martes, 25 de agosto de 2015
SEDUCIDA: CAPITULO 26
–Deja que lo haga Benja –dijo Mariza cuando Pau se levantó para limpiar la mesa.
–Pero él ha hecho la cena…
–Tú tienes que trabajar esta noche –la interrumpió su hermana–. Además, a Benja no le importa.
–No me importa porque tenemos lavaplatos –bromeó su cuñado–. Además, ya sabes que por mi mujer haría cualquier cosa.
Benja desapareció en la cocina y Mariza se levantó a toda prisa.
–Perdona un momento…
Paula miró su reloj. Tenía que irse al hospital en unos minutos. Tomando su copa, se dirigió a la cocina… y soltó una carcajada al ver a su hermana y su cuñado abrazados.
–Benjamin, que el bebé va a tener palpitaciones –bromeó–. Venga, ya has monopolizado a tu mujer durante mucho tiempo, ahora es mi turno.
–Lo siento –se disculpó su cuñado–. Me he dejado llevar.
Riendo, Pau le puso una mano en el abdomen a su hermana y la apartó de inmediato.
–Ha dado una patada –murmuró, con el corazón encogido.
–Pau… –Mariza no tenía que decir nada más.
–No pasa nada. Me alegro tanto por ti y por Benja.
–Ven, vamos al salón –Mariza tomó su mano para llevarla al sofá–. Bueno, cuéntame cómo va tu vida amorosa. Y quiero detalles –su hermana dio un golpecito en el asiento del sofá.
Paula le contó que había pasado la noche en casa de Pedro y que la llegada de sus padres había interrumpido el encuentro.
–Estuve a punto de contarle lo del niño, pero al final no me atreví.
–¿Por qué?
–Ni siquiera sé cuánto va a durar esto.
–Yo vi cómo te miraba en el pub la otra noche.
–¿Para qué tener una relación si Pedro va a marcharse tarde o temprano? Se irá y no volveré a verlo.
–¿Te lo ha dicho él?
Paula negó con la cabeza.
–No, solo es una impresión.
–Podrías irte con él.
–¿Si me lo pidiera como hizo la última vez?
–Ha comprado un apartamento aquí, ¿no?
Paula se encogió de hombros.
–Como una inversión.
–Muy bien, dejando eso de lado, ¿qué sientes por él?
–Lo mismo y diferente –respondió Pau, suspirando–. Es el único hombre al que querría como padre de un hijo mío.
–El hombre que no sabe que lo fue –murmuró su hermana.
–Intenté decírselo hace cinco años, pero fue imposible, ya lo sabes. ¿Para qué voy a contárselo ahora?
–Porque es lo más justo. Yo pensé lo mismo de Benjamin, ¿te acuerdas? Creí que estaría mejor sin saber nada.
Paula asintió con la cabeza, sabiendo que su hermana tenía razón, sabiendo que debería contárselo, pero temía consecuencias.
Pedro había dejado claro lo que pensaba de la relación y ella no podía permitirse el lujo de enamorarse… ¿o ya era demasiado tarde?
SEDUCIDA: CAPITULO 25
En cuanto sus padres se fueron, Pedro sacó el móvil para llamar a Pau y decirle que había estado pensando en ella.
Después de enseñar el apartamento a sus padres habían comido algo en un restaurante cercano mientras hablaban de negocios, pero no había podido dejar de pensar en Paula ni un solo momento. No podía librarse de la imagen de Pau desnuda en su cama… ni de la fría mujer que era cuando se marchó.
Estaba decepcionada porque no habían podido terminar lo que empezaron esa mañana y él también.
Por fin, saltó el buzón de voz. Una decepción. Le gustaría poder verla, olerla, tocarla, decirle… ¿qué?
–Soy Pedro, Paula. Espero que estés despierta… voy a buscarte –dijo antes de cortar la comunicación.
¿Qué le pasaba? Una noche de sexo y… Pedro sacudió la cabeza. Sexo, eso era todo. ¿O no? Sexo con una mujer que llevaba en su cabeza cinco años.
Unos minutos después llamaba al timbre de su casa con una mano, en la otra un ramo de flores.
Esperó, pero no hubo respuesta. El coche de German no estaba en el aparcamiento, pero el de Paula sí.
–Sé que estás ahí –dijo, levantando la voz–. Abre o tendré que usar la llave que me ha dado German.
Una mentira, pero tuvo el efecto deseado porque Paula abrió la puerta, pálida, con aspecto cansado. ¿No había dormido o había algo más detrás de esas ojeras?
–¿Puedo entrar?
–Sí, claro, pero German no te ha dado una llave –dijo Paula, cruzando los brazos sobre el pecho.
Solo llevaba una camisa y las piernas denudas… las piernas que habían estado enredadas en su cintura unas horas antes.
–¿Cómo lo sabes?
–German no le daría una llave de la casa a nadie sin consultarlo conmigo.
–Muy inteligente. Oye, siento lo de esta mañana.
–Lo entiendo, no pasa nada.
No, no lo entendía porque tomó las flores evitando rozarlo o mirarlo a los ojos.
–¿Te gustan?
–Son preciosas, gracias. Por cierto, lo siento –se disculpó Pau, señalando la ropa que colgaba de las sillas–. Se ha roto la secadora. El salón también está lleno de ropa. Tengo que llamar al alguien para que la arregle, pero no he encontrado el momento.
–Olvídate de la ropa y de las flores –la interrumpió Pedro, acercándose–. Quiero hablar contigo.
–Yo no quiero hablar.
–Yo tampoco –Pedro esbozó una sonrisa traviesa.
–Quiero dormir. Anoche no dormimos mucho.
–Pensé que habías estado durmiendo.
–He estado haciendo recados y poniendo la lavadora –respondió Pau.
–Bueno, entonces podemos irnos a la cama si quieres.
–Sola, Pedro.
No todo estaba perdido, pensó él, al ver que los pezones se le marcaban bajo la camisa.
–Me iré dentro de un rato.
Saber que estaba desnuda bajo la camisa hizo que la sangre se le agolpase en la entrepierna y no pudo evitar acariciarle los pechos…
–Para –le pidió ella, arqueándose hacia su mano.
–Tú no quieres que pare –Pedro inclinó la cabeza para chupar un pezón por encima de la tela–. Y yo tampoco –añadió, empujándola hasta que sus piernas chocaron con el sofá.
Paula le pasó una mano por la hebilla del cinturón.
–Con nosotros siempre se trata de sexo, ¿verdad?
Pedro la miró durante unos segundos, intentando entender su estado de ánimo. Le pareció ver algo frío y duro en sus ojos.
–Pau…
–Pedro…
–Tú primero –dijo él.
Su tono serio hizo que se preparase para lo peor. Paula se llevó una mano al abdomen, como si le doliese, y dejó escapar un suspiro que parecía salirle del alma.
–No es nada importante. ¿Qué ibas a decir?
–¿Te acuerdas de anoche? Cuando te toqué por todas partes con las manos, los labios, la lengua… me perdí dentro de ti y tú te perdiste en mí.
Y eso era lo que echaba de menos con otras mujeres, que Paula se entregaba por completo, abiertamente, sin inhibiciones. Era algo más que sexo.
–No lo he olvidado –Paula giró la cabeza, ofreciéndole su cuello–. Eres mi hombre.
No sabía por qué, pero esa expresión le pareció algo temporal, como si fuera bueno hasta que llegase otro.
«Temporal». Eso era lo que quería, ¿no? Alguien temporal en su vida. Además, había sido Paula quien dijo que su relación nunca sería nada serio.
Cinco años atrás esas palabras habían herido su amor propio, pero en aquel momento era algo más.
La noche anterior había significado algo para él.
Y mientras intentaba entender que era ese esquivo «algo más», Paula abrió los ojos y lo miró como si pudiera ver dentro de él.
–¿Te has preguntado alguna vez cómo sería nuestra relación si no hubiera sexo?
Ella parpadeó varias veces, confusa.
–¿Sin sexo? No, imposible, nuestra relación está basada en el sexo, nada más.
¿Tendría razón? Porque él estaba cansado de vivir solo y quería alguien con quien volver a casa, alguien con quien compartir su vida. Había querido eso durante mucho tiempo, pero acababa de darse cuenta.
–Vete a casa, Pedro. Tu familia es lo primero. Yo estaré de guardia durante los próximos días y tengo la reunión del comité para el proyecto Rainbow Road.
–¿Por qué trabajas tanto? –la interrumpió él. Era casi como si no quisiera tener días libres para verlo.
–Llevo cinco años haciéndolo –respondió Paula– me mantiene concentrada.
La mantenía distraída, pensó él, recordando a la chica que solía hacer novillos para salir con él.
Su rechazo lo turbaba y lo irritaba a la vez.
–Muy bien. Duerme un rato.
Salió de la casa y se quedó en la puerta un momento, pensativo. ¿Qué había pasado en esos cinco años que tanto la había cambiado?
SEDUCIDA: CAPITULO 24
Pedro tiró las llaves sobre la mesa de la cocina. Lo único que deseaba era tumbarla sobre la alfombra, pero su deber como anfitrión exigía que aguantase un poco más.
–¿Quieres comer algo?
–Tal vez.
Tan ambigua respuesta hizo que se volviera. ¿Tal vez?
¿Estaba haciéndose ilusiones o había un brillo de deseo en sus ojos?
Pedro tragó saliva mientras ella se quitaba la cazadora, revelando un tirante del sujetador bajo el jersey.
–Primero tengo que quitarme estas botas. Me duelen los pies.
Pedro solo podía mirar sus labios, brillantes del azúcar del algodón que habían compartido.
–Tienes azúcar en la boca.
–¿Qué?
Paula entreabrió los labios cuando él inclinó la cabeza para besarla. Y qué dulce sabía. Cuando ella abrió la boca para decir algo, Pedro aprovechó la oportunidad para deslizar la lengua.
Pero Paula se apartó. En sus ojos reconocía la misma intensidad que debía haber en los suyos, pero también algo más.
Quería borrar esa mirada de confusión y calmar sus dudas.
«No le des tiempo para pensar», le dijo una vocecita.
–Paula…
Desesperado, metió las manos bajo el jersey para encontrar algo satinado de color rosa…
–Solo estamos nosotros –murmuró, con voz ronca.
–Yo…
–Solo nosotros, aquí, ahora.
–Solo nosotros –repitió ella y Pedro notó el temblor en su voz.
–Paula…
–Solo nosotros, aquí, ahora –Pau metió las manos bajo el jersey para acariciarlo–. Ahora, ahora.
Pedro tuvo que tragar saliva mientras desabrochaba el botón de los vaqueros. Tiró de ellos hacia abajo, junto con las bragas, para acariciar la suave piel de su trasero. Se quitó el jersey y cayeron sobre la alfombra con las piernas y los brazos enredados, jadeando.
–¿Estás bien?
Experimentó un sentimiento de primitiva posesión al ver su pálida piel, el pelo negro extendido sobre la alfombra como ébano, sus pezones oscuros…
Pau arqueó la espalda.
–Lo estaré pronto.
Pedro le abrió las piernas y se colocó entre ellas, donde quería estar, donde había soñado estar tantas veces.
¿Cuántas mañanas había despertado duro como una piedra y sudando, con el sabor de su sexo en la lengua, su aroma llenándole los pulmones?
–Eres todo lo que recuerdo y más.
El brillo de sus ojos la empujaba al precipicio y Paula se rindió mientras la alfombra acariciaba su espalda desnuda, las manos de Pedro abrían sus muslos.
Temblaba bajo su mirada, cada latido de su corazón le hacía eco en todo el cuerpo. Le sopló suavemente entre las piernas… un soplido ligero. Paula suspiró, a punto de explotar bajo su ardiente mirada. Un segundo después, de su garganta escapaba un grito de placer mientras llegaba al clímax.
–Eres asombrosa, ¿lo sabes? –murmuró Pedro, enterrando en ella su lengua en una perversa y deliciosa tortura cuando aún no habían terminado los espasmos.
–Pedro… –Paula se agarró a su pelo mientras él pellizcaba los sensibles pezones.
Excitada, le bajó la cremallera del pantalón y metió la mano bajo el calzoncillo para encontrarlo duro como el acero.
–Sigue haciendo lo que estabas haciendo.
–Hago lo que puedo –Pedro sacó algo del bolsillo, un paquetito que rasgó con los dientes.
Paula se quedó inmóvil. Nunca habían usado preservativo porque ella tomaba la píldora. ¿Y si volvía a quedarse embarazada?
Benja había usado preservativo, pero Mariza estaba esperando un niño, de modo que no era seguro al cien por cien. ¿Podría pasar por eso otra vez?
–No pasa nada, Pau, no lo pienses. Te necesito esta noche, he querido hacer esto desde que volvimos a vernos.
El deseo los envolvía, arrastrándolos en un torrente de calor y sensaciones. Cuando se enterró en ella, Paula se arqueó para recibirlo con renovado deseo, ahogándose en esa ola de amor.
¡No!
Amor no, le dijo una vocecita. No tenía nada que ver con el amor. Solo era deseo, una atracción física irresistible.
Pedro aminoró el ritmo de repente para acariciarle el pelo.
–Quédate conmigo.
–Estoy aquí.
Las caricias se volvían frenéticas hasta que la razón desapareció y era imposible pensar. Solo existía el deseo que los empujaba hasta que, por fin, Pedro se derramó dentro de ella.
Horas después, Paula despertó con el calor del cuerpo de Pedro sobre el suyo. Relajado, parecía un dios satisfecho después de haber cumplido con sus divinas obligaciones.
Y había sido divino, tenía que reconocerlo. En una docena de maneras diferentes sobre la alfombra y más tarde sobre las sábanas de satén. Solo habían parado un momento para comer algo antes de volver a la cama y seguir haciendo el amor. Se sentía demasiado feliz como para pensar en por qué aquello era un gran error o para considerar las consecuencias de una relación con Pedro.
No, no era una relación. Aquello era sexo; genial, el mejor, pero nada más.
–Buenos días.
–Buenos días –Paula sonrió, acariciándole el torso–. Muy buenos.
–¿Me merezco un beso?
–Eso depende.
–¿De qué?
–De lo que me ofrezcas de desayuno.
–¿Qué tienes en mente?
–Necesito algo que me sostenga antes de empezar otra ronda. Café, fresas y bollos recién hechos.
–¿Qué tal dos de tres? Te ofrezco café y fresas si tú vas a comprar los bollos. Hay una pastelería aquí al lado.
–Muy bien.
–¿Seguro que quieres comer antes?
–Desde luego.
–¿Esto es una especie de prueba?
Como respuesta, Paula se colocó sobre él, frotando su sexo contra el duro muslo masculino.
–Podríamos llamarlo un soborno.
–Algunos dirían que es ilegal –Pedro metió una mano entre sus piernas–. ¿Quieres los bollos calientes ante de nada? –susurró, hundiendo un dedo en su centro.
–Sí… –consiguió decir Paula, pero no parecía nada convincente.
Pedro introdujo dos dedos, tres, haciendo círculos, creando una fricción que prometía llevarla al paraíso.
–¿Con canela o sin ella?
Paula abrió las piernas, arqueándose hacia su mano
–Con azúcar… pero estás jugando sucio.
–Muy bien, lo admito –Pedro apartó la mano, tan excitado como ella.
–Creo que iré yo. Necesito hacer ejercicio.
–El café estará frío y yo también –bromeó Paula.
Riendo, Pedro saco una camiseta de la cómoda.
–Volveré enseguida.
Paula se sentó en la cama y respiró profundamente intentando controlarse. Su ropa estaba en el salón, donde Pedro la había tirado, así que inspeccionó su vestidor y encontró una camisa de franela que serviría a modo de albornoz.
Encontró un paquete de café en la cocina y, mientras esperaba que la cafetera hiciera su trabajo, empezó a sacar platos y tazas de un armario.
Pedro volvió unos minutos después y dejó la bolsa con los aromáticos bollos sobre la mesa.
–Justo a tiempo.
–Qué bien hueles –murmuró él, abrazándola.
–Llevo tu camisa.
–Ah, entonces yo también huelo bien.
–¿Nos comemos los bollos después?
Él dejó escapar un suspiro.
–Acabo de escuchar los mensajes del móvil. Mis padres volvieron anoche y quieren saber por qué tenía el teléfono desconectado.
Paula, a punto de servir el café, se quedó inmóvil.
–¿Qué les has dicho?
–Que estaba ocupado con una mujer preciosa que no me dejaba usar el teléfono –bromeó Pedro–. He quedado a comer con ellos en una hora.
–Ah, bueno, entonces supongo que me echarás de aquí en una hora.
–Seguramente querrán ver mi nuevo apartamento…
–Y no me quieres aquí –lo interrumpió Paula. Ni ella tenía intención de ver a su padre–. No pasa nada, no te preocupes.
–Siento que haya sido hoy precisamente.
Paula también lo sentía. Podrían estar en la cama, abrazados, disfrutando el uno del otro. Pero la noche había pasado, había salido el sol y era otro día.
–Yo necesito dormir un poco y hacer cosas en casa y tú tiene que ver a tus padres. Lo entiendo.
–Bueno, vamos a desayunar.
–No, gracias. Es mejor que me marche.
–Pero he ido a comprar los bollos –protestó él.
–Supongo que querrás arreglar el apartamento antes de que lleguen.
Hacer la cama, tirar el preservativo, los preservativos…
–No voy a tardar una hora.
–Será mejor que me vista.
lunes, 24 de agosto de 2015
SEDUCIDA: CAPITULO 23
Pedro se secó la cara con una toalla mientras miraba a Paula por la ventana. Allí estaba, el objeto de su frustración frente al portal, como si estuviera a punto de salir corriendo.
Tenía la barbilla levantada, como retándose a sí misma.
–Qué mujer tan independiente –murmuró, irritado.
Cuando estaba poniéndose los vaqueros sonó el timbre de la puerta y corrió a abrir. Paula se quedó en el descansillo, mirando su torso desnudo y sus pies descalzos.
–He venido a pedirte disculpas. Me he portado de una forma muy grosera –le dijo, sacando una cajita del bolso–. Y yo no soy una desagradecida.
–Estoy de acuerdo –Pedro aceptó la caja y alargó la otra mano para apartarle el pelo de la cara–. ¿Qué es esto?
–Un regalo para tu apartamento.
–Solo lo aceptaré si tú aceptas el mío.
–Hay una gran diferencia entre un regalito y un coche.
–Yo no lo veo así.
Paula suspiró.
–¿Puedo entrar?
–Sí, claro –Pedro dio un paso atrás–. Los sofás no llegarán hasta mañana, pero hay sillas en la cocina.
–Abre el regalo –dijo ella.
Pedro abrió la caja. Dentro había dos copas de champán y un sacacorchos de madera.
–Gracias.
Un regalo sencillo, nada caro, pero que significaba mucho para él.
–Seguramente tendrás toneladas de copas –dijo Paula, mirando por la ventana.
–Nunca se tienen demasiadas copas. ¿Quieres un café? Estaba a punto de hacerlo. ¿O prefieres estrenar las copas?
–No, café está bien. ¿Te importa si exploro un poco el apartamento?
–No, claro que no.
Así tendría tiempo para calmarse.
–Ah, por cierto, espero que estés libre esta noche. Te debo una.
–Muy bien.
Seguro que no se refería a lo que él pensaba. Apretando los dientes, Pedro se concentró en hacer el café, pero por el rabillo del ojo vio que entraba en su dormitorio.
Había dejado la cama sin hacer y podía imaginar la pálida piel de Paula en contraste con las sábanas azules, sus manos moviéndose por el edredón, sobre él…
Esperaba que los planes de Pau incluyesen a más gente; una multitud si era posible.
–Muy bien –dijo Paula unos minutos después, tomando su taza de café–. Tengo dos días libres. Tú no quieres nada serio, así que sugiero algo nada serio.
–¿Qué se te ha ocurrido?
–El parque de atracciones Luna Park –respondió ella, con una sonrisa en los labios.
–¿Y quién elige las atracciones?
–Yo –respondió ella–. Tal vez te deje elegir alguna, si te portas bien.
Eligiera él las atracciones o no, esa tarde iba a ser una montaña rusa en muchos sentidos. Aunque agradecía que no hubiera sugerido un simple almuerzo.
–¿Alguna cosa más?
–Sí, volveremos aquí a cenar. Incluso te dejaré cocinar.
–Ah, qué generosa.
Pedro había evitado los parques de atracciones desde que rompió con Pau y no solo porque ver a la gente en la montaña rusa le encogiese el estómago sino porque el olor a grasa de las atracciones y el algodón dulce siempre le recordaban a ella.
Cuando llegaron a la entrada de Luna Park el pasado volvió como un caleidoscopio de sonidos e imágenes. Ganó un oso de peluche en una caseta, una serpiente de terciopelo verde en otra. Luego subieron a la noria y a un par de atracciones poco peligrosas. La montaña rusa que eligió Paula no era tan aterradora como aquella en la que vomitó cinco años antes, pero tampoco mucho mejor.
–No irás a acobardarte, ¿verdad? –lo retó ella.
–No, claro que no.
Y no lo hizo, pero tardó media hora en recuperar el color de la cara y, además, tuvo que probar el algodón dulce porque Paula insistió en que era parte de la experiencia.
Se quedaron en el parque hasta el anochecer, cuando el cielo se volvió de color púrpura y la ciudad de Sídney brillaba como una joya, sus luces reflejadas en el agua oscura del puerto.
Paula tomó su mano, pero no era suficiente. Quería esas manos por todas partes, quería esos ojos brillando de placer, oscureciéndose de pasión.
–Ya hemos visto suficiente –dijo, tirando de ella–. Hora de volver a casa para cenar.
Pero cuando llegaron al coche, Pedro tenía un objetivo en mente, y no era cenar.
–Ah, qué lujo –bromeó ella, arrellanándose en el asiento de piel.
Pedro tuvo que apretar el volante ante una repentina visión de Pau desnuda sobre ese asiento, su trasero deslizándose por la suave piel, las piernas abiertas, húmeda para él, solo para él.
Pedro sacudió la cabeza. Una imagen más y tendría que parar en el arcén para hacerlo realidad.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Pau–. ¿Te duele algo?
–No, nada –respondió él, con voz ronca.
–¿En qué estabas pensando? –le preguntó Pau, tocando su rodilla.
–Nada de preguntas y nada de charla si quieres llegar a casa de una pieza.
Por el rabillo del ojo vio que esbozaba una sonrisa mientras se deshacía la coleta.
Le gustaría ser él quien hiciera eso, pensó, respirando el olor de su gel, el mismo de la noche anterior.
Tuvo que moverse, incómodo. Estaba reaccionando como un adolecente y no como un hombre adulto.
Cuando llegaron a casa detuvo el coche y apagó el motor.
En el silencio podía oír los latidos de su corazón y la suave respiración de Paula, que se había quedado dormida.
–Paula… despierta.
Ella abrió los ojos poco a poco.
–¿Ya hemos llegado?
–Sí, vamos.
Pero Pedro vaciló un momento antes de salir del coche.
¿Sería capaz de marcharse cuando decidieran que ya habían tenido suficiente? Aunque más bien sería ella quien le diese la espalda para salir con algún otro hombre.
Tenía que pensar eso, así sería más fácil mantener la perspectiva.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)