domingo, 2 de agosto de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 32






La furia y la indignación podrían haber ayudado a Paula a aguantar el tiempo suficiente para hacer lo que había que hacer, pero esas emociones no eran buena compañía. Pasó la noche llorando y al día siguiente funcionó de manera automática, deseando que Pedro Alfonso desapareciese de su memoria.


Pero sabía que eso no iba a pasar.


Cuando volvió a la oficina se negó a hablar con él y lo envió a ver a Corbin, que lo interrogaría sobre el incidente en Ámsterdam.


Por supuesto, Pedro había negado estar involucrado.


Paula había observado el interrogatorio a través de una pared de espejo y al final de la entrevista, cuando Pedro desapareció, su jefe le preguntó si creía la historia que había contado.


—¿Y usted? —le preguntó Paula.


Pero no esperó respuesta. Salió de la oficina antes de lo habitual y fue a ver a su abuelo.


Estaba en el jardín, como siempre, cuidando de sus dalias y de su tortuga de cincuenta años, Verónica.


—Ah, mi nieta ha venido a verme —estaba sonriendo, pero se puso serio al ver su expresión—. ¿Qué ha pasado? 
Llegas un día y tres horas antes de la cena semanal.


—Ha sido una semana muy dura y quería ver a mi tortuga favorita.


Sí, allí estaba, con la cabeza fuera del agua y el cuello estirado, mirándolos. A Verónica no se le escapaba nada.


—¿Algún problema en el trabajo?


—Alguno, pero ya está resuelto.


—¿Y estás satisfecha?


—Algunos lo están.


—Pero tú no.


—No se puede tener todo —Paula había aprendido eso de niña—. ¿Crees que tengo problemas de abandono, abuelo?


Él la miró con cara de sorpresa.


—Menuda pregunta.


—¿Necesitas un té, café o una bebida fortificante antes de responder?


—Té y pastel podrían ayudar.


Su abuelo tomó el bastón y se dirigió al interior de la casa, con Paula detrás. Se sentaron en la cocina, frente a la ventana que daba al jardín.


—¿Quién te ha defraudado?


—Un hombre joven e impulsivo.


—¿Un buen hombre?


—Sí —respondió Paula. Y era verdad—. En muchos sentidos sí, pero es muy temerario.


—Y tú demasiado cautelosa.


—No soy demasiado cautelosa, solo me gusta hacer planes y tener cubiertas todas las bases.


Su abuelo sonrió.


—Y las de los demás.


Bueno, tal vez tenía razón.


—¿Recuerdas que te hablé de un agente que acababa de regresar de una larga misión, un trabajo de incógnito?


—Sí, lo recuerdo.


—Su nombre es Pedro Alfonso y es el hombre con el que tengo problemas.


—¿Personal o profesionalmente?


Paula tomó un sorbo de té.


—Las dos cosas. Aunque ya no trabaja para el Servicio, renunció hace un par de semanas.


—¿Cuánto tiempo estuvo trabajando de incógnito?


—Dos años. Para un traficante de armas.


—¿Antonov? —su abuelo la miró, sorprendido—. ¿Es el hombre que se cargó la organización de Antonov?


—Sí —respondió Paula—. Pero dejó expuesto a su hijo, un niño de siete años.


Paula le contó todo lo que había pasado con Celik… y con Pedro.


—Es una persona importante para mí, abuelo. Me gusta mucho… no, es más que eso.


—¿Y cuál es el problema?


—Que no me ha devuelto las llamadas. Sencillamente desapareció sin decir una palabra y yo no sabía dónde estaba —el corazón de Paula latía con fuerza—. Odio eso.


—Ya lo sé, hija. ¿Pedro Alfonso tenía razones para no ponerse en contacto contigo?


—¿Aparte de no querer que nadie supiera lo que estaba haciendo?


—Pero de esa forma tú no sabrías nada y nadie podría hacerte responsable, cariño.


—Pero el niño debe estar a cargo del programa de testigos protegidos para tener una nueva vida y nosotros podríamos haber organizado todo eso.


—Tal vez Pedro Alfonso no se habría sentido satisfecho del todo —dijo su abuelo—. Tal vez quería asegurarse personalmente.


—Abuelo…


—¿Le has contado algo de tu vida, de tu infancia?


—No, no mucho. No suelo hablar de ello.


—Quizá deberías.


Paula dejó la taza sobre la mesa.


—Te lo pregunto de nuevo: ¿crees que tengo algún complejo de abandono?


Su abuelo esbozó una sonrisa triste.


—Lo tuviste de niña, pero ya no eres una niña.


—Le he dicho que todo ha terminado entre nosotros.


—Pues llámalo y habla con él. ¿No puedes admitir que estabas equivocada?


—¿Estoy equivocada, abuelo?


—No lo sé, cariño. Por mucho que tú creas que soy sabio, no es verdad. Eso es algo que tienes que decidir tú.









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