jueves, 10 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 5






Emma escapó entre las risas de su madre.


Oyéndola, Paula se convenció de que había hecho lo correcto al instalarse hacía unos días en el viñedo. Pero al ver hacia dónde se dirigía la niña, las dudas volvieron a asaltarla.


Pedro estaba de pie junto a las parras. La camiseta revelaba unos fuertes y bronceados músculos. El aspecto era muy masculino, sobre todo con esa barba de varios días.


Al ver acercarse a Emma, la tomó en brazos y la hizo girar, arrancándole más risas.


Ese hombre sería un magnífico padre.


Paula se deshizo de ese pensamiento de inmediato y corrió hacia su hija. No había vuelto a hablar con Pedro desde la comida. Cada uno había hecho su vida, cruzándose como dos barcos en la noche, sin saber muy bien qué rumbo tomar.


–Tiene más energía que un tren de alta velocidad –observó él.


–Y es casi tan rápida. En cuanto parpadeo se ha metido en un lío. Perdona si te ha molestado.


–No te preocupes. Eso es lo bueno de los viñedos, son grandes. ¿Ya estáis instaladas?


–Lo estamos.


Por el modo en que la miraba, Paula deseó haberse arreglado un poco después del trabajo.


–Venga, os enseñaré esto –propuso Pedro–. Con suerte, Emma gastará parte de esa energía.


Paula centró su atención en el viñedo. El conjunto estaba dispuesto en filas, separada cada una de la siguiente por más de tres metros.


–Nunca he probado los vinos Raintree.


–Pues habrá que organizarte una cata. Son los mejores vinos del Estado, claro que yo no soy imparcial. Nuestro sumiller está de vacaciones, pero volverá a finales de semana.


–¿Sumiller?


–Tony trabaja estrechamente con Leonardo y se ocupa de las visitas a los viñedos.


Emma corría hacia una piedra que le había llamado la atención.


–¿Nunca te planteaste quedarte aquí en lugar de recorrer el mundo como reportero gráfico?


–No, quería triunfar por mí mismo.


–¿Tu padre quería que te quedaras?


–Sí –Pedro inclinó la cabeza–, pero yo necesitaba espacio… y algo más. Siendo adolescente leí sobre los lugares que me gustaría visitar y causas que necesitaban abogados, sobre todo las que implicaban niños desplazados. Encontré mi lugar en el fotoperiodismo. A mis editores les gustó que fuera capaz de escribir y de sacar fotos en lugares de conflicto –tras una pausa, continuó–. Resulta demasiado fácil hablar contigo. No suelo rememorar el pasado.


–No tengo ningún poder mágico –Paula sonrió.


–No, pero tu sincero interés resulta adictivo.


¿Estaba interesada en Pedro? Recordó su matrimonio, sus altibajos, el caos. No debería estarlo.


El sonido del motor de un coche anunció la llegada del vehículo que se dirigió a la cabaña.


–¿Esperabas a alguien? –preguntó Pedro.


–No. A lo mejor viene a ver los viñedos.


Ella misma dudó de su respuesta. Nadie aparecería a esas horas y, además, el aparcamiento del viñedo estaba claramente identificado. Un hombre bajito con gafas bajó del coche.


–No lo conozco. Vamos a ver qué quiere.


Paula tomó a Emma de la mano y regresaron a la cabaña donde el hombre les esperaba.


–¿Señora Chaves? –preguntó en tono agradable.


–Sí, soy Paula Chaves, le presento a Pedro Alfonso.


–Encantado de conocerlos. Soy Ross Kiplinger, de la compañía de seguros High Point. He venido a hacerle unas preguntas sobre la casa y el incendio. ¿Podríamos entrar y sentarnos?


Paula supuso que tenía que ver con la póliza que Claudio había suscrito al comprar la casa


–Si quieres, me llevo a Emma a dar un paseo –se ofreció Pedro– . No iremos lejos, por si nos necesitas. ¿Podría mostrarme una identificación? –añadió, dirigiéndose al hombre.


Kiplinger no pareció ofendido y mostró su carnet de conducir y una placa de seguridad.


–No soy el asesino del hacha –les aseguró–. En mi coche llevo un maletín que contiene la póliza de seguros de la señora Chaves. Si quiere también se la puedo mostrar.


–¿Te apetece dar un paseo con el señor Pedro? –Paula se agachó frente a Emma.


–¿Podemos buscar más piedras? –la niña contempló la que llevaba en la mano.


–Podemos recoger todas las que quieras –Pedro le ofreció una mano y ella la aceptó.


Paula deseó poder acompañarles en lugar de tener que quedarse en la cabaña con Ross Kiplinger. Por otro lado, cuanto antes recibiera la indemnización, antes podrían recuperar Emma y ella una vida normal, antes podrían marcharse de Raintree.



****


Pedro y Emma pasearon entre las filas de viñedos buscando cualquier cosa que les resultara interesante. La niña se quedaba mirando encandilada una hoja o una diminuta flor. 


Cuidar de un niño era una enorme responsabilidad, pero Pedro supuso que la felicidad que proporcionaban lo compensaría. Durante los años en que se había dedicado a
fotografiar niños jamás había considerado convertirse en padre, sobre todo porque no sabía lo que era una relación duradera. Quizás la traición de Dana todavía pesaba mucho.


El que se hubiera ido con otro hombre estando prometidos, el que lo hubiera abandonado en sus horas más bajas, todavía despertaba en él un profundo e indeseado resentimiento. Casi siempre conseguía apartar de su mente el pasado, pero la presencia de Paula había conseguido desenterrarlo.


Casi una hora más tarde oyeron el sonido del coche de Kiplinger que se marchaba.


Emma se agachó para examinar un escarabajo y él se acuclilló a su lado.


–Creo que será mejor que lo dejemos por ahora. Mamá debe echarte de menos.


–A veces llora –Emma miró a Pedro–. Yo no quiero que llore.


¿Lloraba Paula porque echaba de menos a su marido?


¿Todavía lo amaba? 


¿Tenía algo que ver con el incendio? 


Daba la impresión de ser una mujer fuerte, capaz de soportar cualquier cosa, pero cuando estaba sola por la noche, ¿qué pensamientos poblaban su mente?


–Pues vamos a casa y le hacemos sonreír. Apuesto a que siempre sonríe cuando te ve.


Solo les llevó diez minutos atravesar los viñedos y regresar a la cabaña. Todo estaba en silencio y Pedro se sorprendió de que Paula no hubiera salido a su encuentro.


A través de la mosquitera la vio, sentada en el sofá, la mirada al vacío.


–Mami, mira lo que he encontrado –Emma corrió hasta ella con las piedras en una mano.


–Déjame ver –Paula tomó a su hija en brazos y la abrazó.


Pero Pedro se dio cuenta de que la alegría en su voz era fingida, la sonrisa trémula. ¿Qué había pasado con el hombre del seguro?


–Guardaremos las piedras en una caja. Será una caja de tesoros.


–La guardaré debajo de mi cama.


–Esa es una buena idea, pero ahora mismo tienes que lavarte para irte a la cama. Pedro, gracias por llevártela de paseo.


–Te voy a quitar una botella de agua. ¿Por qué no acuestas a Emma y luego hablamos de tu visita?


–No hace falta… –Paula abrió los ojos desmesuradamente, casi con miedo.


–Yo creo que sí. Pareces algo alterada y me gustaría conocer el motivo.


–Cariño –Paula miró a su hija–, vete lavando las manos y cepillando los dientes. Yo iré enseguida.


–¿Vas a buscar una caja?


–Sí. Venga, márchate.


Cuando la niña se hubo marchado, Paula se volvió hacia Pedro.


–Estoy bien, Pedro, en serio. No hace falta que te quedes.


–Voy a tomarme esa botella de agua –¿debería presionarla o no?–. Cuando hayas acostado a Emma, si quieres que me marche, lo haré. Tú decides.


–De acuerdo –el labio inferior de Paula tembló ligeramente, aunque la mirada era de resignación–. Me llevará unos veinte minutos. Si te cansas de esperar… 


–No lo haré.


Paula evitó la mirada de Pedro y acudió en busca de su hija.


Pedro se quedó en la cocina. No quería agobiar a Paula, si ella le pedía que se marchara, lo haría. Y si quería hablar, la escucharía, como ella le había escuchado hacía dos años.


Cuando Paula regresó al salón, él no tenía ni idea de cuál sería su decisión. Su expresión era de preocupación, la misma que había tenido cuando había regresado con Emma del paseo.


–Puede que no te apetezca verte implicado en mi vida – comenzó ella.


–Escuchar lo que tengas que contarme no me va a implicar.


Paula enarcó las cejas. Era evidente que se lo había creído tanto como él mismo.


–A lo mejor puedo ayudar –Pedro se encogió de hombros, dejó la botella y se acercó a ella.


–Nadie puede ayudarme en esto. El señor Kiplinger me advirtió de que puede que no me indemnicen. Lo dijo muy amablemente, pero la compañía de seguros cree que yo podría haber provocado ese incendio.


–Cuéntame qué está pasando aquí –eso no era lo que Pedro había esperado oír.


–Yo nunca hablo de mi matrimonio –susurró Paula.


–Pues a lo mejor deberías –él deslizó las manos por sus hombros y las dejó caer.


–Estoy segura de que a ti no te gusta hablar de cuando tu prometida anuló el compromiso.


¡Esa mujer sí que sabía empezar una pelea!


–La decisión fue mutua, tomada a raíz de su infidelidad. ¿Tu marido te fue infiel?


Paula miró a su alrededor, como si intentara encontrar un agujero por el que escapar, como si cualquier cosa fuera mejor que hablarle sobre ello. Pero al fin suspiró y señaló el sofá.


–Sentémonos.


–¿Va a ser muy largo? –él intentó bromear.


–Es… complicado.


Así eran las relaciones ¿no?


–Cuando Claudio y yo nos casamos –Paula se volvió hacia él y lo miró con ojos brillantes–, yo me trasladé a su apartamento, más grande que el mío. Dirigía una tienda de reformas y le iba bien. Yo tenía un trabajo fijo de modo que el dinero no nos preocupaba demasiado. Pero decidió abrir su propio negocio. Habló con banqueros e inversores. Sus gustos se hicieron más caros. Yo lo amaba, confiaba en él. No lo creía capaz de nada malo. Y entonces me quedé embarazada.


–¿No fue planeado? –preguntó Pedro.


–Queríamos hijos –ella asintió–, pero no estábamos seguros de cuándo formar una familia.


–¿Y qué pasó después?


–Claudio decidió que deberíamos comprar una casa. Estaba seguro de contar con el apoyo de los inversores de su negocio. Visitamos varias y encontramos una que nos encantó. A mí me pareció demasiado cara, pero Claudio me aseguró que nos lo podíamos permitir. Yo no estaba al corriente de sus negocios, y lo creí. Él se ocupó del papeleo. La hipoteca me pareció desorbitante, pero él insistía en que no me preocupara. Yo ya estaba embarazada de siete meses y centrada en el bebé. La decoración de la habitación de la niña, y del resto de la casa, me mantuvo excesivamente ocupada. Debería haberlo visto, hecho más preguntas, pero me confié.


Pedro percibió la amargura que destilaban las palabras de Paula y sospechó lo que iba a contarle. ¿Qué les pasaba a las mujeres que, cuando se enamoraban, se volvían ciegas y descerebradas? Aunque, pensándolo bien, los hombres no eran muy distintos. Él era el vivo ejemplo.


–¿Qué deberías haber visto? –Paula parecía más enfadada consigo misma que con Claudio.


–Debería haber visto que nos estábamos endeudando. 
Debería haber visto que el negocio de Claudio no iba todo lo bien que él decía. Debería haber visto que los contratos con los inversores nunca se materializaban. Debería haber visto que los coches caros y la pulsera de diamantes que me regaló para mi cumpleaños no eran más que una pantalla para ocultar lo que sucedía.


–¿Lo descubriste todo después de la muerte de tu marido?


–No, no sucedió así. Fue mucho peor. Unos hombres vinieron a casa una tarde y se llevaron el coche de Claudio. Emma tenía dos años y yo había vuelto a trabajar, a tiempo parcial, porque adoro mi profesión. Esa noche empecé a hacer preguntas y no paré, preguntas que debería haber hecho mucho antes. Descubrí que estábamos arruinados. Claudio me había mentido. Los inversores no existían. El negocio iba mal. Me sentí traicionada porque no me lo había contado.


–Y una vez se pierde la confianza, es muy difícil de recuperar.


–Exactamente. Me descubrí incapaz de confiar en él. No sabía cuándo creerle. Dudaba de todo. Así fue nuestro matrimonio durante el siguiente año, lleno de tensión y resentimientos. Regresé al trabajo a jornada completa y descubrí el Club de las Mamás que sustituyó a la niñera privada. Reduje los gastos todo lo que pude. Pero entonces descubrí que Claudio seguía buscando inversores para un negocio que jamás se haría realidad. No hacía más que invitar a bares y restaurantes. Me acusaba de no apoyar sus sueños y yo a él de no ser realista. Sufrió un infarto en su oficina, fulminante y sin posibilidades de reanimación. Los médicos dijeron que sufría una enfermedad congénita, pero yo creo que fue el estrés. Nuestro matrimonio. Creo que fui yo.


La voz se le quebró y Pedro comprendió lo mucho que le seguía afectando. También comprendió que lo que él había interpretado como pena por la pérdida de Claudio era sentimiento de culpa.


Quiso tomarle la mano, pero no le pareció apropiado, no mientras hablaban de su marido.


–Tú no fuiste culpable de su muerte. Su falta de sinceridad lo provocó todo.


–Yo permití que sucediera por no cuestionarme nada, por no abrir los ojos.


–Paula, acababas de tener un bebé. Confiabas en tu marido. Eso no es ningún pecado.


–A lo mejor no, pero sí fue un error. Si hubiera exigido intervenir en los planes financieros al comprar la casa, o por lo menos tras el nacimiento de Emma, todo habría sido diferente.


–A lo mejor. O a lo mejor no. Si tu marido era un derrochador, no había nada que hacer. Quizás hubiera necesitado ayuda para reprimir el hábito. A veces la determinación no basta. No se diferencia mucho de una drogadicta que sabe que debe dejarlo, pero no puede.


Paula lo miró sorprendida, pero Pedro no añadió nada más. 


No estaba dispuesto a dar más detalles. Estaban hablando de Paula, no de él, y así debían seguir. Ya había cumplido los veinte años cuando al fin se había reconciliado con el hecho de que se avergonzaba de su infancia, de cómo había acabado en Raintree. No se lo había contado a nadie. Su padre tampoco hablaba de ello, y con razón. ¿Cómo iba a sentirse orgulloso de Pedro, hijo ilegítimo de padre desconocido y madre drogadicta? No era algo de lo que le gustara hablar a Hector con sus amigos.


–Considerándolo desde un punto de vista práctico ¿no mejoró con la muerte de Claudio?


–¡Pedro! ¿Cómo puedes decir algo así? –Paula lo miró horrorizada.


–Sabes muy bien a qué me refiero. ¿Qué pasó con la deuda tras su muerte?


–No teníamos pagado casi nada, no solo la casa, que perdía valor cada día, también los muebles, las alfombras y los cuadros. Tras la muerte de Claudio, yo me quedé con la deuda. Había cancelado su seguro de vida al no poder pagar las cuotas, de modo que vendí lo que pude: joyas, alfombras, obras de arte. No pude vender la casa por lo mucho que se había depreciado. Lo único que hice fue pagar la hipoteca. Emma y yo al menos teníamos un techo, pero nos alimentábamos de pan caducado, pasta en oferta y no usaba el coche si podía remediarlo. Afortunadamente, Emma era demasiado pequeña para darse cuenta de lo que sucedía.


–Pero los críos se enteran de todo. Seguramente se daba cuenta de que estabas preocupada.


–Y es verdad, lo estaba.


–Y sin embargo, tu marido mantuvo el seguro contra incendios para la casa.


–No tenía más remedio, lo exigía el banco hipotecario. Por eso me ha hecho tantas preguntas el investigador que ha venido. Y por eso cree que quemé mi casa para salir de apuros. 


Paula miró fijamente a Pedro y él supo que no se lo iba a preguntar, pero de todos modos lo oyó: «¿Me crees capaz de hacer algo así?».


Su respuesta fue negativa. Paula no le parecía esa clase de mujer, pero no era la primera vez que se equivocaba con las mujeres. ¿Hasta qué punto conocía a Paula? La había invitado a su casa movido por un impulso, pero en esos momentos su instinto le aconsejaba precaución.


–Siento que hayas tenido que pasar por eso.


Paula parecía defraudada, incluso dolida, y Pedro no supo qué hacer al respecto. Sin embargo, no estaba dispuesto a complicarse la vida con ella, sería como ir a la guerra sin saber dónde se escondía el enemigo, fotografiar a los niños refugiados sin darse cuenta de que todos podrían ser las víctimas del siguiente ataque.


Por mucho que intentara dejar atrás su pasado, siempre acababa por alcanzarlo. Y el pasado de Paula haría lo mismo.


Su marido le había mentido y puesto a la familia en una situación intolerable. Al parecer, ella había estado enamorada, pero las dudas la habían acompañado mientras intentaba hacer funcionar el matrimonio, mientras intentaba perdonar a Claudio.


–¿Te ha dicho Kiplinger qué va a pasar ahora?


–Tengo que esperar.


–No te agobies –le aconsejó Pedro–. Al final puede que se arregle todo. Es cuestión de tiempo.


–Si tengo que quedarme aquí más de un mes, te pagaré.


–Paula, no será necesario.


–Sí, lo es. No quiero que tu padre piense que me aprovecho de tu hospitalidad.


–Si aún estás aquí dentro de un mes, lo hablaremos –Pedro se levantó del sofá, deseando tomarla en sus brazos, consciente de que no era prudente–. Deberías dormir. Mañana trabajas.


–Haces que la situación no parezca grave.


–Soy consciente de que sí es grave.


Sus miradas se fundieron y él sintió una excitación sexual largo tiempo olvidada. Sin embargo, se obligó a controlarse, consciente de que lo mejor para ambos era que se marchara.


Paula lo acompañó hasta la puerta y de nuevo sus ojos reflejaron la misma pregunta: «¿Me crees capaz de hacer algo así?».


Pedro no podía contestar aún. No podía bajar la guardia antes de tenerlo todo claro. Sin embargo, sí deslizó un pulgar por la sedosa mejilla.


–Volveremos a hablar. Y pronto.






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