jueves, 10 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 5






Emma escapó entre las risas de su madre.


Oyéndola, Paula se convenció de que había hecho lo correcto al instalarse hacía unos días en el viñedo. Pero al ver hacia dónde se dirigía la niña, las dudas volvieron a asaltarla.


Pedro estaba de pie junto a las parras. La camiseta revelaba unos fuertes y bronceados músculos. El aspecto era muy masculino, sobre todo con esa barba de varios días.


Al ver acercarse a Emma, la tomó en brazos y la hizo girar, arrancándole más risas.


Ese hombre sería un magnífico padre.


Paula se deshizo de ese pensamiento de inmediato y corrió hacia su hija. No había vuelto a hablar con Pedro desde la comida. Cada uno había hecho su vida, cruzándose como dos barcos en la noche, sin saber muy bien qué rumbo tomar.


–Tiene más energía que un tren de alta velocidad –observó él.


–Y es casi tan rápida. En cuanto parpadeo se ha metido en un lío. Perdona si te ha molestado.


–No te preocupes. Eso es lo bueno de los viñedos, son grandes. ¿Ya estáis instaladas?


–Lo estamos.


Por el modo en que la miraba, Paula deseó haberse arreglado un poco después del trabajo.


–Venga, os enseñaré esto –propuso Pedro–. Con suerte, Emma gastará parte de esa energía.


Paula centró su atención en el viñedo. El conjunto estaba dispuesto en filas, separada cada una de la siguiente por más de tres metros.


–Nunca he probado los vinos Raintree.


–Pues habrá que organizarte una cata. Son los mejores vinos del Estado, claro que yo no soy imparcial. Nuestro sumiller está de vacaciones, pero volverá a finales de semana.


–¿Sumiller?


–Tony trabaja estrechamente con Leonardo y se ocupa de las visitas a los viñedos.


Emma corría hacia una piedra que le había llamado la atención.


–¿Nunca te planteaste quedarte aquí en lugar de recorrer el mundo como reportero gráfico?


–No, quería triunfar por mí mismo.


–¿Tu padre quería que te quedaras?


–Sí –Pedro inclinó la cabeza–, pero yo necesitaba espacio… y algo más. Siendo adolescente leí sobre los lugares que me gustaría visitar y causas que necesitaban abogados, sobre todo las que implicaban niños desplazados. Encontré mi lugar en el fotoperiodismo. A mis editores les gustó que fuera capaz de escribir y de sacar fotos en lugares de conflicto –tras una pausa, continuó–. Resulta demasiado fácil hablar contigo. No suelo rememorar el pasado.


–No tengo ningún poder mágico –Paula sonrió.


–No, pero tu sincero interés resulta adictivo.


¿Estaba interesada en Pedro? Recordó su matrimonio, sus altibajos, el caos. No debería estarlo.


El sonido del motor de un coche anunció la llegada del vehículo que se dirigió a la cabaña.


–¿Esperabas a alguien? –preguntó Pedro.


–No. A lo mejor viene a ver los viñedos.


Ella misma dudó de su respuesta. Nadie aparecería a esas horas y, además, el aparcamiento del viñedo estaba claramente identificado. Un hombre bajito con gafas bajó del coche.


–No lo conozco. Vamos a ver qué quiere.


Paula tomó a Emma de la mano y regresaron a la cabaña donde el hombre les esperaba.


–¿Señora Chaves? –preguntó en tono agradable.


–Sí, soy Paula Chaves, le presento a Pedro Alfonso.


–Encantado de conocerlos. Soy Ross Kiplinger, de la compañía de seguros High Point. He venido a hacerle unas preguntas sobre la casa y el incendio. ¿Podríamos entrar y sentarnos?


Paula supuso que tenía que ver con la póliza que Claudio había suscrito al comprar la casa


–Si quieres, me llevo a Emma a dar un paseo –se ofreció Pedro– . No iremos lejos, por si nos necesitas. ¿Podría mostrarme una identificación? –añadió, dirigiéndose al hombre.


Kiplinger no pareció ofendido y mostró su carnet de conducir y una placa de seguridad.


–No soy el asesino del hacha –les aseguró–. En mi coche llevo un maletín que contiene la póliza de seguros de la señora Chaves. Si quiere también se la puedo mostrar.


–¿Te apetece dar un paseo con el señor Pedro? –Paula se agachó frente a Emma.


–¿Podemos buscar más piedras? –la niña contempló la que llevaba en la mano.


–Podemos recoger todas las que quieras –Pedro le ofreció una mano y ella la aceptó.


Paula deseó poder acompañarles en lugar de tener que quedarse en la cabaña con Ross Kiplinger. Por otro lado, cuanto antes recibiera la indemnización, antes podrían recuperar Emma y ella una vida normal, antes podrían marcharse de Raintree.



****


Pedro y Emma pasearon entre las filas de viñedos buscando cualquier cosa que les resultara interesante. La niña se quedaba mirando encandilada una hoja o una diminuta flor. 


Cuidar de un niño era una enorme responsabilidad, pero Pedro supuso que la felicidad que proporcionaban lo compensaría. Durante los años en que se había dedicado a
fotografiar niños jamás había considerado convertirse en padre, sobre todo porque no sabía lo que era una relación duradera. Quizás la traición de Dana todavía pesaba mucho.


El que se hubiera ido con otro hombre estando prometidos, el que lo hubiera abandonado en sus horas más bajas, todavía despertaba en él un profundo e indeseado resentimiento. Casi siempre conseguía apartar de su mente el pasado, pero la presencia de Paula había conseguido desenterrarlo.


Casi una hora más tarde oyeron el sonido del coche de Kiplinger que se marchaba.


Emma se agachó para examinar un escarabajo y él se acuclilló a su lado.


–Creo que será mejor que lo dejemos por ahora. Mamá debe echarte de menos.


–A veces llora –Emma miró a Pedro–. Yo no quiero que llore.


¿Lloraba Paula porque echaba de menos a su marido?


¿Todavía lo amaba? 


¿Tenía algo que ver con el incendio? 


Daba la impresión de ser una mujer fuerte, capaz de soportar cualquier cosa, pero cuando estaba sola por la noche, ¿qué pensamientos poblaban su mente?


–Pues vamos a casa y le hacemos sonreír. Apuesto a que siempre sonríe cuando te ve.


Solo les llevó diez minutos atravesar los viñedos y regresar a la cabaña. Todo estaba en silencio y Pedro se sorprendió de que Paula no hubiera salido a su encuentro.


A través de la mosquitera la vio, sentada en el sofá, la mirada al vacío.


–Mami, mira lo que he encontrado –Emma corrió hasta ella con las piedras en una mano.


–Déjame ver –Paula tomó a su hija en brazos y la abrazó.


Pero Pedro se dio cuenta de que la alegría en su voz era fingida, la sonrisa trémula. ¿Qué había pasado con el hombre del seguro?


–Guardaremos las piedras en una caja. Será una caja de tesoros.


–La guardaré debajo de mi cama.


–Esa es una buena idea, pero ahora mismo tienes que lavarte para irte a la cama. Pedro, gracias por llevártela de paseo.


–Te voy a quitar una botella de agua. ¿Por qué no acuestas a Emma y luego hablamos de tu visita?


–No hace falta… –Paula abrió los ojos desmesuradamente, casi con miedo.


–Yo creo que sí. Pareces algo alterada y me gustaría conocer el motivo.


–Cariño –Paula miró a su hija–, vete lavando las manos y cepillando los dientes. Yo iré enseguida.


–¿Vas a buscar una caja?


–Sí. Venga, márchate.


Cuando la niña se hubo marchado, Paula se volvió hacia Pedro.


–Estoy bien, Pedro, en serio. No hace falta que te quedes.


–Voy a tomarme esa botella de agua –¿debería presionarla o no?–. Cuando hayas acostado a Emma, si quieres que me marche, lo haré. Tú decides.


–De acuerdo –el labio inferior de Paula tembló ligeramente, aunque la mirada era de resignación–. Me llevará unos veinte minutos. Si te cansas de esperar… 


–No lo haré.


Paula evitó la mirada de Pedro y acudió en busca de su hija.


Pedro se quedó en la cocina. No quería agobiar a Paula, si ella le pedía que se marchara, lo haría. Y si quería hablar, la escucharía, como ella le había escuchado hacía dos años.


Cuando Paula regresó al salón, él no tenía ni idea de cuál sería su decisión. Su expresión era de preocupación, la misma que había tenido cuando había regresado con Emma del paseo.


–Puede que no te apetezca verte implicado en mi vida – comenzó ella.


–Escuchar lo que tengas que contarme no me va a implicar.


Paula enarcó las cejas. Era evidente que se lo había creído tanto como él mismo.


–A lo mejor puedo ayudar –Pedro se encogió de hombros, dejó la botella y se acercó a ella.


–Nadie puede ayudarme en esto. El señor Kiplinger me advirtió de que puede que no me indemnicen. Lo dijo muy amablemente, pero la compañía de seguros cree que yo podría haber provocado ese incendio.


–Cuéntame qué está pasando aquí –eso no era lo que Pedro había esperado oír.


–Yo nunca hablo de mi matrimonio –susurró Paula.


–Pues a lo mejor deberías –él deslizó las manos por sus hombros y las dejó caer.


–Estoy segura de que a ti no te gusta hablar de cuando tu prometida anuló el compromiso.


¡Esa mujer sí que sabía empezar una pelea!


–La decisión fue mutua, tomada a raíz de su infidelidad. ¿Tu marido te fue infiel?


Paula miró a su alrededor, como si intentara encontrar un agujero por el que escapar, como si cualquier cosa fuera mejor que hablarle sobre ello. Pero al fin suspiró y señaló el sofá.


–Sentémonos.


–¿Va a ser muy largo? –él intentó bromear.


–Es… complicado.


Así eran las relaciones ¿no?


–Cuando Claudio y yo nos casamos –Paula se volvió hacia él y lo miró con ojos brillantes–, yo me trasladé a su apartamento, más grande que el mío. Dirigía una tienda de reformas y le iba bien. Yo tenía un trabajo fijo de modo que el dinero no nos preocupaba demasiado. Pero decidió abrir su propio negocio. Habló con banqueros e inversores. Sus gustos se hicieron más caros. Yo lo amaba, confiaba en él. No lo creía capaz de nada malo. Y entonces me quedé embarazada.


–¿No fue planeado? –preguntó Pedro.


–Queríamos hijos –ella asintió–, pero no estábamos seguros de cuándo formar una familia.


–¿Y qué pasó después?


–Claudio decidió que deberíamos comprar una casa. Estaba seguro de contar con el apoyo de los inversores de su negocio. Visitamos varias y encontramos una que nos encantó. A mí me pareció demasiado cara, pero Claudio me aseguró que nos lo podíamos permitir. Yo no estaba al corriente de sus negocios, y lo creí. Él se ocupó del papeleo. La hipoteca me pareció desorbitante, pero él insistía en que no me preocupara. Yo ya estaba embarazada de siete meses y centrada en el bebé. La decoración de la habitación de la niña, y del resto de la casa, me mantuvo excesivamente ocupada. Debería haberlo visto, hecho más preguntas, pero me confié.


Pedro percibió la amargura que destilaban las palabras de Paula y sospechó lo que iba a contarle. ¿Qué les pasaba a las mujeres que, cuando se enamoraban, se volvían ciegas y descerebradas? Aunque, pensándolo bien, los hombres no eran muy distintos. Él era el vivo ejemplo.


–¿Qué deberías haber visto? –Paula parecía más enfadada consigo misma que con Claudio.


–Debería haber visto que nos estábamos endeudando. 
Debería haber visto que el negocio de Claudio no iba todo lo bien que él decía. Debería haber visto que los contratos con los inversores nunca se materializaban. Debería haber visto que los coches caros y la pulsera de diamantes que me regaló para mi cumpleaños no eran más que una pantalla para ocultar lo que sucedía.


–¿Lo descubriste todo después de la muerte de tu marido?


–No, no sucedió así. Fue mucho peor. Unos hombres vinieron a casa una tarde y se llevaron el coche de Claudio. Emma tenía dos años y yo había vuelto a trabajar, a tiempo parcial, porque adoro mi profesión. Esa noche empecé a hacer preguntas y no paré, preguntas que debería haber hecho mucho antes. Descubrí que estábamos arruinados. Claudio me había mentido. Los inversores no existían. El negocio iba mal. Me sentí traicionada porque no me lo había contado.


–Y una vez se pierde la confianza, es muy difícil de recuperar.


–Exactamente. Me descubrí incapaz de confiar en él. No sabía cuándo creerle. Dudaba de todo. Así fue nuestro matrimonio durante el siguiente año, lleno de tensión y resentimientos. Regresé al trabajo a jornada completa y descubrí el Club de las Mamás que sustituyó a la niñera privada. Reduje los gastos todo lo que pude. Pero entonces descubrí que Claudio seguía buscando inversores para un negocio que jamás se haría realidad. No hacía más que invitar a bares y restaurantes. Me acusaba de no apoyar sus sueños y yo a él de no ser realista. Sufrió un infarto en su oficina, fulminante y sin posibilidades de reanimación. Los médicos dijeron que sufría una enfermedad congénita, pero yo creo que fue el estrés. Nuestro matrimonio. Creo que fui yo.


La voz se le quebró y Pedro comprendió lo mucho que le seguía afectando. También comprendió que lo que él había interpretado como pena por la pérdida de Claudio era sentimiento de culpa.


Quiso tomarle la mano, pero no le pareció apropiado, no mientras hablaban de su marido.


–Tú no fuiste culpable de su muerte. Su falta de sinceridad lo provocó todo.


–Yo permití que sucediera por no cuestionarme nada, por no abrir los ojos.


–Paula, acababas de tener un bebé. Confiabas en tu marido. Eso no es ningún pecado.


–A lo mejor no, pero sí fue un error. Si hubiera exigido intervenir en los planes financieros al comprar la casa, o por lo menos tras el nacimiento de Emma, todo habría sido diferente.


–A lo mejor. O a lo mejor no. Si tu marido era un derrochador, no había nada que hacer. Quizás hubiera necesitado ayuda para reprimir el hábito. A veces la determinación no basta. No se diferencia mucho de una drogadicta que sabe que debe dejarlo, pero no puede.


Paula lo miró sorprendida, pero Pedro no añadió nada más. 


No estaba dispuesto a dar más detalles. Estaban hablando de Paula, no de él, y así debían seguir. Ya había cumplido los veinte años cuando al fin se había reconciliado con el hecho de que se avergonzaba de su infancia, de cómo había acabado en Raintree. No se lo había contado a nadie. Su padre tampoco hablaba de ello, y con razón. ¿Cómo iba a sentirse orgulloso de Pedro, hijo ilegítimo de padre desconocido y madre drogadicta? No era algo de lo que le gustara hablar a Hector con sus amigos.


–Considerándolo desde un punto de vista práctico ¿no mejoró con la muerte de Claudio?


–¡Pedro! ¿Cómo puedes decir algo así? –Paula lo miró horrorizada.


–Sabes muy bien a qué me refiero. ¿Qué pasó con la deuda tras su muerte?


–No teníamos pagado casi nada, no solo la casa, que perdía valor cada día, también los muebles, las alfombras y los cuadros. Tras la muerte de Claudio, yo me quedé con la deuda. Había cancelado su seguro de vida al no poder pagar las cuotas, de modo que vendí lo que pude: joyas, alfombras, obras de arte. No pude vender la casa por lo mucho que se había depreciado. Lo único que hice fue pagar la hipoteca. Emma y yo al menos teníamos un techo, pero nos alimentábamos de pan caducado, pasta en oferta y no usaba el coche si podía remediarlo. Afortunadamente, Emma era demasiado pequeña para darse cuenta de lo que sucedía.


–Pero los críos se enteran de todo. Seguramente se daba cuenta de que estabas preocupada.


–Y es verdad, lo estaba.


–Y sin embargo, tu marido mantuvo el seguro contra incendios para la casa.


–No tenía más remedio, lo exigía el banco hipotecario. Por eso me ha hecho tantas preguntas el investigador que ha venido. Y por eso cree que quemé mi casa para salir de apuros. 


Paula miró fijamente a Pedro y él supo que no se lo iba a preguntar, pero de todos modos lo oyó: «¿Me crees capaz de hacer algo así?».


Su respuesta fue negativa. Paula no le parecía esa clase de mujer, pero no era la primera vez que se equivocaba con las mujeres. ¿Hasta qué punto conocía a Paula? La había invitado a su casa movido por un impulso, pero en esos momentos su instinto le aconsejaba precaución.


–Siento que hayas tenido que pasar por eso.


Paula parecía defraudada, incluso dolida, y Pedro no supo qué hacer al respecto. Sin embargo, no estaba dispuesto a complicarse la vida con ella, sería como ir a la guerra sin saber dónde se escondía el enemigo, fotografiar a los niños refugiados sin darse cuenta de que todos podrían ser las víctimas del siguiente ataque.


Por mucho que intentara dejar atrás su pasado, siempre acababa por alcanzarlo. Y el pasado de Paula haría lo mismo.


Su marido le había mentido y puesto a la familia en una situación intolerable. Al parecer, ella había estado enamorada, pero las dudas la habían acompañado mientras intentaba hacer funcionar el matrimonio, mientras intentaba perdonar a Claudio.


–¿Te ha dicho Kiplinger qué va a pasar ahora?


–Tengo que esperar.


–No te agobies –le aconsejó Pedro–. Al final puede que se arregle todo. Es cuestión de tiempo.


–Si tengo que quedarme aquí más de un mes, te pagaré.


–Paula, no será necesario.


–Sí, lo es. No quiero que tu padre piense que me aprovecho de tu hospitalidad.


–Si aún estás aquí dentro de un mes, lo hablaremos –Pedro se levantó del sofá, deseando tomarla en sus brazos, consciente de que no era prudente–. Deberías dormir. Mañana trabajas.


–Haces que la situación no parezca grave.


–Soy consciente de que sí es grave.


Sus miradas se fundieron y él sintió una excitación sexual largo tiempo olvidada. Sin embargo, se obligó a controlarse, consciente de que lo mejor para ambos era que se marchara.


Paula lo acompañó hasta la puerta y de nuevo sus ojos reflejaron la misma pregunta: «¿Me crees capaz de hacer algo así?».


Pedro no podía contestar aún. No podía bajar la guardia antes de tenerlo todo claro. Sin embargo, sí deslizó un pulgar por la sedosa mejilla.


–Volveremos a hablar. Y pronto.






miércoles, 9 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 4





Al día siguiente, Pedro salió del cobertizo junto a la bodega, armado con una caja de herramientas en una mano y una bolsa de juguetes en la otra. Emma y Paula se habían marchado por la mañana temprano, seguramente a la iglesia, y acababan de regresar.


Debería mantenerse alejado de ella. Solo hacía un año que había fallecido su marido y estaba en un momento muy vulnerable tras perder su casa. Sin embargo, había algo en
esa mujer que le despertaban deseos de estar cerca de ella. 


¿Química? Sin duda formaba parte. No podía negar que se sentía atraído por ella, y hacía mucho tiempo que una mujer no le producía ese efecto.


Aun así estaba decidido a mantener las distancias. Era lo mejor para ambos. Llamó a la puerta de la cabaña y Paula le abrió con gesto de sorpresa.


–Hola, Pedro. Acabamos de regresar de la iglesia.


Paula se había cambiado de ropa, poniéndose una blusa floreada y unos pantalones cortos. Se había trenzado los cabellos y parecía más una adolescente que una fisioterapeuta de treinta años.


–Espero no molestar. Ayer me di cuenta de que la mosquitera de la puerta está torcida y que cuesta mucho abrir las ventanas de los dormitorios. ¿Te importa si echo un vistazo?


–No, no me importa. Es cierto que me costó mucho abrir la ventana de Emma esta mañana. Pasa, todavía nos estamos instalando –Paula señaló a Emma, ocupada pintando–. Está haciendo unos dibujos para colgar en su habitación. Espero que no os importe.


–Puedes hacer todos los agujeros que quieras. Pueden rellenarse –Pedro se acercó a Paula–. Tengo algo para Emma – susurró–. Sé que perdió casi todos sus juguetes. ¿Te importa si se lo doy?


–No tenías por qué hacer eso.


–Lo sé, pero me apetecía hacerlo. Lo compré la semana pasada, cuando supe que vendríais.


Los ojos de Paula reflejaron admiración y a Pedro le sorprendió la satisfacción que sintió.


–¿Puedes venir, por favor? –Paula llamó a su hija.


Emma levantó la vista y sonrió a Pedro con timidez.


–Te he encontrado un amigo –le dijo él–. Me ladró cuando pasé a su lado en la tienda.


–¿En serio? –la niña abrió los ojos desmesuradamente.


–Mete la mano en la bolsa. A lo mejor consigues que salga a jugar –Pedro sonrió.


–¿Puedo? –Emma lo consultó con su madre.


–Adelante.


La niña metió la mano en la bolsa y sacó un perro de peluche blanco y negro.


–¿Te gusta? –preguntó Pedro.


–¿Es para mí?


–Lo será si le pones un nombre.


–¿Lo puedo llamar Moppy?


–A mí me parece bien. Apuesto a que te ayudará a pintar.


Emma corrió de regreso a la mesa donde había estado dibujando, pero Paula la llamó de nuevo.


–¿Qué tienes que decirle al señor Pedro?


–Gracias –la pequeña lo miró sonriente.


–Es todo un placer.


–Nunca se separará de él –Paula se acercó a Pedro y susurró–. Perdió su osito en el incendio.


Estaba tan cerca que casi podría tocarla, y casi lo bastante para besarla. Era una locura. No era ni de lejos el motivo por el que la había invitado a alojarse en la cabaña. Estaba en deuda con ella por haberle devuelto una vida. Pero esa mujer olía tan bien… seguramente utilizaba un champú o acondicionador de fresa, pues el delicioso aroma emanaba de sus cabellos.


–No quisiera interrumpirte –Pedro reculó un paso–. Empezaré por la ventana del cuarto de Emma –recogió la caja de herramientas del suelo y se dirigió al más pequeño de los dormitorios.


Diez minutos más tarde había terminado con las ventanas de ambos cuartos. Paula estaba sentada en la cocina concentrada en unos papeles. Decidió no preguntar. No era asunto suyo.


–Voy a quitar la mosquitera de la puerta para aplanarla. La madera está combada.


–Me gusta la madera, le da un aspecto anticuado. Por eso resulta tan acogedora esta cabaña.


–Y supongo que también te gustará la hiedra. Papá lleva tiempo intentando que el jardinero la arranque, pero siempre terminan discutiendo.


–También me gusta la hiedra –Paula recogió los documentos y los guardó en una carpeta. La mirada de Pedro se posó en los papeles–. Estos documentos y recibos estaban en el coche, por eso se han salvado. Qué ironía: como la puerta del garaje estaba estropeada, tenía el coche aparcado en la calle. De lo contrario, a lo mejor también habría ardido en el incendio.


–Un optimista diría que no hay mal que por bien no venga – Pedro se dirigió hacia la puerta.


–Iba a preparar la comida. Las voluntarias me llenaron la nevera. ¿Te gusta el salteado? Estás invitado a acompañarnos, a no ser que tengas costumbre de comer con tu padre los domingos.


Ante la falta de respuesta, ella interpretó el gesto erróneamente, sonrojándose.


–No pasa nada si no te apetece quedarte.


–La mayoría de las personas que han vivido en Fawn Grove toda su vida conocen mi historia.


–¿Tu historia? –Paula no entendía nada.


Pedro no solía confiar en la gente, y no revivía lo que prefería olvidar. Lo aplicaba tanto a su infancia como a sus experiencias como reportero gráfico. Pero Paula vivía en su cabaña y tenía derecho a saber la verdad. Quizás la ayudaría a comprender mejor a Hector.


–Como te dije, Hector Alfonso no es mi padre biológico. Yo tenía doce años cuando me adoptó.


Paula lo miraba fijamente, los ojos de color castaño dorado compasivos, la actitud atenta.


–Mi padre y yo nunca hemos sentido un gran apego. Quizás yo era demasiado mayor cuando vine aquí. Quizás él estaba demasiado cargado de manías. Nunca hemos hablado de ello.


–¿Por eso hace dos años, cuando te planteaste regresar, no sabías si encontrarías aquí tu lugar?


–En gran parte. Siempre me ha gustado el viñedo. Empecé a trabajar las uvas al poco de llegar. Mi padre me enseñaba qué hacer y yo lo hacía. Podar y atar las viñas no eran simples tareas para mí porque estaba fascinado por todo el proceso. Pronto aprendí todo sobre las diferentes variedades de uva, la tierra, el proceso de elaboración del vino. Mi padre y yo teníamos eso en común, pero por otro lado no sé si era él o era yo quien se mantenía distante. En cualquier caso, desde mi regreso, aparte del trabajo en las viñas, llevamos vidas separadas.


–Qué pena –observó Paula–. Vivís juntos. Deberíais encontrar un punto de entendimiento.


–Quizás no lo deseamos ninguno de los dos.


–Pero deberíais.


–Paula… –le advirtió él.


Pedro, mi única familia es Emma. ¿Crees que permitiría que algo nos distanciara?


–Eres una buena madre, Paula, es lógico que pienses así. Pero cuando fui adoptado, yo no era una inocente criatura sin pasado –a pesar de la mirada inquisitiva de Paula, él optó por no continuar.


–Por mucho pasado que tuvieras, lo único que quieren los niños es ser amados. Maldita sea, es lo que quieren hasta los adultos.


–¿Volverías a casarte? –preguntó Pedro.


–No.


–¿Podrías elaborar un poco más tu respuesta? –por el modo en que había contestado, él tuvo la sensación de que el matrimonio de Paula no había estado a la altura de sus expectativas.


–La verdad, no me apetece.


Por supuesto que no. Se estaba metiendo en un terreno privado y lo sabía.


–Si quieres puedes anular la invitación a comer.


–No –ella sacudió la cabeza–, pero no hablemos de nada demasiado personal.


Siendo su paciente, sí habían hablado de temas personales. 


No en balde, la infidelidad de Aldana había sido en gran medida la causante de su actitud pesimista.


–Me encantaría comer con vosotras. Será una agradable pausa antes de volver a la oficina.


–¿Trabajas en domingo?


–Un viñedo es como una granja. Las cosas que crecen no se van de vacaciones, ni el trabajo que generan. Tengo una reunión con Leonardo esta tarde. ¿Ya conoces a Leonardo?


–No.


–Es un tipo amigable, incluso demasiado amigable con las damas. Cada fin de semana sale con una distinta.


–¿Cuántos años tiene?


–Es mayor que yo. Tendrá unos cuarenta y cinco.


–Y tú tienes treinta y seis.


–¿Te acuerdas?


–Los terapeutas nunca olvidan a algunos de sus pacientes.


Las palabras de Paula hicieron que el corazón de Pedro se acelerara. Seguramente se refería a que su estado había sido peor que el de otros pacientes. Seguramente se refería a que las cicatrices emocionales por el ataque y la traición de Aldana habían sido más numerosas que las de la mayoría. 


Aunque también podía referirse a que lo recordaba, como él la recordaba a ella.


–La puerta estará lista para cuando hayas terminado el salteado. Podemos hacer una carrera.


–O podríamos tomarnos nuestro tiempo sin importarnos quién termina primero –sugirió ella.


Pedro le gustó la visión positiva que tenía Paula y se preguntó cuándo había perdido él la suya.


Durante la comida, la conversación se dedicó en su mayor parte a contestar las preguntas de Paula sobre los viñedos y tipos de vinos que se producían. Cuando Emma hubo terminado, se bajó de la silla y se acurrucó con su nuevo peluche.


–¿Está en el centro de día del Club de las Mamás mientras trabajas? –preguntó él.


–Sí. Las empleadas son maravillosas.


–Cuando hablé con Marisa me enteré de que ella también lleva allí a su hijo, Julian –su secretaria le había explicado que las tarifas variaban en función de los ingresos de los padres–. Parece estar muy tranquila encomendándole a su hijo.


–Creo que Catalina participó en la elección del personal – explicó ella–. Me encanta poder acercarme durante la hora de la comida. En otoño, Emma empezará a ir a la guardería.


–Ser padre nunca es sencillo ¿verdad? Y ser madre soltera deber ser el doble de complicado.


Paula no parecía querer hablar del tema. Pedro se preguntó si alguna vez estaría dispuesta a hablar de su matrimonio. 


Debería mantenerse alejado de ella y su pasado. Su propio pasado le había convertido en lo que era. Todo el mundo tenía secretos que no deseaba compartir.


–Te ayudaré a fregar –Pedro se levantó y recogió su plato.


–De eso nada –ella también se puso en pie–. No quiero retenerte más tiempo.


En otras palabras, ya era hora de que se marchara.


Echó un vistazo a Emma y comprobó que estaba dormida, abrazada a Moppy.


–Tiene una foto preciosa –Pedro sonrió–. Casi me dan ganas de retomar mi cámara.


–¿Ya no haces fotos? ¡Eres buenísimo!


–No he hecho una foto desde mi regreso a casa –él la miró con amargura–. Me trae demasiados recuerdos de las últimas – eran fotos tomadas en el campo de refugiados el día del ataque.


–No puedes permitir que lo sucedido te arrebate tu don. Te acompaño a la puerta.


Salieron al exterior. Hasta ellos llegó el aroma de las rosas trepadoras. Pedro miró a Paula. El deseo de besarla era casi palpable.


Y, sin embargo, hizo lo mejor para ambos. Recogió la caja de herramientas y se despidió.


–Adiós, Paula –al alejarse sintió la mirada de Paula clavada en su espalda.