrañarlo? Lo había visto apenas el día antes, pero ya le parecía una eternidad. La alivió comprobar que Betty cambiaba de tema.








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