martes, 22 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 4



No tuvo problemas en tomar un taxi e indicarle al conductor que los llevara al Salón Ruso de Té.


—¿Le parece bien? —le preguntó a Paula cuan­do estuvieron instalados en el asiento posterior del vehículo.


—Sí, me encanta ese restaurante —respondió ella con franqueza.


Cuando llegaron, el maítre los condujo al salón más apartado del primer piso y los ubicó con gran cortesía. Ella estaba con Pedro Sloan, y al parecer eso significaba mucho.


Paula había notado que varias cabezas giraban cuando ellos entraban, y de pronto se sintió incó­moda por llevar puesta la ropa que había usado todo el día en el instituto. No lo había considerado exac­tamente una cita y, por lo tanto, no había pedido que la llevara primero a casa a cambiarse antes de salir a cenar.


—Siento no estar vestida con más elegancia. No preví que saldría esta noche.


Él se encogió de hombros y dijo:
—Así está muy bien —y sepultó la cabeza en el menú.


Gracias por nada, pensó Paula mientras abría su menú. Unos segundos después lo oyó reír por lo bajo y en sus ojos grises apareció un brillo travieso.


—¿Qué es lo divertido?


—Usted. Cuando le digo que es hermosa, se enfure­ce. Y cuando no se lo digo, también se enfurece. Será mejor que vigile esa cara tan expresiva, señora Chaves. —Bajó la voz y se inclinó sobre la mesa. —Todos los demás lo hacen, se lo aseguro.


Paula lo tomó como un cumplido y lo saludó con el agua mineral Perrier que él había ordenado para ella. Sorbieron sus bebidas —la de él era un martini— mientras hacían comentarios sobre el ambiente del comedor. Sus paredes color verde oscuro, chambrana color rojo intenso y adornos de bronce irradiaban elegancia sin ostentación.


Ordenaron pollo a la Kiev con arroz. Pocos minu­tos después, el camarero les sirvió, como aperitivo, salmón ahumado, caviar, huevos duros y otras exqui­siteces, que Pedro comenzó a comer con entusiasmo y naturalidad.

—Aguarde —dijo Paula—. Primero una lección. —Pese a la irritación de Pedro, ella lo obligó a apren­der las señas de lo que tenía en el plato y de todos los implementos que había sobre la mesa antes de per­mitirle seguir comiendo. En determinado momento, ella se echó a reír. —Si existe una seña para caviar, no la conozco. Por el momento, nos limitaremos a dele­trearlo —dijo.


Durante la comida, la conversación fue trivial. Cuando la mesa fue despejada y los dos bebían café. Pedro sacó el tema de Juana.


—Aceptará ser su maestra particular, ¿verdad que sí? 


Ella bajó la vista hacia la mesa y trazó un dibujo con el mango de la cuchara sobre el mantel de hilo blanco.


—Todavía no estoy segura, Pedro


—¿Qué puedo hacer yo para que sí lo esté? —En su voz hubo un leve tono juguetón, pero la expresión de su cara era bien seria.


—Puede prometerme que tomará clases de lenguaje de señas y comenzará a usarlo en forma constante. Empiece a pensar en señas, como lo hace con el inglés Si yo tomo el trabajo, por un tiempo seré la madre sustituta de Juana y ella dependerá de mí para todo pero algún día usted tendrá que asumir esas responsabilidades. ¿Estará preparado para hacerlo?


—Eso trataré. Le prometo intentarlo —dijo solemnemente y se inclinó sobre la mesa con cara de preocupación—. Paula, ¿qué puedo esperar de Juana? ¿Cómo será cuando crezca? —El que tenía enfrente era ahora un padre vulnerable y preocupado.


Ella vio esa pena conocida en sus ojos, esa necesidad de saber lo que la mayoría de los expertos ni siquiera podrían conjeturar. Cada padre o madre de una cria­tura sorda hacía esa misma pregunta.


Paula midió sus palabras.

—Ella es muy inteligente, Pedro. Sabe más de lo que expresa. Creo que su deficiencia es emocional, no mental. Le aseguro que echaré mano de todos los métodos de enseñanza que conozco. Ella aprenderá las señas para una comunicación básica, pero al mismo tiempo aprenderá el alfabeto, tal como lo hacen todos los chicos. Y también aprenderá el soni­do que produce cada letra en particular. Su audífono la ayudará a distinguir sonidos y patrones de habla. Y, con el tiempo, podrá hablar. —Cuando vio que los ojos de Pedro se encendían de esperanza, ella aclaró lo que había querido decir. —Quiero que entienda, Pedro, que Juana siempre será sorda. Nunca oirá como nosotros lo hacemos. El audífono que usa no es un dispositivo de corrección sino un amplificador.


—Ya me lo han dicho, pero no puedo entenderlo —reconoció él.


—Muy bien —dijo Paula—, entonces yo trataré de explicárselo. Los anteojos son elementos de co­rrección. Cuando uno se pone anteojos con cristales recetados, tiene una visión perfecta (de veinte sobre veinte). Un audífono sólo amplifica lo que Juana es capaz de oír. Suponga que está oyendo la radio, pero sólo hay sonido de estática. Si aumenta el volumen, eso no lo haría oír con mayor claridad. Lo único que oiría sería una distorsión a mayor volumen. ¿Le sirve eso como explicación?


Pedro se golpeó con la uña del pulgar los hermo­sos dientes blancos que tenía debajo del bigote.


—Sí. Entiendo lo que quiere decir.


—Yo quiero que Juana entienda todo. Si la llevara al parque y le enseñara el verbo caer a través de la acción, lo aprendería y lo entendería, pero eso sería todo lo que esa palabra significaría para ella. Lo que quiero es que conozca también las otras acep­ciones que tiene cada palabra.


—¿Y logrará ella aprender eso?


—Sólo si se lo enseñamos, Pedro. Tenemos que hablar con ella con lenguaje de señas todo el tiempo, tal como debería hablársele a todos los chicos constantemente. Elena, mi hermana, ha aprendido tan bien a hablar y a leer los labios que rara vez usa ahora el lenguaje de señas.


—¿Juana podrá hablar así de bien?


—Nunca como lo hacemos nosotros —respondió Paula—. Nunca oirá como nosotros, de modo que tampoco hablará como nosotros. Usted, como actor, seguro que ha tenido momentos en que, a pesar de saber la letra del diálogo, no lograba pronunciar las palabras.


—Así es.


—Eso es lo que les ocurre todo el tiempo a los sordos. Cada palabra es una lucha, un gran esfuerzo Pero, con paciencia y el entrenamiento adecuado, llegan a adquirir bastante pericia. No espere demasiado para después no sentirse decepcionado.


Él se miró las manos, que ahora estaban entrelazadas sobre la mesa. Paula sintió tanta compasión que tuvo ganas de cubrir esas manos con las suyas y decirle palabras de aliento y de consuelo. De alguna manera debía tranquilizarlo.


—Juana ya sabe decir mi nombre.


Pedro levantó la vista y sonrió con orgullo.


—La doctora Norwood me dijo que ustedes dos habían establecido un vínculo muy fuerte.


A Paula le resultaba muy difícil no prestar atención a los tirones que sentía en el corazón cada vez que entraba en una habitación y Juana levantaba la vista; y le dedicaba una de sus poco frecuentes sonrisas. Y ahora, sintió lo mismo al mirar los ojos de Pedro, que parecían esmeraldas líquidas. 


Le estaba costando mucho seguir siendo objetiva. Y sabía que eso resul­taba muy peligroso.









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