martes, 22 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 5



Desde el momento en que se levantaron de la mesa hasta que subieron al taxi que el maítre les había llamado, tres mujeres diferentes detuvieron a Pedro y le rogaron que les diera un autógrafo. A  Paula la maravilló que él pudiera cambiar de estado de ánimo con tanta velocidad y perfección. En un minuto fue un padre preocupado y confundido. Y, al minuto siguiente, se había convertido en un arrogante astro de televisión, lleno de confianza en sí mismo, totalmente en control de la situación y en su elemen­to, mientras le dedicaba su famosa sonrisa al público que lo adoraba. Le habló a cada mujer con un tono suave e íntimo.


Ese tono con que sostenía cada conversación debía hacer que la mujer de turno sintiera que a él le impor­taba. 


¿Pedro era sincero o sólo estaba desempeñando un rol? Era una conjetura inquietante, en la que Paula no quería ni pensar.


—¿Esto nunca termina? —preguntó, indicando a la mujer hipnotizada que estaba en la vereda.


Esa admiradora seguía apretando contra el pecho la servilleta que ahora ostentaba el autógrafo de Pedro Sloan.


—Bueno, yo trato de bajar un poco el síndrome del astro y manejar a las señoras con paciencia e indulgencia. Entonces me pregunto: "¿Dónde estaría yo sin ellas?", Y por lo general ese pensamiento pone en perspectiva esa pasión de mis admiradoras.


Paula le había pedido que la llevara de vuelta al instituto, porque tenía que recoger allí algunos papeles antes de regresar a su departamento, ubicado a pocas cuadras.


—De acuerdo —dijo Pedro—. De todos modos yo quería ver a Juana un minuto.


Paula se apresuró a consultar su reloj de pulsera de oro.


—Pero son más de las nueve, y ella ya estará dor­mida.


—Entonces tendremos que despertarla —explicó él, muy animado.


—¿No hay ninguna regla que se le aplique a usted, señor Alfonso?


Él se echó a reír.


—Sí, algunas. La doctora Norwood sabe que, a veces, yo trabajo en el estudio hasta las ocho o nueve de la noche, según los líos en que el doctor Hambrick se haya metido esa semana. Así que me deja entrar de contrabando algunas noches por semana para poder estar un tiempo con Juana.


Paula utilizó su llave para entrar por una puerta privada que se cerraba en forma automática cuando anochecía. 


Caminaron en puntas de pie por el vestíbu­lo en tinieblas hasta el cuarto que Juana compartía con otras tres pequeñas de su edad.



Pedro permitió que Paula lo precediera en el cuarto, pero ella se mantuvo aparte cuando él se sentó junto a la cama en que dormía su hija. Pedro encendió la lámpara que estaba en la mesa de noche y le dio golpecitos en el hombro a Juana. La chi­quilla se movió, luego abrió los ojos y vio que su padre se inclinaba sobre ella. Gorjeó de alegría, se incorporó enseguida y le tiró los brazos.


Paula no había sabido qué esperar, pero no era, por cierto, esa reacción espontánea de una pequeña que por lo general era tan encerrada en sí misma tan impasible.


—¿Cómo está la chiquita de papá, eh? ¿Estás con­tenta de verme? —La pregunta era retórica. 


Juana estaba acurrucada contra el pecho de Pedro mientras él le despeinaba sus rizos rubios. Ése era todavía otro Pedro Alfonso. Sus faccio­nes se habían suavizado y en ellas ya no había ni rastros del cinismo que por lo general le curvaba la boca y le velaba los ojos. Brillaron con un resplandor de afecto al mirar a su hija.


Una vez terminados los besos y caricias iniciales, Juana empezó a revisarle los bolsillos a su padre con sus dedos diminutos en medio de risitas, hasta que con aire triunfal encontró un paquete de goma de mascar y empezó a abrirlo.


—Espera un momento, jovencita. No puedes comer eso ahora —dijo Pedro. Después, se encogió de hombros y dijo: —Bueno, supongo que sí puedes —mientras ella tenía éxito en desprender el papel de una de las tabletas.


—No, no puede —dijo Paula con firmeza. 


Pedro levantó la vista y la miró pero, desde luego, Juana no había oído esas palabras. Estaba a punto de meterse la goma de mascar en la boca, cuando Paula golpeó el extremo de la cama para obtener la aten­ción de la pequeña.


Juana levantó la vista, la miró y sonrió.Paula le devolvió la sonrisa y le dijo, con señas: Hola, Juana. ¿Cómo me llamo?


Juana respondió marcando el nombre de Paula con señas, al tiempo que lo decía con una voz suave y tímida. Pedro quedó boquiabierto.


—Querida, es maravilloso —exclamó y abrazó más a la pequeña. 


A Juana se la vio feliz por la demostración de aprobación de ese hombre alto y maravilloso que entraba en forma periódica en su habitación y le brindaba una atención tan especial. Él jamás les hablaba a las otras chicas, sólo a ella.
Paula sacó partido de la situación. Volvió a obtener la atención de Juana y le dijo:
—Éste es Pedro —mientras le mostraba a Juana la seña que había inventado para ese nombre—. No estoy segura de que todavía entienda bien las relacio­nes familiares. Pronto tendremos la lección sobre padre e hija. Por el momento, usted será simplemen­te Pedro —le explicó Paula.


Juana hizo la seña correspondiente a Pedro y lo señaló.


—Sí —dijo Paula y asintió. 


Con orgullo, Juana repitió los movimientos hasta que se convirtió en un juego y los tres reían a la par. Cuando la pequeña comenzó a ponerse de nuevo en la boca la goma de mascar —olvidada por un rato—, Paula la detuvo con un suave tirón en el brazo. Empleando los medios de comunicación que creyó que Juana podría entender, le transmitió que le dejarían esa golosina en la mesa de noche para cuando se despertara.


Juana miró a Pedro en busca de apoyo, pero él sacudió la cabeza, colocó el paquete de goma de mascar sobre la mesa y le hizo la seña correspon­diente a dormir, que había notado que Paula había utilizado un momento antes.


Juana bostezó y se echó hacia atrás en la almo­hada. Con su pelo rubio y su camisón rosado, parecía un ángel. Se colgó del cuello de Pedro cuando él intentó alejarse. Él la besó en la frente y se puso de pie. Justo antes de que él apagara la lámpara, Juana miró hacia el pie de la cama y le extendió los brazos a Paula.


Paula miró a Pedro, quien en ese momento sonreía con ternura.


—Creo que eso es suficientemente elocuente —dijo él. Ella se acercó al costado de la cama y se agachó para recibir el beso húmedo y entusiasta de Juana.


Ambos la arroparon, apagaron la luz y salieron de la habitación. Paula dio unos pasos y se detuvo. Tenía la cabeza tan llena de cosas, que no parecía poder pensar y caminar al mismo tiempo. Quedó parada en medio del pasillo.


—Creo que ustedes dos acaban de someterme a un chantaje emocional —musitó ella.


—Esa fue nuestra intención —dijo Pedro.


Paula lo miró y enseguida expresó sus pensamien­tos en voz alta:
—Ella lo ama. Usted se estará separando de su hija al trasladarla al otro extremo del país. Juana es muy pequeña y, en este momento, usted es la persona más importante en su vida. Pedro, ¿se da cuenta de que yo lo reemplazaré en los afectos de Juana?


Él miró hacia el vestíbulo vacío, la mirada fija en la nada, y metió las manos en los bolsillos de los pantalones.


—Sí —dijo y endureció la mandíbula—. Y lo de­testo. Si hubiera alguna otra salida... pero no quiero que mi hija crezca en la ciudad. En este momento no puedo hacer por ella todo lo que usted sí puede hacer. —La miró. —Estoy poniendo sobre sus hombros una gran responsabilidad, y lo sé. Pero creo que es lo que debo hacer. Yo iré a verla cuando pueda. —Su sonrisa estuvo llena de ironía. —Le prevengo que mi estilo de vida no es lo decadente que afirman las revistas.


Ella le tendió la mano con una actitud muy co­mercial.


—Acepto el empleo que me ofrece —dijo.


Y él se la estrechó.







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