lunes, 3 de agosto de 2015
EL ESPIA: EPILOGO
Las paredes eran blancas y los muebles de color claro, con un ramo de lavanda en un alegre jarrón de color amarillo en una esquina. Había dos camas en la habitación y Pedro las había unido para hacer una doble. Era la mejor habitación en el ala de maternidad del mejor hospital de la ciudad. Incluso tenía un patio privado lleno de plantas, con un baño para pájaros.
Hasta ese momento sonaba una suave música, cantos de ballena, pero la música había cesado porque Paula lo había pedido. No podía más. Había amenazado con buscar un arpón si seguían con los cantos de ballena.
Su hija, a la que tenía sobre el pecho, no sabía nada de ballenas o de lavanda y no recordaría la habitación llena de tíos y tías y un primito dormido, pero todos estaban allí.
Toda la familia de Pedro Alfonso celebrando la llegada de un nuevo miembro y él estaba agradecido.
El parto había sido largo y difícil. Paula estaba agotada y Pedro traumatizado porque no podía hacer nada. La comadrona le había asegurado que todo iba como debía. El dolor, las contracciones, todo era normal.
Que el Cielo lo ayudase.
Paula había dado a luz una niña diminuta, con la carita roja, y Pedro se había enamorado a primera vista. Tres kilos cuatrocientos gramos de niña; su amor, su tesoro.
La comadrona había puesto a la niña sobre el pecho de Paula y ella había levantado la mirada, con los ojos llenos de lágrimas.
—Ven aquí, pequeñita.
Pedro estaba tan enamorado de sus chicas que no podía dejar de sonreír y su familia le tomaba el pelo por su cara de tonto, pero le daba igual. Ellos no sabían.
Bueno, Sergio sí sabía. Sergio y Ruby habían tenido un niño risueño que había empezado a dar sus primeros pasos unos días antes. Tal vez ellos sí entendían lo que sentía.
Aquellas dos personas, la preciosa mujer de carita rara y orejas un poco prominentes y la niña que miraba fijamente la camisa de su padre, eran todo su mundo.
Adriana y Seb iban a esperar un poco antes de tener hijos.
Sergio y Ruby pensaban tener otro. Elena no podía tener hijos propios, pero Damian y ella ya habían empezado el proceso de adopción de un niño de doce años.
Pedro había mirado a su hermana con gesto de disculpa cuando entró en la habitación, pero ella se había echado en sus brazos, feliz.
—Ni se te ocurra estropear este momento mirándome con esa cara de pena. Deja que celebre la llegada de tu niña… porque yo voy a celebrarla, Pedro. Y voy a celebrarla mucho.
Sí, en cuanto lo que se refería a familia, la niña había nacido en una muy especial.
—Gracias.
—¿Cómo vais a llamarla? —preguntó Elena.
—Damiana —respondió Damian—. Suena bien, ¿no?
—¿Qué tal Pomona? —sugirió Adriana—. Es la diosa de la fruta.
—Nada de frutas —replicó Damian, el mejor amigo de Pedro y su cuñado—. De hecho, olvidemos los grupos alimenticios.
—No les hagas caso, cariño —dijo Paula, tapando las orejitas de la niña—. Están locos. Te lo explicaré cuando seas mayor.
Pedro empezó a colocar almohadas en su espalda.
—¿Te quito alguna?
—No, estoy bien.
—Pues yo no pienso irme hasta que esta niña tenga un nombre —insistió Elena—. Paula, ¿cómo vas a llamarla?
—Pedro y yo hemos hecho un trato. Si era un niño yo elegiría el nombre, si era niña lo elegiría él. Venga, no los hagas sufrir más.
—Estoy disfrutando —dijo Pedro, acariciando la cabeza de su hija—. Bueno, se me ha ocurrido un nombre de la familia: Ana Alfonso. Como nuestra madre.
Todos se quedaron en silencio.
—¿Os parece bien?
Elena asintió con la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas. Los de Adriana también.
—Me gusta mucho —dijo Sergio, que no había conocido a su madre.
La mujer de Sergio, Ruby, lo abrazó.
—A mí también me gusta.
En ese momento entró la comadrona y miró alrededor.
—¿Qué es esto?
—Acabamos de ponerle nombre a la niña —respondió Paula—. Le presento a Ana.
—Ah, bonito nombre. ¿Y las lágrimas?
—Porque es perfecta y preciosa —respondió Elena.
—Bueno, la hora de visitas ha terminado —anunció la comadrona, señalando la puerta de la habitación—. Esta familia ha tenido una noche muy dura, los tres. Y necesitan descansar.
Elena se acercó a la cama.
—¿Puedo tocarla? —susurró.
—¿Quieres tomarla en brazos? —preguntó Paula.
—No, yo… aún no —Elena acarició la cabecita de la niña antes de besarla—. Bueno, ya está.
—Ana, esa era tu tía, que seguramente te enseñará a lanzarte en paracaídas —dijo Pedro.
—Y tu padre se morirá del susto, ese será mi regalo.
—Qué graciosa.
La comadrona se aclaró la garganta y Elena se apartó.
—Enhorabuena, Ana es preciosa y ha tenido mucha suerte. Sé que seréis unos papás estupendos.
Todos salieron de la habitación, dejando a Pedro y Paula a solas con la recién nacida.
—¿Te he dicho cuánto te quiero? —murmuró Pedro.
—Sí, me lo has dicho. Y yo te quiero a ti —respondió ella.
—Me alegro.
Jamás se cansaría de escuchar esas palabras o de necesitar el amor de aquella mujer. Pedro alargó una mano para apretar la manita de la niña, cautivado cuando ella se agarró a sus dedos con una fuerza inusitada.
—¿Crees que debería contarle un cuento?
—¿Qué cuento?
—Tengo un gran repertorio con bombas, explosiones, fugas, aventuras, espionaje…
—Supongo que habrá que empezar por cosas más básicas —bromeó Paula.
Sabía que su vida nunca sería aburrida y en aquel momento le parecía absolutamente perfecta.
—¿Quieres que le hable sobre Verónica, la tortuga de tu abuelo?
—Esa historia es un poco verde para una recién nacida —la sonrisa de Paula lo decía todo—. Háblale del sol, del mar, del barco y del pingüino bailarín.
EL ESPIA: CAPITULO 34
Paula iba al timón y Pedro controlaba las velas. Juntos hacían que el barco atravesase el Pacífico como un cuchillo cortando mantequilla.
Juntos podrían conquistar cualquier cosa, eso era lo que habían descubierto en los seis meses que llevaban juntos.
Habían sido los seis meses más felices, más aventureros y emocionantes de su vida.
Aunque era diez años mayor que Pedro y seguramente no tendrían hijos, sus hermanos la habían aceptado de inmediato en la familia. Decisión de Pedro, asunto de Pedro.
Confiaban en él y Paula confiaba también porque era esa clase de hombre.
Había tomado parte en dos operaciones especiales, con el conocimiento y apoyo de Paula, aunque no de manera oficial. Ella había sido su musa y Sergio su socio desde Australia.
Pedro la había llamado cada día para hablar de pingüinos e icebergs…
Volvió con nuevas cicatrices y buscando sus brazos. Y Paula ya no temía no ser la mujer para él.
Con cada mirada, con cada beso se lo confirmaba.
—Pedro, ¿dónde vamos? —lo llamó desde su puesto al timón.
—Hacia el este —respondió él.
—Sí, ¿pero por qué?
Si seguían yendo hacia el este llegarían a Chile.
—¡El viento, Paula, el viento! ¡Piensa en el viaje de vuelta!
Tan divertido, tan temerario, con esa sonrisa irresistible y los ojos del color del mar.
Tenía que hacerle una proposición.
—Pedro, ayer hablé con dirección y me han ofrecido un nuevo puesto. Total autonomía y un equipo de operaciones especiales.
—¿En serio? —Pedro tuvo que sujetar la vela al mástil antes de volver a su lado—. ¿Y qué has dicho?
—Decliné la oferta y les hice una contraoferta.
Pedro la abrazó, haciéndola sentir como un tesoro.
—Por eso te quiero —murmuró—. ¿Qué les has ofrecido?
—Dejar mi puesto y trabajar por mi cuenta o un puesto a tiempo parcial. Y elegir a mi propio equipo.
—¿Lo dices en serio?
—Desde luego que sí. Es la mejor contraoferta que he hecho en mi vida y la han aceptado.
—Pero tu carrera, con la que has soñado toda tu vida, con todo lo que has trabajado.
—He pensado mucho en ello, Pedro. Me he preguntado dónde me quedaba por llegar y no me gustaba nada. Ahora puedo elegir y eso es lo que quiero. De hecho, he pedido la dimisión… en dos meses dejaré mi despacho y formaré mi propio equipo.
—¿Estás segura?
—Muy segura.
—¿Quién formaría ese equipo?
—Mencioné un par de nombres y no hicieron más preguntas. Si estás interesado, he pensado que podríamos hacer tres, tal vez cuatro trabajos por año. Podremos ser selectivos y así tendríamos más tiempo para navegar, para vivir.
—Cuenta conmigo —dijo él, abrazándola con fuerza—. Paula, ¿de verdad estás segura?
—Del todo. No quiero verte solo los fines de semana. Necesito más.
—¿Dónde quieres que vivamos?
—En la playa —respondió ella—. En algún sitio cerca de Elena y Damian, de Sergio. Ese es el sitio para nosotros.
—¿Y tu abuelo?
—A mi abuelo le encanta este sitio y no creo que nos sea difícil convencerlo para que venga a visitarnos.
—¿Y tus padres?
—Imagino que a ellos los veré menos —Paula se encogió de hombros—. Tengo algo de dinero ahorrado, así que puedo vender mi apartamento y poner dinero para una casa.
—Ah, siempre organizando los detalles —Pedro no podía dejar de sonreír—. De acuerdo, muy de acuerdo, me encanta.
—Hay una cosa más.
—Dime.
Paula respiró profundamente antes de hablar. No era un asunto poco importante, al contrario.
—¿Quieres que tengamos un hijo?
El tiempo se detuvo. El viento dejó de soplar. Pedro sabía que no habría vuelta atrás.
Y quería hacerlo. Paula podía verlo en su rostro y jamás se había sentido más feliz. Daba igual que tuviese algún miedo, que hubiera momentos de indecisión.
—Sí —dijo Pedro por fin, inclinándose para buscar sus labios antes de echársela al hombro.
—¿Qué haces, loco?
—Vamos a empezar ahora mismo. Recuerda que soy Pedro Alfonso, hombre de acción. Vamos a hacerlo.
Paula reía.
—¿No quieres pensarlo ni siquiera un momento?
—No tengo que hacerlo.
—Soy mayor que tú, podría no salir bien.
—Entonces moriremos en el intento.
—Nuestro hijo podría ser un genio. Si resulta ser súper inteligente será tu responsabilidad.
—Ningún problema.
Su hombre se adaptaba a todo, pensó Paula. Iban a hacerlo. Pedro quería hacerlo, de modo que ya tenía su repuesta.
—¿Entonces sí?
—¡Sí!
Pero no estaba en su naturaleza poner las cosas fáciles.
—¿Y tu bonito barco, el timón, las velas, el viento, la aventura?
—No pasa nada. Confía en mí, no pasa nada.
Y Paula sabía que podía confiar en él.
domingo, 2 de agosto de 2015
EL ESPIA: CAPITULO 33
Pedro no se había rendido. Nunca se rendía cuando quería algo de verdad y estaba seguro de que a Paula no le sorprendería que dejase pasar unos días antes de volver a la carga. Con otra disculpa, una mejor, y una explicación. Con promesas e intención de cumplirlas.
Él mantenía su palabra.
Paula lo vio en cuanto salió del edificio, a las nueve. Era imposible no verlo ya que estaba frente al edificio. Aceptó hablar con él cinco minutos… o más bien Sam había aceptado por ella. En cualquier caso, se dirigió hacia él sin vacilar.
—Tengo media hora antes de caer al suelo exhausta. ¿Quieres que vayamos a Marble’s?
—Sí, claro. Donde quieras.
Marble’s era un bar elegante a la vuelta de la esquina donde solían reunirse los empleados del Servicio. No era un sitio ruidoso y allí podrían mantener una conversación relativamente privada.
Pedro caminó a su lado, aunque lo que de verdad le gustaría sería abrazarla, enterrar la cabeza en la curva de su cuello y quedarse así hasta que se le pasara el enfado. Su cuerpo lo recordaría, podría convencerla, hacerla capitular, estaba seguro.
Se sentaron a una mesa apartada y pidieron descafeinado para los dos. Pedro pidió también algo de comer, cordero con salsa de yogur y bolas de arroz.
—Le hice una promesa a un niño de siete años —empezó a decir—. Cuando el mundo a nuestro alrededor estaba ardiendo le prometí que cuidaría de él y lo he hecho. Y seguiré haciéndolo a distancia. Preferiría que no preguntases, pero si lo haces te lo contaré todo.
—No voy a preguntar —dijo Paula—. El caso está cerrado.
—Entonces, solo quedan las promesas que quiero hacerte.
Pedro vio que los ojos de Paula se llenaban de lágrimas.
Parecía tan triste en ese momento, tan dolida, que se le rompió el corazón.
—No llores, por favor. No puedo soportarlo.
—Habla, te escucho —dijo ella—. La última vez no lo hice.
¿Por dónde debía empezar?
—Debería haberte dicho que iba a Ámsterdam y que no podríamos estar en contacto durante un tiempo. Pensé que cuanto menos supieras de mis movimientos mejor para ti, pero está claro que eso no va a funcionar con nosotros.
—Cuando era pequeña solía despertar en medio de la noche —empezó a decir Paula—. En un país nuevo, en una casa nueva, con empleados. Mis padres no estaban y nadie me contaba nada, así que me sentía invisible. Sigo reaccionando mal cuando alguien me hace sentir invisible.
—Yo nunca he pensado que fueras invisible, Pau. Entro en una habitación y solo te busco a ti —dijo Pedro—. En cuanto a esos cadáveres de los que hablan las autoridades holandesas… eso no fue nunca parte de mi plan. Debería haberte llamado para confirmar que estaba bien y lo haré la próxima vez… si hay una próxima vez.
—Pero…
—Podemos establecer unas reglas: no irse nunca sin decir adiós, llamar siempre, jamás dejar que pienses que no te quiero. Porque te quiero mucho, Pau.
Siempre había pensado que esas sencillas palabras de amor serían imposibles de pronunciar.
Pero no lo eran.
—Te quiero.
—¿De verdad? —Paula apretó la taza de café, sin mirarlo—. Tú podrías tener a quien quisieras.
—Y te he elegido a ti.
—Podrías tener una mujer preciosa.
—Tú eres preciosa. Y no digas que podría tener a alguien más joven que quisiera darme hijos porque yo sé bien lo que quiero. Desde el momento que te vi perdí la cabeza. Por favor, Pau, dame otra oportunidad.
—Me tienes desde: «le hice una promesa a un niño de siete años». Y la has cumplido.
Por fin, Pau levantó la mirada y Pedro se permitió a sí mismo soñar.
—¿Quieres que sigamos hablando de esto en un sitio más privado? ¿En mi casa?
—O en el hotel, donde te sientas más cómoda.
—Mi casa… no, espera, no hay comida en la nevera.
—Da igual.
—Ni siquiera tengo helado. Me lo comí una noche, cuando pensé que habías muerto.
—Me parece muy razonable.
—Te maldije mil veces.
—Duro, pero justo.
—¿Te das cuenta de que vamos a pelearnos todo el tiempo?
Pedro sonrió.
—Estoy deseando.
—Y mi trabajo… vamos a tener que dejar claro de qué puedo hablar y de qué no.
—Lo entiendo —dijo Pedro—. También yo tengo un par de proyectos de los que no puedo hablar por el momento.
Podemos hacerlo, Pau. Solo tenemos que abrir las líneas de comunicación. Yo puedo decirte que me voy a la Antártida a ver pingüinos de vez en cuando y llamarte desde un iceberg… pero ahora mismo tengo que abrazarte. Tenemos que ir a algún sitio porque estoy a punto de perder el control.
Pedro dejó unos billetes sobre la mesa y se levantó. Paula se levantó también, apretando su mano.
Nunca había conocido a una mujer cuyo roce pudiese calmarlo y excitarlo al mismo tiempo. Nunca había deseado a una mujer como la deseaba a ella.
—Mi apartamento está cerca —susurró Paula—. Podríamos ir allí y yo podría reunir valor para estar desnuda delante de ti y decirte que te quiero.
—Me parece un buen plan.
Cuando llegaron al coche, Pedro se dejó llevar por la tentación y la besó.
—No sabes cuánto te deseo.
—Entonces nos desnudaremos el uno al otro y podrás volver a decirme que me quieres —Paula sonrió seductoramente—. Y hacer que lo crea.
EL ESPIA: CAPITULO 32
La furia y la indignación podrían haber ayudado a Paula a aguantar el tiempo suficiente para hacer lo que había que hacer, pero esas emociones no eran buena compañía. Pasó la noche llorando y al día siguiente funcionó de manera automática, deseando que Pedro Alfonso desapareciese de su memoria.
Pero sabía que eso no iba a pasar.
Cuando volvió a la oficina se negó a hablar con él y lo envió a ver a Corbin, que lo interrogaría sobre el incidente en Ámsterdam.
Por supuesto, Pedro había negado estar involucrado.
Paula había observado el interrogatorio a través de una pared de espejo y al final de la entrevista, cuando Pedro desapareció, su jefe le preguntó si creía la historia que había contado.
—¿Y usted? —le preguntó Paula.
Pero no esperó respuesta. Salió de la oficina antes de lo habitual y fue a ver a su abuelo.
Estaba en el jardín, como siempre, cuidando de sus dalias y de su tortuga de cincuenta años, Verónica.
—Ah, mi nieta ha venido a verme —estaba sonriendo, pero se puso serio al ver su expresión—. ¿Qué ha pasado?
Llegas un día y tres horas antes de la cena semanal.
—Ha sido una semana muy dura y quería ver a mi tortuga favorita.
Sí, allí estaba, con la cabeza fuera del agua y el cuello estirado, mirándolos. A Verónica no se le escapaba nada.
—¿Algún problema en el trabajo?
—Alguno, pero ya está resuelto.
—¿Y estás satisfecha?
—Algunos lo están.
—Pero tú no.
—No se puede tener todo —Paula había aprendido eso de niña—. ¿Crees que tengo problemas de abandono, abuelo?
Él la miró con cara de sorpresa.
—Menuda pregunta.
—¿Necesitas un té, café o una bebida fortificante antes de responder?
—Té y pastel podrían ayudar.
Su abuelo tomó el bastón y se dirigió al interior de la casa, con Paula detrás. Se sentaron en la cocina, frente a la ventana que daba al jardín.
—¿Quién te ha defraudado?
—Un hombre joven e impulsivo.
—¿Un buen hombre?
—Sí —respondió Paula. Y era verdad—. En muchos sentidos sí, pero es muy temerario.
—Y tú demasiado cautelosa.
—No soy demasiado cautelosa, solo me gusta hacer planes y tener cubiertas todas las bases.
Su abuelo sonrió.
—Y las de los demás.
Bueno, tal vez tenía razón.
—¿Recuerdas que te hablé de un agente que acababa de regresar de una larga misión, un trabajo de incógnito?
—Sí, lo recuerdo.
—Su nombre es Pedro Alfonso y es el hombre con el que tengo problemas.
—¿Personal o profesionalmente?
Paula tomó un sorbo de té.
—Las dos cosas. Aunque ya no trabaja para el Servicio, renunció hace un par de semanas.
—¿Cuánto tiempo estuvo trabajando de incógnito?
—Dos años. Para un traficante de armas.
—¿Antonov? —su abuelo la miró, sorprendido—. ¿Es el hombre que se cargó la organización de Antonov?
—Sí —respondió Paula—. Pero dejó expuesto a su hijo, un niño de siete años.
Paula le contó todo lo que había pasado con Celik… y con Pedro.
—Es una persona importante para mí, abuelo. Me gusta mucho… no, es más que eso.
—¿Y cuál es el problema?
—Que no me ha devuelto las llamadas. Sencillamente desapareció sin decir una palabra y yo no sabía dónde estaba —el corazón de Paula latía con fuerza—. Odio eso.
—Ya lo sé, hija. ¿Pedro Alfonso tenía razones para no ponerse en contacto contigo?
—¿Aparte de no querer que nadie supiera lo que estaba haciendo?
—Pero de esa forma tú no sabrías nada y nadie podría hacerte responsable, cariño.
—Pero el niño debe estar a cargo del programa de testigos protegidos para tener una nueva vida y nosotros podríamos haber organizado todo eso.
—Tal vez Pedro Alfonso no se habría sentido satisfecho del todo —dijo su abuelo—. Tal vez quería asegurarse personalmente.
—Abuelo…
—¿Le has contado algo de tu vida, de tu infancia?
—No, no mucho. No suelo hablar de ello.
—Quizá deberías.
Paula dejó la taza sobre la mesa.
—Te lo pregunto de nuevo: ¿crees que tengo algún complejo de abandono?
Su abuelo esbozó una sonrisa triste.
—Lo tuviste de niña, pero ya no eres una niña.
—Le he dicho que todo ha terminado entre nosotros.
—Pues llámalo y habla con él. ¿No puedes admitir que estabas equivocada?
—¿Estoy equivocada, abuelo?
—No lo sé, cariño. Por mucho que tú creas que soy sabio, no es verdad. Eso es algo que tienes que decidir tú.
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