martes, 22 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 6





Pedro insistió en acompañarla hasta la puerta cuando llegaron al edificio de departamentos —cómodo, pero lejos de ser lujoso— donde ella vivía. Pagó el taxi y dijo que tomaría otro después de comprobar que ella había llegado sana y salva a su casa.


Cuando subían en el ascensor, él dijo:
—Creo que puedo hacer todos los arreglos necesa­rios en las próximas dos semanas. ¿Le viene bien a usted? —Cuando ella asintió, él prosiguió. —La casa es linda pero no lujosa. Yo compraré un auto para que se lo entreguen cuando lleguen a Alburquerque. Y haré que alguien se ocupe de limpiar a fondo la casa. Cuando lleguen a Whispers, todo debería estar listo para que usted y Juana se muden a la casa.


—Whispers. Me gusta el nombre.


Pedro le tomó el codo con la mano al ayudarla a salir del ascensor. Y no la sacó.


—Es una ciudad pintoresca. Muchos jubilados viven allí, y también algunos mineros y sus familias. Es un lugar tranquilo y pacífico, y el paisaje es estupendo en todas las estaciones.


Ahora estaban de pie frente a la puerta del departa­mento de Paula. Pedro dijo:
—Le pagaré lo mismo que le paga el instituto. Desde luego, además tendrá la casa y un auto a su disposición. Y le daré una mensualidad generosa para comida, ropa para Juana y lo que necesite.


—El dinero no me preocupa —dijo ella al insertar la llave en la cerradura.


Giró hacia él con la intención de desearle buenas noches, pero las palabras no llegaron a formarse. Pedro se le acercó y ella se vio obligada a retroceder, hasta que no pudo seguir haciéndolo. Estaba contra la pared del pasillo, y él apoyó las palmas de las manos en la pared, a cada lado de Paula, justo por encima de su cabeza, y se inclinó hacia ella. Los separaban pocos centímetros, pero él no la tocó.


—Me gustas de esta manera —le susurró.


¿Qué le había pasado a su voz? Paula no pudo pronunciar las palabras que cruzaban por su cabeza. Hasta que, por último, pudo farfullar:
—¿De qué manera?


—Tranquila, simpática y cooperadora. Pero, bue­no —rió—, también me gustaste el otro día, cuando me lanzabas fuego con el aliento y estabas tan furiosa que tu pelo brillaba como una antorcha. —Se le acercó todavía más. —De hecho, señora Chaves, estoy haciendo todo lo posible por descubrir en usted algo que no me gusta.



El instinto le dijo a Paula que Pedro estaba por besarla. 


Sabía que no debería permitirlo, pero sintió que no podía moverse al ver que su cara se acercaba a la suya. Un instante antes de que los labios de él tocaran los suyos, Paula cerró los ojos. Aunque sabía qué iba a ocurrir, no estaba preparada para la tempes­tad de emociones que le recorrió el cuerpo al sentir su roce.


El bigote le hizo cosquillas en los labios. Pedro se movió imperceptiblemente más cerca hasta que, por primera vez, el cuerpo de cada uno sintió las curvas complementarias del otro.


Encajaban a la perfección, como piezas de un rompecabezas. Ella le llegaba apenas a la mitad del pecho y, sin embargo, eran como las dos mitades de un todo. Los suaves pechos de Paula fueron acogidos por el pecho de Pedro, como si en él se hubieran excavado espacios para contenerlos. Los pies de Pedro estaban a los costados de los de Paula, y cuando las caderas delgadas y firmes de él se fusiona­ron con la suavidad femenina de las de ella, un gemido de agonía y de placer brotó desde lo más profundo de la garganta de Pedro.


Los labios de él bebieron en los de ella, se demoraron allí y luego se alejaron hasta que Paula tuvo ganas de tomarle la cabeza y apretarla contra la suya pero sólo reunió el coraje suficiente para levantar tímidamente las manos hacia las costillas de Pedro y acariciarle los músculos sobre ellas. Los tenía tensos y contraídos por el esfuerzo que implicaba sostenerlo contra la pared.


Pedro dejó escapar el aire en un prolongado suspiro cuando sintió que las manos de Paula lo tocaban. Su boca dejó de juguetear y descendió sobre la de ella, reclamándola con una precisión que resultó alarmante.


Al principio, Paula no participó. El temor y la cautela habían hecho que reprimiera sus respuestas a los hombres desde su matrimonio desastroso. Pero Pedro no aceptó esa resistencia: sus labios siguieron insistiendo hasta hacer que ella abriera los suyos y diera acceso a su lengua suplicante. 


Paula trató de restablecer el orden del mundo, de poner las cosas en su perspectiva adecuada, pero le resultó imposible bajo la boca implacable de Pedro.


Él ni siquiera quedó satisfecho cuando tuvieron que detenerse un momento para respirar. Jugueteó en la oreja de Paula con la boca y le mordió el lóbulo con los dientes. 


Sus manos se deslizaron hacia abajo para acariciarle los hombros, los brazos, y de nuevo el cuello. Sus dedos parecieron tomarle el pulso antes de subir para rodearle la cara. Sus pulgares le acari­ciaron los pómulos.


—¿Besas así a todas las actrices con que traba]as? —preguntó Paula con una sonrisa lánguida.


Ella esperaba que Pedro sonriera a su vez y le contestara algo ingenioso. En cambio, con enorme sorpresa, vio que él palidecía. Esos ojos verdes, que estaban iluminados por un incendio interior que parecía tocarla con lenguas de fuego cuando la habían mirado desde arriba, se volvieron fríos, impenetrables, como si una cortina hubiera bajado sobre ellos.


Pedro se fue apartando de ella por grados. Pri­mero, sus manos descendieron de la cara de Paula. Después, el pecho de ella fue aliviado de la presión del de él. Cuando Pedro se apartó del todo, ella se sintió vacía e hizo un movimiento como para tomarlo y traerlo de vuelta, pero la expresión del rostro de Pedro la asustó y ella enseguida cerró el puño y se lo apoyó en el pecho. Pedro estaba ahora macilento y la miraba como si hubiera visto un fantasma.


Pedro, ¿qué...?


Él movió los labios varias veces antes de poder pronunciar las palabras.


—S-Susana solía decir eso. —Hizo una pausa, se pasó una mano por la cara y se apretó los ojos, como para borrar una imagen desagradable. —Ella me lo decía todo el tiempo.


—¿Susana? —Preguntó Paula con un hilo de voz. Sabía quién debía de ser Susana, pero no quería oírlo.


—Susana era mi esposa. Falleció.


Lo había dicho, y con tanta angustia que Paula se sintió muy mal. ¡Pedro seguía amando a su esposa! No había dicho cuál había sido la causa de su muer­te; eso no tenía importancia. Había sido su muerte, y no la causa, lo que se había llevado el amor de Pedro.


—Sí, lo siento —murmuró ella. Era una cosa tan pobre e insatisfactoria para decir, pero no se le ocurrió nada más, y Paula estaba desesperada por llenar ese silencio denso que de pronto se había instalado entre ellos.


Pedro se enderezó y pareció recobrarse del transi­torio estupor que las lamentables palabras de Paula; le habían provocado. Se pasó la mano por su pelo marrón entrecano y luego dijo, con brusquedad:
—No tiene importancia.


¡Pero vaya si la tenía! Apenas segundos antes Paulaestaba perdida en el abrazo más cálido y dulce que había conocido en su vida. Y, ahora, el hombre que había hecho cantar su cuerpo con sensaciones que hacía tiempo creía muertas, actuaba como un extraño, un extraño muy distante.


Tenía las manos bien metidas en los bolsillos de los pantalones cuando se apartó de ella. Y al girar sobre sus talones para enfrentarla de nuevo, su boca era ya una línea severa, y sus tupidas cejas estaban bien cerca de sus ojos.


—Creo que es justo que te diga, Paula, que yo no permito ningún enredo emocional en mi vida. Pese a lo que se puede leer en las revistas de espectáculos, jamás tengo una relación estable con una mujer. Estuve casado y amé a mi esposa. Mis necesidades son puramente físicas. Pensé que era importante que lo supieras desde el principio.


Sus palabras fueron como un ladrillo caído sobre la cabeza de Paula, que la sacudió hasta las puntas de los pies. En sus venas bulleron la furia y la humi­llación, y se erizó como un gato a punto de saltar. Trató de controlar la voz, de acallar las súplicas que gritaban en su interior y exigían ser expresadas.


—No recuerdo haberle pedido que se "enredara" conmigo, señor Alfonso. —Temblaba por la furia que sentía. —Sin embargo, puesto que usted ha sacado el tema y traducido erróneamente mis motivos, quiero aclarar enseguida las cosas. No tengo ninguna intención de tener una "relación" con usted. A lo cual se suma el hecho de que ejercería un efecto adverso en la objetividad que debo tener, le confieso que lo en­cuentro a usted deplorablemente presumido. Yo estuve casada con un artista —más precisamente un músico—, y él, como usted, se tomaba demasiado en serio y esperaba que los demás también lo hicieran. Puede estar seguro de que yo deseo que la relación que necesariamente debe existir entre nosotros sea estrictamente profesional. Gracias por la cena.


Dicho lo cual, transpuso la puerta y la cerró. Después, se recostó contra ella, mientras respiraba con fuerza y trataba de reprimir las lágrimas de furia que ya presionaban contra sus párpados.


Oyó los pasos de Pedro hacia el ascensor, el ruido de las puertas que se abrían y luego se cerraban.


—¡Imbécil! —se gritó a sí misma, y golpeó el suelo con un pie en una reacción que se remontaba a su infancia. Arrojó la cartera hacia la silla más cercana y virtualmente se arrancó la chaqueta.


"Ese arrogante hijo de...


Paula no sabía contra quién dirigir su furia asesina:
Sí contra Pedro o contra sí misma. Fue al dormitorio y, después de encender la luz, se dejó caer sobre la cama y se inclinó hacia adelante para desatar las tiras de sus sandalias.


—Nunca aprendes, ¿no, Paula? Estás siempre hambrienta de castigos, ¿verdad?


Mientras se desvestía siguió censurándose, en primer lugar, por haber cedido al beso de Pedro. Él era su empleador. Ella era la responsable de su hija y no debería haber permitido que ningún vínculo emocional nublara su objetividad. Y el hecho de tener pensamientos románticos con respecto al padre de Juana era nocivo para el bienestar de la pequeña. 


Ya era bastante peligroso para la educación de Juana que le tuviera tanto afecto a esa chiquilla; pero tener deseos sexuales dirigidos al padre eran el colmo de la locura.


Lo que más molestaba a Paula no era haber besado a Pedro sino lo que había sentido mientras lo hacía. Ni siquiera cuando estaba profundamente enamorada de Samuel había experimentado esa sensación de hun­dirse sin remedio que acababa de sentir con el beso de Pedro.


Sí, se hundía, y de pronto le quitaron el sostén con crueldad y egoísmo. Y, para colmo, ¡Pedro había tenido el tupé de sugerir santurronamente que ella había iniciado el abrazo!


Los artistas eran todos iguales; sólo les importaba satisfacer sus instintos más bajos y, una vez que su orgullo quedaba a salvo, no tenían inconveniente en pisotear las almas de los que los habían salvado.


Paula entró en el baño y comenzó a encremarse la cara mientras recordaba su matrimonio con Samuel Jackson. Se habían conocido en una fiesta. No hacía mucho que ella vivía en Nueva York, pues acababa de ser nombrada maestra en el Instituto Norwood para Sordos.


Se sentía sola y extrañaba a su familia, que vivía en Nebraska. Cuando una de las maestras más jóvenes del instituto la invitó a una fiesta, ella aceptó precisa­mente porque se sentía tan sola.


Los asistentes a la fiesta eran una mezcla de solteros y de parejas, que incluía a algunos bailarines, músicos y escritores. Samuel Jackson tocaba el piano, mientras una rubia de piernas largas cantaba con una voz que no tenía para nada la calidad del acompaña­miento de Samuel.


Él advirtió la presencia de esa jovencita pelirroja que se encontraba de pie junto al piano de cola y escuchaba su música con ávido interés. En un mo­mento de descanso, se le acercó, se presentó y ambos comenzaron a conversar animadamente. Paula lo felicitó por su capacidad como músico, sobre todo cuando él le dijo que las canciones habían sido com­puestas por él.


No fue sino hasta meses más tarde que Paula analizó la relación de ambos y comprendió que, incluso en ese primer encuentro, no habían hablado del trabajo de ella ni de sus sueños o sus planes. Hablaron exclusivamente de Samuel y sus ambiciones de convertirse en un gran éxito en la industria de la música. Esa primera conversación debería haber sido la clave del egoísmo y la inseguridad de Samuel.


Era un hombre apuesto, dentro de un estilo serio y estudioso. Llevaba el pelo castaño demasiado largo, pero rara vez pensaba en hacérselo cortar a menos que Paula se lo recordara. Todo debía recor­dárselo con delicadeza, por temor a ofenderlo o a herir su auto imagen ya muy inflada.


Tal vez lo que Paula sentía por él era lástima, pero al cabo de varios meses de salir con Samuel, se convenció de que era amor. Él la necesitaba. Necesitaba con­fianza. 


Necesitaba a alguien que escuchara su música y la aprobara. Necesitaba aliento, halagos, que lo consintieran.


—¿Vendrás a vivir conmigo, Paula? Necesito que estés conmigo todo el tiempo. —Estaban en el departa­mento de él, después de haber ido al cine más tempra­no. Estaban abrazados en el sofá.


—¿Me estás pidiendo que me case contigo, Samuel? —preguntó Paula con una sonrisa. Estaba fascinada. Él la amaba. Y ella lo ayudaría, lo alentaría y sería un ancla en la que él podría confiar.


—No. —Samuel la soltó, se puso de pie y atravesó el cuarto hacia la mesa donde tenía las bebidas alcohó­licas. —Lo que te estoy pidiendo es que vivas conmigo —dijo y se sirvió whisky.


Paula se sentó y se arregló la ropa. Samuel le había pedido en muchas ocasiones que se acostara con él, pero ella se había negado, y esa negativa por lo ge­neral generaba una pelea, después de la cual él se disculpaba con sarcasmo por haberle pedido que se comprometiera.


—Sanuel sabes que no puedo hacerlo. Y ya te he dicho por qué.


—¿Es porque tu padre es un predicador? —Se estaba poniendo más agresivo. Tenía los ojos vidrio­sos y con una expresión vacía.


—No es sólo eso. Para mis padres sería una gran decepción...


—Oh, por favor —gruñó él.


—¡Sabes bien que me gustaría acostarme contigo! —exclamó ella—. Más que nada en el mundo. Pero quiero estar casada contigo, y no ser sólo tu concubina.


Él lanzó una imprecación en voz baja y bebió lo que le quedaba de whisky. Luego apoyó el vaso en la mesa y se quedó mirándola durante un buen rato hasta atravesar la habitación y arrodillarse frente a Paula. 


—Perra pelirroja —murmuró y levantó la mano para acariciarle el pelo—. Sabes que ya no puedo vivir sin esto. 
—Le puso la mano en el vientre y se lo masajeó con entusiasmo. Después se inclinó hacia adelante y le besó los dos pechos por sobre la blusa. —Supongo que tendré que casarme contigo para conseguirlo.


—Oh, Samuel —exclamó ella y le rodeó el cuello con los brazos.


Para contrariedad de la familia de Paula, ambos se casaron pocos días después en una ceremonia civil, con sólo dos amigos músicos de Samuel como testigos. Al día siguiente, ella trasladó sus cosas al departa­mento de Samuel.


Durante uno o dos meses todo anduvo sobre ruedas, y Samuel sólo tuvo algunos estallidos de mal humor o períodos de gran depresión. Trabajaba en un grupo de canciones en las que tenía cifradas muchas esperanzas. 


Todos los días, cuando Paula volvía del trabajo, lo encontraba sentado frente al piano. Ella preparaba platos que él comía distraí­damente antes de volver a sus partituras.


Cuando Paula se iba a acostar, él se reunía con ella lo suficiente para satisfacer sus necesidades sexuales y luego volvía a trabajar, mientras ella permanecía sola en la oscuridad hasta que finalmente se dormía. Cada mañana, Paula se levantaba y salía a trabajar sin despertarlo.


Cuando un editor de música rechazó sus canciones, Samuel cayó en una depresión profunda. Comenzó a beber, a maldecir y a llorar, en una serie de ciclos repetitivos.


Cuando Paula trataba de consolarlo y de alen­tarlo, él le gritaba: "¿Qué demonios sabes tú de esto? Te pasas los días entre un puñado de criaturas sordas que ni siquiera pueden escuchar música, sea buena o mala. ¿Y crees que eso te convierte en una experta? ¡Por el amor de Dios, cierra la boca!"


Finalmente salió del pozo y pasó entonces por un período de remordimientos que fue todavía más irritante que su conducta anterior. Vertió mares y mares de lágrimas, mientras Paula lo abrazaba y lo consolaba como si fuera una criatura. Samuel le rogó que lo perdonara y prometió no volver a hablarle nunca de esa forma. Ella lo acarició y lo cuidó y lo convirtió de nuevo en un ser humano racional.


Pero no duró.


En los siguientes ocho meses, sus ataques ocu­rrieron con creciente frecuencia. Bebía porque no podía componer música buena. Y no podía componer buena música porque bebía. Y Paula sufría por ello.


Cuando Samuel estaba en condiciones físicas para tener relaciones sexuales, ella toleraba un acto sin calidez ni afecto, pero nacido de la furia de él con­sigo mismo. Usaba a Paula como receptáculo de su frustración.


Paula sentía que tenía que abandonar a su marido para poder preservar su propia salud mental. Ya no toleraba los cambios de humor de Samuel, sus accesos de cólera, ese ego que requería que se lo alimentara continuamente, y la paranoia que era preciso aliviar.


Se mudó, entonces, a otro departamento. Jamás inició los trámites de divorcio porque no perdía la esperanza de que, de alguna manera, Samuel lograría superar sus debilidades y ambos podrían amarse como era debido.


Tres meses más tarde, él murió. La muchacha de turno que vivía con él llamó a Paula cuando encontró a Samuel caído sobre el teclado del piano. La autopsia reveló una cantidad letal de alcohol y barbitúricos. Se determinó que la muerte había sido accidental y Paula lo aceptó.


Ahora, Paula sacudió con pesar la cabeza mientras se cepillaba el pelo. Al funeral sólo habían asistido muy pocas personas. Sus padres ni siquiera habían conocido a Samuel; no pudieron llegarse a Nueva York y él se había negado a viajar a "un lugar tan remoto y dejado de la mano de Dios como Nebraska". Paula había llamado por teléfono a la madre de Samuel, que vivía en Wisconsin, pero a quien no conocía personalmente. La mujer escuchó la explicación que le dio Paula de los detalles de la muerte de su hijo y luego cortó la comunicación sin siquiera decir una palabra.


Al principio, Paula se culpó por la muerte de Samuel. Si se hubiera mostrado más comprensiva, lo hubiera apoyado más y no lo hubiera abandonado, tal vez él habría conseguido salir del pozo en que él mismo se había sumido.


Sólo después de prolongadas conversaciones con su padre y gracias a la acción terapéutica del paso del tiempo, Paula renunció a esa autoflagelación y aceptó la muerte de su marido.


Sin embargo, el matrimonio había dejado una marca en ella. 


Comenzó a cuidar con quiénes salía. Sólo aceptaba hacerlo con ambiciosos jóvenes ejecu­tivos, a quienes les importaban más sus carreras que sus vidas amorosas. Cada una de esas relaciones se mantenía en un nivel impersonal, y si Paula llegaba a sentir que un hombre se interesaba demasiado en ella, enseguida se alejaba de él.


Ahora, apagó la luz del cuarto de baño, se sacó la ropa interior y se deslizó desnuda entre las sábanas.


—Vaya si tienes buena suerte con los hombres, Paula Chaves—se dijo con tono de burla.


Desde la muerte de Samuel se había mostrado muy cuidadosa. Fría y distante, no había permitido que ningún hombre le importara; hasta ahora. No se tra­taba de un resbalón sin importancia; era, más bien, una zambullida de cabeza en la dirección equivocada.


Pedro Alfonso no sólo era su empleador y el padre de su alumna, sino que, además, era actor. ¿Podía haber algo peor que un músico, excepto un actor? ¿No acababa ella de ver, acaso, pruebas de ese temperamento conocido? En un momento él la besaba con una pasión que derritió todas sus reservas y le hizo hervir la sangre; y, al minuto siguiente, se mostró frío y distante, y se apartó porque algo que ella había dicho le recordó a su esposa fallecida.


Más irritante todavía le resultó esa exhibición de abrumadora vanidad y engreimiento. Pedro estaba acostumbrado a que las mujeres lo adularan, que jadearan con tal de obtener de él una mirada, una palabra, un roce. Al demonio con todo eso, pensó Paula con desdén mientras estrellaba un puño en la almohada. 


Estaba por emprender un proyecto que podría llevarle años y que exigía —y merecía— la totalidad de su energía y su concentración. Ella no deseaba ni necesitaba que nada —y mucho menos un hombre— nublara sus juicios. Se dijo que no debía prestar atención a la ridícula arrogancia de Pedro, que debía olvidarlo.


Olvidar que su pelo brillaba como la plata bajo ciertas luces.


Olvidar que sus ojos eran de un verde profundo, enmarcados por pestañas oscurísimas, y que con su intensidad eran capaces de atravesarla. Olvidar que su cuerpo era alto y delgado y fuerte, y que se movía con gracia.


Paula se agitó con incomodidad debajo de las sábanas y no prestó atención a la vibración de su corazón cuando recordó lo que había sentido cuando los labios de Pedro se apoyaron en los suyos. Invo­luntariamente, se llevó la mano a los labios y se tocó la boca, que todavía se estremecía por ese beso tan dulce. Desplazó los dedos a su oreja y a la curva detrás de ella, que habían conocido la suave caricia del bigote de Pedro.


Paula gimió contra la almohada y se acostó boca abajo. 


Otras partes de su cuerpo anhelaban ser toca­das, acariciadas, pero ella se lo negó, tal como negaba que, pese a su decisión en sentido contrario, se sentía sumamente atraída hacia Pedro Alfonso










SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 5



Desde el momento en que se levantaron de la mesa hasta que subieron al taxi que el maítre les había llamado, tres mujeres diferentes detuvieron a Pedro y le rogaron que les diera un autógrafo. A  Paula la maravilló que él pudiera cambiar de estado de ánimo con tanta velocidad y perfección. En un minuto fue un padre preocupado y confundido. Y, al minuto siguiente, se había convertido en un arrogante astro de televisión, lleno de confianza en sí mismo, totalmente en control de la situación y en su elemen­to, mientras le dedicaba su famosa sonrisa al público que lo adoraba. Le habló a cada mujer con un tono suave e íntimo.


Ese tono con que sostenía cada conversación debía hacer que la mujer de turno sintiera que a él le impor­taba. 


¿Pedro era sincero o sólo estaba desempeñando un rol? Era una conjetura inquietante, en la que Paula no quería ni pensar.


—¿Esto nunca termina? —preguntó, indicando a la mujer hipnotizada que estaba en la vereda.


Esa admiradora seguía apretando contra el pecho la servilleta que ahora ostentaba el autógrafo de Pedro Sloan.


—Bueno, yo trato de bajar un poco el síndrome del astro y manejar a las señoras con paciencia e indulgencia. Entonces me pregunto: "¿Dónde estaría yo sin ellas?", Y por lo general ese pensamiento pone en perspectiva esa pasión de mis admiradoras.


Paula le había pedido que la llevara de vuelta al instituto, porque tenía que recoger allí algunos papeles antes de regresar a su departamento, ubicado a pocas cuadras.


—De acuerdo —dijo Pedro—. De todos modos yo quería ver a Juana un minuto.


Paula se apresuró a consultar su reloj de pulsera de oro.


—Pero son más de las nueve, y ella ya estará dor­mida.


—Entonces tendremos que despertarla —explicó él, muy animado.


—¿No hay ninguna regla que se le aplique a usted, señor Alfonso?


Él se echó a reír.


—Sí, algunas. La doctora Norwood sabe que, a veces, yo trabajo en el estudio hasta las ocho o nueve de la noche, según los líos en que el doctor Hambrick se haya metido esa semana. Así que me deja entrar de contrabando algunas noches por semana para poder estar un tiempo con Juana.


Paula utilizó su llave para entrar por una puerta privada que se cerraba en forma automática cuando anochecía. 


Caminaron en puntas de pie por el vestíbu­lo en tinieblas hasta el cuarto que Juana compartía con otras tres pequeñas de su edad.



Pedro permitió que Paula lo precediera en el cuarto, pero ella se mantuvo aparte cuando él se sentó junto a la cama en que dormía su hija. Pedro encendió la lámpara que estaba en la mesa de noche y le dio golpecitos en el hombro a Juana. La chi­quilla se movió, luego abrió los ojos y vio que su padre se inclinaba sobre ella. Gorjeó de alegría, se incorporó enseguida y le tiró los brazos.


Paula no había sabido qué esperar, pero no era, por cierto, esa reacción espontánea de una pequeña que por lo general era tan encerrada en sí misma tan impasible.


—¿Cómo está la chiquita de papá, eh? ¿Estás con­tenta de verme? —La pregunta era retórica. 


Juana estaba acurrucada contra el pecho de Pedro mientras él le despeinaba sus rizos rubios. Ése era todavía otro Pedro Alfonso. Sus faccio­nes se habían suavizado y en ellas ya no había ni rastros del cinismo que por lo general le curvaba la boca y le velaba los ojos. Brillaron con un resplandor de afecto al mirar a su hija.


Una vez terminados los besos y caricias iniciales, Juana empezó a revisarle los bolsillos a su padre con sus dedos diminutos en medio de risitas, hasta que con aire triunfal encontró un paquete de goma de mascar y empezó a abrirlo.


—Espera un momento, jovencita. No puedes comer eso ahora —dijo Pedro. Después, se encogió de hombros y dijo: —Bueno, supongo que sí puedes —mientras ella tenía éxito en desprender el papel de una de las tabletas.


—No, no puede —dijo Paula con firmeza. 


Pedro levantó la vista y la miró pero, desde luego, Juana no había oído esas palabras. Estaba a punto de meterse la goma de mascar en la boca, cuando Paula golpeó el extremo de la cama para obtener la aten­ción de la pequeña.


Juana levantó la vista, la miró y sonrió.Paula le devolvió la sonrisa y le dijo, con señas: Hola, Juana. ¿Cómo me llamo?


Juana respondió marcando el nombre de Paula con señas, al tiempo que lo decía con una voz suave y tímida. Pedro quedó boquiabierto.


—Querida, es maravilloso —exclamó y abrazó más a la pequeña. 


A Juana se la vio feliz por la demostración de aprobación de ese hombre alto y maravilloso que entraba en forma periódica en su habitación y le brindaba una atención tan especial. Él jamás les hablaba a las otras chicas, sólo a ella.
Paula sacó partido de la situación. Volvió a obtener la atención de Juana y le dijo:
—Éste es Pedro —mientras le mostraba a Juana la seña que había inventado para ese nombre—. No estoy segura de que todavía entienda bien las relacio­nes familiares. Pronto tendremos la lección sobre padre e hija. Por el momento, usted será simplemen­te Pedro —le explicó Paula.


Juana hizo la seña correspondiente a Pedro y lo señaló.


—Sí —dijo Paula y asintió. 


Con orgullo, Juana repitió los movimientos hasta que se convirtió en un juego y los tres reían a la par. Cuando la pequeña comenzó a ponerse de nuevo en la boca la goma de mascar —olvidada por un rato—, Paula la detuvo con un suave tirón en el brazo. Empleando los medios de comunicación que creyó que Juana podría entender, le transmitió que le dejarían esa golosina en la mesa de noche para cuando se despertara.


Juana miró a Pedro en busca de apoyo, pero él sacudió la cabeza, colocó el paquete de goma de mascar sobre la mesa y le hizo la seña correspon­diente a dormir, que había notado que Paula había utilizado un momento antes.


Juana bostezó y se echó hacia atrás en la almo­hada. Con su pelo rubio y su camisón rosado, parecía un ángel. Se colgó del cuello de Pedro cuando él intentó alejarse. Él la besó en la frente y se puso de pie. Justo antes de que él apagara la lámpara, Juana miró hacia el pie de la cama y le extendió los brazos a Paula.


Paula miró a Pedro, quien en ese momento sonreía con ternura.


—Creo que eso es suficientemente elocuente —dijo él. Ella se acercó al costado de la cama y se agachó para recibir el beso húmedo y entusiasta de Juana.


Ambos la arroparon, apagaron la luz y salieron de la habitación. Paula dio unos pasos y se detuvo. Tenía la cabeza tan llena de cosas, que no parecía poder pensar y caminar al mismo tiempo. Quedó parada en medio del pasillo.


—Creo que ustedes dos acaban de someterme a un chantaje emocional —musitó ella.


—Esa fue nuestra intención —dijo Pedro.


Paula lo miró y enseguida expresó sus pensamien­tos en voz alta:
—Ella lo ama. Usted se estará separando de su hija al trasladarla al otro extremo del país. Juana es muy pequeña y, en este momento, usted es la persona más importante en su vida. Pedro, ¿se da cuenta de que yo lo reemplazaré en los afectos de Juana?


Él miró hacia el vestíbulo vacío, la mirada fija en la nada, y metió las manos en los bolsillos de los pantalones.


—Sí —dijo y endureció la mandíbula—. Y lo de­testo. Si hubiera alguna otra salida... pero no quiero que mi hija crezca en la ciudad. En este momento no puedo hacer por ella todo lo que usted sí puede hacer. —La miró. —Estoy poniendo sobre sus hombros una gran responsabilidad, y lo sé. Pero creo que es lo que debo hacer. Yo iré a verla cuando pueda. —Su sonrisa estuvo llena de ironía. —Le prevengo que mi estilo de vida no es lo decadente que afirman las revistas.


Ella le tendió la mano con una actitud muy co­mercial.


—Acepto el empleo que me ofrece —dijo.


Y él se la estrechó.







SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 4



No tuvo problemas en tomar un taxi e indicarle al conductor que los llevara al Salón Ruso de Té.


—¿Le parece bien? —le preguntó a Paula cuan­do estuvieron instalados en el asiento posterior del vehículo.


—Sí, me encanta ese restaurante —respondió ella con franqueza.


Cuando llegaron, el maítre los condujo al salón más apartado del primer piso y los ubicó con gran cortesía. Ella estaba con Pedro Sloan, y al parecer eso significaba mucho.


Paula había notado que varias cabezas giraban cuando ellos entraban, y de pronto se sintió incó­moda por llevar puesta la ropa que había usado todo el día en el instituto. No lo había considerado exac­tamente una cita y, por lo tanto, no había pedido que la llevara primero a casa a cambiarse antes de salir a cenar.


—Siento no estar vestida con más elegancia. No preví que saldría esta noche.


Él se encogió de hombros y dijo:
—Así está muy bien —y sepultó la cabeza en el menú.


Gracias por nada, pensó Paula mientras abría su menú. Unos segundos después lo oyó reír por lo bajo y en sus ojos grises apareció un brillo travieso.


—¿Qué es lo divertido?


—Usted. Cuando le digo que es hermosa, se enfure­ce. Y cuando no se lo digo, también se enfurece. Será mejor que vigile esa cara tan expresiva, señora Chaves. —Bajó la voz y se inclinó sobre la mesa. —Todos los demás lo hacen, se lo aseguro.


Paula lo tomó como un cumplido y lo saludó con el agua mineral Perrier que él había ordenado para ella. Sorbieron sus bebidas —la de él era un martini— mientras hacían comentarios sobre el ambiente del comedor. Sus paredes color verde oscuro, chambrana color rojo intenso y adornos de bronce irradiaban elegancia sin ostentación.


Ordenaron pollo a la Kiev con arroz. Pocos minu­tos después, el camarero les sirvió, como aperitivo, salmón ahumado, caviar, huevos duros y otras exqui­siteces, que Pedro comenzó a comer con entusiasmo y naturalidad.

—Aguarde —dijo Paula—. Primero una lección. —Pese a la irritación de Pedro, ella lo obligó a apren­der las señas de lo que tenía en el plato y de todos los implementos que había sobre la mesa antes de per­mitirle seguir comiendo. En determinado momento, ella se echó a reír. —Si existe una seña para caviar, no la conozco. Por el momento, nos limitaremos a dele­trearlo —dijo.


Durante la comida, la conversación fue trivial. Cuando la mesa fue despejada y los dos bebían café. Pedro sacó el tema de Juana.


—Aceptará ser su maestra particular, ¿verdad que sí? 


Ella bajó la vista hacia la mesa y trazó un dibujo con el mango de la cuchara sobre el mantel de hilo blanco.


—Todavía no estoy segura, Pedro


—¿Qué puedo hacer yo para que sí lo esté? —En su voz hubo un leve tono juguetón, pero la expresión de su cara era bien seria.


—Puede prometerme que tomará clases de lenguaje de señas y comenzará a usarlo en forma constante. Empiece a pensar en señas, como lo hace con el inglés Si yo tomo el trabajo, por un tiempo seré la madre sustituta de Juana y ella dependerá de mí para todo pero algún día usted tendrá que asumir esas responsabilidades. ¿Estará preparado para hacerlo?


—Eso trataré. Le prometo intentarlo —dijo solemnemente y se inclinó sobre la mesa con cara de preocupación—. Paula, ¿qué puedo esperar de Juana? ¿Cómo será cuando crezca? —El que tenía enfrente era ahora un padre vulnerable y preocupado.


Ella vio esa pena conocida en sus ojos, esa necesidad de saber lo que la mayoría de los expertos ni siquiera podrían conjeturar. Cada padre o madre de una cria­tura sorda hacía esa misma pregunta.


Paula midió sus palabras.

—Ella es muy inteligente, Pedro. Sabe más de lo que expresa. Creo que su deficiencia es emocional, no mental. Le aseguro que echaré mano de todos los métodos de enseñanza que conozco. Ella aprenderá las señas para una comunicación básica, pero al mismo tiempo aprenderá el alfabeto, tal como lo hacen todos los chicos. Y también aprenderá el soni­do que produce cada letra en particular. Su audífono la ayudará a distinguir sonidos y patrones de habla. Y, con el tiempo, podrá hablar. —Cuando vio que los ojos de Pedro se encendían de esperanza, ella aclaró lo que había querido decir. —Quiero que entienda, Pedro, que Juana siempre será sorda. Nunca oirá como nosotros lo hacemos. El audífono que usa no es un dispositivo de corrección sino un amplificador.


—Ya me lo han dicho, pero no puedo entenderlo —reconoció él.


—Muy bien —dijo Paula—, entonces yo trataré de explicárselo. Los anteojos son elementos de co­rrección. Cuando uno se pone anteojos con cristales recetados, tiene una visión perfecta (de veinte sobre veinte). Un audífono sólo amplifica lo que Juana es capaz de oír. Suponga que está oyendo la radio, pero sólo hay sonido de estática. Si aumenta el volumen, eso no lo haría oír con mayor claridad. Lo único que oiría sería una distorsión a mayor volumen. ¿Le sirve eso como explicación?


Pedro se golpeó con la uña del pulgar los hermo­sos dientes blancos que tenía debajo del bigote.


—Sí. Entiendo lo que quiere decir.


—Yo quiero que Juana entienda todo. Si la llevara al parque y le enseñara el verbo caer a través de la acción, lo aprendería y lo entendería, pero eso sería todo lo que esa palabra significaría para ella. Lo que quiero es que conozca también las otras acep­ciones que tiene cada palabra.


—¿Y logrará ella aprender eso?


—Sólo si se lo enseñamos, Pedro. Tenemos que hablar con ella con lenguaje de señas todo el tiempo, tal como debería hablársele a todos los chicos constantemente. Elena, mi hermana, ha aprendido tan bien a hablar y a leer los labios que rara vez usa ahora el lenguaje de señas.


—¿Juana podrá hablar así de bien?


—Nunca como lo hacemos nosotros —respondió Paula—. Nunca oirá como nosotros, de modo que tampoco hablará como nosotros. Usted, como actor, seguro que ha tenido momentos en que, a pesar de saber la letra del diálogo, no lograba pronunciar las palabras.


—Así es.


—Eso es lo que les ocurre todo el tiempo a los sordos. Cada palabra es una lucha, un gran esfuerzo Pero, con paciencia y el entrenamiento adecuado, llegan a adquirir bastante pericia. No espere demasiado para después no sentirse decepcionado.


Él se miró las manos, que ahora estaban entrelazadas sobre la mesa. Paula sintió tanta compasión que tuvo ganas de cubrir esas manos con las suyas y decirle palabras de aliento y de consuelo. De alguna manera debía tranquilizarlo.


—Juana ya sabe decir mi nombre.


Pedro levantó la vista y sonrió con orgullo.


—La doctora Norwood me dijo que ustedes dos habían establecido un vínculo muy fuerte.


A Paula le resultaba muy difícil no prestar atención a los tirones que sentía en el corazón cada vez que entraba en una habitación y Juana levantaba la vista; y le dedicaba una de sus poco frecuentes sonrisas. Y ahora, sintió lo mismo al mirar los ojos de Pedro, que parecían esmeraldas líquidas. 


Le estaba costando mucho seguir siendo objetiva. Y sabía que eso resul­taba muy peligroso.