miércoles, 23 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 8




Los días se hicieron rutinarios. Por las mañanas, Paula y Juana pasaban varias horas en el aula con clases. A Paula le alegró mucho comprobar que la chiquilla era tan inteligente como había supuesto. Cada día abría nuevos horizontes a Juana a medi­da que aprendía a comunicarse con su maestra, a quien consideraba la persona más maravillosa del mundo, además de Pedro.


Juana le preguntaba todos los días por su padre y jamás se salteaba un episodio del teleteatro donde actuaba. Cuando su imagen aparecía en la pantalla ella gritaba "Auwy, Auwy" y señalaba a Pedro mien­tras marcaba su nombre con señas. 


Paula también le había enseñado el significado de la palabra "papá", y relacionó las dos cosas. Cuando aprendió la palabra "mamá" le preguntó a Paula si ella era su madre. 


Paula trató de explicarle la palabra "muerte" mos­trándole dos grillos: uno estaba muerto y el otro, vivo. Juana entendió la explicación, pero Paula no estaba segura de que hubiera entendido que su madre estaba muerta. La pequeña no tenía ninguna imagen mental que asociara esa palabra con una persona. Quizá debería pedirle a Pedro una fotografía de Susana.


Hacían caminatas por las estribaciones de las montañas, festoneadas de arroyos. Paula le enseñaba a Juana las señas de todo. Por lo general debía hacerlo una sola vez y luego la pequeña recordaba la palabra, aunque repitieran después cada seña una cantidad enorme de veces.


Por las tardes, Betty, Raul y Raquel se unían a Juana en las clases de lenguaje de señas. Eran momentos felices llenos de risas, y los chicos convirtieron las lecciones en un juego.


Muy pronto se comunicaban ya con Juana con el aplomo y la naturalidad que sólo poseen los chicos.


—Mira Juana —gritó Paula mientras abría el buzón. Habían bajado por la colina hacia la ciudad en dirección a un almacén, para reabastecerse de provisiones. —¡Hay una carta! Me pregunto para quién será. —Como de costumbre, Paula verbalizó las señas que hacía.


—Ju-na —dijo la pequeña con su lenguaje inarti­culado pero su modo encantador, se señaló y sonrió.


Paula sostuvo el sobre al nivel de Juana y la chiquilla señaló su nombre, que estaba escrito con grandes letras mayúsculas de imprenta. Después, Paula señaló el nombre que estaba en el extremo superior izquierdo. Pedro, hizo la seña riendo en voz baja.


Él le había escrito religiosamente dos o tres veces por semana y, en cada oportunidad, el mensaje era breve pero lleno de amor y diciendo lo mucho que la extrañaba. Y cada sobre contenía un paquete de goma de mascar sin azúcar.


Las había llamado dos veces por teléfono y en cada ocasión, cuando Paula oyó su voz, su corazón dejó de latir un segundo y luego aceleró sus latidos. Las conversaciones eran de orden practico y bien concretas. Él siempre preguntaba por los progresos de Juana, la casa y las comodidades básicas. Le insistía en que pidiera lo que necesitara y después cortaba la comunicación sin ninguna palabra de orden personal. Si alguna vez recordaba el beso que los dos habían compartido, cosa que Paula dudaba mucho, no lo demostraba.


¿Era una coincidencia que, cada vez que él llamaba, a Paula le costaba conciliar el sueño esa noche? ¿Cómo era posible que el sonido de su voz perturbara su equilibrio y la dejara aturdida durante el resto del día? Y que, al final de la jornada, cuando estaba acostada sola en esa cama tan grande, su cuerpo se sintiera perturbado e insatisfecho y clamara por...


¡No! Paula se negaba a admitirlo. Pero era inútil negarse a reconocer lo obvio.


Clamaba por Pedro.


Dormir desnuda era una costumbre que había adquirido durante su matrimonio con Samuel. Con fre­cuencia, cuando él abandonaba la cama para volver a su piano, ella sentía demasiada pereza para buscar el camisón que él le había quitado con impaciencia.


Esa falta de camisón nunca le había parecido sensual... hasta recientemente. Ahora, cuando yacía desnuda entre las sábanas frescas, su mente evocaba imágenes de Pedro


¿Le gustaría a él verla así? ¿Qué sentiría ella al ser tocada, acariciada, explorada por esas manos fuertes y sensibles? 


¿Buscarían ellas esa misteriosa humedad que al mismo tiempo la fascinaba y la alarmaba con su mera presencia?


 ¿Aliviarían esas manos sus pechos henchidos, que tanto dolían por su deseo insatisfecho?


Y Paula giraba sin cesar en la cama, hasta que las fantasías se convertían en sueños. Y, en los sueños, encontraban satisfacción.



****



—Hola. ¿Qué estás haciendo? —preguntó Betty mientras asomaba la cabeza por la puerta de atrás después de dar los golpes obligatorios.


—Acabamos de recibir carta de Pedro —dijo Paula.


—Dios —gimió Betty—. ¿Puedo tocarla?


—No seas tonta. 


Paula se echo a reír y comenzó a guardar las provisiones compradas en el almacén, mientras Juana seguía charlando con la carta como si hablara con Pedro.


Betty se sentó en el taburete de la cocina, que se había convertido en su asiento habitual. Puesto que el marido de Betty estaba ausente durante tanto tiempo, las dos mujeres pasaban mucho tiempo juntas. Paula se sentía agradecida por la amistad que había nacido entre ellas, aunque los antecedentes de las dos fueran tan distintos.


—Mira —dijo Betty mientras abría un paquete de bizcochos y se metía uno en la boca—. Esta tarde voy a llevar a los chicos a ver La bella durmiente. Disney, ¿sabes? ¿No quieres tú y Juana acompañarnos?


—Por supuesto que sí. Parece muy divertido.


Por una vez, Betty vacilo un instante antes de hablar.


—Bueno, no sabía si las chiquillas sordas iban o no al cine.


—Desde luego que lo hacen —dijo Paula —. Solemos ver Sesame Street y ella aprende mucho. No puede oír el diálogo, pero disfruta de la luz, el color y el movimiento. Le encantará.


Juana sí disfrutó de la película. Cada vez que tenía una pregunta, se la decía por señas a Paula, quien se la contestaba. Fuera de eso, quedó cautivada por la maestría de ese dibujo animado. Cuando la bruja se convirtió en dragón, se asustó mucho; se subió a las faldas de Paula y la abrazó fuerte. Paula le explicó que el dragón no era verdadero. La ex­plicación pareció satisfacer a la pequeña por el momento, pero Paula decidió que debía enseñarle los conceptos real y simulado en una lección futura.


Había sido un día muy largo y Paula se sentía cansada. La película le había llevado la mayor parte de la tarde, pero ella y Betty se habían tomado su tiempo en volver a la casa. Esa semana, Jose Groves se quedaría en las montañas, así que Betty no estaba impaciente por volver a su casa, con sólo Raul y Raquel por compañía.


Caminaron por las calles pintorescas y empinadas de Whispers con los tres chicos a la rastra. Se detu­vieron en varias tiendas de artesanos que interesaron a Paula. Juana cautivó a todas las personas que la conocieron. En el mes que hacía que vivían en esa pequeña comunidad, ya había entablado amistad con varios dueños de tiendas. Todos conocían de vista a la hermosa mujer pelirroja y la chiquilla de rizos rubios que siempre estaba con ella.


Paula y Betty decidieron convidar a los chicos con hamburguesas y batidos para la cena, después de lo cual treparon por la colina en dirección a sus casas, seguidos por tres niños cansados y fastidiosos. Después de bañar a Juana y de arroparla en la cama de su habitación pequeña, Paula sintió que se había ganado el derecho de un prolongado baño de inmersión bien caliente en la opulenta bañera.


Ese cuarto de baño tenía algo sensual y pecami­noso. El piso y las paredes eran de cerámica blanca y contrastaban con la bañera de mármol negro bajo nivel. El lavatorio y la ducha eran del mismo material, y la puerta del compartimiento de la ducha era de vidrio transparente, no esmerilado, como Paula estaba acostumbrada. Se sentía decididamente perversa cada vez que se duchaba a la vista de los espejos que tapizaban la pared opuesta.


Al sumergirse en el agua vaporosa y burbujeante de la bañera, se maravilló una vez más por su tamaño. Tenía por lo menos un metro de profundidad y dos de largo. Paula se estiró y decidió disfrutar de esa calidez sedante.


Cuando terminó de bañarse, se lavó el pelo y se envolvió la cabeza con una toalla estilo turbante. Decidió que tenía hambre —la caminata la había hecho digerir la hamburguesa que había comido más temprano—, se rodeó como al descuido con una toalla, sujetó los extremos entre sus pechos y descen­dió a la planta baja, pero sin encender ninguna luz.


Una vez en la cocina, puso en un plato varios de los bizcochos que ella y Juana habían cocinado esa mañana, se sirvió un vaso de leche y se dirigió al living.


Jamás supo qué la hizo mirar hacia el sillón, pero el corazón se le subió a la boca y tuvo que reprimir un grito. El salto que pegó le hizo derramar la leche y que se le cayera la toalla con que se había rodeado con tanto descuido.


—Será mejor que tenga cuidado, o no tendrá secretos para mí—dijo Pedro.








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