lunes, 10 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 3




HUBO un terrible silencio. Paula no respiró ni se movió, aterrorizada ante la enormidad de lo que acababa de decir... ante lo inevitable. De inmediato notó que había asustado a Pedro, que estaba tan tenso como ella. Entonces él habló en un tono de voz extraño, ronco, como si también su corazón estuviera hecho pedazos.


—Te traeré una bolsa de agua caliente y un termómetro. Y miel, y limonada. Hablaremos cuando hayas dormido y te encuentres mejor.


—¡Hablemos ahora, antes de que tengas tiempo de inventar una excusa!


—¿Tan poco confías en mí? —preguntó él con tristeza, ausente.


Paula sintió que la amargura la invadía. ¿Confiar en él? 


Habría estado dispuesta a confiarle su vida. Pedro siempre había tenido en sus manos su amor, su futuro, sus esperanzas. Pero la había defraudado. Ella se estremeció. 


Era como si hubiera llegado hasta el mismísimo infierno, y quisiera arrastrarlo a él también.


—De haber llegado tú a casa de forma inesperada y haberme encontrado medio desnuda, rodeada de calzoncillos y chaquetas rojas, ¿no habrías pensado que me había ido a la cama con toda la Guardia?


—Iré a por la limonada —contestó Pedro, pálido.


Tenía prisa por escapar, pensó Paula. No solo la encontraba poco atractiva, sino que además veía por primera vez un aspecto sarcástico y desagradable de su carácter que ni ella siquiera sabía que existiera. Pedro siempre había adorado su forma divertida de ver la vida pero, de pronto, ella se mostraba ácida.


Sin embargo, ¿era de extrañar? Paula se acurrucó en la cama, desesperada. Le había entregado el corazón a Pedro y, en respuesta, él la había traicionado dos años después de casados. Por supuesto, hacía tiempo que el matrimonio no era más que una farsa, pero ella ni siquiera se había dado cuenta. Todas aquellas noches en que él llegaba tarde, supuestamente a causa del trabajo, fingiendo expandir un negocio de éxito y visitar clientes... las había pasado con Celina. Y su agotamiento no se debía al hecho de que tuviera que recorrer Londres, haciendo visitas a clientes.


Paula adoraba su trabajo, pero lo cierto era que echaba más horas de las que debía por miedo a llegar a casa y verse sola, en medio del silencio y del vacío del campo, en aquella casa sin terminar. Y mientras tanto, él cortejaba a Celina y la llevaba a cenar...


—Aquí tienes.


Al oír la voz de Pedro, ella se incorporó. Alargó una mano y derramó en parte la taza. Ambos se miraron fijamente, sin hacer caso. Los ojos de Paula estaban llenos de preguntas; él parecía alarmado.


—Deja, vamos con las explicaciones —afirmó ella de mal humor.


—Sería mejor dejarlo para después —objetó Pedro retirando la mano sin dejar de observarla—. Ahora estás de mal humor...


—¿Y qué esperabas?


—Que me escuches, que seas justa. Y ahora eres incapaz, ¿no crees?


—¿Acaso has sido justo tú con nuestro matrimonio?


—Sí, lo he sido.


—Ah, ¿sí?, ¿durante cuánto tiempo?, ¿una semana?, ¿o conseguiste serme fiel durante un mes, antes de comenzar tus correrías? ¿Cuánto tiempo, Pedro?, ¿desde cuándo me engañas?


—No ha habido nada, no te he sido infiel –respondió él con lágrimas en los ojos.


Quizá Pedro se arrepintiera. Tendrían todo tipo de problemas a la hora de separarse. Tendrían que decidir cómo compartir los regalos de boda, quién pagaría los muebles, las alfombras... una pesadilla. No era de extrañar que Pedro estuviera pálido. Ella suspiró.


—Perdona que me cueste creerlo.


Él le tendió la bolsa de agua caliente. Paula pensó en la posibilidad de arrojarla contra un jarrón, pero se reprimió. 


Necesitaba calentarse. Pedro acercó una silla y se dejó caer pesadamente sobre ella. La toalla de las caderas se le abrió, mostrando un poderoso muslo. Era incongruente, pero ella deseó acariciarlo.


—Ponte el termómetro —añadió él con amargura. Así que sí se sentía desgraciado, pensó Paula, molesta consigo misma por no poder apartar la vista de sus piernas. Ella agarró el termómetro y se lo metió en la boca, mirándolo con el ceño fruncido. Tras unos instantes él apartó la vista, incapaz de sostener la de ella. Se sentía culpable, pensó Paula.


Pedro se levantó cansado, como si el cuerpo le pesara, y se acercó a la ventana, dándole la espalda. Aquella especie de rechazo la molestó. Ella quería odiarlo, pero el corazón la traicionaba. Resultaba desalentador ver a una persona tan fuerte y segura de sí misma como Pedro en aquel estado. 


Todos sus movimientos, antes vigorosos y resueltos, delataban desánimo. Ella no pudo evitar sentir lástima.


Era probable que Pedro estuviera pensando en el futuro. En la casa, que perdería. Por eso estaba deprimido. Él adoraba Deep Dene. Paula, en cambio, temía las consecuencias de aquella infidelidad por motivos muy diferentes: porque amaba a Pedro. Pero no quería pensar en ello, más valía olvidar el vacío de su vida sin él. Lo amaba con locura y desesperación, a pesar de su mala opinión de él. Le resultaba imposible cambiar de pronto unos sentimientos larga y apasionadamente guardados en su interior durante años. Al fin y al cabo se conocían desde la adolescencia, y jamás ninguno de los dos había mirado a otra persona con deseo. Hasta aquel día. Ella se tapó los ojos. Tardaría años en borrar tanto dolor de su corazón... si es que alguna vez lo conseguía. Su mente era un caos, su corazón estaba hecho pedazos.


Paula sintió que el termómetro resbalaba de su boca y abrió los ojos, observando a Pedro, que examinaba el instrumento inclinado sobre ella, muy cerca.


—Bueno, vamos a ver —comentó él con voz ronca, respirando con pesadez y mirando su hombro, que ella se apresuró a tapar con el camisón—. La temperatura es normal.


—Es imposible, me encuentro fatal.


—Míralo tú misma.


—Entonces es que he comido algo que me ha sentado mal —declaró ella tras comprobar que él tenía razón, incapaz de apartar la vista de los labios de Pedro.


—¿Quieres dormir, o crees que podrás prestarme atención y ser justa conmigo? —preguntó él apartándose para evitar toda tentación, tenso, dispuesto a solucionar de una vez por todas la situación.


—¿Dormir?, ¿crees que podría dormir con este peso en el corazón?


—No, claro. Bien, pero con una condición. Me gustaría que no me interrumpieras con tus observaciones sarcásticas hasta que haya terminado.


Escarmentada, Paula asintió. Jamás hubiera debido comportarse como lo había hecho. El shock parecía haberla transformado en un animal peligroso, salvaje. Pero la culpa era de Pedro.


—Lo siento, he perdido el control. Estoy...


—Lo comprendo —musitó él tratando de evitar que terminara la frase.


Paula reprimió las traicioneras lágrimas de sus ojos. ¿Cómo podía saber él lo mucho que lamentaba haber perdido al hombre al que amaba?, ¿cómo podía saber hasta qué punto estaba decepcionada, al comprender que su confianza infinita en él no valía nada? Se sentía vacía, no podía esperar nada.


—Dudo mucho que comprendas —susurró ella.


—No es de extrañar que estés así, no te encuentras bien. Y acabas de llevarte un shock.


Paula suspiró, hastiada. Hablaban con cortesía, como dos simples conocidos. Era ridículo. Impotente, dirigió la vista hacia el hermoso rostro de Pedro, que tantas veces la había seducido. Sus labios habían besado aquellos oscuros ojos, aún recordaba la suavidad de sus pestañas. Sus dedos habían acariciado aquel mentón. Una y otra vez, su cuerpo se había apoyado en el de él en un éxtasis de satisfacción... 


Pero lo mismo había hecho Celina. Angustiada, Paula volvió la cabeza con un movimiento brusco.


—¿Qué ocurre? —preguntó él agarrándola por los hombros—. Dime, ¿qué te duele?


Todo. Todo le dolía. De una manera terrible. Pedro trataba de acercarse a ella con dulces palabras, creyendo que podrían dejar a un lado el problema y continuar con su vida normal, como si no hubiera pasado nada. Pero ella había perdido al amor de su vida, sus esperanzas, había perdido al padre de sus futuros hijos...


Juntos habían soñado con el futuro, con una casa espaciosa y bonita, con hacer fiestas para los amigos, con sus hijos. 


Cuatro, recordó Paula. Cuatro hijos que llenaran la vida de Pedro, que jamás había tenido una familia. Cuatro hijos que aliviaran el vacío de una infancia y una juventud penosa. 


Saldrían juntos de vacaciones, construirían su vida sobre la base del amor y la felicidad, con la seguridad que les procuraban dos empleos bien remunerados. Pero Paula no permitiría que ocupara de nuevo un lugar en su corazón.


—¡Paula! —musitó él alarmado, cuando ella se retorció en la cama. Pedro la estrechó por los hombros y la sacudió—. ¡Por favor, dime qué te ocurre!


—¡Tú!, ¿es que no lo comprendes? ¡No puedo ni verte! —gritó ella.


Paula apenas oyó la forma estruendosa en que él salió de la habitación. Comenzó a llorar porque quería tenerlo cerca, consolándola... Era una estúpida, ni siquiera sabía qué quería. Derrotada, se dejó caer sobre la almohada. 


Quizá Pedro la hubiera abandonado, quizá no volviera a verlo nunca. Aterrada y desolada, se echó a temblar. No volvería a ver su rostro, a oír su respiración. Se quedaría sola.


¿Como era posible que no hubiera visto los signos de peligro, cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que se tenían abandonados el uno al otro?, no había reaccionado a tiempo, negándose a admitirlo, insistiendo en que pasaran más tiempo juntos.


Ella deseó dar marcha atrás al reloj.


—Paula —volvió a llamarla él con voz estrangulada, al oído. 


Ella lo rechazó con las manos, pero Pedro la agarró con fuerza y la incorporó, enjugándole las lágrimas—. No llores, por favor. Te he traído un poco de brandy. Debes bebértelo, estás enferma.


No podía ponerse enferma. Debía ser fuerte, organizar su nueva vida, ver a un abogado. Por fin, los sollozos de Paula comenzaron a cesar. Ella le permitió a Pedro sostenerle el vaso y acercárselo a los labios, sabiendo que si no le dejaba hacerlo lo derramaría. El brandy trazó un reguero de calor por la garganta de Paula, reanimándola. Ella mantuvo la vista fija en el vaso, en las manos de Pedro. Siempre le habían gustado. Eran grandes y capaces, de dedos largos y esbeltos. Muchas veces habían sostenido su rostro, mientras los labios de Pedro descendían sobre los suyos en un embriagador beso... Paula tosió.


—Bebe, no pienses en nada. No te tortures. Todo irá bien, te lo prometo.


—¿Y cómo es eso, me pregunto?


—Te lo aseguro, confía en mí. Lo solucionaremos. No puedo soportar verte así.


—Eso deberías haberlo pensado antes de lanzarte a la aventura.


—¡Tú sabes cuánto he trabajado! —gritó él atándose con fuerza la toalla—. No soy Superman, jamás habría tenido la energía suficiente como para lanzarme a la aventura sin dejar de trabajar —ella permaneció en silencio—. Necesito que conserves la calma.


Paula apartó la vista. ¿Conservar la calma? Sí, la conservaba, pero solo porque estaba entumecida, helada.


Era como si la sangre hubiera dejado de correr por sus venas. Ella se tapó con las sábanas como si no quisiera escuchar una explicación poco convincente y llena de incoherencias, una explicación llena de mentiras que se pasaría la vida destapando, una a una.


—Lo estoy, pero no te dejes engañar. Continúa, veamos cuál es tu explicación.


—No puedo hablar contigo, cuando ni siquiera me miras —respondió Pedro respirando hondo.


—Vamos, acaba de una vez —lo animó Paula volviéndose y mirando al techo, con el cuerpo tenso.


—Dame un respiro —protestó él.


—¿Y por qué iba a hacerlo?


—Si no ves ninguna razón, entonces no hay esperanza, ¿no crees?


Tras aquella amarga afirmación, hubo un silencio largo y doloroso. El ambiente era de sospecha, de odio. Paula sentía que Pedro se alejaba de ella, aunque no en un sentido físico. Sentía cómo el lazo que los unía se rompía. Y la desesperación se apoderó de su corazón. Le resultaba incomprensible que él estuviera enfadado. ¿Es que no se daba cuenta de que ella se estaba muriendo por dentro?


—Bien, explícate.


—Para mí, la cosa está perfectamente clara —afirmó Pedro tras una pausa de unos segundos, en voz baja—. He estado pensando en ello. Creo que Celina llevaba tiempo planeándolo.


—¿El qué?, ¿el revolcón en la cama contigo?, ¿en nuestra casa? —soltó Paula sin poder evitarlo—. Es la gota que rebosa el vaso, la última humillación.


—Estás alterada —alegó él con una mueca—. No digas nada que luego puedas lamentar...


—¡No voy a ponértelo fácil!


Pedro juró entre dientes y agachó la cabeza. La ocultó entre las palmas de las manos. Él, que siempre había sido invencible, una roca. Ella apenas podía soportar verlo así. 


Era peor que verse a sí misma de aquella manera. ¿Pero qué significaba eso?, se preguntó. ¿Que lo amaba lo suficiente como para perdonarlo?, ¿lo dejaría volver, si él se lo rogaba?, ¿lo dejaría acercarse a ella, sin pensar en la otra mujer?


—No puedo soportar tu odio —susurró Pedro.


Paula sintió que la lástima y la ternura por él la desgarraban. 


Él siempre se había sentido rechazado, durante toda su vida. 


Y su actitud debía parecerle tan solo otro rechazo más. Pero, ¿qué esperaba después de lo ocurrido? Era ella quien había sido traicionada.


—Déjate de sensiblerías, vamos a los hechos.


Pedro apartó las manos del rostro, pero se mantuvo cabizbajo. Ella se quedó mirándolo. Tenía las pestañas mojadas y brillantes. Entonces desvió la vista hacia sus
manos, flojas, sobre el regazo, y vio que estaban mojadas.


Pero la pena y la inocencia eran cosas distintas. Paula se endureció y, por fin, él continuó:
—Tenía una cita en Brighton. Celina vino conmigo. Por lo general, ella nunca se trae un termo, pero hoy trajo uno con café. Al principio, yo creí que había sido un accidente, pero ahora comprendo que no lo fue...


—¿Qué es lo que fue un accidente? —preguntó Paula, confusa, nerviosa por su modo de contar las cosas. 


—¿Qué? Ah, lo del café. Yo iba conduciendo y ella comenzó a servir café. No sé cómo, pero lo derramó sobre mi camisa y mis pantalones. Café solo, sin azúcar, dijo. No puedes presentarte así a la cita, añadió. Estamos muy cerca de tu casa; será mejor que te cambies. ¡Qué estúpido he sido! Es el truco más viejo del mundo.


Paula esperó. Pedro parecía triste, como si de verdad las cosas hubieran ocurrido así. Ella estaba a punto de creerlo... pero recordó la ropa tirada en las escaleras y las palabras de Celina, asegurando que no había sido la primera vez. La cabeza le retumbaba llena de preguntas que él no había contestado.


—¿Y?


—Llegábamos tarde. Era una reunión importante y yo estaba preocupado —continuó Pedro—. Dejé a Celina en el salón con una pila de revistas, subí aprisa las escaleras y me quité la ropa sucia...


—¿Y dónde está? —preguntó Paula suspicaz.


—¿El qué?


—Tu ropa, no está en el baño. No la he visto...


—La dejé encima del cesto de la ropa sucia —respondió él, confiado.


Ambos miraron. Sobre la cesta de la ropa, en el rincón del dormitorio, no había nada. Pedro musitó un juramento y se acercó a abrir la tapa con bastante menos puridad.


—¿ Y bien?


Paula deseaba que la ropa estuviera allí, que al menos parte de la historia fuera verdad. Su única esperanza era que Pedro, hasta ese momento, hubiera sido sincero: que lo del café hubiera sido un accidente, que Celina hubiera aprovechado la oportunidad para seducirlo mientras estaba desnudo, y que se hubiera abalanzado sobre él con tanta insistencia que él no hubiera podido resistirse. Pero la expresión del rostro de Pedro tiraba por tierra sus esperanzas. Lo había pillado en una mentira.


—No está —anunció él con ojos enfebrecidos.


—No —respondió ella en un tono de frialdad, observándolo abrir armarios y cajones, desesperado—. Lo sabía.


—¡Estaba aquí! —insistió Pedro mirándola irritado, alterándose por segundos.


—Basta, no me vas a engañar —comentó ella pensando que su interpretación era perfecta.


Pedro se dio media vuelta, con ojos brillantes de ira. Tenía las piernas separadas, todo su cuerpo estaba a punto de estallar. Paula tragó. Él parecía creer en sus propias mentiras.


—Escúchame —ordenó Pedro apretando los dientes—. Mi ropa estaba manchada de café. La dejé sobre la cesta y entré en el baño a tomar una ducha...


—Mientras Celina subía a hurtadillas, robaba tu ropa y corría escaleras abajo a esconderla. Solo que al volver dejó un reguero de ropa femenina tirada —terminó Paula la historia con sarcasmo.


—¡Sí, algo así debió ser!


—¡Oh, vamos, Pedro!


—Sé que parece una locura, pero...


—No, no es una locura. Es ridículo.


—Bueno, no sé cómo lo hizo... —continuó él, pasándose la mano por los cabellos—, lo único que sé es que, cuando salí de la ducha, Celina no llevaba nada encima; solo tu toalla azul.


Esa parte de la historia sí debía ser verdad, pensó Paula.


Aquella mañana, antes de marcharse a trabajar, había sacado una toalla limpia del armario y la había dejado sobre la silla del dormitorio, preparada para cuando la necesitara por la noche, tras la ducha.


—¿Y? —preguntó ella—. ¿Qué ocurrió entonces?


—¡Nada! —exclamó Pedro con ojos brillantes, ante la indirecta.


—Quiero decir, ¿qué razón te dio ella para desnudarse así, delante de ti, si tú no le habías sugerido nada?


—Pues... la verdad es que al principio pareció confusa —contestó él tras una pausa con el ceño fruncido, mientras pensaba en la respuesta—. Era como si no esperara que fuera yo quien la encontrara así...


—Eso no tiene sentido.


—¡Ya lo sé, pero yo no puedo explicarte el porqué de su comportamiento! —respondió Pedro irascible—. Le di un empleo porque tiene una imaginación brillante. Siempre sabe encontrar una solución cuando está acorralada. Yo, en cambio, voy directo al grano.


—Bien, pues yo sí soy mujer y tengo los mismos talentos que Celina. Quizá pueda resolver el misterio —declaró Paula—. Te tiró el café a propósito, esperó a que te metieras en la ducha y se desnudó. Luego, mientras subía las escaleras, fue dejando caer su ropa. Entró en el dormitorio para recoger tu traje, para mandarlo a la tintorería como una buena secretaria —continuó sugiriendo ella sarcástica, ante la ira de Pedro—, pero tú saliste antes de lo que ella esperaba, y la pillaste con mi toalla. Su verdadero plan era que siguieras el rastro de la ropa escaleras abajo, excitándote más y más a cada paso. Ella te esperaría desnuda, sobre la alfombra, en una posición seductora, con una copa de champán en la mano y una enorme sonrisa.


—¿De verdad crees que...?


—¡Por el amor de Dios, Pedro! ¿Es que no ves que me estoy burlando de ti?


—Bueno, a veces las mujeres utilizan tácticas increíbles —contestó él de mal humor, ruborizado—. Estoy empezando a descubrirlo, pero me está costando caro solo puedo darte mi versión de los hechos.


—¿Que es...?


—Salí de la ducha y la vi desnuda. Y comenzó a hablar en susurros, de una forma extraña. Decía que esa era nuestra oportunidad, cosas así.


—Cuéntame los detalles.


—No.


—¿Es que no te acuerdas?


—Me resulta violento.


—Pues libérate —lo animó Paula.


—Hablaba de... de sus sentimientos hacia mí, del hombre que creía que yo era —explicó Pedro con brevedad—. Le dije que no fuera estúpida, que se vistiera.


Él estaba mintiendo. Parecía avergonzado de sí mismo. 


Paula hubiera preferido que admitiera el adulterio y le rogara el perdón. Aquella actitud era cobarde.


—Así que dices que de pronto te viste frente a una preciosa mujer medio desnuda que te confesaba su amor, y que le respondiste: «Bueno, ¿y qué? No, gracias, estoy casado».


—¡Por supuesto! —exclamó Pedro, atónito e indignado.


—Eres un verdadero santo.


—¡No seas tan dura! —volvió a exclamar él de mal humor—. No tiene sentido que te cuente la verdad, si ni siquiera me estás escuchando...


—Te estoy escuchando, solo que estoy atónita.


Pedro le lanzó una mirada airada, como si Paula estuviera cometiendo una terrible injusticia con él. Pero la experiencia la había enseñado a comprender que esa era la típica reacción de todas las personas cuando se equivocaban. Se enfrentaban a su culpa restándole importancia, buscando excusas para su comportamiento o, mejor aún, señalando los defectos de los demás. Era el único modo de defenderse.


—Si quieres mi opinión, Pedro—continuó ella con frialdad—, tienes suerte de que nadie haya aplastado tus sesos contra la pared.


—Basta, me marcho. Está claro que no vas a creerme...


—¿Te das por vencido? —preguntó Paula a gritos, incorporándose. Él no podía marcharse y dejarla ahí, hasta que no le dijera toda la verdad—. ¿Acaso no confías en tu propia historia?


—Eres tú quien no confía en mí, ese es el problema —respondió Pedro observándola con mirada fría.


Ella se quedó helada. En efecto, Pedro ya no la amaba. Su matrimonio jamás resucitaría, a menos que ocurriera un milagro. Entonces, ella rogó en silencio por que ocurriera ese milagro. No podía vivir sin él. A punto de estallar, Paula enlazó las manos sobre las rodillas y abrió inmensamente los ojos, suplicante.


—Quiero creerte. Te lo digo con sinceridad, lo deseo.


—Bien —contestó Pedro, un poco aplacado—. Le dije que estaba furioso con ella. Volví al baño y cerré la puerta con llave, para que quedara claro que no tenía ningún interés en ella, y esperé. Quería darle tiempo para vestirse, pero es evidente que ni siquiera se molestó. Supongo que te oiría llegar y volvió a tumbarse en la cama. Cuando salí del baño y oí tu voz, comprendí que habías vuelto a casa.


—Pues debiste llevarte un buen susto.


—Vi mi vida entera, en cuestión de segundos —admitió él—. Cuando me di cuenta de que Celina seguía desnuda, comprendí qué era lo que parecería.


—Es obvio. ¿Quieres decir que llegué a casa justo a tiempo de evitar que ocurriera algo?


—¡Sí! Es decir, no, maldita sea. No habría ocurrido nada...


—Supón que admito tu versión. ¿Qué crees que pretendía Celina?


—¡Meterse en mi cama, supongo! —gritó Pedro.


—¿Y jamás te había dado muestras de que estuviera interesada por ti hasta ahora?


—No —negó él de mal humor, metiéndose las manos en los bolsillos, como si se diera cuenta de lo inverosímil que resultaba su historia.


—Pero falta tu ropa, Pedro—objetó ella cerrando los ojos—. No hay ropa manchada de café. Y la idea de que Celina subiera y bajara desnuda varias veces las escaleras es ridícula.


—¡Eso no significa que no sea cierta!


Paula respiró hondo, tratando de reunir coraje para enfrentarse a la verdad antes de dar otro paso. Quizá pudieran arreglarlo todo. Pedro debía comprender que, si quería que los demás confiaran en él, primero tenía que mostrarse digno de esa confianza.


—Y, ¿por qué no admites que tienes una aventura y comenzamos por el principio?


—¡Porque no la tengo! ¡Jamás la he tenido! —exclamó él caminando a grandes pasos por la habitación—. Es lo último que haría en mi vida. No me conoces en absoluto, ¿verdad?


—No, no te conozco —confirmó Paula con amargura, atónita ante sus aires de indignación.


—Sí, eso está más que claro. No puedes ni imaginar hasta qué punto me decepcionas.


—¿Que yo te decepciono? —repitió ella abriendo la boca perpleja y volviendo a cerrarla—. ¡No podrías ser más arrogante, Pedro! Eres tú quien comete un error y, sin embargo, eres incapaz de dar tu brazo a torcer y confesar por culpa de tu estúpido orgullo. En lugar de eso, me cuentas una historia ridícula. ¡No creo una sola palabra!


—Pues debes hacerlo o hemos terminado —advirtió Pedro.


¿Cómo se atrevía a darle ese ultimátum? Paula fijó una mirada helada sobre él y respondió:
—Quiero estar sola. Será mejor que esta noche duermas en la habitación de invitados. A menos, por supuesto, que prefieras irte con Celina.


—Gracias por tu voto de confianza —musitó él apresurándose a recoger ropa limpia del armario—. Me alegro de descubrir a tiempo lo que opinas sobre mí y mi moral, sobre mi lealtad hacia nuestro matrimonio.


Herido en su orgullo, Pedro giró sobre los talones y se encaminó hacia la puerta a marchas forzadas, Instantes después, ella oyó un portazo, el sonido del motor de un coche arrancar y el ruido de las ruedas sobre el barro. 


Después, silencio. Todo había concluido. Pedro y ella eran enemigos. Hasta el final.










EL ENGAÑO: CAPITULO 2




ERAN piernas esbeltas, observó ella. Con uñas pintadas de rojo. Paula sintió que todo su mundo se venía abajo. No se atrevió a mirar más arriba. 


—¡Dios mío,Paula! —exclamó la mujer de largas piernas—, ¿qué llevas en los pies? 


La risa de Celina la estremeció. Celina tenía la vista fija en las uñas de sus pies, que extendía sobre la alfombra reclamando la posesión de toda la casa, al tiempo que la de su marido. Era la secretaria de Pedro, su mano derecha. Y, desde aquel momento, también su mano izquierda, sus dos piernas, su torso... En apariencia, toda Celina era ya del dominio de él. Y ella ni siquiera parecía avergonzada. 


Paula se puso furiosa. Observó el aire triunfante de Celina, tapada apenas con una toalla azul, su toalla, y entró en el dormitorio. En comparación, ella debía parecer una rata recién salida del agua. Pero poco le importaba su aspecto, aunque estuviera poniendo perdida la alfombra color crema. 


—¡Llevo botas cubiertas de barro, y te aseguro que hacen daño, con los pies desnudos! —gritó ella mientras la secretaria se echaba atrás—. ¡Y ahora explícame tu atuendo, Celina!



—¡Paula! —gritó de pronto Pedro, horrorizado. 


Ella alzó la cabeza en dirección a la puerta del baño, delante de la cual estaba Pedro, de pie. 


Cerró los ojos y juró. Él estaba desnudo excepto por una pequeña toalla enrollada a las caderas. 


Su formidable cuerpo, masculino y musculoso, y sus cabellos, estaban mojados. Se había dado una ducha tras el acto sexual, pensó Paula respirando hondo. Así que era cierto, él le había sido infiel. No podía creerlo. 


—¡Desgraciado! —gritó furiosa mientras veía su mundo desplomarse. 


—¡Oh, Dios mío! —gimió Pedro. 


Herida hasta extremos inconcebibles, Paula observó la expresión de los ojos de él, que mostraban vergüenza y horror. Estaba pálido, tenía los labios blancos. Su rostro era la más clara imagen de la culpabilidad. Ella sintió que todo le daba vueltas. 


—¡Pedro! —gritó Paula en tono de reproche, incapaz de pronunciar palabra. 


—¡Cariño! —gritó él a su vez, alargando una mano en un gesto de reconciliación, que ella rechazó con disgusto. 


—¡No, no me toques! 


—No comprendes —alegó él serio, frunciendo el ceño—. No es lo que piensas... 


—¿No? ¡No me mientas! ¡No me tomes por una idiota! —gritó Paula, histérica. 


Era inconcebible que Pedro se atreviera incluso a soltar la clásica respuesta masculina de «no es lo que piensas». Pero sí lo era. Siempre lo era. 


—¡No te miento! —exclamó él cruzándose de brazos, desafiante. A pesar de su actitud, Paula observó que estaba nervioso, que le costaba respirar. Y prefería no averiguar por qué—. Estás llegando a conclusiones precipitadas... 


—¿Precipitadas? ¡Pero mírate!, ¡mírala a ella! —exclamó ella señalando a la sirena de toalla azul—. ¿No llegarías a conclusiones precipitadas tú también? 


—¡Celina, te dije que...! —comenzó a decir Pedro. 


—¡No puedo creerlo! No irás a echarle la culpa a ella, ¿no? —continuó Paula. —¡Basta, deja de fingir que eres inocente! ¡Hacen falta dos para acabar desnudos en la cama! Tenía una buena opinión de ti, pero según parece estaba equivocada. No puedo creer que seas tan cobarde como para echarle toda la culpa a ella. ¿Cómo has podido hacerme esto? —sollozó Paula con ojos llorosos—. Si te importara, jamás habrías... 


—¡Paula! —gritó Pedro con el ceño fruncido, sorprendido. 


—¿Qué?, ¿qué pasa? 


—¡Tienes un aspecto terrible! —afirmó él con crueldad. 


—Muchas gracias —respondió ella con una mueca—.Solo me faltaba eso. 


Paula desvió la vista hacia Celina, que dejó resbalar con gran arte la toalla para ofrecer una panorámica más reveladora de sus suaves y voluptuosos pechos. Celina no estaba mojada ni tenía el rostro rojo de ira, no tenía el pelo aplastado y lleno de barro por la lluvia. El contraste era patente. En lugar de sofisticada e irresistible, Paula estaba cubierta de barro y tenía un aspecto enfermizo. No podía competir con ella, daba pena. 


—Bueno, es que tienes mal aspecto —insistió Pedro con el ceño fruncido. 


—Sí, pero ni Cleopatra resultaría atractiva, dadas las circunstancias —respondió ella resentida, alzando la cabeza—. ¿Alguna vez, al volver a casa, encontró la Reina del Nilo a su marido arrancándole la ropa a otra mujer, y dejándola caer artísticamente por las escaleras? 


—¿Arrancarle qué?, ¿de qué estás hablando? —exigió saber él, la viva imagen de la indignación. 


—¡Eso! —gritó Paula con amargura, señalando en dirección a las escaleras. 


Pedro esbozó una expresión de confusión convincente en extremo; sus largas piernas acortaron la distancia que los separaba con impaciencia, en cuestión de segundos. 


—¡Dios mío! —comentó despacio, observando las prendas tiradas como si no las hubiera visto antes. 


La interpretación resultó brillante. No era de extrañar que hubiera conseguido ocultarle su infidelidad hasta ese momento, pensó Paula. Pedro era una estrella de Hollywood, interpretando al marido inocente acusado por error de tener una amante. 


—¿Vas recordando, o tenías tanta prisa que ni siquiera te diste cuenta de lo que hacías? —preguntó ella. 


Pedro explotó entonces de ira. Una aterradora rabia hizo presa de él, que no dudó en dirigir hacia Celina. Ella, a su vez, se tapó la boca en un gesto revelador, como diciendo: «¡qué traviesos somos!» 


—¡Eres una estúpida! 


La secretaria, por toda respuesta, se encogió de hombros y parpadeó. Paula llegó incluso a temer por ella. Pedro parecía reventar de rabia, la expresión de su rostro era atronadora. 


—¡No te atrevas a descargar tu ira en ella! —exclamó Paula consumida por la ira—. ¡Mírate a ti!, ¡eres tú quien ha provocado esta situación! ¡Tú...! 


—¡No! —gritó él girándose en dirección a Paula—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Yo no sé nada de esto! 


Ella, intimidada, dio un paso atrás. Pedro estaba dispuesto a negar la evidencia, pensó atónita. A mostrarse incluso ofendido, a afirmar que ella estaba cometiendo una injusticia. 


—En serio, ¿es que estás drogado?, ¿te ha violado, acaso? ¡No puedo creer que te atrevas a negarlo! 


—¡Es la verdad! —protestó él. 


—¡Por favor! —gritó Paula—, ¡ahórrate el esfuerzo de negarlo y fingir que eres inocente! ¡No soporto la mentira! 


Desesperada, alzó la vista hacia los ojos de Pedro y sollozó cuando vio en ellos compasión. No necesitaba su lástima, sino su fidelidad. 


—No miento —repitió él con más calma—, pero ya nos ocuparemos luego de eso. Ahora necesitas reponerte, Paula. Estás calada, cubierta de barro y... 


—¡Como si no lo supiera! 


—¡Basta ya de sarcasmos! ¿Qué te ha pasado, te has caído? —preguntó Pedro. 


—¡Sí, así de tonta soy! —exclamó ella con lágrimas en los ojos—. Vi... vi las cortinas del dormitorio echadas y... y... —tartamudeó, restregándose los ojos—... Vi tu coche, y pensé que estarías enfermo... ¡Me preocupé! ¡Dios, si hubiera sabido...! Pero corrí como una idiota, para venir a cuidarte y... resbalé en el barro... 


—¡Oh, cariño! —exclamó Pedro con una tierna expresión de preocupación, dando un paso hacia Paula con los brazos abiertos. 


—¡No te acerques a mí! —sollozó ella—. ¡No me toques! ¡Y no me llames cariño! 


—¡Pero, cariño, te juro que estás malinterpretando la situación...! 


—¡No es cierto, ojalá lo fuera! —dijo Paula, desesperada—. ¡Está bien, adelante! ¡Cuéntame lo que ha pasado! Estoy ansiosa por saber por qué estáis los dos aquí, desnudos, y por qué Celina parece tan... satisfecha. 


—Celina—dijo Pedro en tono de orden—, recoge tu ropa y... vístete. 


Paula observó a Celina. La toalla había resbalado unos centímetros más. Pedro parpadeaba con rapidez, observando de reojo el pezón, de pronto al descubierto. Parecía atónito. Paula se sintió defraudada. 


—Claro —contestó Celina tomándose su tiempo, asegurándose de montar el espectáculo—, Pero no te olvides de la reunión, dentro de una hora... 


—¡No! —negó él pasándose la mano por los cabellos, en un evidente esfuerzo por pensar con claridad—. Yo... ; Demonios! Cancela esa reunión. Llama a un taxi y sal de aquí. Quiero verte esta noche en mi despacho... 


—En tu despacho, comprendo —rió entrecortadamente la secretaria. 


—Lo dudo —respondió Pedro furioso, respirando entre dientes—. Recoge tus cosas y no vuelvas más. 


Celina abrió atónita los ojos y esbozó una expresión maliciosa, antes de decir: 
—¿Cómo puedes tratarme así, después de lo que hemos significado el uno para el otro? Ten en cuenta lo que te pierdes, Pedro, atado a esta... aburrida y desastrosa mujer. Lo hemos pasado bien, eres un tipo estupendo. Y estamos muy bien juntos. Al menos, eso dijiste. 


Celina entrecerró los ojos esbozando una expresión aductora y cómplice, para no dejar lugar a la duda. Se refería a lo viril que se mostraba Pedro en la cama con ella. Él comenzó a tartamudear con incoherencia, lleno de ira, y apretó los puños, dispuesto a abofetearla por echar a perder su única posibilidad de salir bien parado de la situación. 


—¡Desgraciada! ¡Sal de mi casa! ¡Fuera! ¡Ahora! —estalló Paula. 


Celina se bajó de la cama.Paula cerró los ojos. A su lado, ella resultaba aburrida. Era inevitable que Pedro tuviera una aventura. Él necesitaba algo más que una extraña con la que cruzarse de noche para servirle la cena y plancharle las camisas. Y esa debía ser la razón por la que él se había acercado a Celina. Más aún, su unión había significado mucho para los dos. Y dijera lo que dijera, Pedro jamás pondría de patitas en la calle a su secretaria. Celina era demasiado valiosa como profesional. El gesto de él no era más que eso, un gesto. Solo trataba de apaciguar a su mujer porque no era más que un despreciable cobarde. 


Paula comenzó a sollozar. Siempre había creído que su marido era valiente y noble, una persona en quien se podía confiar. Y sexy. En cuestión de segundos, el pedestal en el que lo había tenido se había hecho añicos. Su respeto por él había desaparecido. Deseaba gritar de desesperación, decepcionada. Su vida, hasta donde podía recordar, siempre había estado ligada a Pedro. Pero, de pronto, descubría que todo había sido una farsa. 


Paula apenas oyó la voz profunda de Pedro, que urgía a Celina a marcharse. No podía abrir los ojos. Su matrimonio había terminado, su amor se tambaleaba. De pronto, se sintió terriblemente sola y vulnerable. Entonces, sintió una náusea y se llevó la mano a la boca, sofocada, corriendo al baño. Él debió gritarle algo a Celina y seguirla luego porque, de pronto, ella sintió sus pesadas manos sobre los hombros, haciéndola prisionera, y su torso desnudo en la espalda, en un contacto íntimo y alarmante. 


—Cariño... —dijo él en voz baja, tranquilizadora. 


—¡No soy tu cariño! ¡No finjas que te importo! —exclamó Paula histérica, sacudiéndose las manos de los hombros. 


—¡Por supuesto que me importas, me preocupas! Y creo que estás enferma... 


—¡Estoy enferma, pero de rabia! ¡Vine a casa porque estoy muy constipada! —sollozó ella aferrándose al lavabo como si su vida dependiera de ello. 


—Necesitas irte a la cama... 


—¡La cama! —exclamó Paula alzando la mirada y encontrándose con la de él en el espejo. 


—¿Qué?, ¿qué he dicho? 


—¿Piensas cambiar las sábanas primero? 


Pedro hizo una mueca, como si Paula le hubiera dado un latigazo. Ella reconoció el dolor en su gesto. Estaba pálido, tenía mal aspecto, pero Paula no quiso preocuparse por eso. 


—¡No hace ninguna falta cambiar las sábanas! 


—Entonces, ¿es que no lo habéis hecho en el dormitorio? ¡Claro, supongo que no podías esperar! —gritó ella, desesperada, incapaz de soportar la idea de que su marido sintiera esa pasión por otra mujer—. ¿Dónde ha sido? ¡Dímelo, para que no me acerque! ¡Vamos, dilo! ¿En el vestíbulo? Quemaré la alfombra, arrancaré los baldosines. Los cambiaré por... 


—¡Paula, basta! ¡Estás siendo de lo más irracional...! 


—Lo sé, pero tengo una buena razón —sollozó ella—. , Eres un bruto! ¡Te detesto por lo que me has hecho! 


Incapaz de controlarse, ella se dio media vuelta y golpeó el pecho desnudo de Pedro con los puños. Él se lo permitió, como si creyera que lo merecía. Pero aquel estallido acabó con las energías de Paula. 


—Basta, Paula. Cálmate. 


—Pues dime qué ha ocurrido. ¡Tengo derecho a saberlo! —exclamó ella llorando, dejándose caer de pronto en sus brazos. 


—Te lo diré —contestó él sujetándola—. No te tortures más, por favor. Confía en mí... 


—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Paula apoyándose en él y sintiendo acto seguido un ataque de celos al imaginar los ojos de Pedro mirando a Celina con deseo, al imaginar sus manos tocándola, y su cuerpo excitándose—. ¡Vete, Pedro! ¡No quiero volver a verte, no quiero volver a oír nada de ti! ¡Nunca! 


—¡No digas eso! —exclamó él estrechándola—. ¡No digas eso jamás, Paula! No pienso marcharme... 


—Tendrás que marcharte, es imposible que me des una explicación satisfactoria —afirmó ella con gravedad. 


—Te equivocas, puedo explicarlo. Y te lo explicaré. Pero métete en la cama, antes de que agarres una neumonía. Tienes un aspecto... 


—¡Ya sé qué aspecto tengo! ¡Estoy horrible! ¡Vete con tu preciosa Celina, y déjame en paz! 


—¡Pobre amor mío, estás pasando un infierno! —exclamó Pedro acariciando sus cabellos sucios en una maestral interpretación de ternura. 


Paula estuvo a punto de sucumbir. Deseaba tanto sentirse amada, estrechada y querida, que se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, esperando, deseando, adorando. Oler su fragancia, tan familiar, sentir su calor, su energía, y escuchar su seductora voz la relajaba. —Vamos, cariño. 


Ante aquel murmullo ronco, ella abrió los ojos. Pedro le estaba desabrochando la chaqueta. 


Rígida, atónita, Paula le apartó la mano pensando que había hecho exactamente lo mismo con Celina. 


—¡Eres un... un animal! ¿Es esa tu solución?, ¿es que no puedes pensar en otra cosa?, ¿solo piensas en darte un revolcón? ¿Es que no tienes conciencia?, ¿no tienes valores morales? ¡Suéltame, déjame... en paz! 


—¡Cálmate! No era esa mi intención, solo trataba de ayudar. ¿O es que piensas meterte en la cama vestida? 


—No me importa. ¡Simplemente... no... me... toques! 


—Bien, si eso es lo que quieres... 


Él se tomó la advertencia al pie de la letra, y la soltó. Paula cayó al suelo redonda, llorando de frustración. Debía de estar patética, pensó. Ridícula.Pedro y Celina podían reírse a gusto de ella. 


—¡Eres una cabezota! —musitó él entre dientes. 


Pedro le quitó las botas antes de que Paula pudiera retenerlo, y las arrojó a la bañera. Ella se acurrucó en el suelo, en posición fetal, llorando. 


—¡Vete! 


—No. 


El hizo caso omiso de sus aspavientos y patadas, y le quitó la ropa. Una o dos veces Paula acertó a dar en el blanco, pero él no se dejó amilanar. En medio de un gran silencio, ambos lucharon en el resbaladizo suelo, demostrando ella una resistencia febril. Cuando él por fin le quitó las medias, dejándola en ropa interior, Paula se rindió al fin, demasiado débil y resignada, ante a insistente determinación de Pedro de humillarla otro poco más. 


Él debía de estar comparando su cuerpo con el de Celina. 


Debía de pensar que todas las mujeres llevaban interior de encaje, seductora, en lugar de prendas sencillas de algodón. 


Y, seguramente, se alegraba en secreto de que Paula hubiera descubierto la aventura, porque así podría abandonarla y elegir a otra mujer más atractiva. 


—Me encuentro mal —musitó ella con tono débil. 


Pedro gruñó y la envolvió en una toalla. Ella se relajó, agarrándose al lavabo de nuevo con la esperanza de vomitar por fin y acabar de una vez. Pero las náuseas cesaron. Él volvió a sujetarla, le restregó el pelo con una toalla y le limpió la cara. La sensación era peligrosamente deliciosa. 


Era como cuando su madre la cuidaba de niña, cuando estaba enferma. Pero fue su perdición. 


Acurrucada en los fuertes brazos y pecho de Pedro, Paula luchó contra el urgente deseo de estrecharlo por el cuello. 


Era su marido, y aquella era la primera vez que se encontraban físicamente cerca el uno del otro en muchos meses. Por supuesto, su cuerpo no podía evitar reaccionar. 


Él le desabrochó el sujetador con rostro impasible. Sus ojos quedaron fijos en los pechos de Paula por un momento. Ella sintió la esperanza renacer. Quizá la encontrara atractiva, a pesar de todo... Pero esa esperanza murió cuando él, sin decir palabra, le alzó los brazos y le puso el camisón. Fue entonces cuando vio que Pedro estaba excitado. Debía de haberlos interrumpido, a él y a Celina, antes de hacer el amor. Él debía de estar aún insatisfecho. 


Atormentada, Paula desvió la vista y cerró los ojos en un vano intento por detener las lágrimas.


No lloraría. Necesitaba mantener la cabeza despejada, la mente clara. El malestar físico la había debilitado, pero volvería a luchar en cuanto se encontrara mejor para defender sus derechos. 


El colchón se hundió bajo el peso del cuerpo de Pedro, que alargó una mano para apartarle el cabello de la cara. 


—Lamento mucho que te encuentres mal. ¿Quieres que te traiga algo, cariño? 


—¡El divorcio! ¡Ya! 








EL ENGAÑO: CAPITULO 1





TENÍA una amante su marido? Pálida, horrorizada, Paula permaneció inmóvil, atónita, en el vestíbulo, sin darse cuenta de que estaba poniendo perdida la alfombra nueva. Atravesó la puerta principal con la mirada fija en la prenda interior rosa, tirada sobre el primer escalón. No quería moverse, temerosa de descubrir más ropa decorando la escalera de madera, que desaparecía haciendo una curva. El corazón le retumbaba. Aquellas braguitas eran muy seductoras, y definitivamente no eran suyas. Era el tipo de prenda que lucían las modelos en las revistas, y estaba en su casa. Pero, ¿cómo había llegado allí? 


Paula abrió inmensamente los ojos grises y se quedó en blanco, observando el ridículo lazo que adornaba los bordes de seda de la prenda. ¿Quién podía llevar algo tan incómodo y poco práctico? ¿Y qué hacía ahí, tirado en medio de la escalera? La sospecha comenzó a embargarla. 


Había demasiados cabos sueltos. Apenas podía respirar. Cada vez que lo hacía, sentía un intenso dolor en el pecho. Se sentía fatal. Gimió y cerró con fuerza los ojos, luchando contra la sensación de náusea y de debilidad que había estado padeciendo durante toda la mañana. 


Ladeó la cabeza y escuchó con atención, tratando de oír los ruidos que la orgía debía producir. 


Al menos, risas femeninas sofocadas. 


Pero los albañiles se habían ausentado durante un par de semanas, y solo oyó el ruido de la lluvia torrencial sobre el tejado. ¿Sería una buena señal? 



Paula se estremeció y se desabrochó el abrigo mojado. No era el catarro lo que la hacía sentirse mal, sino el miedo y la decepción. Estaba tiritando. Las pruebas del delito comenzaban a asustarla. Número uno: una mujer, sexualmente activa, había dejado caer aquella prenda íntima en la escalera de su casa. Paula se mordió el labio inferior, comprendiendo por qué había llegado a aquella conclusión en primer lugar. Ella no era una mujer sexualmente activa. Pedro y ella llegaban tan cansados del trabajo, que apenas se veían. Y menos aún hacían el amor. Por eso usaba ropa interior práctica, no prendas de revista. 


Número dos: minutos antes, mientras se ponía las botas en el coche, imprescindibles en aquel lluvioso mes de junio, había visto que las cortinas del dormitorio principal estaban echadas, cosa increíble en pleno día. El hecho la había sorprendido tanto, que se había olvidado del paraguas en el coche. Por eso se había calado el pelo mientras, atónita, observaba la ventana como una idiota, tratando de comprender qué estaba sucediendo. 


Debía de haber ladrones, había pensado al principio. Pero la ocurrencia era una estupidez. 


Ningún ladrón se habría molestado en echar sólo las cortinas del dormitorio principal únicamente mientras saqueaba toda la casa. Eso la había llevado al punto tres. Solo una persona tenía llaves de la casa, aparte de ella: su marido.Paula desvió entonces la vista hacia el granero, delante del cual aparcaba siempre Pedro el coche. Fue un alivio verlo allí, en lugar de la camioneta de los ladrones. Entonces pensó que Pedro debía haber vuelto a casa antes de tiempo, como ella, por culpa del mismo constipado. En sus prisas por atender a Pedro, Paula había tropezado y caído de bruces al barro, maldiciendo el día en que decidieron mudarse a vivir al campo. Pero eso último no era ninguna novedad. Ella se había puesto en pie y había seguido corriendo, soñando con acurrucarse junto a él frente a la chimenea, mientras ambos se sonaban la nariz. 


¡Ah! Lo más probable era que Pedro no tuviera ningún constipado. Los ojos de Paula brillaron resentidos y rabiosos. Quizá fuera otra cosa lo que lo hubiera tumbado. Otra persona, de hecho. 


Ella hizo una mueca, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Lo amaba. Adoraba todo en él. Y, como siempre, se precipitaba a sacar conclusiones cuando lo más probable era que hubiera una explicación perfectamente sencilla e inocente. 


Pero... la prenda íntima sobre las escaleras, su marido en casa, las cortinas echadas... todo resultaba desalentador. Paula se apartó el pelo de la cara y, por fin, las gotas de agua dejaron de resbalar por su rostro, nublándole la vista. Tenía que averiguar la verdad. 


Consciente apenas de que no se había quitado las botas llenas de barro, y de que estaba manchando la casa, Paula se acercó al pie de la escalera y se agarró a la barandilla nueva evitando desmayarse. Tenía un nudo en la garganta, era incapaz de razonar y arrojar alguna luz sobre lo que estaba ocurriendo. Pero estaba segura de que debía haber una explicación. Él jamás la traicionaría. «No, Pedro no», se repetía una y otra vez, estrujándose los sesos. 


Quizá se hubiera puesto enfermo. Quizá, antes de volver a casa, le hubiera comprado ropa interior erótica para animar su inexistente vida sexual y, por accidente, alguna prenda se hubiera caído de la bolsa, mientras subía las escaleras. Le dolía la cabeza. Paula se detuvo un momento, esperando que se le pasara el mareo. El constipado la hacía sentirse débil. Le había costado un gran esfuerzo volver de Londres, tras sentir que se desmayaba de camino al trabajo.


Y el viaje había sido agotador: dos largas caminatas, dos estaciones de metro, una hora de viaje en tren, y veinte minutos conduciendo. 


Por lo general, ella pasaba todo el día fuera de casa. Era ejecutiva financiera de uno de los más importantes almacenes de moda de Knightsbridge, en Londres. Aquel día, Paula había decidido volver a casa antes de tiempo. Y ojalá no lo hubiera hecho, pensaba mientras las dudas la carcomían, aterrorizada ante la posibilidad de que Pedro estuviera en el dormitorio con otra mujer. Ella alzó la cabeza y, para su desesperación, observó de pronto otra prenda, unos cuantos escalones más arriba. Era una media de seda. Su pareja estaba enrollada de manera erótica sobre la barandilla de la escalera. 


—¡Oh, Pedro! —exclamó Paula en un tono trágico, esperando aún que hubiera una explicación racional para todo aquello—. ¡Por favor, no estés en el dormitorio! ¡No podría soportarlo! 


Pedro lo era todo para ella. Por él, había accedido incluso a mudarse a aquella horrible casa, rodeada de barro, con un ático lleno de ardillas que no dejaban de correr durante toda la noche.Paula había tratado de hacer caso omiso de las arañas, que aparecían por los rincones más inconcebibles de la casa. Cualquier cosa, con tal de hacerlo feliz. Porque habían sido felices, ¿o no? Dos años antes, el día de su boda, él le había jurado amor eterno y había atravesado el umbral de la puerta de aquella casa campestre de Deep Dene con ella en brazos, señalando orgulloso las enormes posibilidades del lugar, mientras Paula solo veía en ella abandono y aislamiento. Pero, por él, ella había funcionamiento de la cocina y el horno. 


Criada en la ciudad, Paula soñaba con calles pavimentadas, carreteras alquitranadas llenas de tráfico e inhalaciones de monóxido de carbono. Pedro, en cambio, adoraba Deep Dene y sus vigas antiguas de madera, sus chimeneas y los cinco acres de jardín, por lo que ella había acabado cediendo, horrorizada. Y así, tras contratar a un constructor, ambos habían comenzado sus viajes diarios a Londres, al trabajo, desde su futura casa de ensueño en Sussex Downs. Aquello era una pesadilla. 


Paula se quedó pensativa. Quizá el problema fueran aquellos largos viajes diarios al trabajo. 


Apenas se veían. Hacía siglos que no se abrazaban, semanas y semanas que no hacían el amor. 


Ella llegaba tarde a casa y metía algo en el microondas. Pedro volvía a altas horas de la noche, a veces demasiado cansado incluso para pronunciar palabra. Y era demasiado viril, demasiado masculino como para permanecer célibe durante mucho tiempo. Era justo en esos momentos cuando los hombres se extraviaban. 


—¡Pedro, no me hagas esto! —susurró Paula suplicante, sintiendo un insoportable dolor en el estómago que no sabía si achacar al resfriado o al miedo. 


Ella subió con lentitud las escaleras. Su frente sudaba, fría. Estaba más enferma de lo que creía. 


Fue entonces cuando oyó voces. Eran débiles, distantes, y procedían del dormitorio principal.


De inmediato, la hipótesis de la vuelta a casa de Pedro, con compras de lencería, quedó descartada. Paula pudo identificar su voz firme, profunda, y enseguida escuchó la de una mujer desconocida. 


—¡No, no! —negó inútilmente. 


Había una mujer en el dormitorio. Sin ropa interior. Con su marido. Paula tragó. No había que ser un genio para imaginar lo que estaba ocurriendo. Ella se quedó paralizada a causa del shock, mientras la cabeza le daba vueltas, escuchando aquellas voces en su mente. No podía soportarlo. 


Amaba a Pedro. Confiaba plenamente en él. No podía ser cierto. Tenía que haber un error. 


Quizá hubiera alguna otra explicación, quizá quedara otra alternativa: la salida del cobarde. 


Paula se imaginó a sí misma atosigada por las explicaciones de él acerca de reuniones de trabajo, de preparativos de fiestas sorpresa... Pero luego imaginó las dudas que corroían su interior, silenciadas para siempre ante el miedo a la verdad. No, jamás podría vivir consigo misma, ni con Pedro, a menos que supiera a ciencia cierta si le había sido infiel. Debía saber si la había engañado en su propia casa, en su propio dormitorio. Y, por supuesto, no tenía más alternativa que subir. Ella alzó la cabeza y observó aterrada las escaleras, deseando encontrar una explicación. Quizá aquella mujer fuera diseñadora de interiores, experta en tapicerías, y hubiera corrido las cortinas para... para... 


Paula se llevó el puño a la boca desesperada, tratando de ahogar un grito. ¿Y la ropa interior?, ¿para qué, por qué iba nadie a quitárselas? Ella siguió subiendo y vio otras... cosas más allá, cosas de las que no fue capaz de apartar el ojo. Era imposible, Pedro la amaba. Pero quizá no la amara ya más. Quizá la hubiera amado, hacía tiempo. ¿Cuánto tiempo hacía que no hacían el amor, que no se procuraban afecto? Demasiado. En realidad, llevaban vidas separadas. 


Paula comenzó a sentirse culpable. Había estado demasiado ocupada, demasiado cansada... pero hacían falta dos para bailar el tango. También él había alegado cansancio y agotamiento. 


Pero agotamiento, ¿de qué?, preguntó una voz suspicaz en su mente. 


Pedro siempre llegaba cansado a casa. Era como estar casada con un hombre invisible. Algunos días, lo más cerca que estaba de él era cuando se levantaba de madrugada para plancharle la camisa. Él utilizaba dos camisas limpias al día, a veces tres. Tras quemar un par él, una mañana con la plancha, ella había decidido ocuparse de esa tarea. En aquel momento se preguntaba si no habría estado preparándolo para su amante. 


Paula se armó de valor y siguió subiendo, sin mirar los zapatos rojos de tacón. Eran zapatos de fulana. Más arriba un sujetador, un liguero y una camiseta. Luego una camisa azul de ejecutiva, una falda y una chaqueta, tiradas de forma artística encima del último escalón. Tenía la boca seca. Cada escalón era como la cima de una alta montaña, acercándola cada vez más a la temida verdad. Apenas oía las voces de Pedro y aquella mujer; no podía oír lo que decían, tal era el retumbar de su corazón. El cuerpo le pesaba. Rogaba por que todo fuera un sueño, una alucinación. Soñaba con despertar y reír a carcajadas, junto a él, mientras la abrazaba, juraba que jamás miraría a otra mujer, y reconocía que en los últimos tiempos la tenía muy abandonada... 


Había llegado el momento, se lamentó ella. Había alcanzado el final de las escaleras.Paula sollozaba y jadeaba sin control mientras observaba un par de piernas femeninas desnudas. 







EL ENGAÑO: SINOPSIS





Paula estaba locamente enamorada de Pedro, su guapísimo marido; pero acababa de pillarlo in fraganti con su secretaria. 


Ahora que su matrimonio había acabado, ¡Paula descubría que estaba embarazada! 


Pedro jamás habría hecho nada que pudiera poner en peligro su matrimonio; todo había sido un malentendido y ahora no sería capaz de hacer que su relación funcionara si no conseguía que su mujer confiara en él. Fue entonces cuando supo que Paula estaba esperando gemelos y se dio cuenta de que no tenía otro remedio que convertirse en un padre a tiempo completo.