miércoles, 5 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 6




Hacía tiempo que Paula no salía del país para pasar unos días de vacaciones. Sabía que eso no iban a ser unas vacaciones, sino todo lo contrario, pero saldría del país y vería algo de la ciudad por su cuenta aunque tuviera que sacar un par de horas cuando no estuvieran trabajando. 


Además, su madre se lo había tomado bien, mejor de lo que ella se había esperado.


Había ido el fin de semana a Devon, como siempre, y había decidido que le daría la noticia justo antes de marcharse. 


Pamela Chaves, una mujer nerviosa incluso en sus mejores momentos, había ido haciéndose más neurótica y frágil a lo largo de su desdichado matrimonio. Tenía cincuenta y tantos años y seguía siendo hermosa, como ella sabía que nunca sería. Su madre era baja, rubia y con unos ojos azules de mirada soñadora. Era la típica damisela indefensa que los hombres parecían adorar. Sin embargo, con el tiempo, esa belleza había sido tanto un lastre como una bendición. Ella había observado, sin poder hacer nada, que su madre se apagaba bajo el peso de la personalidad de su marido, que era mucho más arrogante y extravagante. Había sido el ejemplo clásico de una mujer que siempre había confiado en su apariencia y que, cuando las cosas se habían complicado, no había tenido nada más a lo que agarrarse. 


Cuando Renzo Chaves empezó a perder interés por su bonita mujer, ella no pudo sobrellevarlo. Intentó por todos los medios ser más guapa, se cortó el pelo y se lo tiñó de mil maneras e hizo dieta hasta que los hombres se paraban por la calle, pero no sirvió de nada y acabó tirando la toalla, decidió permanecer pasiva mientras las aventuras de su marido eran cada vez más escandalosas. Se amilanaba cuando él bramaba y esperaba sin rechistar cuando desaparecía durante días y volvía a aparecer sin más explicaciones que el olor a perfume. Aguantó temerosa hasta que él le arrebató toda la confianza en sí misma y ya no tuvo ni fuerza ni valor para buscar una solución. Tampoco se quejó cuando él le dijo que, de no haber sido por el dinero, habría acabado con ese matrimonio hacía mucho tiempo. 


Había estado económicamente atado a ella. Tenían la hipoteca de la casa y tantas facturas pendientes que si se hubiese divorciado y ella se hubiese llevado su parte, él habría acabado viviendo tan mal que no habría podido tener amantes. Se quedó, pero también se ocupó de amargarle la vida todo lo que pudo a su frágil esposa.


Cuando Paula se sentía insegura sobre su apariencia, se decía que la belleza llevaba al desengaño. Solo había que ver las mujeres con las que salía Pedro. ¿Quién podía decir que una mujer bella lo tenía todo?


Renzo Chaves murió en un accidente de coche que liberó a su esposa de esa cautividad, pero que también dejó un legado aplastante. Pamela Chaves estaba encerrada en su casa, le aterraba la idea de salir de las cuatro paredes que la rodeaban. Afortunadamente, vivía en un pueblo pequeño donde la gente se cercioraba de que estaba bien durante la semana. Los fines de semana, ella intentaba sacarla al jardín e, incluso, había conseguido que fuese un par de veces a la tienda más cercana, aunque había sido agotador. Pagaba una terapia que le costaba un ojo de la cara, pero la recuperación era muy lenta e incierta. Creía que los fines de semana eran los momentos favoritos de su madre y se los reservaba independientemente del precio personal que tuviese que pagar. Además, después de año y medio de tratamiento y visitas, le parecía que su madre empezaba a ser una mujer un poco distinta. Le parecía menos temerosa y más dispuesta a dar paseos cortos. Naturalmente, el tratamiento iba a seguir, pero ella creía que antes o después podría pasar algunos fines de semana lejos de su madre.


Sin embargo, no sabía para qué. Su vida amorosa después de Alan era inexistente y, cuando su madre se lo preguntaba con delicadeza, siempre contestaba que no necesitaba un hombre. El mensaje tácito era que los hombres eran un problema, que solo había que ver a su padre y a Alan. 


También le había contado algunas cosas de Pedro que reafirmaban ese mensaje.


Sin embargo, cuando le dijo a su madre que no podría contar con ella el fin de semana siguiente por motivos de trabajo, se sorprendió agradablemente por su reacción.


—Me parece bien —dijo Pamela con una sonrisa—. Tengo que aprender a ser más independiente.


Ella pensó que esa carísima ayuda profesional que pagaba estaba dando resultados y que, efectivamente, estaba deseando ir a París.


Habían quedado en el aeropuerto y en ese momento, mientras esperaba al taxi, volvió a hacer un repaso mental. 


Los documentos y el ordenador portátil los llevaría en el equipaje de mano. Tenía el móvil y había metido la ropa de trabajo que necesitaba. Estarían cuatro días fuera y había conseguido meter todo en una maleta de tamaño medio. 


Hacía un día frío pero soleado y se dejó llevar por la sensación de absoluta libertad. Era una sensación tan insólita que también sintió una punzada dolorosa. Eso era algo que la mayoría de las chicas de su edad se tomarían como algo normal, pero ella estaba paladeándolo como si fuese un bocado delicioso que se acabaría enseguida. ¡Un bocado delicioso! ¡Pasaría casi todo el tiempo con Pedro


Se acordó de él con la bata, de su pecho desnudo, de esas piernas musculosas, de él reclinado en la cama enorme como un macho dominante que irradiaba atractivo sexual. 


Descartó la idea de que parte de su emoción pudiese deberse a que iba a pasar cuatro días con él en París, precisamente allí.


Sonó el móvil. Era el taxista que le comunicaba que ya estaba esperándola y se centró en los asuntos prácticos. Su madre estaba bien. No se había olvidado nada. Estaba gestándose otra gran operación, se había informado sobre la empresa en cuestión y había descargado todos los datos que podrían ser útiles para Pedro.


Cuando llegó al aeropuerto, Pedro ya estaba en el mostrador de primera clase, donde habían quedado. Él miró su maleta con escepticismo.


—¿Ese es todo el equipaje que has traído?


Para su fastidio, había pensado en ella más de lo habitual. 


No sabía qué había esperado, pero, como cabía esperar, llevaba su uniforme de trabajo, un traje gris, algo más claro por el clima, y los mocasines negros de cuero.


—Solo son cuatro días.


Lo miró de arriba abajo. Llevaba unos pantalones color crema con un jersey también color crema y una camisa de rayas. Era sofisticado e impresionante, el tipo de hombre que solo viajaría en primera clase.


—He salido con mujeres que han hecho equipajes más grandes que el tuyo para pasar una noche en un hotel —comentó él con ironía.


Disfrutaba cuando ella se sonrojaba y desviaba la mirada si le parecía demasiado provocativo algo que había dicho él. 


Tomó su pasaporte para ver la poco favorecedora foto, hizo los trámites y se dirigieron a la sala de espera de primera clase.


—Nunca he estado en París —reconoció ella impresionada por la sala de espera.


Pedro ladeó la cabeza y se sintió complacido porque ella nunca le contaba nada personal. Eso, en cualquier otra mujer, habría sido un punto a su favor, pero en ella le resultaba extrañamente irritante. Era como si cuanto menos le contara ella, más quisiera descubrir él.


—¿Nunca?


—Nunca.


—Creía que los viajes del colegio siempre iban a Francia. ¿Has estado en otra parte de Francia?


Se acordó de aquellos tiempos. El colegio público al que había asistido no había sido gran cosa y en su casa tampoco la habían supervisado mucho. Su padre había estado ausente casi todo el tiempo, fuera física o mentalmente, y su madre había ido hundiéndose en su propia desdicha y dejando de lado las actividades cotidianas que hacían casi todas las madres.


—Fui a España una vez. Una de mis amigas del colegio me llevó dos semanas de verano cuando tenía catorce años. Fueron las vacaciones más maravillosas que recuerdo.


—¿Y las vacaciones con la familia?


—No hubo muchas —contestó ella con cierta brusquedad.


—Sé lo que es eso.


Lo miró atónita. No sabía prácticamente nada de su pasado.


Lo había conocido como un hombre ya formado, como un multimillonario sin lazos sentimentales ni ganas de tenerlos. 


Era el hombre brillante y con talento que trabajaba mucho y apostaba fuerte, que chasqueaba los dedos y esperaba que todo el mundo se pusiese firme, pero que rara vez hacía un esfuerzo por alguien. Estuvo a punto de preguntarle qué quería decir, pero, por algún motivo, le aterró dar ese paso y cambió de conversación. Además, ¿le habría contado algo personal?


Él notó que ella no había querido seguir el camino abierto por su comentario. Tampoco sabía muy bien por qué lo había hecho. Nunca había querido que una mujer entrara en su pasado. ¿Le habría contado su paso por la casa de acogida? Lo dudaba, pero, para ser justos, no podía imaginársela exclamando con una compasión falsa o utilizándolo como una palanca para que se abriera como una concha. Le picó la curiosidad y la miró con los ojos entrecerrados. De repente, el viaje a París le pareció repleto de posibilidades. Se preguntó si alguna vez se habría soltado el pelo, si se habría desmelenado y emborrachado, si habría bailado encima de una mesa. No podía imaginárselo. ¿Qué estaría pasando por su cabeza? ¿Qué hacía los fines de semana? Se preguntó si habría un hombre en su vida aunque ella hubiese dicho que no.


Las preguntas quedaron flotando en el aire cuando anunciaron su vuelo. Naturalmente, ella habló de trabajo durante el viaje. Había mostrado mucha iniciativa y le presentó una lista de datos y cifras sobre una empresa que él estaba intentando comprar. Sin embargo, estaba maravillada por viajar en primera clase. Él lo había captado. 


Ella quería parecer imperturbable y mantener la actitud de eficiencia, pero también quería mirar todo lo que la rodeaba. 


En París, se alojarían en uno de los hoteles más caros, un hotel que se tomaba el lujo en serio. Sintió una oleada de placer solo de pensar en la cara de ella cuando entrara. 


Volvía a ser un jovencito que quería impresionar a una chica, aunque en su juventud había estado demasiado ocupado como para esas cosas. La huida había sido más importante que las chicas, si bien estas tampoco habían sido un problema. Además, no tenía que impresionar a nadie.


La limusina que los llevaría a donde quisieran estaba esperándolos en el aeropuerto.


—¿Nunca haces nada como las personas normales? —le preguntó ella con ironía.


—¿Por qué iba a hacerlo? —contestó él cuando estuvieron sentados.


Ella se había pasado el pelo por detrás de las orejas y llevaba unos pendientes con unas pequeñas perlas que eran lo opuesto a los extravagantes pendientes que se habrían puesto la mayoría de las chicas de su edad. Paula, que se sentía casi como una reina después de haber viajado en primera clase, se rio.


—Lo haces muy poco —comentó él en tono serio y sorprendiéndose a sí mismo.


—¿El qué? —preguntó ella con los ojos entrecerrados.


—Reírte.


—No sabía que trabajar fuese divertido —replicó ella en tono relajado y sin sarcasmo—. ¿Tú haces algo por ti mismo, Pedro?


—Gano dinero —contestó él con una sonrisa demoledora—. Mucho dinero. Aparte, pago a la gente para que se ocupe de todo lo demás.


—Pero eso no puede ser gratificante todo el tiempo.


—¿Vas a echarme un sermón sobre todas las cosas que no se pueden comprar con dinero? —él se acordó de su pasado. El dinero le habría comprado muchas cosas entonces y probablemente por eso se había dedicado a ganarlo—. Si vas a echármelo, no conseguirás que me lo trague.


—El amor no se puede comprar con dinero.


Pedro se rio a carcajadas, pero ella captó cierto nerviosismo y lo miró con curiosidad.


—Yo he comprobado todo lo contrario.


—Eso no es amor.


Ella se apoyó en la puerta del coche. ¿Cómo habían acabado hablando de algo tan personal?


—No, pero a mí me da resultado —replicó él con ironía.


No la había considerado una romántica, pero lo parecía. 


Quizá todas las mujeres lo fueran. Al menos, les apasionaba la idea de estar enamoradas, de organizar bodas, del traje blanco, de ser felices para toda la vida, como si eso existiera. Las relaciones no duraban. Todas se hundían en distintos grados. Él era un ejemplo perfecto, aunque en su caso el hundimiento había sido absoluto. Eso, si las dos personas que tuvieron relaciones sexuales y lo engendraron, tuvieron una relación de otro tipo. Lo dudaba, pero no lo sabría nunca. Lo abandonaron siendo un bebé.


—¿Y sentar la cabeza? ¿Y el matrimonio? —preguntó ella sin poder resistir la curiosidad.


—¿Qué? —preguntó él arqueando las cejas.


—¿No te tienta lo más mínimo?


—Que yo sepa, no. Mi querida secretaria, hace mucho que llegué a la conclusión de que solo puedo confiar en el dinero. Sé cómo ganarlo y el uso que puedo darle. El dinero no tiene variables impredecibles. Es posible que sea frío, pero no da la lata ni exige nada imprevisible. Además, como habrás observado, me compra lo que quiero y cuando quiero.


Ella tampoco se hacía ilusiones sobre el amor, pero aun así no había caído en ese escepticismo y se estremeció al vislumbrar la frialdad gélida que había dentro de él. No solo no creía en el amor, sino que nunca se molestaría en buscarlo. Para él, no existía. Ganaba dinero, pagaba a personas para que se ocuparan de las pequeñas incomodidades de la vida y se acostaba con mujeres para aliviarse físicamente. No era un buen tipo y, aunque fuese injusto, muy pocas mujeres podían resistirse a su magnetismo sexual. Se dio la vuelta y miró por la ventanilla. 


El día era soleado.


—¿Podrías decirme cuál es el plan para hoy? —preguntó ella, aunque seguía dándole vueltas a la conversación.


—Iremos al hotel, descansaremos unas horas y esta noche saldremos con un cliente.


—No he reservado nada.


—François y Marie van a recibirnos en su casa. Como hemos llegado hoy, y no el lunes, toda la familia estará allí. Me ha parecido que sería una buena oportunidad para oír sus opiniones sobre la venta de la empresa y sofocar los nervios de última hora.


—¿En su casa?


—Dicen que es palaciega. François me ha dicho que irán algunos dignatarios muy importantes. Celebran el cuadragésimo aniversario de su boda. Es un honor que nos hayan invitado.


Paula lo miró aterrada. Había pensado que llevarían a los clientes a algún restaurante donde ella podría pasar desapercibida como la secretaria eficiente que tomaba notas. No había previsto nada demasiado complicado y no sabía qué ponerse en un sitio palaciego lleno de dignatarios, pero dejó de pensar en todo cuando la limusina se paró delante del hotel. Aunque no tenía dinero y había viajado muy poco, había oído hablar de ese hotel. Miró boquiabierta la impresionante fachada, pero la impresión fue todavía mayor cuando entró detrás de Pedro. El mármol, las lámparas que colgaban del techo y los tapices hablaban claramente de su categoría.


—¿Vamos a alojarnos aquí? —preguntó ella con incredulidad.


—Ya sabes que mi lema es que, si puedes permitirte lo mejor, ¿por qué renunciar a ello?


Lo miró. Pedro estaba en su ambiente y ella sintió cierta emoción y nerviosismo por ser la mujer que estaba a su lado, aunque estuviera solo porque era su valiosa secretaria.


—Tengo que preguntarte una cosa —susurró ella mientras los acompañaban a las suites contiguas.


—No hace falta que susurres. Me extrañaría que al botones le interese lo que decimos. En sitios como este es esencial poner cara de póquer. A los ricos de verdad no les gusta que les miren.


Ella lo miró con los ojos como ascuas y él se rio.


—¿Tengo que disculparme por mi arrogancia?


Se dirigió al botones en perfecto francés y el muchacho se inclinó, sonrió por la generosa propina y desapareció.


—Supongo que solo eres sincero —reconoció ella a regañadientes.


A juzgar por lo que veía detrás de él, la habitación era enorme, con una sala separada y decorada con un lujo decadente.


—La sinceridad, una de las pocas virtudes verdaderas. Querías preguntarme algo… —él entró en la habitación sin mirar alrededor y ella supuso que ya había estado muchas veces allí—. Entra.


Ella entró mientras él se quitaba el jersey y lo tiraba a la cama, que era enorme. Al hacerlo, se le levantó la camisa y ella pudo vislumbrar un poco de su abdomen como una tabla de lavar.


—¿Y bien? No te quedes ahí.


Él se dio la vuelta, sacó la Blackberry y frunció el ceño por algún correo electrónico mientras ella entraba vacilantemente en la habitación. La presencia de la cama era desconcertante y hacía que se acordara de la última vez que había estado en un dormitorio con él, algo en lo que no quería pensar. Entonces, él levantó la mirada y le señaló un grupo de butacas situado junto a la ventana.


—Me temo que no había previsto que fuésemos a hacer algo tan elegante como cenar con… dignatarios —comentó ella—. Creía que solo íbamos a trabajar.


—Y has traído el traje gris, un par de blusas blancas, unas medias negras y los zapatos negros.


—Ya sé que es insulso, Pedro, pero no me tomo el trabajo como un desfile de moda. Si me hubieses dicho que…


—Ya sabías que teníamos que salir con este cliente. No habrás supuesto que tus trajes de trabajo iban a estar a la altura.


—¿Por qué no? Son profesionales y adecuados.


—Son insulsos y apagados.


—¡Creo que no es justo!


—Recibes la misma asignación para ropa que los demás empleados de tu categoría, pero da la sensación de que no te has gastado un penique en ropa.


Porque se lo gastaba pagando a un profesional que ayudara a su madre. Porque, aunque tenía un buen sueldo, después de pagar todas las facturas y de apartar un poco para los pequeños ahorros que estaba acumulando lentamente, le quedaba muy poco dinero y nada para chaquetas de quinientas libras o zapatos que podían costar más todavía.


—¿Por qué lo sabes?


—Bueno, no hay más que verlo, a no ser que estés gastándote el dinero en un misterioso guardarropa que no es para el trabajo.


—No sabía que tenías una etiqueta para el trabajo. Tampoco creo que tenga que ponerme ropa que no me gusta solo porque tú lo digas.


—Antes de que esta conversación entre en un terreno que no va a gustarme, te propongo que emplees el resto del día en ir de compras.


—Yo… yo tendría que tirar de mis ahorros…


—Te haré una transferencia, pero cómprate suficiente ropa de marca y utiliza el spa del hotel. Haz lo que haga falta.


—Lo que haga falta ¿para qué? —preguntó ella en tono tenso.


Le gustaría desaparecer para no tener que oír a ese hombre que le decía que era un embrollo.


—Paula, tienes veintitantos años y todavía no te he visto con nada frívolo.


—Nunca vendría a trabajar con algo frívolo.


—¿Tienes algo que no sea sobrio, serio y gris?


Sabía que estaba siendo rudo, pero había captado algo ardiente debajo de esa fachada atildada y quería que saliera al exterior.


—François y Marie son ricos y franceses, la mezcla es sinónimo de elegancia. Se quedarían pasmados si aparecieras conmigo llevando uno de esos trajes grises baratos que sientan tan mal. La operación no se irá al traste por lo que lleves, pero ayudaría que estuvieses a la altura.


«Baratos que sientan tan mal…». Las palabras le retumbaron en la cabeza hasta que se mareó por la rabia.


—No se me ocurrió traer el vestido negro.


—Me imagino que será del mismo estilo que el traje.


—¿Quieres decir barato y que sienta mal?


—Podría haberlo dicho con palabras más bonitas, pero no es mi estilo. Si te pones uno de esos trajes, te sentirás fatal en cuanto entres en su casa. Al ser sincero, estoy ahorrándote ese suplicio. Se preguntarán qué empleador soy que no paga a sus empleados lo suficiente para que se compren ropa aceptable.


—¿No te das cuenta de lo insultante que estás siendo en este momento?


Estaba a punto de llorar, pero no iba a hacerlo por nada del mundo.


—¿No te das cuenta de lo mal que te sentirías si llegas allí y compruebas que desentonas y llamas la atención?


—¿En qué propones exactamente que me gaste tu dinero?


—Estás metiéndote en un terreno peligroso, Paula. Podría proponerte que te compres algo elegante y con colorido o podría decirte que…


—Te pido disculpas si crees que estoy siendo desagradecida o grosera, Pedro, pero me fastidia que me digan lo que puedo ponerme y lo que no.


Sin embargo, si pensaba en que entraba con uno de sus trajes o con su sencillo vestido negro en una habitación llena de franceses muy elegantes, sabía que él tenía cierta razón. 


Sencillamente, no soportaba que él pudiera decirle cualquier cosa sin importarle los sentimientos de ella, que ni siquiera fingiera que era diplomático.


—Las cosas son así.


Sin embargo, y por una vez, estaba molesto consigo mismo por hacer lo que hacía siempre, por decir lo que pensaba sin medias tintas.


—¡Muy bien!


Ella lo miró con el ceño fruncido y él estuvo tentado de explicarle que no había una sola mujer sobre la faz de la Tierra que no habría saltado de alegría por tener la posibilidad de ir de compras a costa de él. Ella, sin embargo, tenía un gesto agrio, como si la hubiese humillado en público. La gente era superficial y una de las primeras cosas que había aprendido en su ascensión social era que juzgaban por lo que veían, que había que olvidarse de toda esa palabrería sobre lo que había debajo. Si te vestías y te comportabas como un rey, te tratarían como si lo fueses.


Sin embargo, se sintió más molesto cuando notó otra punzada de remordimiento. Ella se había ofendido, aunque lo que le había dicho era verdad. Aun así, no iba a disculparse por mucho que lo mirara con el ceño fruncido. 


Miró su reloj y le dijo que se diera prisa. Le recomendó un par de barrios llenos de tiendas exclusivas e, incluso, le dijo que podía llevarse la limusina.


—¿A qué hora tengo que encontrarme contigo? —consiguió preguntar ella a pesar de la rabia.


—La recepción empieza a las ocho. Nos encontraremos en el bar de aquí a las siete y media. Podemos beber algo antes y llegar allí sobre las ocho y media.


Naturalmente, el gran hombre podía llegar tarde. ¡No iba a quedar bien con el hombre a quien quería comprarle la empresa! ¡Eso solo lo hacían los pobres mortales!


—¿Trabajaremos algo antes de que nos marchemos? —preguntó ella con una cortesía envarada.


—Es sábado. Creo que puedes librar.


—Muy bien.


Paula hizo un esfuerzo para mover las piernas y se dirigió hacia la puerta. Se ducharía, se pondría su insulsa ropa gris y se marcharía para gastarse el dinero que él le había dicho que tenía que gastarse para estar a la altura y no desentonar.


—Nos veremos en el bar a las siete y media —añadió ella—. Avísame si hay un cambio de plan.


Salió de la habitación sin mirar atrás. Sabía que su reacción había sido exagerada, pero había perdido la calma por la arrogancia y superioridad de ese hombre.


Se duchó muy deprisa, sin fijarse casi en la habitación, que era muy parecida a la de él, y se marchó. Quería que su anodina secretaria hiciera algo con su aspecto para no avergonzarse cuando la mirara, ¿no? ¡Pues haría todo lo posible por cumplir sus deseos!







martes, 4 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 5




Se despertó sobresaltada. Había soñado que perseguía a Pedro por un pasillo interminable mientras él la miraba de vez en cuando por encima del hombro sin dejar de correr. En el sueño, no sabía qué había al final del pasillo, pero estaba dominada por una sensación aterradora. Quería detenerse, pero una fuerza más poderosa que ella la obligaba a seguir.


Estaba sudorosa y desorientada. Tardó unos segundos en darse cuenta de que el móvil estaba sonando. No sonaba el despertador, sino una llamada.


—Perfecto. Estás despierta.


Todavía aturdida por el sueño, la voz de Pedro fue como un jarro de agua fría. Se sentó en la cama, miró el reloj y vio que no eran ni las seis y media.


—¿Eres Pedro?


—¿Cuántas llamadas de hombres recibes a esta hora de la mañana? No, no contestes.


—¿Qué le pasa a tu voz?


Era la primera vez que la llamaba a casa y miró alrededor como si temiera que fuese a aparecer. Afortunadamente, su pequeño dormitorio seguía como siempre. Era una habitación pasable en una casa pequeña y sin interés cuya única ventaja era que estaba cerca del metro. Lucia, su compañera de casa, podía seguir dormida en el dormitorio de al lado.


—Creo que estoy enfermo.


—¿Estás enfermo?


La idea de que Pedro estuviese enfermo era casi inconcebible y sintió un arrebato de pánico. Fuera lo que fuese, tenía que ser grave. Él no era de los que caían por un virus, era demasiado fuerte. No podía imaginarse que hubiese un solo virus que se atreviese a atacarlo.


—¿Qué te pasa? —siguió ella—. ¿Has llamado al médico?


—Claro que no.


—¿Qué quieres decir con «claro que no»?


—¿Estás vestida?


Su tono impaciente se abrió paso entre su preocupación y se miró al espejo que había en el tocador. Estaba adormilada, con el pelo lacio por todos lados y la camiseta amplia que usaba para dormir se le había bajado por un hombro y dejaba ver un pecho. Se lo tapó y se dejó caer sobre la almohada.


Pedro, el despertador no me suena hasta dentro de cuarenta y cinco minutos.


—Entonces, apágalo y levántate.


—¿Qué pasa?


—Me duelen la garganta y la cabeza y tengo fiebre. Tengo gripe.


—¿Me has llamado a la seis y veinte para decirme que tienes un resfriado?


—Creo que comprobarás que tengo algo más grave que un resfriado. Tienes que ir a mi despacho y traerme las dos carpetas que hay en mi mesa. No tengo toda la información en el ordenador.


Había trabajado con él lo suficiente como para saber que daba órdenes sabiendo que no iban a discutírselas, pero seguía indignada porque la había despertado para… ¿Para qué?


—¿Que lleve las carpetas?


—Sí, a mi casa. Tráete también tu ordenador. Tendrás que trabajar aquí. No es lo ideal, pero es lo único que se me ocurre. Hoy no puedo ir a la oficina.


Pedro, si estás mal, puedes tomarte el día libre. Si me dices lo que quieres que haga, puedo hacerlo en la oficina, escanear los documentos y mandártelos por correo electrónico.


—Si quisiera que hicieses eso, te lo habría dicho. Además, no puedo seguir hablando indefinidamente. Tengo la garganta infectada. Si vas ahora a la oficina, podrás estar conmigo dentro de hora y media. ¿Tienes un bolígrafo a mano? Tendrás que escribir mi dirección. Por lo que más quieras, toma un taxi, Paula. Sé que te encanta el transporte público, pero tenemos que hacer muchas cosas y no estaré levantado hasta mucho después de las seis y… Es absurdo. Hace años que no me pongo enfermo. Has tenido que contagiarme tú.


—¡Yo no te he contagiado nada! Estoy sana como un roble.


—Me alegro, porque hoy tienes que hacer muchas cosas. Voy a darte mi dirección.


Escribió la dirección, escuchó mientras él le daba más órdenes… y se cortó la llamada.


No tuvo tiempo para desayunar. Podría haber comido algo, pero, por algún motivo incomprensible, se dio una ducha a toda velocidad, se vistió a toda velocidad y se dirigió hacia el metro a toda velocidad, pero paró un taxi porque notaba esos ojos oscuros clavados en ella desde donde él estuviese. Era un hombre insoportable. Le daba igual las molestias que causaba a los demás. Se creía con el derecho divino de alterar los planes de cualquiera y luego se limitaba a encogerse de hombros y a desdeñar cualquier queja porque, al fin y al cabo, les pagaba un salario cuantioso. Era inteligente, hacía lo que quería y ¿por qué no iban a querer los demás seguir su ejemplo?


Llegó a su casa en menos de una hora y entonces fue cuando su sistema nervioso se activó. Era un territorio desconocido. ¿Había ido alguien de la oficina a su casa? Las fiestas de la empresa se organizaban en restaurantes u otros establecimientos caros y él no era el tipo de jefe que celebraba reuniones en su casa para que sus empleados estrecharan lazos.


Miró la impresionante fachada georgiana y dudó. No sabía qué había esperado. Algo menos grandioso, como un ático, por ejemplo. Al fin y al cabo, estaba solo, ¿para qué quería una mansión londinense aunque tuviese todo el dinero del mundo? Allí de pie, con su pequeño bolso y el maletín con el ordenador y las carpetas, se sentía como si pudiesen detenerla en cualquier momento por el delito de desentonar. 


Tomó aliento y llamó al timbre del telefonillo.


—Te abro. Me encontrarás arriba —contestó él con la voz ronca.


—¿Dónde…?


Sin embargo, la puerta se abrió y supuso que tendría que encontrarlo como pudiera. Miró alrededor con el corazón desbocado. El vestíbulo era enorme, casi tan grande como toda su casa compartida. El suelo de baldosas estaba cubierto por una alfombra persa y enfrente había una escalera que se curvaba elegantemente. ¿Qué hacía él arriba? ¿Tenía allí el despacho? Se alisó la falda con las manos sudorosas. Podría haberse puesto unos vaqueros y una camiseta, ya que no estaban en la oficina, pero no lo había hecho. Se había vestido como siempre, con una falda negra, una blusa blanca de manga corta y la chaqueta negra.


Le costó encontrarlo más de lo que podía haberse imaginado porque la casa era inmensa. Se dividía en tres pisos con miles de habitaciones a ambos lados de la escalera. Asomó la cabeza en dos salas y varios dormitorios antes de dar con el acertado, que se hallaba al fondo de un pasillo. La puerta estaba entreabierta y vislumbró una cama con la colcha arrugada. Llamó tímidamente.


—¡Ya era hora! ¿Cuánto se tarda en encontrar una habitación en una casa?


Pedro estaba reclinado en la cama, destapado, con una bata negra, con parte del pecho y las piernas visibles y con el pelo despeinado. Tenía el ordenador al lado y, evidentemente, había estado trabajando. Ella miró hacia otro lado y sintió una opresión en el pecho, como si estuviese a punto de sufrir un ataque de pánico.


—¿Vamos a… a trabajar aquí?


—Entra de una vez. ¿Dónde te parece que trabajemos?


—He visto un despacho…


—No puedo levantarme de la cama. Estoy enfermo.


Que él recordara, era la primera vez que estaba en la cama y que una mujer lo miraba como si no quisiera estar allí por nada del mundo.


—Además —siguió él señalando un sofá y una mesita—, no es un dormitorio, es una suite. ¿Te sientes incómoda, Paula?


—Claro que no —sin embargo, él tenía un brillo malicioso en los ojos que sí hacía que se sintiera incómoda—. Solo creo que sería más adecuado que estuviésemos en un despacho.


—¿Por qué? Tengo todo lo que necesito. ¿Dónde están las carpetas? ¡Siéntate, por lo que más quieras! ¿Cómo vas a trabajar si te quedas en la puerta?


Él se movió con impaciencia y ella tragó saliva cuando su pecho de color bronce se destapó más. Debería llevar un traje. Se respiraba una intimidad que hacía que se moviese con rigidez, que apretara los labios y que agarrara con todas sus fuerzas el maletín que había llevado. Se sentía incómoda con la falda negra hasta las rodillas y las medias negras le picaban en los muslos.


—¿Has… has tomado algo para el resfriado? —preguntó ella mientras se sentaba en el sofá intentando no mirarlo ni mirar hacia otro lado—. Para la gripe, quiero decir.


—Claro que no.


—¿Por qué?


—¿De qué iba a servir? Tengo que pasarla y nada más.


—Te traeré paracetamol.


—Te quedarás donde estás y empezaremos a repasar el asunto Dickson.


—¿Dónde está el botiquín?


—No tengo.


Paula se levantó, se acercó a la cama y lo miró con los brazos cruzados.


—Tienes un aspecto espantoso.


—Vaya, por fin te das cuenta de que estoy gravemente enfermo.


—Tienes un aspecto espantoso porque te niegas a hacer algo. No estás gravemente enfermo, Pedro. Tienes un resfriado primaveral. No estás acostumbrado a sentirte mal.


—¿Qué quieres decir con que me niego a hacer algo? ¡Eres una mujer! ¿No tienes compasión? ¿Sabes cuántas mujeres matarían por tener la posibilidad de cocinarme algo para demostrar que son diosas domésticas y enfermeras ejemplares?


—En ese caso… —ella le entregó el móvil de él—. Por favor, llama a cualquiera de ellas. Estaré encantada de que me sustituya.


—¡Siéntate! —bramó él antes de que le diera un ataque de tos.


Paula lo miró sin inmutarse y divertida porque su todopoderoso jefe había perdido el dominio de sí mismo por un vulgar resfriado. Podía ser vulnerable y estaba demostrándole a ella que podía ser irritable y desesperante de una forma muy humana y… ridículamente entrañable.


—Tengo unos comprimidos en el bolso. Traeré un vaso de agua y te los tomarás. Es posible que no te curen el resfriado, pero te aliviarán los síntomas.


—¿Eso incluye mi fiebre abrasadora? Tócame si no me crees.


Pedro suspiró, le tocó la frente y sintió un anhelo palpitante que la alteró un par de segundos.


—Tienes un poco de fiebre.


Ella retiró la mano y se la frotó disimuladamente en la falda para intentar librarse de la descarga eléctrica que había brotado entre ellos. ¿Por qué? Le disgustaba tanto como la primera vez que lo vio. Efectivamente, trabajaban bien juntos y quizá no fuese ese hombre unidimensional que ella había creído, pero ¿por qué se alteraba tanto en cuanto estaban cerca? Era aterrador pensar que podía haber caído en la misma trampa que las demás secretarias. Desechó la idea inmediatamente. Él era increíblemente guapo y ella era humana, pero podía sofocar sin ninguna dificultad cualquier reacción que él le provocara. Sin embargo, tener que sentarse en la misma habitación que él cuando estaba tan… indecentemente poco vestido…


Fue al cuarto de baño del dormitorio, no hizo caso de la toalla húmeda que colgaba del toallero caliente, y volvió con un vaso de agua del grifo y los comprimidos que había sacado del bolso.


—Tómatelos.


—Eres increíblemente mandona —comentó él, aunque se tomó los comprimidos con un sorbo de agua—. Ese no es un rasgo nada femenino.


—No estoy aquí para ser femenina —replicó ella sonrojada y con rabia—. Estoy aquí para trabajar con unos documentos que no podían esperar hasta la semana que viene. Ya tienes un montón de amiguitas que pueden distraerte con sus argucias femeninas.


—En estos momentos, no quiero saber nada de… amiguitas. Aunque ya deberías saberlo porque tú eres la encargada de hacer las reservas cuando voy con ellas.


Había hecho una reserva para la ópera, pero él acababa de romper la relación con Georgia y quizá no quisiera meterse en otra relación con una mujer. La ópera para dos…


—¿Qué pasó con tu acompañante para la ópera?


Ella se dejó arrastrar por la desagradable idea de que la vida estaba pasando de largo mientras ella esperaba algo. Nunca se había sentido así. Se había conformado con la rutina y había aceptado que, si bien las cosas no habían sido como ella había planeado, también podrían haber sido peores. 


¿Esa vitalidad abrumadora de Pedro era lo que hacía que se sintiera aletargada en comparación? ¿Sería que era la sosa que estaba detrás del ordenador y que reservaba entretenimientos apasionantes para mujeres apasionantes?


—Resultó que no tenía lo que se necesita. Era sexy a más no poder, pero, desgraciadamente, las piernas, las curvas y los morritos no evitaron que fuese aburrida.


Paula esbozó una sonrisa forzada y con resentimiento. Otra que había mordido el polvo. Buscaría otra modelo y, con un poco de suerte, quizá las piernas, las curvas y los morritos fuesen acompañados de un mínimo de personalidad.


—Es posible que tenga que añadir eso a tus funciones —siguió él con esa voz sexy y pensativa—. Es posible que tenga que encargarte que me encuentres alguna que no resulte aburrida al cabo de cinco segundos. ¿Crees que podrías hacerlo?


La furia se adueñó de ella. ¿Por quién la había tomado? ¿Creía que era una alcahueta que podía proporcionarle mujeres para que él no tuviera que esforzarse?


—¡Eres el hombre más… más vago que he visto en mi vida!


—¿Qué has dicho?


—Ya me has oído, Pedro. ¡Eres vago! —miró con rabia ese cuerpo reclinado y cubierto por una bata de seda que le permitía ver demasiados músculos fibrosos—. Es posible que trabajes como una mula y que seas un rey Midas, pero ni siquiera te molestas en resolver tu vida sentimental. ¿Por qué no te planteas reservar lo que quieres hacer con tus mujeres? ¿Por qué no atiendes tus llamadas y te buscas tus excusas cuando no quieres ver a alguien? ¡Me encargaste que eligiera un regalo de ruptura para Georgia después de que la echaras de tu despacho! Algo conciliador, me dijiste, el dinero no es obstáculo. ¡Ni siquiera te molestaste en saber lo que había elegido! ¡Eres vago!


Había elegido un ramo de flores enorme y un fular de marca con los colores de la chaqueta que llevaba el día de la pelea en el despacho. Había sido estratosféricamente caro, pero no creía que él arqueara una ceja siquiera cuando lo viera en el extracto.


—Estás propasándote —replicó Pedro con frialdad.


¿Cómo podía llamarlo vago? ¡Había trabajado de sol a sol! ¡Había llegado a lo más alto de la escalera, a donde nadie creyó que llegaría! Sin embargo, ella no se había referido a su incomparable éxito laboral. Había ido directamente al aspecto sentimental de su vida. Era típico de una mujer y no pensaba darle más vueltas. Él había empezado de cero y lo tenía todo. Podía conseguir la mujer que quisiera y sabía que su cuenta bancaria tenía mucho que ver. ¿Lo habrían perseguido si no estuviera en lo más alto? Sospechaba que no. Solo podía confiar en su capacidad de ganar dinero y en usarlo para comprarse la libertad absoluta. Todo lo demás era marginal en comparación, pero, aun así, le había quedado un regusto amargo.


—Lo siento —dijo Paula sin vacilar—. No quería ser crítica.


Podría haber seguido presionándola por esa afirmación tan poco sincera, pero pensó en el motivo por el que estaba allí y se pasaron las tres horas siguientes trabajando con los documentos que había llevado. Ella tenía una buena cabeza. 


Veía los posibles inconvenientes de forma distinta y creativa y hacía las cuentas muy deprisa cuando había que analizar la viabilidad de ciertos aspectos resbaladizos. 


Evidentemente, ella se había olvidado de su arrebato de rabia, pero él seguía mirándola muy frecuentemente. Estaba inclinada y sus dedos tecleaban diestramente para corregir los documentos. Además, la maldita mujer había tenido razón sobre los comprimidos y a mediodía se encontraba mejor.


—Muy bien.


Él se sentó en el borde de la cama y ella, atrincherada en el sofá, lo miró asustada.


—¿Qué haces?


Se había olvidado de que estaba trabajando en su dormitorio y de que solo llevaba una bata muy liviana que ni siquiera se había atado. Se había obligado a no mirarlo y, gracias al trabajo, lo había conseguido. Sin embargo, él estaba levantándose y atándose el cinturón de la bata, pero ya había visto sus calzoncillos y los muslos cubiertos por delicado vello negro. Tenía unos tobillos impresionantes. No apartó la mirada de esa parte inofensiva de su cuerpo mientras él se dirigía hacia el cuarto de baño y le informaba de que iba a ducharse.


—¿Por qué no me esperas en la cocina? Podemos comer algo antes de seguir.


—Parece que estás mucho mejor. ¿No prefieres acabar lo que hemos estado haciendo y… aprovechar tus energías? Dicen que la mejor manera de librarte de un resfriado, de una gripe, perdón, es tomárselo con calma y descansar.


—Es posible que dé resultado para otras personas, pero no para mí. No me tomo las cosas con calma. Ahora, salvo que quieras venir conmigo al cuarto de baño para que sigamos hablando de la filial de electrónica, te propongo que estires las piernas y vayas abajo. Es más… —se detuvo junto a la puerta y la miró con un levísimo brillo burlón en los ojos—. Podrías hacer algo útil y cocinarnos algo. Verás que la nevera y los armarios están bien surtidos. En línea con mi vagancia, tengo a alguien que se ocupa de que lo estén.


Dicho lo cual, desapareció en el cuarto de baño y ella se quedó boquiabierta. ¿Desde cuándo cocinar para el jefe entraba entre las funciones de una secretaria? ¿Ese hombre sabía hacer algo aparte de aprovecharse? ¿Acaso el contrato decía que tenía que acudir a su casa a la velocidad de la luz para repasar un montón de documentos porque se había resfriado? ¿Por qué no se había opuesto ella con más firmeza? ¿Por qué se sentía tan viva aunque estuviese cerca de él?


Una vez en la cocina, miró alrededor y vio que todo, desde las encimeras de granito a los electrodomésticos, estaba reluciente. Supuso que la misma persona encargada de tener llenos los armarios y la nevera se encargaba de que el polvo y la suciedad desaparecieran. En la nevera había pan, jamón y todo tipo de caprichos. Después de varios intentos, encontró el té, de distintos tipos, y el café, también de distintos tipos.


—También podría pedir que trajeran…


Paula dio un respingo y se dio la vuelta sonrojada, como si la hubiesen pillado con las manos en la masa. Él se acercó. 


Estaba recién duchado y, afortunadamente, se había quitado la bata de seda, aunque llevaba unos vaqueros negros y una camiseta de rugby muy amplia que no eran menos desconcertantes. No podía esperar que en su casa fuese vestido con un traje, pero eso habría marcado la línea entre jefe y secretaria que había entre ellos. En cambio, era el prototipo de macho alfa; alto, dominante y con la fuerza latente de un depredador. Algunas veces, ella se sentía como una presa cuando estaba cerca de él. Esa era una de esas veces, aunque no sabía por qué. Solo sabía que era muy inquietante verlo recorrer la cocina descalzo y con unos vaqueros que resaltaban la fuerza de su cuerpo.


—Deberías ponerte algo en los pies —comentó ella ridículamente cuando él llegó a la encimera para ayudarla a hacer el té—. Es posible que te encuentres mejor por los comprimidos, pero podrías recaer.


—Hay calefacción en el suelo. Si te quitaras esos mocasines negros, comprobarías que el suelo está caliente.


Ni siquiera se había soltado el primer botón de la inmaculada blusa blanca. No estaba en la oficina y podría haberse puesto lo que hubiese querido, pero, como era de prever, había mantenido la etiqueta. Era la mujer más rígida y menos relajada que había conocido, pero, cuando había explotado, había vislumbrado que podía ser como un volcán. 


Tenía sentido. Era inteligente y eso indicaba que era algo más que la secretaria cumplidora que decía lo que pensaba, educadamente, y que siempre conseguía dejar la sensación de que había algo más de lo que se veía a simple vista, pero ¿qué?


Se había acostumbrado a mujeres muy hermosas y dispuestas, pero empezó a pensar en la puntillosa, correcta y anodina señorita Paula Chaves y le gustó. Su vestimenta era tan insulsa que le aburría mirarla, pero la delicadeza de su rostro y sus labios carnosos tenían algo que transmitía una sensualidad que, probablemente, ella desconocía. Notó una erección incipiente.


—Preferiría acabar lo que estamos haciendo y marcharme a casa.


Estaba incómoda con esa especie de juego doméstico que estaban practicando. No era lo que había firmado y no sabía moverse fuera de la zona de seguridad.


Pedro frunció el ceño. De repente, se imaginó que lo tomaba con sus manos frías, que bajaba la cabeza y se lo lamía con su delicada lengua. La claridad de la imagen lo asombró.


—Es una pena —replicó él—. No te pagan para que te largues solo porque no estoy sano.


¿A qué venía eso? Quizá estuviese harto de estar encerrado en su casa con alguien que no era su amante esporádica. 


Probablemente, estaría acostumbrado a estar en la cocina con alguna chica parecida a Georgia que solo llevaba un delantal y una espumadera mientras sonreía tentadoramente.


—No es justo. No tengo mucho apetito y no creas que tenemos que descansar por mí.


—No lo creo.


Su erección seguía palpitando y su imaginación estaba desatada. Sabía, sin la más mínima vanidad, que la mayoría de las mujeres mataría por estar en el lugar de ella, cocinando en su cocina, con él. Todavía no había permitido que ninguna lo hiciera para que no se hiciese falsas ilusiones. Las llevaba a restaurantes caros. Ella, sin embargo, estaba apoyada contra una encimera y buscando excusas para marcharse. Era cómico que eso lo alterara, pero, dados los pensamientos eróticos que le rondaban por la cabeza, lo alteraba.


Sacó el móvil, llamó a un amigo que era jefe de cocina de uno de los mejores restaurantes de la ciudad y le pidió una cena para dos con el menú que él quisiera. Mientras hablaba, la miraba fijamente y ella se preguntó, con furia, si eso sería un intento de que se sintiera culpable por no haber saltado de alegría ante la posibilidad de cocinarle algo. 


Cuanto más pensaba en él, más cuenta se daba de lo vago que era en su vida personal. Sin embargo, si creía que podía convertirla en una de sus incondicionales dispuestas a hacer cualquier cosa sin rechistar, iba a llevarse una sorpresa monumental.


—Sabes que todavía queda mucho trabajo con Trans-Telecom —siguió él mientras se sentaba en una de las sillas de cuero y acero de la mesa y notaba que la fiebre le subía a medida que se pasaba el efecto de los comprimidos—. Además, ¡no hace falta que te quedes ahí! ¡Si pudiera contagiarte algo, ya te lo habría contagiado!


—Creía que ya habías repasado todos los detalles técnicos de eso.


Paula se acercó y lo miró desde arriba. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que pudiera ser contagioso. 


¡Había estado muy ocupada con la idea de estar en su casa! 

Además, no se había afeitado y la sombra de la barba era pecaminosamente atractiva.


—Hay una fecha límite. Los abogados lo han mirado con lupa, pero todavía tengo que cerciorarme de que todo está bien atado. No puedo permitirme que haya una coma mal puesta o podría irse al traste. Me ha costado mucho que la familia aceptara la idea de venderlo. No quiero que se pongan nerviosos por un retraso en el último minuto.


Estaba hipnotizada por la intensidad de su mirada, por la autoridad que irradiaba cuando se ponía a trabajar y por lo descaradamente sexy que era con ropa informal. Cuando se trataba de trabajar, era una máquina. Podía concentrarse durante horas y no soltar un problema hasta que lo hubiese solucionado, aunque tardara dos días.


—Y me temo que no tienes alternativa…


—¿Has escuchado una sola palabra de lo que he estado diciendo, Paula?


Entonces, oyeron el timbre de la puerta y él volvió al cabo de un par de minutos con dos bolsas de comida impecablemente envueltas.


—Lo siento, pero claro que te he escuchado. Estabas hablando de Trans-Telecom y…


—Y comunicándote que este fin de semana puedes librarte de trabajar, pero que te adelanto desde este momento que, tengas los planes que tengas para el fin de semana siguiente, tendrás que cancelarlos porque vas a acompañarme a París para cerrar esta operación. Te necesitaré para que transcribas todo lo que se diga y se acuerde, palabra por palabra.


—El fin de semana siguiente…


—El fin de semana siguiente. Tienes la semana que viene para asimilarlo.


Ella sabía que, naturalmente, a su madre no le pasaría nada por un fin de semana, pero sentía una punzada de remordimiento. También sabía que podría haberle contado la situación con su madre y lo que hacía los fines de semana, pero le habría parecido que traspasaba otro límite y no quería traspasar más límites como ese. Además, Pedro Alfonso podía ser muchas cosas, pero no era una persona cariñosa y afable que estimulara las confidencias de una chica, como ella tampoco era una chica cariñosa y afable que las contara.


—Claro —replicó ella con decisión—. Me ocuparé de… de reorganizar los planes del fin de semana.


Él se preguntó cuáles serían.


—Perfecto. Entonces, comeremos en veinte minutos y luego seguiremos.






LA TENTACIÓN: CAPITULO 4




Eran casi las seis cuando ella acabó. Él se había pasado casi todo el día en reuniones y ella había podido sofocar la inquietante sensación que había aflorado durante su conversación, cuando él traspasó los límites como si quisiera encontrar un resquicio por donde entrar en ella.


Empezó a recoger la mesa y no pudo evitar sonreír. Él no quería saber nada de ella ni buscar fisuras en su coraza. 


Disfrutaba forzando los límites porque era su forma de ser, y, si esos límites la rodeaban a ella, los forzaría si le apetecía. 


Ella no le interesaba como mujer. Pensó en Georgia y supuso que ella era el tipo de mujer que le interesaba. Los hombres siempre buscaban el mismo tipo, ¿no?


Una imagen de Alan se le presentó de repente en la cabeza. 


Alan era rubio y con los ojos marrones, y la había cambiado por una mujer que no era muy distinta a la ex de su jefe. 


Flora también era baja y con curvas. No era tan impresionante y, probablemente, tampoco estaba tan segura del poder que tenía sobre los hombres, pero, en general, era bastante parecida.


—Estás sonriendo.


Ella no se había dado cuenta de que él había entrado mientras se ponía la chaqueta y se sonrojó dando un respingo.


—La semana ya casi ha terminado —contestó ella automáticamente.


Sin embargo, los días laborables eran más tranquilos que los fines de semana, cuando tenía que hacer largos viajes para visitar a su madre.


—¿Tan terrible es trabajar para mí?


A ella le había concedido la misma asignación para ropa que a los demás empleados, pero ella seguía llevando los mismos trajes insulsos. Sus empleados elegían distintos tonos de negro, pero los trajes de ella, aunque cumplían con el color, parecían no encajar. Lo pensó unos segundos, frunció el ceño y se olvidó.


—Claro que no. En realidad, me… me encanta.


Él se hallaba apoyado en el marco de la puerta y estaba tan impresionante al final de la jornada como al principio.


—Me alegro, porque no te he hecho ningún tipo de evaluación.


Ella dudó que hubiese hecho alguna evaluación en su vida. 


Si un empleado no se adaptaba, lo despedía sin más.


—También es verdad que no tengo la costumbre de hacer evaluaciones a mis secretarias —añadió él como si le hubiese leído el pensamiento con una precisión desasosegante.


—¿Será porque, normalmente, te duran dos minutos?


Él se rio y ella sintió una oleada de placer, que aumentó cuando él la miró con agrado.


—Algo así —murmuró él—. Sería absurdo hacerles una evaluación cuando ya tienen un pie fuera.


—Bueno…


Él le bloqueaba el camino y se sintió inquieta. Ella era alta, pero él era bastante más alto todavía.


—Claro, ya vas a marcharte. ¿Por eso sonreías?


—¿Cómo dices?


—¿Sonreías porque tienes algún plan para esta noche?


Si él supiera que sonreía porque había sido tan idiota que había llegado a pensar que él podía fijarse en ella… Los planes de él eran ir al teatro, a cenar a uno de los restaurantes más exclusivos de Londres y luego… Sintió un calor abrasador cuando pensó en acostarse con el hombre que tenía delante después de cenar, en sus manos acariciándola, en su boca recorriéndole el cuerpo, en esa voz susurrándole al oído… Se derritió entre las piernas y un anhelo desconocido se adueñó de ella. No podía moverse. 


Sus piernas parecían bloques de cemento que la pegaban al suelo mientras su imaginación volaba en direcciones prohibidas. Además, podía notar esos ojos oscuros clavados en ella.


—Tengo que irme —contestó ella en tono tenso.


Fue a apartarlo, pero el calor abrasador se reavivó dentro de ella impidiéndole que recuperara la compostura. ¡Era un hombre al que podía respetar, pero no le gustaba! ¡Un hombre al que podía admirar por su brillantez mientras se mantuviese fría y alejada de él!


Salió del despacho y empezó a correr