sábado, 12 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 12





–Oí lo que le dijo Lisa Campbell. Se dio cuenta de que el vestido que llevaba Paula era un Carzanne. Ese hombre viste a las celebridades –el padre de Pedro se enfrentó a su hijo en cuanto los invitados hubieron abandonado la fiesta.


–Estoy seguro de que no se lo ha comprado al diseñador – Pedro se arrancó la corbata–. El Club de las Mamás la está ayudando y supongo que ese vestido era un donativo de alguien.


–¿Y por qué no lo dijo cuándo se lo preguntaron?


–¿Le contarías tú a todo el mundo que llevabas un traje prestado?


–Puede que no –admitió Hector a regañadientes.


–Marisa le prestó los zapatos.


–¿Y cómo lo sabes?


–Me lo contó Paula. A raíz de un comentario que hice sobre Cenicienta.


Hector lo miró de un modo extraño.


–¿Qué pasa? –preguntó Pedro.


–Nada. Es que no me gusta hacia donde pareces estarte dirigiendo.


–Dijiste lo mismo cuando empecé a viajar de un campo de refugiados a otro. Y mira cómo acabó. Gané un Pulitzer – enseguida Pedro comprendió que no debería haberlo mencionado.


–Y casi perdiste la vida.


La voz de Hector incluía trazas de algo que Pedro no supo identificar, que nunca había percibido, ni siquiera tras su regreso de África, camino del hospital en Los Ángeles. Su padre se había mostrado muy eficiente hablando con los médicos, asegurándose de que su hijo recibiera los mejores cuidados. Había insistido en que la rehabilitación se efectuara en su casa y Pedro había estado de acuerdo en regresar a Raintree. Echaba de menos el olor de las uvas, el cálido aire de la noche, el canto de los pájaros.


Y gracias a haber regresado había conocido a Paula que lo había ayudado a recuperar el equilibrio.


Y, en cierto sentido, su padre también.


–Estás desarrollando una magnífica labor como director de Raintree –Hector cambió de tema–. Supongo que eres consciente de ello.


–Los beneficios aumentan, los canales de distribución se amplían. Sí, soy consciente –recordó cómo había buscado los elogios de su padre tras regresar a casa. Unos elogios que siempre giraban en torno al trabajo en los viñedos–. Leonardo también ha insuflado vida a los vinos. Es muy imaginativo –no podía dejar de reconocer el mérito del vinicultor.


–No le quitabas ojo de encima. ¿Temías que abordara a alguna de nuestras clientas casadas?


–Con Leonardo nunca se sabe.


En realidad, lo que Pedro había vigilado eran los avances de
Leonardo hacia Paula. Solo de pensarlo se sintió celoso, aunque no tenía derecho a estarlo. Paula había parecido muy cómoda charlando con Leonardo. ¿Habían conectado a primera vista?


–Voy a dar un paseo –Pedro arrojó la chaqueta sobre una silla.


–¿Vas hacia la cabaña? –preguntó su padre.


La mirada de Pedro le indicó claramente que no era asunto suyo.



****


Pedro, en efecto, se dirigió a la cabaña.


Lo más probable era que ya estuviera durmiendo.


El pulso de Pedro se aceleró cuando vio luz proveniente del salón. ¿Tenía insomnio? ¿Estaba preocupada por su futuro y el de Emma? ¿Estaba pensando en lo mismo que él?


Abrió la mosquitera y golpeó la puerta suavemente. A lo mejor había olvidado apagar la luz.


Unos segundos después la luz exterior se encendió y la puerta se abrió.


El inocente camisón de algodón amarillo y la bata ejercerían de sedante sobre cualquier mujer, pero sobre Paula…


Paula no preguntó el motivo de su visita. Ambos se sentían atraídos y ambos luchaban contra el fuerte magnetismo. 


Pero sí se ajustó el cinturón de la bata, señal de que no estaba dispuesta a dejarse llevar por el deseo.


–¿Ya se han marchado todos? –preguntó ella.


–Hasta los del catering.


–La fiesta ha estado bien.


–¿Bien? –no era el calificativo que le otorgaría la mayoría de los asistentes.


–De acuerdo –admitió ella con una sonrisa–. Ha sido glamurosa.


–Eso se debe a la categoría de los asistentes. ¿Puedo pasar?


–¿Para hablar de la fiesta?


–Entre otras cosas.


–Es tarde.


–Es fin de semana.


Tras una pausa, Paula se apartó y lo dejó entrar.


Pedro se había quitado los gemelos y llevaba la camisa arremangada y el cuello desabrochado. Estaba convencido de que su aspecto más informal contribuiría a relajar a Paula, pero el modo en que lo miraba indicaba que no estaba relajada en absoluto.


Esperó a que fuera ella quien diera el siguiente paso.


Durante unos segundos, ella no reaccionó. Se limitó a devorarlo con la mirada mientras se mordía el labio. Pedro estuvo a punto de tomarla en sus brazos. A punto.


–¿Nos sentamos? –sugirió él antes de hacer una estupidez.


Era muy consciente de que la niña dormía en el cuarto de al lado.


Paula se acurrucó contra el brazo del sofá, sentada sobre sus largas y torneadas piernas.


–¿Fue todo bien con Catalina y los niños? –Pedro se sentó en el centro del sofá.


–Estaban durmiendo cuando Marisa y yo llegamos. Creo que Catalina consiguió agotarlos, toda una hazaña. Julian no se despertó cuando Marisa lo metió en el coche.


–Esta noche estabas preciosa –los cabellos seguían recogidos en una maraña de rizos sobre la cabeza y los que colgaban sueltos lo estaban volviendo loco–. Me gusta ese peinado.


–Llevó una hora y la paciencia de Marisa. En cuanto lo deshaga, puede que no lo vuelvas a ver.


–Llamaste la atención, y más de un invitado elogió tu vestido.


–O sea que has oído cosas –murmuró Paula con gesto desafiante–. Y supongo que tu padre también. Los dos pensáis que se lo compré a Luca Carzanne con los mil dólares que no tengo.


Paula casi saltó del sofá y él estuvo seguro de que iba a echarlo a la calle.


–Paula –le agarró un brazo para detenerla.


Ya fuera el tono de voz o la firmeza con que sujetaba su brazo, lo cierto fue que ella se detuvo.


–Sí, mi padre lo oyó y me lo comentó. Yo le dije que estaba seguro de que el Club de las Mamás te había ayudado, junto con Marisa.


–Siempre tengo la sensación de que tengo que justificarme cuando estás cerca. ¿Tienes idea de lo incómodo que resulta?


Pedro permaneció en silencio y ella soltó un suspiro.


–Tu padre seguramente no me creerá, pero encontré ese vestido en la tienda de segunda mano.


–¿Y por qué no iba a creerte mi padre?


–Porque él quiere pensar lo peor de mí. Se ha dado cuenta… –Paula se detuvo–. Se ha dado cuenta de que te interesas por mí. Y no quiere que vuelvan a herirte.


Pedro estuvo de acuerdo con la parte en que su padre no quería que se relacionara con Paula, pero el resto de la conclusión no se sostenía.


–Tu imaginación te está volviendo loca. Lo único que él quiere es que nada interfiera con mi trabajo en Raintree. 
Tampoco creo que apruebe mi decisión de escribir para el periódico.


–¿No comprende que el periodismo y la fotografía forman parte de lo que tú eres?


–Yo no calificaría ese artículo como periodismo.


–No hace falta que te disparen para escribir una buena historia.


–Tienes razón –eso era lo que le gustaba de Paul, su manera de hacer balance–. El periodismo consiste en llegar al corazón del asunto. Y la fotografía también.


Paula y él conectaban en muchos aspectos. Sus miradas se fundieron y el aire se cargó de electricidad ante la respuesta de su cuerpo.


–¿Cómo aguantaron esos pies los zapatos de Cenicienta? – Pedro le acarició el pie desnudo.


–Creo que prefieren correr descalzos.


De nuevo él le acarició el arco del pie y lo masajeó hasta que Paula soltó un suspiro.


–¿Dónde aprendiste a hacer eso? –preguntó ella–. Soy yo la experta en masajes.


–Aprendí unas cuantas habilidades en mis viajes.


Paula lo miraba como si estuviera pensando en otras mujeres, otros masajes, pero no había habido ninguna. Ni siquiera Dana. Su relación se había reducido a unas pocas semanas cuando regresaba a casa. Ambos anteponían sus carreras y no había momentos de ternura para compartir. Pedro sabía que su relación con Dana no habría podido terminar jamás en matrimonio.


–Con los zapatos puestos no había visto estas –Pedro señaló las uñas de los pies pintadas de rosa.


–Fue idea de Emma –Paula sonrió–. Las llevo a juego con las suyas.


Él tomó el pie con las manos ahuecadas. La pregunta surgió antes de que se diera cuenta.


–¿Tienes miedo de tus sentimientos cuando estás conmigo?


Ella se mordió el labio y Pedro le soltó el pie para acercarse un poco más.


–¿Paula?


–Tus preguntas son demasiado personales.


–Por eso las hago –él se acercó aún más–. ¿Quieres que me marche?


–Deberías marcharte.


–No es eso lo que te he preguntado.


–No quiero que te vayas –murmuró Paula–. Y sí, tengo miedo de lo que siento.


Pedro se inclinó hacia ella muy lentamente, dándole la oportunidad de apartarse, pero Paula no lo hizo. Y cuando tomó sus labios, no le supieron a miedo sino a deseo. El mismo deseo que sentía él. Las preguntas desaparecieron y la intimidad física pareció una respuesta en sí misma.


Paula le rodeó el cuello con los brazos y la excitación fue incrementándose hasta hacerse más fuerte que el mejor de los vinos Raintree. Cierto que Emma estaba en la habitación de al lado. Y no, no iría demasiado lejos, aunque sí un poco más. La bata de Paula se abrió y Pedro introdujo las manos bajo la tela de algodón. El camisón, suave y ligero no ofreció ninguna resistencia. Al acariciarle un pecho, él sintió la vibrante respuesta bajo la mano. Los dedos de Paula se hundieron en sus cabellos y la joven se apretó contra él, pidiendo más. Y Pedro estaba dispuesto a dárselo. Con todo el control que consiguió reunir, le acarició el pezón con un dedo. La mano de Paula abandonó los cabellos de Pedro y se deslizó por su espalda. Parecía buscar un lugar donde tocarlo, piel con piel. El calor entre ellos era tan fuerte que ni toda la nieve de las montañas podría enfriarlo. Ella tiró de la camisa y Pedro sintió la mano de Paula sobre su piel. 


Podría tumbarla sobre el sofá y hacerla suya ahí mismo.


Pero Emma estaba en la habitación de al lado y ambos lo lamentarían por la mañana.


El último átomo de sentido común le indicó lo que debía hacer. Detenerlo todo. Retiró la mano del pecho de Paula y dejó de besarla. Cuando se apartó, ella levantó la vista y lo miró.


Los dos estaban sin aliento, como si hubiesen corrido una carrera. Y a lo mejor lo habían hecho, pero era una carrera que no podían terminar, no sin lamentarlo.


–Creo que lo mejor sería tomarnos un poco de tiempo y espacio para decidir lo que queremos.


–Tienes razón –contestó ella con forzada convicción.


Pedro no le sorprendió la respuesta. A fin de cuentas, eran adultos con sentido común y pasados que les habían vuelto desconfiados.


–Ya sabes dónde estoy si me necesitas –apartándose de ella, suspiró.


Tiempo y espacio, eso era lo que iban a darse. Les gustara o no.







MARCADOS: CAPITULO 11




–Que Dios bendiga a Catalina –murmuró Marisa el sábado por la tarde mientras le daba los últimos toques al nuevo peinado de Paula.


La había convencido de que le vendría bien arreglárselo un poco para la fiesta. Catalina estaba en la cabaña con Emma y Julian, y las dos mujeres se habían ido a casa de Marisa para arreglarse para la fiesta.


El apartamento de Marisa era pequeño, pero muy limpio y ordenado. Los pequeños toques de la dueña le daban un aspecto muy hogareño.


–Adoro a Julian –continuaba Marisa–, pero a veces me gusta recordar quién era yo antes de que él naciera. ¿Sabes a qué me refiero?


–Sí –dado que Paula vivía como una madre soltera, lo entendía perfectamente–, y poco a poco empiezo a ser capaz de aceptar la ayuda de los demás, igual que tú.


–¿Te refieres al Club de las Mamás? No sé qué habría hecho sin ellas. No sé qué habría hecho sin Catalina. Cuando murió mi madre me sentí perdida. Creo que por eso me lie con el padre de Julian. Mi madre me habría advertido en contra de los vaqueros.


–¿Vive aquí?


–No. Trabaja en los espectáculos de rodeo. Viaja continuamente.


–¿Y nunca ve a Julian?


–Ni siquiera sabe que existe.


La impresión que sentía Paula se reflejó claramente en su mirada.


–Créeme –continuó Marisa–, no querría saberlo. No sabría lo que es la responsabilidad aunque le mordiera en la cara. Lo mejor que pude hacer fue no contárselo –la joven llevó un espejo para que su amiga comprobara el efecto–. ¿Qué te parece?


Marisa había sujetado los cabellos de Paula en lo alto de la cabeza y había rizado los mechones.


–¡Está genial!


–Y estará aún mejor en cuanto te pongas el vestido. Es una suerte que tengamos el mismo número de pie, así puedes ponerte mis zapatos plateados de tacón.


–¿Estás segura de que no quieres ponértelos tú?


–No, mi vestido es verde. Mis sandalias color crema irán genial con él. Los plateados son los restos de mis días de tacones altos.


–Lo dices como si esos días no fueran a volver –Paula soltó una carcajada.


–Jamás volveré a salir con alguien como Teo. ¡Uy!, yo no suelo pronunciar su nombre. No quiero que nadie sepa quién es el padre de Julian.


–Tu secreto está a salvo conmigo, pero ¿te refieres a Teo Conroy? –el campeón de rodeos era uno de los héroes locales.


–No pienso decir nada más.


–¿Deberíamos llamar a los niños antes de vestirnos? – preguntó Paula.


–Por supuesto –su amiga sacó una jarra de té helado de la nevera–. No estaremos tranquilas si no lo hacemos. Somos mamás.


Una hora y media después, Paula y Marisa llegaban a la puerta del edificio principal de los viñedos Raintree. Paula no se sentía del todo a gusto. No era la primera vez que asistía a un cóctel, pero desde hacía dos años, las fiestas habían dejado de formar parte de su vida.


El mayordomo abrió la puerta y les hizo pasar. El recibidor era tan grande como el salón y la cocina de la cabaña. El suelo era de mármol de Carrara y los techos de madera.


–¡Vaya! –exclamó Paula casi sin aliento.


–Lo mismo digo –asintió Marisa.


El mayordomo las escoltó hasta el salón donde estaba reunida la mayoría de los invitados.


–¿Has quedado aquí con Pedro? –preguntó su amiga.


–No. Quiero decir que no se trata de una cita ni nada de eso. Solo me invitó a venir.


–En cuanto te vea vestida así, creo que querrá pasar más tiempo contigo.


–Él no es de esa clase de hombres.


–Créeme, Paula, si se siente atraído por ti, y yo creo que lo está, ese vestido va a aumentar su interés, de manera que prepárate.


–¿Para qué?


–Para pasártelo en grande esta noche.


–¿Vas a abandonarme?


–No exactamente, pero parte de mi trabajo consiste en mezclarme con los clientes, animar las conversaciones, descubrir lo que les gusta de nuestros vinos y lo que no. Como gerente de la empresa, Pedro tiene que ir un paso por delante y la mejor manera de hacerlo es hablar con los invitados a la fiesta.


Marisa le dio a su amiga una palmada en el brazo.


–Adelante, intégrate. Yo estaré por aquí.


Paula se sentía totalmente fuera de su elemento, básicamente porque había olvidado cómo charlar de naderías en los cócteles. Con suerte, en cuanto empezara, su memoria regresaría.


Aunque la casa era grande y lujosa, lo que llamó su atención fue la decoración. De una pared colgaba un óleo de las Sierras. En un rincón descubrió un original sillón cuya tapicería era una imagen de los viñedos Raintree.


–Inconfundible ¿verdad? –un hombre alto y rubio que llevaba una copa de vino en la mano se paró a su lado y la miró detenidamente.


–Sí, lo es. Me preguntaba si la foto sería de Pedro –la perspectiva le recordaba su obra.


–Tienes buen ojo, o has visto muchas fotos de Pedro. ¿Eres amiga suya?


–Me llamo Paula Chaves –ella extendió la mano–. Mi hija y yo nos alojamos en la cabaña.


–De modo que tú eres Paula. Por fin conozco a la madre soltera que escapó del fuego. Toda una heroicidad rescatar así a tu hija.


–No te creas. Cualquier madre lo haría.


Se estrecharon la mano y el hombre acarició sutilmente la palma de la suya. Paula retiró la mano de inmediato.


–Soy Leonardo Corbett, vinicultor jefe –se presentó con una sonrisa.


–Tus vinos reciben muchos premios –Paula se relajó un poco al conocer la identidad del hombre.


–Lo intento. Había trabajado en muchos sitios antes de venir aquí, pero no encontraba las uvas, el terreno o el clima adecuado. Raintree lo tiene todo.


De cuarenta y pico años, rubio, atractivo, bronceado y de ojos verdes, Leonardo podría ser un rompecorazones.


–¿Tu niña tiene cuatro años? –preguntó él con otra sonrisa destinada a derretir a cualquiera.


–Sí –Paula agradeció su amabilidad en una fiesta llena de extraños–. Es mi vida. Hacía muchos años que no asistía a una fiesta de este tipo.


–Entonces deberías disfrutarla. Acompáñame, te presentaré a algunas personas.


¿Por qué no? Leonardo era compañero de trabajo de Pedro y parecía sinceramente interesado en ayudarla a que se lo pasara bien.


La empujó al centro mismo de la fiesta y, con la mano apoyada en su espalda, la guio hacia un grupo de hombres y mujeres. El gesto de la mano era pura cortesía, pero ella se sentía incómoda y dio un paso adelante, aunque no antes de descubrir a Pedro mirándolos fijamente.


Leonardo le presentó a unos cuantos invitados. Uno era crítico culinario en un periódico, otro un chef de un restaurante de cinco estrellas. La mujer que acompañaba al chef se volvió hacia Paula.


–Bonito vestido. Es un diseño de Carzanne, ¿verdad?


Paula no estaba en absoluto familiarizada con la moda.


–Me pareció un vestido apropiado para esta noche – contestó rápidamente.


–Y así es. Has llamado la atención de mucha gente, por supuesto la de Leonardo, pero también la del señor Alfonso. No te ha quitado los ojos de encima desde que llegaste.


¿Era eso cierto? ¿Había conseguido impresionar a Pedro?


Otra pareja se unió al grupo y Paula reconoció al caballero. 


Había sufrido una lesión practicando deporte y, tras una artroscopia, ella lo había ayudado a recuperar la musculatura de la pierna.


Como profesional, no desvelaba nunca la identidad de sus pacientes, pero él la reconoció.


–¡Paula! –exclamó el hombre–. No esperaba encontrarte aquí –rodeó a su esposa con el brazo–. Margarita, te presento a mi fisioterapeuta, la que consiguió que volviera a jugar al tenis.


–Es muy buena en lo que hace –una voz de barítono sonó por detrás de Paula–. Si lo sabré yo…


El grupo guardó silencio mientras Pedro se unía a ellos. 


Estaba impresionante vestido con esmoquin, camisa blanca y corbata negra. Tanto, que Paula tragó nerviosamente al mirarlo. Y la mirada que él le devolvió fue intensa, de admiración, incluso algo íntima.


De la terraza surgió el sonido de la música y las parejas se dirigieron al exterior para bailar.


–¿Te apetece un poco de aire fresco y música? –Pedro le ofreció una mano.


Compartir música y baile con Pedro sonaba de lo más apetecible, y ella asintió. Pedro la condujo hasta la terraza y la llevó a un rincón en penumbra.


–¿Qué te parece la gala Raintree? –preguntó él mientras iniciaban el baile.


–Muy elegante y exquisita –respondió ella de inmediato–. Todo el mundo parece disfrutar.


–¿Incluida tú?


Había algo en el tono de voz de Pedro que indicaba que la pregunta encerraba algo más. Paula no estaba segura del todo de qué le estaba preguntando, pero parecía tener algo en la cabeza.


–Al principio me sentía fuera de lugar.


–Es lo normal cuando no conoces a nadie. Pero parece que Leonardo lo arregló todo.


–Leonardo es agradable –observó tímidamente Paula–. Hizo que me sintiera más integrada. Se presentó él mismo e insistió en que tenía que conocer a los demás.


–Entiendo –asintió Pedro–. Algunas mujeres lo encuentran irresistible.


–¿En serio?


–Cuando Leonardo no está fabricando vino, ejerce de aventurero. Sube montañas, le gusta visitar playas en Croacia y Sudamérica…


–O sea que es un hombre multidimensional –bromeó ella a pesar del tono serio de Pedro.


–Me refería a que le gusta la variedad, tanto en sus aventuras como en sus mujeres.


–Lo tendré en cuenta –Paula tenía la sensación de que Pedro le estaba previniendo contra Leonardo.


Pero ¿sería por el bien de ella o por el suyo? Pedro no era quién para aconsejarle con quién podía o no relacionarse. 


No tenía ningún derecho.


Él pareció aceptar la respuesta como lo que era, una declaración de independencia.


–Estás preciosa –la atrajo un poco más hacia sí–. Cualquier hombre querría llevarte a una playa privada… o al viñedo.


–¿Tú también? –preguntó Paula con cierta picardía.


Pedro se tomó la pregunta como el flirteo que era, pues se llevó las manos de ambos al pecho y la atrajo aún más hacia sí. Sus muslos se rozaron al ritmo de la música.


–Creo que se me nota que me gustaría, pero ambos sabemos que hay consecuencias.


–Hay consecuencias si vas a una playa privada, no si bailas.


–Ahí estamos de acuerdo –Pedro inclinó la cabeza y su barbilla rozó la mejilla de Paula.


Estaba recién afeitado y olía a una colonia especiada y almizclada. Los ojos grises la devoraban y Paula olvidó dónde estaba. Solo sabía con quién estaba. Sus cuerpos se pegaron con naturalidad y cuando él empezó a juguetear con los mechones rizados que colgaban sueltos, ella sintió un estremecimiento.


–Esta noche me recuerdas a Cenicienta.


–Y puede que tenga que irme antes de medianoche. No quiero retener demasiado a Catalina, o que Emma me eche demasiado de menos.


–Estará durmiendo.


–Sí, pero si se despierta, no quiero que piense que la he abandonado.


–No pierdas un zapato al marcharte –él asintió como si lo comprendiera. Y quizás era así.


–¿Te gustan los tacones? –bromeó ella.


–Sí que me gustan –le aseguró Pedro–. Tienes unas piernas estupendas y los tacones las resaltan.


–Marisa me prestó los zapatos –admitió Paula–. Y sí que me siento un poco Cenicienta.


Pedro miró a su alrededor antes de rodearle la cintura con un brazo y llevarla hacia uno de los jardines. El cálido aire de verano estaba cargado del aroma a rosas. Era un lugar tranquilo e íntimo. Todo lo sucedido aquella noche parecía sacado de un sueño, incluso estar allí con Pedro. ¿Sentiría él lo mismo?


–Me alegra que vinieras a la fiesta –él pareció contestar a la pregunta sin formular.


–¿Pensabas que no iba a venir?


–Pensaba que a lo mejor te echabas atrás en el último momento.


–Marisa no me lo hubiera permitido.


–Bien por Marisa –asintió él con voz ronca mientras volvía a juguetear con los rizos.


–Tienes responsabilidades que atender esta noche –observó Paula algo nerviosa.


–Ahora mismo no –le aseguró Pedro–. Desde que nos besamos, no he pensado en otra cosa.


Pedro era consciente de las reticencias de Paula a unirse a otro hombre y no la estaba presionando. Sin embargo, el territorio hacia el que la estaba llevando la asustaba y excitaba a partes iguales.


–He pensado mucho en ello. Ninguno de los dos quiere resultar herido y a ninguno de los dos nos resulta sencillo confiar en otra persona.


–¿Pero? –preguntó ella con voz temblorosa.


–Pero… entre nosotros hay un nexo y una atracción que, al menos para mí, comenzó hace dos años –Pedro le acarició el labio–. La pregunta es si quiero resistirme, y si quieres resistirte tú.


Todo lo que había dicho era cierto, pero en ese momento, sumergida en la burbuja de Cenicienta, no quería luchar. –Me gustaría que me volvieras a besar –se limitó a afirmar.


Pedro la abrazó y ella le rodeó el cuello con los brazos. Los besos de ese hombre tenían la habilidad de hacerle olvidar quién era y dónde estaba. La música que llegaba desde la terraza les envolvió y el sensual beso le resultó más embriagador que cualquiera de los vinos Raintree. Cuando la lengua de Pedro intentó abrirse paso entre los labios de Paula, ella se lo permitió. Los besos de Claudio habían resultado muy satisfactorios, pero los de Pedro prometían mucho más y la llenaban de una sensación de felicidad que le caldeaba por dentro.


Un beso no era solo un beso. Nunca lo había sido. No cuando encerraba tanta pasión y deseo. No cuando quedaba tanta hambre por satisfacer.


Paula buscó el calor de Pedro, no solo en el beso, y deslizó las manos por debajo de la chaqueta del esmoquin, explorando la firmeza de la cintura y la anchura de los hombros.


–Paula, si sigues así, voy a bajarte la cremallera del vestido – susurró Pedro.


Ella se quedó helada mientras Pedro le besaba el cuello antes de sacudir la cabeza.


–Me gusta. Muchísimo, pero creo que será mejor enfriarnos un poco si no queremos terminar desnudos bajo la pérgola donde puede aparecer un invitado en cualquier momento.


¿Había sido un error besar a Pedro?


–No me digas que ha sido un error –Pedro parecía haberle leído la mente–. Cada beso me dice que los dos queremos lo mismo.


–¿El qué? ¿Un revolcón bajo la pérgola?


–Eso será lo que tendremos que decidir –él la miró pensativamente–, pero no ahora. Vamos. ¿Quieres que te enseñe la bodega?


–¿Es más íntima que la pérgola? –preguntó ella confusa y sin saber qué rumbo tomar.


–Hoy no. La bodega permanece abierta para nuestros invitados. Lo más probable es que tengamos compañía.


–Menos mal –murmuró Paula antes de echarse a reír.


Tomaron un camino iluminado por luces en el suelo y llegaron a una pesada puerta de madera.


–Normalmente está cerrada, pero esta noche la dejamos abierta. Con suerte, los invitados se privarán de robarnos los vinos más caros.


La puerta crujió al abrirse. En cuanto entró, Paula percibió la espectacularidad del lugar. En el techo destacaban las vigas vistas y las paredes eran de piedra gris. La bodega estaba repleta de botellas de vino. La temperatura era fresca, aunque agradable. Pedro le mostró distintas botellas de vino y le habló de la añada y su valor. Al final de un pasillo, oyeron voces. –Todos quieren ver lo que papá guarda aquí abajo.


Era la primera vez que Paula oía a Pedro llamar «papá», a Hector. ¿Se le había escapado? Quizás tuviera miedo de mostrar el afecto que sentía por ese hombre. Y se preguntó si Hector también escondía un interior blandito bajo la dura coraza. La mayoría de las personas se situaba en el término medio y, por su experiencia con los pacientes, sabía que solían levantar muros que temían dejar caer.


–Mi padre debe estar enseñando la bodega –murmuró Pedro.


Y, en efecto, a sus oídos llegó la voz de Hector que explicaba la disposición de la bodega.


–Veo que hay otra visita aquí –el hombre se detuvo al llegar a la fila en la que estaban ellos.


Había una forzada jovialidad en su voz. ¿Acaso temía que Paula fuera a alejar a Pedro de Raintree? ¿Tenía miedo de que fuera una mujer manipuladora que solo buscaba la riqueza de su hijo?


Hector estaba acompañado de tres parejas. Tras las presentaciones, todos se estrecharon la mano.


–Me encanta tu vestido –observó la señora Campbell, esposa del director ejecutivo de una compañía de tecnología–. Es un Carzanne ¿verdad?


¿Qué tenía ese vestido que todas las mujeres parecían reconocer al diseñador?


–Carzanne suele incluir ese bordado de cuentas en el corpiño –la propia señora Campbell respondió a la pregunta.


–Cada diseñador es único en su estilo –¿qué otra cosa podía decir Paula?


–Volvamos arriba –sugirió Hector, incluyendo a Pedro y a Paula– . Leonardo y Tony van a ofrecer una breve presentación de nuestras nuevas variedades. No deberíais perdéroslo.


–Enseguida estaré con vosotros –asintió Pedro.


Su padre no pareció complacido, pero condujo a sus invitados escaleras arriba.


–Está claro que quería que lo acompañaras –observó Paula. 


–Está claro que sabe que prefiero quedarme contigo.


–No quiero ser motivo de disputa entre vosotros –insistió ella.


–Entre mi padre y yo hay muchos motivos de disputa, pero tú no eres uno de ellos.


–Debería buscar a Marisa –Paula percibió la tristeza en la voz de Pedro y deseó poder hacer algo–. Decidimos no quedarnos hasta muy tarde. No queremos abusar de Catalina. Una cosa es atender a los niños en su consulta, pero bregar durante horas con una niña de cuatro años y un niño de uno puede ser agotador.


La mirada de Pedro le indicaba que quería volver a besarla. 


Sin embargo, le ofreció su brazo.


–Vamos, te acompañaré arriba. A lo mejor puedo convencerte para que tomes una copa de vino antes de marcharte.


A lo mejor.







viernes, 11 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 10




Horas más tarde, Paula terminaba las notas sobre su último paciente en la clínica de rehabilitación. Era la segunda vez que atendía a Ramona y empezaba a encariñarse con ella.


La mujer había sido arrollada por un coche mientras montaba en bicicleta y su estado era lamentable. Llevaba clavos en la pierna y la mejilla estaba atravesada por una larga cicatriz. Estaba muy débil y el propósito de Paula era el de fortalecer sus músculos mientras la pierna sanaba. 


Trabajaban la pierna buena, los brazos y el cuello y espalda.


Ramona quería recuperar su vida y montar en bicicleta de montaña, salir con hombres y aguantar todo el día. En cierto modo, le recordaba a Pedro al principio de acudir a su consulta.


–¿Cuántas semanas faltan para que deje de sentirme tan cansada? –preguntó Ramona.


–¿Das paseos? –Paula intuía que esa fatiga provenía en parte de su disposición mental.


–Algo, pero odio llevar bastón.


–En cuanto camines más estable, dejarás de necesitarlo.


Ramona le dedicó una mirada cargada de escepticismo.


Terminada la jornada laboral, Paula recogió a Julian y a Emma y se dirigió al viñedo. Julian, un niño de hermosa sonrisa de un año de edad, parloteaba sin cesar en la parte trasera del coche.


Poco después entraron en las oficinas de los viñedos.


–¿Estás tan agotada como pareces? –preguntó Marisa nada más verla.


–Seguramente mi aspecto es peor –Paula rio–. He tenido un caso difícil esta tarde y no sé muy bien cómo ayudar a mi paciente.


–¿Por qué no te das un paseo? Yo llevaré a Emma y a Julian al jardín. Podrán contemplar las mariposas y chapotear en la fuente. ¿Te importa si Emma se moja?


–En absoluto, pero tú también has tenido un largo día.


–Sí, pero el mío ha consistido básicamente en empujar papeles.


Paula había aprendido a mostrarse agradecida ante la ayuda que le era ofrecida.


–Gracias –asintió y, tras darle un beso a su hija salió de la oficina.


La bodega estaba rodeada de jardines donde uno podía sentarse y disfrutar de una copa de vino con unas pastas o aperitivos salados, pero Paula se dirigió hacia los viñedos, para lo cual tuvo que atravesar la espectacular y aromática rosaleda. Durante unos minutos se deleitó con la suavidad de los pétalos y el delicioso aroma de las flores. En cierto modo, aquello tenía aspecto de cuento de hadas. Era fácil imaginarse cuánto había ayudado el entorno a la sanación de Pedro.


Sin darse cuenta se había adentrado entre las uvas Merlot. 


Un movimiento llamó su atención. Era Pedro, pero no se estaba ocupando de las uvas, llevaba una cámara en la mano. Paula se acercó en silencio, sin saber si debería alertarle de su presencia o no. Pedro le había confesado que no había tocado una cámara desde su regreso y no quería estropear el momento.


Estaba haciendo fotos panorámicas, describiendo un círculo con el fin de captar cada aspecto del viñedo. Y cuando enfocó la cámara en su dirección, por supuesto, la vio.


–Si quieres estar solo, me voy –le aclaró ella apresuradamente.


–No será necesario –la mirada de Pedro se detuvo en la ropa de Paula, su ropa de trabajo–. ¿Acabas de regresar del trabajo?


–He recogido a Emma y a Julian. Marisa les ha llevado a ver el jardín de atrás. Se le ocurrió que me vendría bien despejar la mente.


–¿Un día duro?


A veces ella no sabría decir si Pedro preguntaba por mantener una conversación, o si le interesaba de verdad. Resultaba muy fácil contarle cosas, pero no conseguía averiguar si se trataba de interés personal o si solo estaba poniendo en práctica sus habilidades como reportero.


–La tarde sí lo ha sido. Mi paciente me recordó a ti cuando te estabas recuperando. Le está costando mucho cambiar de vida


–El cambio, una constante en nuestras vidas –él sonrió con amargura.


–¿Qué estabas haciendo? –Paula señaló la cámara.


–Fotos para el nuevo folleto del viñedo. Mi padre lleva años sin renovarlo. Hemos hecho algunos cambios en la sala de catas y en la de recepciones. Necesitamos material nuevo.


–¿Y qué tal te sientes con una cámara en la mano de nuevo? –la pregunta era obligada.


Sus miradas se fundieron y Paula volvió a sentir el cosquilleo que experimentaba cada vez que sucedía. Las sensaciones eran devastadoras.


–Pues lo cierto es que me siento fenomenal. No me había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos. Tenía miedo de que los malos recuerdos me asaltaran en cuanto tuviera la cámara en la mano y, si bien recuerdo la última vez que hice una foto y lo que sucedió, también recuerdo cuando, siendo adolescente, paseaba por estos viñedos cámara en ristre. Aquí es donde me hice fotógrafo y mi cámara me ha dado prestigio. Cuando escribí el artículo sobre el Club de las Mamás, la sensación fue de naturalidad y tener la cámara en la mano también.


–¿Tan natural como para volver a viajar a lejanas tierras?


–Ya veremos. Poco a poco voy aceptando mejor los cambios.


¿Era eso cierto? ¿Ofrecería de nuevo sus servicios a los editores?


Paula se sintió desfallecer y comprendió que, por mucho que no quisiera relacionarse con otro hombre, se estaba enamorando de Pedro. La idea resultaba tan terrorífica como la de no recibir el dinero del seguro. Lo único que le quedaba era su trabajo, y un montón de deudas.


No era del todo cierto. Tenía a Emma. Lo demás no importaba.


Porque Emma era lo primero.