martes, 4 de agosto de 2015
LA TENTACIÓN: CAPITULO 5
Se despertó sobresaltada. Había soñado que perseguía a Pedro por un pasillo interminable mientras él la miraba de vez en cuando por encima del hombro sin dejar de correr. En el sueño, no sabía qué había al final del pasillo, pero estaba dominada por una sensación aterradora. Quería detenerse, pero una fuerza más poderosa que ella la obligaba a seguir.
Estaba sudorosa y desorientada. Tardó unos segundos en darse cuenta de que el móvil estaba sonando. No sonaba el despertador, sino una llamada.
—Perfecto. Estás despierta.
Todavía aturdida por el sueño, la voz de Pedro fue como un jarro de agua fría. Se sentó en la cama, miró el reloj y vio que no eran ni las seis y media.
—¿Eres Pedro?
—¿Cuántas llamadas de hombres recibes a esta hora de la mañana? No, no contestes.
—¿Qué le pasa a tu voz?
Era la primera vez que la llamaba a casa y miró alrededor como si temiera que fuese a aparecer. Afortunadamente, su pequeño dormitorio seguía como siempre. Era una habitación pasable en una casa pequeña y sin interés cuya única ventaja era que estaba cerca del metro. Lucia, su compañera de casa, podía seguir dormida en el dormitorio de al lado.
—Creo que estoy enfermo.
—¿Estás enfermo?
La idea de que Pedro estuviese enfermo era casi inconcebible y sintió un arrebato de pánico. Fuera lo que fuese, tenía que ser grave. Él no era de los que caían por un virus, era demasiado fuerte. No podía imaginarse que hubiese un solo virus que se atreviese a atacarlo.
—¿Qué te pasa? —siguió ella—. ¿Has llamado al médico?
—Claro que no.
—¿Qué quieres decir con «claro que no»?
—¿Estás vestida?
Su tono impaciente se abrió paso entre su preocupación y se miró al espejo que había en el tocador. Estaba adormilada, con el pelo lacio por todos lados y la camiseta amplia que usaba para dormir se le había bajado por un hombro y dejaba ver un pecho. Se lo tapó y se dejó caer sobre la almohada.
—Pedro, el despertador no me suena hasta dentro de cuarenta y cinco minutos.
—Entonces, apágalo y levántate.
—¿Qué pasa?
—Me duelen la garganta y la cabeza y tengo fiebre. Tengo gripe.
—¿Me has llamado a la seis y veinte para decirme que tienes un resfriado?
—Creo que comprobarás que tengo algo más grave que un resfriado. Tienes que ir a mi despacho y traerme las dos carpetas que hay en mi mesa. No tengo toda la información en el ordenador.
Había trabajado con él lo suficiente como para saber que daba órdenes sabiendo que no iban a discutírselas, pero seguía indignada porque la había despertado para… ¿Para qué?
—¿Que lleve las carpetas?
—Sí, a mi casa. Tráete también tu ordenador. Tendrás que trabajar aquí. No es lo ideal, pero es lo único que se me ocurre. Hoy no puedo ir a la oficina.
—Pedro, si estás mal, puedes tomarte el día libre. Si me dices lo que quieres que haga, puedo hacerlo en la oficina, escanear los documentos y mandártelos por correo electrónico.
—Si quisiera que hicieses eso, te lo habría dicho. Además, no puedo seguir hablando indefinidamente. Tengo la garganta infectada. Si vas ahora a la oficina, podrás estar conmigo dentro de hora y media. ¿Tienes un bolígrafo a mano? Tendrás que escribir mi dirección. Por lo que más quieras, toma un taxi, Paula. Sé que te encanta el transporte público, pero tenemos que hacer muchas cosas y no estaré levantado hasta mucho después de las seis y… Es absurdo. Hace años que no me pongo enfermo. Has tenido que contagiarme tú.
—¡Yo no te he contagiado nada! Estoy sana como un roble.
—Me alegro, porque hoy tienes que hacer muchas cosas. Voy a darte mi dirección.
Escribió la dirección, escuchó mientras él le daba más órdenes… y se cortó la llamada.
No tuvo tiempo para desayunar. Podría haber comido algo, pero, por algún motivo incomprensible, se dio una ducha a toda velocidad, se vistió a toda velocidad y se dirigió hacia el metro a toda velocidad, pero paró un taxi porque notaba esos ojos oscuros clavados en ella desde donde él estuviese. Era un hombre insoportable. Le daba igual las molestias que causaba a los demás. Se creía con el derecho divino de alterar los planes de cualquiera y luego se limitaba a encogerse de hombros y a desdeñar cualquier queja porque, al fin y al cabo, les pagaba un salario cuantioso. Era inteligente, hacía lo que quería y ¿por qué no iban a querer los demás seguir su ejemplo?
Llegó a su casa en menos de una hora y entonces fue cuando su sistema nervioso se activó. Era un territorio desconocido. ¿Había ido alguien de la oficina a su casa? Las fiestas de la empresa se organizaban en restaurantes u otros establecimientos caros y él no era el tipo de jefe que celebraba reuniones en su casa para que sus empleados estrecharan lazos.
Miró la impresionante fachada georgiana y dudó. No sabía qué había esperado. Algo menos grandioso, como un ático, por ejemplo. Al fin y al cabo, estaba solo, ¿para qué quería una mansión londinense aunque tuviese todo el dinero del mundo? Allí de pie, con su pequeño bolso y el maletín con el ordenador y las carpetas, se sentía como si pudiesen detenerla en cualquier momento por el delito de desentonar.
Tomó aliento y llamó al timbre del telefonillo.
—Te abro. Me encontrarás arriba —contestó él con la voz ronca.
—¿Dónde…?
Sin embargo, la puerta se abrió y supuso que tendría que encontrarlo como pudiera. Miró alrededor con el corazón desbocado. El vestíbulo era enorme, casi tan grande como toda su casa compartida. El suelo de baldosas estaba cubierto por una alfombra persa y enfrente había una escalera que se curvaba elegantemente. ¿Qué hacía él arriba? ¿Tenía allí el despacho? Se alisó la falda con las manos sudorosas. Podría haberse puesto unos vaqueros y una camiseta, ya que no estaban en la oficina, pero no lo había hecho. Se había vestido como siempre, con una falda negra, una blusa blanca de manga corta y la chaqueta negra.
Le costó encontrarlo más de lo que podía haberse imaginado porque la casa era inmensa. Se dividía en tres pisos con miles de habitaciones a ambos lados de la escalera. Asomó la cabeza en dos salas y varios dormitorios antes de dar con el acertado, que se hallaba al fondo de un pasillo. La puerta estaba entreabierta y vislumbró una cama con la colcha arrugada. Llamó tímidamente.
—¡Ya era hora! ¿Cuánto se tarda en encontrar una habitación en una casa?
Pedro estaba reclinado en la cama, destapado, con una bata negra, con parte del pecho y las piernas visibles y con el pelo despeinado. Tenía el ordenador al lado y, evidentemente, había estado trabajando. Ella miró hacia otro lado y sintió una opresión en el pecho, como si estuviese a punto de sufrir un ataque de pánico.
—¿Vamos a… a trabajar aquí?
—Entra de una vez. ¿Dónde te parece que trabajemos?
—He visto un despacho…
—No puedo levantarme de la cama. Estoy enfermo.
Que él recordara, era la primera vez que estaba en la cama y que una mujer lo miraba como si no quisiera estar allí por nada del mundo.
—Además —siguió él señalando un sofá y una mesita—, no es un dormitorio, es una suite. ¿Te sientes incómoda, Paula?
—Claro que no —sin embargo, él tenía un brillo malicioso en los ojos que sí hacía que se sintiera incómoda—. Solo creo que sería más adecuado que estuviésemos en un despacho.
—¿Por qué? Tengo todo lo que necesito. ¿Dónde están las carpetas? ¡Siéntate, por lo que más quieras! ¿Cómo vas a trabajar si te quedas en la puerta?
Él se movió con impaciencia y ella tragó saliva cuando su pecho de color bronce se destapó más. Debería llevar un traje. Se respiraba una intimidad que hacía que se moviese con rigidez, que apretara los labios y que agarrara con todas sus fuerzas el maletín que había llevado. Se sentía incómoda con la falda negra hasta las rodillas y las medias negras le picaban en los muslos.
—¿Has… has tomado algo para el resfriado? —preguntó ella mientras se sentaba en el sofá intentando no mirarlo ni mirar hacia otro lado—. Para la gripe, quiero decir.
—Claro que no.
—¿Por qué?
—¿De qué iba a servir? Tengo que pasarla y nada más.
—Te traeré paracetamol.
—Te quedarás donde estás y empezaremos a repasar el asunto Dickson.
—¿Dónde está el botiquín?
—No tengo.
Paula se levantó, se acercó a la cama y lo miró con los brazos cruzados.
—Tienes un aspecto espantoso.
—Vaya, por fin te das cuenta de que estoy gravemente enfermo.
—Tienes un aspecto espantoso porque te niegas a hacer algo. No estás gravemente enfermo, Pedro. Tienes un resfriado primaveral. No estás acostumbrado a sentirte mal.
—¿Qué quieres decir con que me niego a hacer algo? ¡Eres una mujer! ¿No tienes compasión? ¿Sabes cuántas mujeres matarían por tener la posibilidad de cocinarme algo para demostrar que son diosas domésticas y enfermeras ejemplares?
—En ese caso… —ella le entregó el móvil de él—. Por favor, llama a cualquiera de ellas. Estaré encantada de que me sustituya.
—¡Siéntate! —bramó él antes de que le diera un ataque de tos.
Paula lo miró sin inmutarse y divertida porque su todopoderoso jefe había perdido el dominio de sí mismo por un vulgar resfriado. Podía ser vulnerable y estaba demostrándole a ella que podía ser irritable y desesperante de una forma muy humana y… ridículamente entrañable.
—Tengo unos comprimidos en el bolso. Traeré un vaso de agua y te los tomarás. Es posible que no te curen el resfriado, pero te aliviarán los síntomas.
—¿Eso incluye mi fiebre abrasadora? Tócame si no me crees.
Pedro suspiró, le tocó la frente y sintió un anhelo palpitante que la alteró un par de segundos.
—Tienes un poco de fiebre.
Ella retiró la mano y se la frotó disimuladamente en la falda para intentar librarse de la descarga eléctrica que había brotado entre ellos. ¿Por qué? Le disgustaba tanto como la primera vez que lo vio. Efectivamente, trabajaban bien juntos y quizá no fuese ese hombre unidimensional que ella había creído, pero ¿por qué se alteraba tanto en cuanto estaban cerca? Era aterrador pensar que podía haber caído en la misma trampa que las demás secretarias. Desechó la idea inmediatamente. Él era increíblemente guapo y ella era humana, pero podía sofocar sin ninguna dificultad cualquier reacción que él le provocara. Sin embargo, tener que sentarse en la misma habitación que él cuando estaba tan… indecentemente poco vestido…
Fue al cuarto de baño del dormitorio, no hizo caso de la toalla húmeda que colgaba del toallero caliente, y volvió con un vaso de agua del grifo y los comprimidos que había sacado del bolso.
—Tómatelos.
—Eres increíblemente mandona —comentó él, aunque se tomó los comprimidos con un sorbo de agua—. Ese no es un rasgo nada femenino.
—No estoy aquí para ser femenina —replicó ella sonrojada y con rabia—. Estoy aquí para trabajar con unos documentos que no podían esperar hasta la semana que viene. Ya tienes un montón de amiguitas que pueden distraerte con sus argucias femeninas.
—En estos momentos, no quiero saber nada de… amiguitas. Aunque ya deberías saberlo porque tú eres la encargada de hacer las reservas cuando voy con ellas.
Había hecho una reserva para la ópera, pero él acababa de romper la relación con Georgia y quizá no quisiera meterse en otra relación con una mujer. La ópera para dos…
—¿Qué pasó con tu acompañante para la ópera?
Ella se dejó arrastrar por la desagradable idea de que la vida estaba pasando de largo mientras ella esperaba algo. Nunca se había sentido así. Se había conformado con la rutina y había aceptado que, si bien las cosas no habían sido como ella había planeado, también podrían haber sido peores.
¿Esa vitalidad abrumadora de Pedro era lo que hacía que se sintiera aletargada en comparación? ¿Sería que era la sosa que estaba detrás del ordenador y que reservaba entretenimientos apasionantes para mujeres apasionantes?
—Resultó que no tenía lo que se necesita. Era sexy a más no poder, pero, desgraciadamente, las piernas, las curvas y los morritos no evitaron que fuese aburrida.
Paula esbozó una sonrisa forzada y con resentimiento. Otra que había mordido el polvo. Buscaría otra modelo y, con un poco de suerte, quizá las piernas, las curvas y los morritos fuesen acompañados de un mínimo de personalidad.
—Es posible que tenga que añadir eso a tus funciones —siguió él con esa voz sexy y pensativa—. Es posible que tenga que encargarte que me encuentres alguna que no resulte aburrida al cabo de cinco segundos. ¿Crees que podrías hacerlo?
La furia se adueñó de ella. ¿Por quién la había tomado? ¿Creía que era una alcahueta que podía proporcionarle mujeres para que él no tuviera que esforzarse?
—¡Eres el hombre más… más vago que he visto en mi vida!
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído, Pedro. ¡Eres vago! —miró con rabia ese cuerpo reclinado y cubierto por una bata de seda que le permitía ver demasiados músculos fibrosos—. Es posible que trabajes como una mula y que seas un rey Midas, pero ni siquiera te molestas en resolver tu vida sentimental. ¿Por qué no te planteas reservar lo que quieres hacer con tus mujeres? ¿Por qué no atiendes tus llamadas y te buscas tus excusas cuando no quieres ver a alguien? ¡Me encargaste que eligiera un regalo de ruptura para Georgia después de que la echaras de tu despacho! Algo conciliador, me dijiste, el dinero no es obstáculo. ¡Ni siquiera te molestaste en saber lo que había elegido! ¡Eres vago!
Había elegido un ramo de flores enorme y un fular de marca con los colores de la chaqueta que llevaba el día de la pelea en el despacho. Había sido estratosféricamente caro, pero no creía que él arqueara una ceja siquiera cuando lo viera en el extracto.
—Estás propasándote —replicó Pedro con frialdad.
¿Cómo podía llamarlo vago? ¡Había trabajado de sol a sol! ¡Había llegado a lo más alto de la escalera, a donde nadie creyó que llegaría! Sin embargo, ella no se había referido a su incomparable éxito laboral. Había ido directamente al aspecto sentimental de su vida. Era típico de una mujer y no pensaba darle más vueltas. Él había empezado de cero y lo tenía todo. Podía conseguir la mujer que quisiera y sabía que su cuenta bancaria tenía mucho que ver. ¿Lo habrían perseguido si no estuviera en lo más alto? Sospechaba que no. Solo podía confiar en su capacidad de ganar dinero y en usarlo para comprarse la libertad absoluta. Todo lo demás era marginal en comparación, pero, aun así, le había quedado un regusto amargo.
—Lo siento —dijo Paula sin vacilar—. No quería ser crítica.
Podría haber seguido presionándola por esa afirmación tan poco sincera, pero pensó en el motivo por el que estaba allí y se pasaron las tres horas siguientes trabajando con los documentos que había llevado. Ella tenía una buena cabeza.
Veía los posibles inconvenientes de forma distinta y creativa y hacía las cuentas muy deprisa cuando había que analizar la viabilidad de ciertos aspectos resbaladizos.
Evidentemente, ella se había olvidado de su arrebato de rabia, pero él seguía mirándola muy frecuentemente. Estaba inclinada y sus dedos tecleaban diestramente para corregir los documentos. Además, la maldita mujer había tenido razón sobre los comprimidos y a mediodía se encontraba mejor.
—Muy bien.
Él se sentó en el borde de la cama y ella, atrincherada en el sofá, lo miró asustada.
—¿Qué haces?
Se había olvidado de que estaba trabajando en su dormitorio y de que solo llevaba una bata muy liviana que ni siquiera se había atado. Se había obligado a no mirarlo y, gracias al trabajo, lo había conseguido. Sin embargo, él estaba levantándose y atándose el cinturón de la bata, pero ya había visto sus calzoncillos y los muslos cubiertos por delicado vello negro. Tenía unos tobillos impresionantes. No apartó la mirada de esa parte inofensiva de su cuerpo mientras él se dirigía hacia el cuarto de baño y le informaba de que iba a ducharse.
—¿Por qué no me esperas en la cocina? Podemos comer algo antes de seguir.
—Parece que estás mucho mejor. ¿No prefieres acabar lo que hemos estado haciendo y… aprovechar tus energías? Dicen que la mejor manera de librarte de un resfriado, de una gripe, perdón, es tomárselo con calma y descansar.
—Es posible que dé resultado para otras personas, pero no para mí. No me tomo las cosas con calma. Ahora, salvo que quieras venir conmigo al cuarto de baño para que sigamos hablando de la filial de electrónica, te propongo que estires las piernas y vayas abajo. Es más… —se detuvo junto a la puerta y la miró con un levísimo brillo burlón en los ojos—. Podrías hacer algo útil y cocinarnos algo. Verás que la nevera y los armarios están bien surtidos. En línea con mi vagancia, tengo a alguien que se ocupa de que lo estén.
Dicho lo cual, desapareció en el cuarto de baño y ella se quedó boquiabierta. ¿Desde cuándo cocinar para el jefe entraba entre las funciones de una secretaria? ¿Ese hombre sabía hacer algo aparte de aprovecharse? ¿Acaso el contrato decía que tenía que acudir a su casa a la velocidad de la luz para repasar un montón de documentos porque se había resfriado? ¿Por qué no se había opuesto ella con más firmeza? ¿Por qué se sentía tan viva aunque estuviese cerca de él?
Una vez en la cocina, miró alrededor y vio que todo, desde las encimeras de granito a los electrodomésticos, estaba reluciente. Supuso que la misma persona encargada de tener llenos los armarios y la nevera se encargaba de que el polvo y la suciedad desaparecieran. En la nevera había pan, jamón y todo tipo de caprichos. Después de varios intentos, encontró el té, de distintos tipos, y el café, también de distintos tipos.
—También podría pedir que trajeran…
Paula dio un respingo y se dio la vuelta sonrojada, como si la hubiesen pillado con las manos en la masa. Él se acercó.
Estaba recién duchado y, afortunadamente, se había quitado la bata de seda, aunque llevaba unos vaqueros negros y una camiseta de rugby muy amplia que no eran menos desconcertantes. No podía esperar que en su casa fuese vestido con un traje, pero eso habría marcado la línea entre jefe y secretaria que había entre ellos. En cambio, era el prototipo de macho alfa; alto, dominante y con la fuerza latente de un depredador. Algunas veces, ella se sentía como una presa cuando estaba cerca de él. Esa era una de esas veces, aunque no sabía por qué. Solo sabía que era muy inquietante verlo recorrer la cocina descalzo y con unos vaqueros que resaltaban la fuerza de su cuerpo.
—Deberías ponerte algo en los pies —comentó ella ridículamente cuando él llegó a la encimera para ayudarla a hacer el té—. Es posible que te encuentres mejor por los comprimidos, pero podrías recaer.
—Hay calefacción en el suelo. Si te quitaras esos mocasines negros, comprobarías que el suelo está caliente.
Ni siquiera se había soltado el primer botón de la inmaculada blusa blanca. No estaba en la oficina y podría haberse puesto lo que hubiese querido, pero, como era de prever, había mantenido la etiqueta. Era la mujer más rígida y menos relajada que había conocido, pero, cuando había explotado, había vislumbrado que podía ser como un volcán.
Tenía sentido. Era inteligente y eso indicaba que era algo más que la secretaria cumplidora que decía lo que pensaba, educadamente, y que siempre conseguía dejar la sensación de que había algo más de lo que se veía a simple vista, pero ¿qué?
Se había acostumbrado a mujeres muy hermosas y dispuestas, pero empezó a pensar en la puntillosa, correcta y anodina señorita Paula Chaves y le gustó. Su vestimenta era tan insulsa que le aburría mirarla, pero la delicadeza de su rostro y sus labios carnosos tenían algo que transmitía una sensualidad que, probablemente, ella desconocía. Notó una erección incipiente.
—Preferiría acabar lo que estamos haciendo y marcharme a casa.
Estaba incómoda con esa especie de juego doméstico que estaban practicando. No era lo que había firmado y no sabía moverse fuera de la zona de seguridad.
Pedro frunció el ceño. De repente, se imaginó que lo tomaba con sus manos frías, que bajaba la cabeza y se lo lamía con su delicada lengua. La claridad de la imagen lo asombró.
—Es una pena —replicó él—. No te pagan para que te largues solo porque no estoy sano.
¿A qué venía eso? Quizá estuviese harto de estar encerrado en su casa con alguien que no era su amante esporádica.
Probablemente, estaría acostumbrado a estar en la cocina con alguna chica parecida a Georgia que solo llevaba un delantal y una espumadera mientras sonreía tentadoramente.
—No es justo. No tengo mucho apetito y no creas que tenemos que descansar por mí.
—No lo creo.
Su erección seguía palpitando y su imaginación estaba desatada. Sabía, sin la más mínima vanidad, que la mayoría de las mujeres mataría por estar en el lugar de ella, cocinando en su cocina, con él. Todavía no había permitido que ninguna lo hiciera para que no se hiciese falsas ilusiones. Las llevaba a restaurantes caros. Ella, sin embargo, estaba apoyada contra una encimera y buscando excusas para marcharse. Era cómico que eso lo alterara, pero, dados los pensamientos eróticos que le rondaban por la cabeza, lo alteraba.
Sacó el móvil, llamó a un amigo que era jefe de cocina de uno de los mejores restaurantes de la ciudad y le pidió una cena para dos con el menú que él quisiera. Mientras hablaba, la miraba fijamente y ella se preguntó, con furia, si eso sería un intento de que se sintiera culpable por no haber saltado de alegría ante la posibilidad de cocinarle algo.
Cuanto más pensaba en él, más cuenta se daba de lo vago que era en su vida personal. Sin embargo, si creía que podía convertirla en una de sus incondicionales dispuestas a hacer cualquier cosa sin rechistar, iba a llevarse una sorpresa monumental.
—Sabes que todavía queda mucho trabajo con Trans-Telecom —siguió él mientras se sentaba en una de las sillas de cuero y acero de la mesa y notaba que la fiebre le subía a medida que se pasaba el efecto de los comprimidos—. Además, ¡no hace falta que te quedes ahí! ¡Si pudiera contagiarte algo, ya te lo habría contagiado!
—Creía que ya habías repasado todos los detalles técnicos de eso.
Paula se acercó y lo miró desde arriba. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que pudiera ser contagioso.
¡Había estado muy ocupada con la idea de estar en su casa!
Además, no se había afeitado y la sombra de la barba era pecaminosamente atractiva.
—Hay una fecha límite. Los abogados lo han mirado con lupa, pero todavía tengo que cerciorarme de que todo está bien atado. No puedo permitirme que haya una coma mal puesta o podría irse al traste. Me ha costado mucho que la familia aceptara la idea de venderlo. No quiero que se pongan nerviosos por un retraso en el último minuto.
Estaba hipnotizada por la intensidad de su mirada, por la autoridad que irradiaba cuando se ponía a trabajar y por lo descaradamente sexy que era con ropa informal. Cuando se trataba de trabajar, era una máquina. Podía concentrarse durante horas y no soltar un problema hasta que lo hubiese solucionado, aunque tardara dos días.
—Y me temo que no tienes alternativa…
—¿Has escuchado una sola palabra de lo que he estado diciendo, Paula?
Entonces, oyeron el timbre de la puerta y él volvió al cabo de un par de minutos con dos bolsas de comida impecablemente envueltas.
—Lo siento, pero claro que te he escuchado. Estabas hablando de Trans-Telecom y…
—Y comunicándote que este fin de semana puedes librarte de trabajar, pero que te adelanto desde este momento que, tengas los planes que tengas para el fin de semana siguiente, tendrás que cancelarlos porque vas a acompañarme a París para cerrar esta operación. Te necesitaré para que transcribas todo lo que se diga y se acuerde, palabra por palabra.
—El fin de semana siguiente…
—El fin de semana siguiente. Tienes la semana que viene para asimilarlo.
Ella sabía que, naturalmente, a su madre no le pasaría nada por un fin de semana, pero sentía una punzada de remordimiento. También sabía que podría haberle contado la situación con su madre y lo que hacía los fines de semana, pero le habría parecido que traspasaba otro límite y no quería traspasar más límites como ese. Además, Pedro Alfonso podía ser muchas cosas, pero no era una persona cariñosa y afable que estimulara las confidencias de una chica, como ella tampoco era una chica cariñosa y afable que las contara.
—Claro —replicó ella con decisión—. Me ocuparé de… de reorganizar los planes del fin de semana.
Él se preguntó cuáles serían.
—Perfecto. Entonces, comeremos en veinte minutos y luego seguiremos.
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Que personalidades fuertes que tienen!! Buenisimos los caps
ResponderBorrarMuy buenos los 3 caps Carme. Ya me atrapó esta historia jaja
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