lunes, 3 de agosto de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 34




Paula iba al timón y Pedro controlaba las velas. Juntos hacían que el barco atravesase el Pacífico como un cuchillo cortando mantequilla.


Juntos podrían conquistar cualquier cosa, eso era lo que habían descubierto en los seis meses que llevaban juntos.


Habían sido los seis meses más felices, más aventureros y emocionantes de su vida.


Aunque era diez años mayor que Pedro y seguramente no tendrían hijos, sus hermanos la habían aceptado de inmediato en la familia. Decisión de Pedro, asunto de Pedro


Confiaban en él y Paula confiaba también porque era esa clase de hombre.


Había tomado parte en dos operaciones especiales, con el conocimiento y apoyo de Paula, aunque no de manera oficial. Ella había sido su musa y Sergio su socio desde Australia.


Pedro la había llamado cada día para hablar de pingüinos e icebergs…


Volvió con nuevas cicatrices y buscando sus brazos. Y Paula ya no temía no ser la mujer para él.


Con cada mirada, con cada beso se lo confirmaba.


Pedro, ¿dónde vamos? —lo llamó desde su puesto al timón.


—Hacia el este —respondió él.


—Sí, ¿pero por qué?


Si seguían yendo hacia el este llegarían a Chile.


—¡El viento, Paula, el viento! ¡Piensa en el viaje de vuelta!


Tan divertido, tan temerario, con esa sonrisa irresistible y los ojos del color del mar.


Tenía que hacerle una proposición.


Pedro, ayer hablé con dirección y me han ofrecido un nuevo puesto. Total autonomía y un equipo de operaciones especiales.


—¿En serio? —Pedro tuvo que sujetar la vela al mástil antes de volver a su lado—. ¿Y qué has dicho?


—Decliné la oferta y les hice una contraoferta.


Pedro la abrazó, haciéndola sentir como un tesoro.


—Por eso te quiero —murmuró—. ¿Qué les has ofrecido?


—Dejar mi puesto y trabajar por mi cuenta o un puesto a tiempo parcial. Y elegir a mi propio equipo.


—¿Lo dices en serio?


—Desde luego que sí. Es la mejor contraoferta que he hecho en mi vida y la han aceptado.


—Pero tu carrera, con la que has soñado toda tu vida, con todo lo que has trabajado.


—He pensado mucho en ello, Pedro. Me he preguntado dónde me quedaba por llegar y no me gustaba nada. Ahora puedo elegir y eso es lo que quiero. De hecho, he pedido la dimisión… en dos meses dejaré mi despacho y formaré mi propio equipo.


—¿Estás segura?


—Muy segura.


—¿Quién formaría ese equipo?


—Mencioné un par de nombres y no hicieron más preguntas. Si estás interesado, he pensado que podríamos hacer tres, tal vez cuatro trabajos por año. Podremos ser selectivos y así tendríamos más tiempo para navegar, para vivir.


—Cuenta conmigo —dijo él, abrazándola con fuerza—. Paula, ¿de verdad estás segura?


—Del todo. No quiero verte solo los fines de semana. Necesito más.


—¿Dónde quieres que vivamos?


—En la playa —respondió ella—. En algún sitio cerca de Elena y Damian, de Sergio. Ese es el sitio para nosotros.


—¿Y tu abuelo?


—A mi abuelo le encanta este sitio y no creo que nos sea difícil convencerlo para que venga a visitarnos.


—¿Y tus padres?


—Imagino que a ellos los veré menos —Paula se encogió de hombros—. Tengo algo de dinero ahorrado, así que puedo vender mi apartamento y poner dinero para una casa.


—Ah, siempre organizando los detalles —Pedro no podía dejar de sonreír—. De acuerdo, muy de acuerdo, me encanta.


—Hay una cosa más.


—Dime.


Paula respiró profundamente antes de hablar. No era un asunto poco importante, al contrario.


—¿Quieres que tengamos un hijo?


El tiempo se detuvo. El viento dejó de soplar. Pedro sabía que no habría vuelta atrás.


Y quería hacerlo. Paula podía verlo en su rostro y jamás se había sentido más feliz. Daba igual que tuviese algún miedo, que hubiera momentos de indecisión.


—Sí —dijo Pedro por fin, inclinándose para buscar sus labios antes de echársela al hombro.


—¿Qué haces, loco?


—Vamos a empezar ahora mismo. Recuerda que soy Pedro Alfonso, hombre de acción. Vamos a hacerlo.


Paula reía.


—¿No quieres pensarlo ni siquiera un momento?


—No tengo que hacerlo.


—Soy mayor que tú, podría no salir bien.


—Entonces moriremos en el intento.


—Nuestro hijo podría ser un genio. Si resulta ser súper inteligente será tu responsabilidad.


—Ningún problema.


Su hombre se adaptaba a todo, pensó Paula. Iban a hacerlo. Pedro quería hacerlo, de modo que ya tenía su repuesta.


—¿Entonces sí?


—¡Sí!


Pero no estaba en su naturaleza poner las cosas fáciles.


—¿Y tu bonito barco, el timón, las velas, el viento, la aventura?


—No pasa nada. Confía en mí, no pasa nada.


Y Paula sabía que podía confiar en él.








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