jueves, 16 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 1





Esta es la dirección: Grosvenor Square W1.


El taxista se volvió a mirar a la pasajera, sorprendido de que aún no se hubiera bajado.


–¿No es aquí donde quería venir? ¿Quiere que la lleve a otro sitio?


Paula, nerviosa, miró por la ventanilla del taxi y pensó en decirle que se fueran de allí.


La casa era tal como la recordaba. Los cristales de las ventanas de los cuatro pisos brillaban al sol primaveral y en ellos se reflejaban los árboles del parque que había enfrente.


Cuando vivía allí con Pedro le encantaba la casa.


Le sorprendió que se despertaran en ella tantas emociones al haber vuelto. Habían pasado dos años desde que había abandonado aquella casa y dicho adiós a su matrimonio.


Tal vez debiera firmar la petición de divorcio que llevaba en el bolso y mandársela al abogado de Pedro. ¿Qué sentido tenía volver a verlo después de tanto tiempo y remover el pasado? No sabía realmente cómo era su marido.


Al conocerse, tres años antes, la habían deslumbrado y seducido su encanto y su ardiente sexualidad. Al principio, la relación había sido una montaña rusa de desbordante pasión, pero, después de la boda, Pedro se había convertido en un desconocido.


Nunca había entendido de verdad a aquel enigmático italiano, el marqués Pedro Alfonso.


Sintió rabia al pensar en la razón que él había alegado para pedir el divorcio: abandono del hogar. Era ella la que se había marchado, desde luego, pero Pedro no le había dejado otra opción, pues la había alejado de él con su frialdad y su incomprensión ante la carrera de ella.


Que alegara que ella lo había abandonado revelaba más emoción de la que él le había mostrado durante el año que había durado su matrimonio.


Pero su marido carecía de emociones, por lo que lo más probable era que hubiera calculado fríamente la razón para pedir el divorcio.


Pero ella no estaba dispuesta a asumir todas las culpas del fracaso de su matrimonio. Pedro tenía que darse cuenta de que ya no era la mujer complaciente que había sido cuando se casaron y que no podía salirse siempre con la suya.


Paula estaba dispuesta a que su relación finalizara siendo su igual.


–Aquí está bien, gracias –dijo al taxista mientras desmontaba y le pagaba. La brisa agitó su rubia melena.


–Yo a usted la conozco. ¿No es la cantante Pau Chaves, de las Stone Ladies? Mi hija es una gran admiradora suya. ¿Me firma un autógrafo para ella?


Paula agarró el bolígrafo que le tendía. Seguía sin gustarle que la reconocieran en público, pero no olvidaba que el éxito del grupo se debía a los miles de admiradores del mundo entero.


–¿Ha venido a Londres a dar un concierto?


–No. La semana pasada acabamos la gira europea en Berlín y no tocaremos aquí hasta este otoño.


Llevaba dos años de aeropuerto en aeropuerto y de hotel en hotel por todo el mundo. Firmó el autógrafo al taxista en el cuaderno que le había dado.


El taxista se lo agradeció y se marchó. Ella subió los escalones de la entrada de la casa y llamó a la puerta. A pesar de que se había propuesto mantener la calma, el corazón le latía a toda prisa.


–¡Maldito seas, Pedro! –masculló justo antes de que se abriera la puerta.


–Señora –el mayordomo la saludó sin que su tono ni su expresión delataran sorpresa alguna al verla después de dos años de ausencia.


–Hola, Wilmer. ¿Está mi… esposo? –le molestó su vacilación ante la palabra «esposo». No lo sería mucho más tiempo, y ella podría seguir con su vida.


Había leído en el periódico que Pedro estaba en Londres para inaugurar una nueva tienda de Alfonso Eccellenza, más conocida como AE, el logo de la empresa, en Oxford Street. Había decidido ir a verlo un domingo, ya que era poco probable que fuera a trabajar ese día, a pesar de ser un adicto al trabajo.


–El marqués está en el gimnasio. Voy a informarle de que está aquí.


–No –Paula quería contar con el factor sorpresa–. Me está esperando.


Era verdad hasta cierto punto, ya que él esperaría que firmara dócilmente la petición de divorcio, pero no que se la fuera a entregar personalmente.


Cruzó el vestíbulo a toda prisa y se dirigió a las escaleras que bajaban al sótano, donde Pedro había instalado el gimnasio poco después de que se casaran.


La puerta estaba abierta, por lo que lo vio dando puñetazos a un saco de arena. Él, concentrado en lo que hacía, no se dio cuenta de su llegada.


Ella lo observó desde el pasillo con la boca seca.


Era alto como su madre, una americana que, según le había contado él en una de las escasas ocasiones en que le había hablado de su familia, había sido una conocida modelo antes de casarse con su padre. Los pómulos y el resto de sus rasgos también eran de la madre, pero en lo demás era italiano de pura cepa: piel aceitunada y cabello casi negro y ondulado. Los pantalones cortos y la camiseta dejaban ver los poderosos músculos de los muslos y los hombros.


Paula pensó que tendría que ducharse cuando acabara de hacer ejercicio, y recordó que, al principio de su matrimonio, ella bajaba al gimnasio a observarlo y después se duchaban juntos. Recordó cómo le acariciaba los muslos desnudos y tomaba su poderosa masculinidad con la mano mientras él le enjabonaba los senos e iba descendiendo hasta que ella le rogaba que la hiciera suya contra la pared de la ducha.


¡Por Dios! Paula sintió una oleada de calor y ahogó un gemido que alertó a Pedro de su presencia. Durante al menos medio minuto contempló su expresión de asombro antes de que su rostro volviera a ser impenetrable. Él se quitó los guantes de boxeo y se dirigió hacia ella.


–¡Paula!


La forma en la pronuncio su nombre la llenó de deseo. ¿Cómo podía seguir teniendo en ella ese efecto después de tanto tiempo?


Al trabajar en la industria musical, disfrutaba de la compañía de hombres muy guapos, pero nunca habían despertado en ella el deseo. Lo había atribuido al hecho de seguir casada, ya que ella creía en la fidelidad matrimonial. Pero se dio cuenta de que ningún otro hombre la excitaba como su esposo.


Desconcertada por su reacción, estuvo a punto de marcharse corriendo. Pero él ya estaba a su lado.


–No te ocultes en la sombra, cara. No sé por qué has venido, pero supongo que debes de tener una buena razón para entrar sin permiso, dos años después de que huyeras.


El cinismo de su tono retrotrajo a Paula a los últimos días de su matrimonio, cuando siempre estaban peleándose.


–No huí –le espetó ella.


Él enarcó las gruesas cejas, pero eran sus ojos los que siempre la habían cautivado.


Cuando lo conoció, era una secretaria que una agencia de empleo temporal enviaba a trabajar para el consejero delegado en Londres de la empresa de joyería y objetos de lujo Alfonso Eccellenza. Y se quedó maravillada ante los ojos azules de Pedro, inesperados por su aspecto latino.


Él se encogió de hombros.


–Muy bien, no huiste. Te marchaste sin avisar mientras estaba en viaje de negocios. Cuando volví encontré una nota en que me decías que te habías ido de gira con el grupo y que no volverías.


Paula apretó los dientes.


–Sabías que me iba con las Stone Ladies porque lo habíamos hablado. Me fui porque, si no, hubiéramos acabado destruyéndonos mutuamente. ¿No recuerdas la pelea que tuvimos la mañana en que te fuiste a Francia, o la discusión del día anterior? Ya no podía soportarlo. No podíamos estar en la misma habitación sin que se mascara la tensión. Había llegado el momento de acabar de una vez. Además, no he entrado sin permiso –afirmó ella controlando la voz–. Te dejé mi llave junto con la alianza matrimonial en tu escritorio. Me ha abierto Wilmer –abrió el bolso y sacó la petición de divorcio–. He venido a devolverte esto.


Pedro echó una rápida mirada al documento.


–Tienes que estar desesperada por acabar oficialmente con nuestro matrimonio si no has podido esperar hasta mañana para mandarla por correo.


Irritada por su tono burlón, abrió la boca para responder que, en efecto, estaba impaciente por deshacer el vínculo entre ellos. Alzó la cabeza y se encontró con sus ojos azul cobalto y después bajó la mirada a su boca sensual de labios carnosos. El pulso se le aceleró y sacó la lengua para humedecerse los labios, secos de repente.


–Tienes buen aspecto, Paula.


A ella, el corazón le dio un vuelco, pero consiguió responderle con frialdad:
–Gracias.


Sabía que era atractiva, lo cual no implicaba que no hubiera tardado horas en decidir qué ponerse para ir a verlo. 


Finalmente, había optado por unos vaqueros de su diseñador preferido, una camiseta blanca y una chaqueta roja. Llevaba el largo cabello suelto y un mínimo de maquillaje.


Vio que Pedro le miraba el bolso.


–Es de la nueva colección de AE. Me resulta paradójico, ya que siempre eras renuente a aceptar objetos de mi empresa cuando estábamos juntos. Espero que hayas dicho que eras mi esposa y hayas pedido que te hicieran descuento.


–Por supuesto que no lo he hecho. Puedo permitirme pagar lo que cuesta.


Carecía de sentido intentar explicarle que, cuando estaban juntos, se sentía culpable si él le regalaba joyas o accesorios de AE, ya que todo era tremendamente caro y no quería parecer una cazafortunas que se había casado con él por dinero.


Durante los dos años anteriores, su carrera como cantante le había proporcionado unos ingresos increíbles para una chica que se había criado en un pequeño pueblo minero del norte de Inglaterra, donde la pobreza y las privaciones habían destruido las vidas de unos hombres que se habían quedado sin trabajo diez años antes, al cerrar la mina.


Dudaba que Pedro entendiera lo bien que se sentía al pagarse la ropa y las joyas después de la vergüenza que había sentido en la adolescencia al saber que su familia dependía de lo que le daba el Estado.


Siempre había sido consciente de que pertenecían a diferentes clases sociales. Él era miembro de la aristocracia italiana, un hombre de noble cuna e inmensa riqueza, por lo que no era de extrañar que la hija de un minero se hubiera esforzado por encajar en su exclusivo estilo de vida. Pero ya no la agobiaba la falta de seguridad en sí misma de su adolescencia. El éxito en su carrera le había proporcionado seguridad y orgullo.


–No quiero hurgar en el pasado –afirmó.


–¿Qué es lo que quieres?


La intención de Paula había sido dejarle claro que no estaba dispuesta a aceptar la responsabilidad del fracaso de su matrimonio. Pero observó que él agarraba una toalla y se la pasaba por los hombros y los brazos, para después quitarse la camiseta y pasársela por el pecho y el abdomen.


Ella apartó bruscamente la vista del vello que desaparecía bajo la cintura de los pantalones y cerró las manos para no acariciarle los duros músculos abdominales.


Había pensado con frecuencia en él en los dos años anteriores, pero su recuerdo no le había hecho justicia: era tan guapo que le pareció que iba a derretirse.


Algo primitivo y puramente instintivo la removió por dentro.


Una voz interior le dijo que él era peligroso, pero la alarma que sonaba en su cabeza fue ahogada por el estruendo de su corazón.


El silencio se tensó entre ambos como una goma elástica. Pedro frunció el ceño al ver que ella no le contestaba, pero sonrió.


–Creo que ya te entiendo, cara, ¿Esperas que volvamos a estar juntos, por los viejos tiempos, antes de separarnos legalmente?


–¿A estar juntos? –durante unos segundos, Paula no entendió lo que le decía, pero no pudo evitar la oleada de deseo que experimentó cuando él le miró los senos. 


Horrorizada, sintió que los pezones se le endurecían y rogó que él no se diera cuenta.


–Había un terreno en nuestro matrimonio en que no teníamos problemas –murmuró él–. Nuestra vida sexual era explosiva.


¡Estaba hablando de sexo!


–¿Crees que he venido a invitarte a ir la cama? Ni lo sueñes –replicó ella con furia.


Le hervía la sangre. ¿Cómo se atrevía a sugerirle que la razón de su visita era el deseo de acostarse con él en recuerdo de los viejos tiempos?


Pero la cabeza la traicionó respondiendo a su provocativa sugerencia: se imaginó a los dos desnudos y retorciéndose en la colchoneta del gimnasio, con los miembros entrelazados y la piel bañada en sudor mientras el cuerpo de él la penetraba con ritmo implacable.


Las mejillas le ardían. Se dio la vuelta para dirigirse a las escaleras, pero la voz de él la detuvo.


–He soñado contigo a menudo en estos dos años, Paula. Las noches pueden llegar a ser largas y solitarias, ¿verdad?


¿Era nostalgia lo que percibía en su voz? ¿Era posible que la hubiera echado de menos siquiera la mitad de lo que ella lo había añorado?


Paula se dio la vuelta lentamente para mirarlo y rápidamente se dio cuenta de que se había echo falsas ilusiones. Con el torso desnudo, Pedro la miraba plenamente consciente de que la había excitado.


¿Cómo se le había ocurrido que bajo su arrogancia se ocultara un lado vulnerable? Paula pensó con amargura que la idea de que le hubiera dolido su partida dos años antes era ridícula. Si Pedro tenía corazón, lo había guardado tras un muro de acero impenetrable.


–Creo que no habrás pasado muchas noches solo –afirmó ella en tono seco– suponiendo que sea cierto lo que cuenta la prensa del corazón sobre tus relaciones con numerosas modelos y celebridades.


Él se encogió de hombros.


–En ocasiones es necesario invitar a mujeres a actos sociales cuando tu esposa no está a tu lado para acompañarte –apuntó él taladrándola con la mirada–. Por desgracia, la prensa sensacionalista se nutre del escándalo y la intriga, y si no los encuentra se los inventa.


–¿Es que no tuviste aventuras con esas mujeres?


–Si pretendes hacerme reconocer que he cometido adulterio para alegarlo como motivo de divorcio, olvídalo. Fuiste tú la que me abandonó.


Paula exigía una respuesta. Le ponía enferma la idea de que se hubiera acostado con aquellas mujeres. Pero, ciertamente, era ella la que se había marchado, por lo que no tenía derecho a interrogarlo sobre su vida privada. Era un hombre de sangre caliente, con un elevado impulso sexual, por lo que la lógica le indicaba la improbabilidad de que hubiera permanecido célibe durante dos años.


De pronto, se sintió cansada y extrañamente abatida. Había sido una estupidez ir a verlo.


Miró la petición de divorcio que tenía en la mano y la rompió en dos pedazos con mucha calma.


–Quiero divorciarme tanto como tú, pero porque llevamos dos años viviendo separados. Si sigues alegando mi abandono como motivo, presentaré una demanda de divorcio contra ti a causa de tu comportamiento poco razonable.


Él echó la cabeza hacia atrás como si le hubiera abofeteado. 


Los ojos le brillaban de ira.


–¿Mi comportamiento? ¿Y el tuyo? No eras una esposa abnegada, ¿verdad, cara? De hecho, salías con tus amigos con tanta frecuencia que casi me olvidé de que estábamos casados.


–Salía con mis amigos porque, por alguna razón que no comprendía, te habías convertido en un témpano. Éramos dos desconocidos que vivían bajo el mismo techo. Pero necesitaba más, Pedro. Te necesitaba a ti…


Paula se interrumpió cuando el frío brillo de los ojos masculinos le indicó que estaba perdiendo el tiempo.


–Me niego a tomar parte en un intercambio de insultos –murmuró–. Es revelador del estado de nuestro matrimonio que ni siquiera nos pongamos de acuerdo en cómo darlo por concluido.


Se dio la vuelta y subió las escaleras. Al llegar arriba se dirigió a la puerta a toda prisa, pero se detuvo porque el mayordomo, que acababa del colgar el teléfono interior, se interpuso en su camino al tiempo que le indicaba la puerta del salón.


–El marqués le pide que lo espere ahí mientras se ducha. Enseguida estará con usted.


Ella negó con la cabeza.


–No, me marcho.


La educada sonrisa de Wilmer no se alteró.


–El marqués espera que se quede para seguir hablando. ¿Quiere un té, señora?


Antes de que pudiera responder, Paula se vio conducida dentro del salón, del que el mayordomo salió cerrando la puerta.


No entendía a qué jugaba Pedro. Era evidente que no tenían nada que decirse que no pudieran resolver sus respectivos abogados.


Tendió la mano hacia el picaporte para marcharse, pero la puerta se abrió y entró el mayordomo con una bandeja.


–Recuerdo que a la señora le gustaba el té Earl Grey –dijo sonriendo mientras le ofrecía un taza.


La buena educación impidió a Paula salir de aquella casa hecha una furia. Siempre se había llevado bien con Wilmer, y los problemas de su matrimonio no eran culpa del anciano mayordomo. Se tragó su irritación por el hecho de que Pedro se hubiera salido con la suya, como era habitual, y se acercó a la ventana.


–Acabo de hablar con mi abogado y le he pedido que te mande una nueva petición de divorcio para que la firmes. 
También tienes que declarar por escrito que llevamos dos años viviendo separados.


Paula se sobresaltó al oír la voz de Pedro y vertió parte del té en el platillo. Se dio la vuelta y se sintió desconcertada al comprobar que él estaba a su lado. Para un hombre de su envergadura se desplazaba con el silencio de una pantera acechando a su presa. Los vaqueros negros y la camiseta que se había puesto acentuaban su buen aspecto. Tenía el pelo aún mojado de la ducha.


–Gael sigue pensando que tengo sólidas razones para divorciarme de ti por abandono del hogar –la ira de Pedro se traslucía en la dureza de su voz–. Pero me aconseja que aleguemos que llevamos dos años separados porque todo será más rápido. Y en lo único que tú y yo estamos de acuerdo es en que queremos que nuestro matrimonio se acabe lo antes posible.


Para ocultar el dolor que le producían sus palabras, Paula volvió a mirar por la ventana al bonito parque del centro de la plaza.


–Cuando estaba embarazada solía mirar el parque desde aquí y me imaginaba empujando el cochecito de nuestra hija por él. Ahora tendría dos años y medio.


La punzada de dolor que sintió en el pecho no fue tan aguda como tiempo atrás, pero sí lo suficiente para que contuviera la respiración. Haber regresado a la casa en que vivió durante su embarazo le había vuelto a abrir la herida, una herida que nunca se cerraría por completo. Había destinado una de las habitaciones de la parte trasera de la casa a cuarto de juegos y se había dedicado a elegir los colores para pintarla antes de que Pedro y ella realizaran aquel fatídico viaje a Italia.


Observó que Pedro no había reaccionado ante la mención de su hija. Nada había cambiado, pensó ella. Cuando había perdido al bebé, a las veinte semanas de embarazo, el dolor la había anestesiado. Trató varias veces de hablar del aborto con su esposo, pero este se negó y se distanció aún más de ella.


–¿Piensas alguna vez en Arianna?


Él dio un sorbo del café que acababa de servirse y respondió sin mirarla a los ojos.


–No tiene sentido hurgar en el pasado.


Dos años antes, Paula se había quedado petrificada ante su carencia de emociones, pero en aquel momento observó que estaba muy tenso.






VOTOS DE AMOR: SINOPSIS




¿En la prosperidad y en la adversidad?


«Abandono». La palabra se le atragantaba a Paula Chaves. 


¿Cómo se atrevía el marqués Pedro Alfonso a acusarla de haberlo abandonado? Su boda había sido precipitada, pero la pérdida de su hija había destrozado a Paula, que no había encontrado ningún apoyo en él.


Después de haber reconstruido su vida, Paula tenía que intentar valerse de su nueva seguridad en sí misma para enfrentarse a su poderoso esposo y divorciarse como iguales. Pero, al volver a ver a Pedro, la tentación de llevar de nuevo la alianza matrimonial fue insuperable.


Paula debía decidir, al tiempo que salían a la luz secretos largo tiempo ocultos, si Pedro seguía siendo suyo.







UNA MUJER DIFERENTE:EPILOGO




Un año después...


VAMOS, Pedro.


—No. Es Nochebuena. Hemos disfrutado de una buena cena... de un gran postre... y lo único que deseo ahora es relajarme.


Paula dejó que el silencio se extendiera, quebrado únicamente por el fuego al crepitar en la chimenea. Luego preguntó otra vez:
—¿Por favor? Una rápida.


Pedro soltó un suspiro abnegado y se acomodó más en el sofá de la casa que habían comprado en las afueras de la ciudad. Apartó la vista del fuego y miró a su esposa, sentada junto a él.


—Todas han sido rápidas últimamente. Ese es el problema.


—Estoy segura de que esta vez lo harás mejor —indicó ella.


—Lo habría hecho mejor la última vez si no te hubieras puesto ese maldito camisón para distraerme —gruñó, sintiendo que se excitaba con solo recordarlo. Le encantaba ese camisón blanco en Paula. Bajó la mano para capturar los dedos delgados que se deslizaban por su costado hacia el punto sensible que tenía bajo las costillas y la miró. El corazón le dio un vuelco.


Recién salida de la ducha, se había puesto el chándal rosa y las zapatillas de piel para mantenerse cálida durante la cena. 


Sabía lo suave que era la piel de ella bajo el esponjoso algodón. Con las manos y con la boca había explorado cada hueco delicado y cada curva femenina... algo que planeaba repetir muy pronto en la cama enorme que tenían.


¡Desde luego, no quería perder tiempo jugando al ajedrez!


Abrió la boca para decírselo... pero la volvió a cerrar al encontrarse con su mirada. Los ojos azules tenían una expresión expectante y esperanzada y los labios esbozaban una sonrisa seductora.


Suspiró, reconociendo la derrota, y le soltó la mano.


—De acuerdo. Jugaré. Pero solo una partida.


—¡Estupendo!


Saltó a buscar el tablero mientras Pedro colocaba una mesa pequeña y dos sillas junto al fuego. Paula se sentó frente a él y de inmediato comenzó a distribuir las piezas.


En un tiempo ridículamente breve, Pedro comprendió que tenía problemas.


—¿Pedro?


—¿Hmmm? —levantó un caballo.


—Hagamos una apuesta.


La miró... algo que había intentado evitar porque le había estado dando vueltas a un peón suyo contra los labios desde que lo capturó. Nunca había visto una distracción más injusta y freudiana.


Se reclinó en la silla y la miró con los ojos entrecerrados.


—¿Qué clase de apuesta?


—Oh, no sé. Una apuesta amistosa para hacer interesante la partida —movió el peón en un gesto vago, luego se lo llevó otra vez a los labios mientras fingía que reflexionaba—. ¿Qué te parece si en caso de que gane yo, abrimos los regalos esta noche?


Esa noche ya había trazado planes, que involucraban tener a Paula desnuda en sus brazos delante de la chimenea.


—Y si ganas tú —continuó ella—, los abrimos por la mañana.


Pedro apretó la mandíbula. La veía demasiado segura como para sentirse a gusto aceptando.


—Ya habíamos acordado abrirlos por la mañana. No creo... —calló al sentir el pie descalzo de ella por debajo de la pernera del pantalón. Le acarició la pantorrilla y luego retiró el pie. De pronto volvió a sentirlo por la parte interior del muslo, en busca de ese sitio que interfería con sus pensamientos. Se retiró fuera de peligro—. De acuerdo —gruñó—. Acepto —con gesto lóbrego, movió el caballo.


Dos movimientos más tarde, Paula declaraba:
—Jaque mate —le sonrió al ver su expresión aturdida, se levantó y le dio una palmadita en la cabeza—. Iré a buscar los regalos. Los míos están en el dormitorio.


Con un suspiro, Pedro se puso a guardar las piezas. 


Era evidente que se había equivocado al enseñarle a jugar al ajedrez. Se levantó, se estiró y después retiró de debajo del árbol el regalo que le había comprado. Observó el pino grande. Abrir los regalos no les llevaría mucho tiempo. El olor a pino y el resplandor de las luces sobre la piel desnuda de Paula le estaban dando una idea fantástica...


Paula regresó unos momentos más tarde con el camisón puesto y descubrió a Pedro sentado en el sofá con expresión satisfecha en el rostro. Más allá, vio la almohada y la manta que había colocado bajo el árbol. Cuando se trataba de hacer el amor, su marido desconocía el significado de la palabra «suficiente». Lo cual le encantaba.


Se reunió con él en el sofá y se sentó con las piernas dobladas bajo su cuerpo.


—Tú primero —dijo Pedro, y le entregó su regalo.


Paula lo aceptó y con cuidado quitó el papel plateado para revelar un estuche negro de terciopelo de forma oblonga. 


Levantó la tapa y se quedó boquiabierta con lágrimas en los ojos.


—Oh, Pedro... —era un collar con un solitario, que hacía juego con el anillo de pedida. Lo alzó y lo vio centellear a la luz de la chimenea—. Es deslumbrante. Es precioso. Es... vaya, es un Moustier.


—Sí, bueno... —hizo una mueca.


—¿Me ayudas a ponérmelo? —contuvo una sonrisa.


Le dio la espalda y Pedro le abrochó con destreza el pequeño cierre. Cuando volvió a girar, él contuvo el aliento. El diamante colgaba en la profunda V del escote del camisón, justo entre sus pechos.


—Estás preciosa, cariño —musitó. Quiso tomarla en brazos, pero Paula lo frenó con gentileza.


—Es tu turno —le entregó un paquete grande.


—Mmm, ¿qué podrá ser? —comentó... como si no lo hubiera agitado cien veces desde que lo descubrió en el armario. 
Arrancó el papel y esbozó una sonrisa enorme al abrir la caja. Justo lo que había esperado. Sacó el jersey marrón que ella le había tejido—. Es precioso, cariño —observó cómo se le iluminaba la cara y añadió—: Pero... —titubeó.


—Pero, ¿qué?


—Pero ahora que ya no tengo mi madeja de lana, ¿con qué voy a jugar? —la miró significativamente.


—Con esto —sonrió al entregarle otro envoltorio.


Pedro lo aceptó con curiosidad. Ese sí lo tenía desconcertado, ya que al agitarlo no había descubierto nada.


Y cuando arrancó el papel, al principio pensó que la caja estaba vacía, ya que no vio más que papel fino. La miró desconcertado.


—Vuelve a mirar —la voz de Paula sonaba extrañamente emocionada.


Él apartó el papel y descubrió un par de hilos de lana unidos.


Uno rosa y el otro azul.


El corazón de Pedro se desbocó. Experimentó un nudo en la garganta, pero se obligó a hablar.


—¿Estás...?


—Sí, estoy embarazada... ¡estamos embarazados! —exclamó antes de que él pudiera terminar la pregunta. Se arrojó a sus brazos con una sonrisa deslumbrante en la cara.


—Oh, cariño.. —se le quebró la voz. La sentó en su regazo y enterró la cara en el cabello suave—. ¿Cuándo? —logró preguntar.


—Dentro de siete meses. Nuestro bebé nacerá a finales de julio —Paula jamás había esperado ver una expresión tan maravillada en la cara de Pedro.


—Oh, Pau, te amo tanto.


La abrazó y ella apoyó la mejilla en el corazón de él. Sonrió al sentir un beso en la cabeza y extendió la mano grande de Pedro sobre su estómago aún liso. Sabía que en un minuto se iban a tumbar ante el fuego a hacer el amor. 


Establecerían otro recuerdo, otro vínculo en la cadena de su vida en común.


Atesoraba esos momentos en que estaba dentro de ella, lo más próximo que podía tenerlo. Pero también saboreaba esos momentos en que, cobijada en sus brazos, sabía que estaba segura y a salvo.


Y era amada.



Fin






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 29



Aquella noche,Paula se detuvo un momento en el exterior de la cafetería. Incluso para su mirada crítica, la decoración parecía un éxito.


Las mesas redondas de metal habían cobrado elegancia al cubrirlas con manteles rojos y centros de flores de pascua. 


La velas distribuidas entre las flores le daban a la sala un resplandor íntimo. Un colorido árbol de Navidad dominaba un rincón, el otro estaba ocupado por la barra improvisada. 


Las mesas con refrescos se alineaban cerca, y el delicioso aroma a pavo y jamón impregnaba la atmósfera. El aire vibraba con el zumbido de conversaciones y suave música rock.


Casi todos reían y charlaban en pequeños grupos. Los recién casados, Jack y Sharon Davies, ya habían empezado a bailar en el espacio dedicado para ello. Ken Lawson se hallaba detrás de la barra, y Matthew y Jennifer Holder se ocupaban de la mesa de los refrescos. Todos daban la impresión de estar pasándoselo en grande, como si se sintieran felices de encontrarse allí.


Excepto ella.


Miró otra vez alrededor, pero no vio a Pedro. No había querido asistir a la fiesta anual que daba Kane Haley, S.A., pero no había sido capaz de negarse. No cuando Julia necesitaba su ayuda.


Abandonar la habitación de Pedro había sido lo más duro que había tenido que hacer en la vida. De vuelta a su propio cuarto, había sabido que no podía quedarse en el hotel con él tan cerca, de modo que había metido en la maleta toda la ropa que antes había guardado con tanto cuidado y llamado un taxi para realizar toda la vuelta hasta casa. El precio había merecido la pena. Cada kilómetro que establecía entre Pedro y ella era un kilómetro más que ponía entre ella y la tentación de correr a los brazos de él.


No había llorado durante el largo viaje. Pero al ver a Jay y contarle lo sucedido, el pesar por lo que pudo ser creció en su interior y se desbordó en lágrimas. Jay la había consolado con abrazos y helado. Había escuchado con paciencia, discutido cada detalle, hasta que Paula llegó a la conclusión de que no habría podido hacer nada más. No después de descubrir que Pedro no la amaba.


«Sí, hice lo correcto al irme», pensó mientras arreglaba una bandeja de zanahorias. Era una pena que fuera tan doloroso.


Pero, doloroso o no, necesitaba continuar con su vida. Dejar todo atrás.


—¿Y si Pedro aparece por la fiesta? —le había preguntado Jay con preocupación mientras la peinaba—. ¿Qué harás entonces?


—Tendré que verlo. No puedo estar escondiéndome siempre de él —había respondido—. Huir fue la única solución que se me ocurrió en su momento, pero no quiero que se convierta en un estilo de vida.


Su amor por Pedro, «mi anterior amor por Pedro», se recordó con severidad mientras distribuía más albóndigas de carne, no era nada más que un estado mental que se alteraría con el tiempo, la fuerza de voluntad y un montón de afirmaciones. No una enfermedad.


Aunque al terminar la tarea, y algo enferma por la tensión, volvió a mirar en torno a la sala. Estaba a punto de ir a reunirse con Julia, a quien había visto sola junto al árbol de Navidad con las manos apoyadas sobre el pequeño montículo que era su estómago, cuando divisó a Pedro.


Fue como si un puño se cerrara sobre su corazón y como si el estómago se le encogiera. Unos escalofríos recorrieron su espalda. Pedro tenía una copa en la mano y la otra metida en el bolsillo de la chaqueta oscura. Se encontraba al lado de Kane y Maggie. Esta dijo algo, y cuando él ladeó la cabeza para escuchar, esbozó su típica sonrisa.


A Paula se le resecó la boca. Se volvió y casi se lanzó sobre la barra improvisada que había en una esquina. Necesitaba una copa.


Pero antes de poder llegar allí, Brandon llegó hasta su lado.


—Eh,Paula, pensé que nunca llegarías —la contempló de arriba abajo con su mirada brillante y feliz—. Vaya, estás magnífica.


—¿Sí? —miró por encima del hombro para ver qué hacía Pedro en ese momento.


—Sí —la voz joven de Brandon irradiaba admiración—. Te sienta muy bien el rojo.


Al volverse hacia él, comprendió que le estaba haciendo un cumplido.


—Gracias, Brandon —se pasó una mano por la falda—. Tú también estás bien.


Llevaba una chaqueta informal para la ocasión y una corbata de fantasía. Al oír el halago se puso rojo.


—¿Quieres bailar? —soltó.


¿Salir a la pista? ¿Donde Pedro podía verla? No, no quería bailar. Pero en ese momento se encontró con los ojos esperanzados de Brandon y supo que esconderse ya no era una opción. Irguió los hombros y sonrió.


—Sería agradable, Brandon.


Clavó la vista en el rincón más apartado de Pedro, pero Brandon la condujo al centro de la pista. Estaba sonando una canción movida, con un ritmo latino. Paula intentó bailar con discreción, manteniendo muchos cuerpos entre el último sitio donde había visto a Pedro y ella. Cuando al fin se detuvo la música, respiró aliviada.


—Gracias, Brandon —musitó jadeante—. Ha sido divertido. De verdad...


Un toque ligero sobre el hombro la hizo olvidar lo que iba a decir. Contuvo el aire y giró.


Detrás de ella se hallaba Artie. Le sonrió, y su cara se arrugó como la de un sabueso tierno.


—¿Le gustaría bailar, señorita Paula?


En ese momento sonó una pieza lenta. Paula siguió los pasos cortados y artríticos de Artie con una mano apoyada en el hombro inclinado y la otra en la palma de la mano de él.


Cuando la música terminó, Paula se volvió al sentir otro contacto en el brazo. En esa ocasión era Frank Stephens.


Y así transcurrió la velada. Un hombre tras otro, un baile tras otro. Circundó la pista con James Griffin, Ralph Ries y luego otra vez con Brandon. Hasta Kane Haley pidió una pieza. 


Paula jamás había sido tan popular y tan buscada.


Pero ella no dejaba de pensar en Pedro, de estar atenta a verlo. La aprensión por un posible enfrentamiento la ponía tensa, pero él no se le acercó. Al parecer había decidido dejarla en paz. Paula comprendía que era lo más sensato, pero no pudo evitar que la dominara una oleada de tristeza.


—Es una gran fiesta —comentó Ken Lawson, su pareja de baile en ese momento—. Pero has descuidado una cosa... —movió la cabeza con pesar.


—¿Qué?


—El muérdago. Brandon se quejó de ello y he de reconocer que el chico tiene razón.


—Por lo que he oído junto al dispensador de agua, no te escudas en el muérdago para besar a una mujer, Ken —sonrió levemente.


—¡Eh! —trató de parecer ofendido, pero sin mucho éxito—. Deja que te diga que esos rumores desagradables son mentira... todos. Soy un tipo anticuado. Conozco el valor de una gran tradición navideña.


Él alzó la vista un segundo y Paula comprendió que la estaba guiando hacia el muérdago que había colgado en un rincón de la sala. Ken ya había sorprendido a varias mujeres bajo el ramillete, y al parecer ella iba a ser su siguiente víctima.


Pero antes de que pudiera conseguirlo, los interrumpieron.


—Es mi turno —anunció una voz profunda detrás de ella.


Paula sintió un nudo en la garganta. Alzó la vista hacia Pedro.


Él la miró unos segundos, luego miró a Ken, quien daba la impresión de querer protestar. Pero tras un breve vistazo a Pedro, cedió con un suspiro.


—Muy bien. Nos vemos luego, Paula.


—Yo no contaría con ello —murmuró Pedro mientras Ken se alejaba—. Hola —susurró al concentrarse en ella.


—Hola —repuso al rato.


—Me alegro de que vinieras.


—Y yo también —era evidente que podía charlar con él sin desmoronarse. Nada muy ingenioso, pero...


La música volvió a sonar.


—¿Quieres bailar?


—Yo, verás... —sintió alarma. Pretendía decir que no, pero antes de que pudiera articular una negativa cortés, Pedro le había pasado la mano por la cintura y se movían por la pista. 


Sabía que temblaba, pero Pedro no parecía notarlo.


—Estás preciosa esta noche vestida de rojo —no había nada ligero en el tono de voz de Pedro.


Y de repente Paula comprendió que no tendría que haber vuelto, no debería haber corrido el riesgo de verlo tan pronto. Jay había tenido razón; no estaba preparada. Amar a Pedro no era un estado mental del que pudiera obligarse a salir, sino el estado en el que se hallaba su corazón. Y necesitaba tiempo para sanar.


No podía soportarlo. Intentó soltarse, pero esa vez Pedro no la dejó escapar. Se detuvo.


—Paula —susurró—. Alza la vista.


Sin pensarlo, obedeció. Vio el muérdago y luego los ojos de él. Cerró los propios para escapar a su mirada oscura al tiempo que la boca de Pedro se cerraba sobre la suya.


Volver a besarlo era el cielo... y el infierno. Sus labios eran tan persuasivos. Posesivos. No fue un beso largo, pero la marcó profundamente. Y en cuanto él levantó la cabeza, se separó de sus brazos.


Pedro seguía sosteniéndole la mano. Respiró hondo y alzó la barbilla.


—Necesito volver al trabajo. Comprobar que no falta nada.


Pero él no dio la impresión de oírla. Sin soltarla, la condujo por entre los bailarines y más allá de la puerta del salón.


Pedro... aguarda. Espera un minuto.


Durante un momento los envolvió la oscuridad. Luego él la soltó y activó un interruptor en la pared. La luz del techo se encendió.


Paula parpadeó y miró alrededor confusa.


—¿Dónde estamos?


Ni se molestó en apartar la vista de ella.


—Creo que en la despensa.


Sobre estanterías metálicas había apiladas enormes latas de verduras. También había diversas ollas y sartenes.


—¿Y qué hacemos en la despensa? —preguntó sin mirarlo a los ojos.


—Necesitamos hablar.


—Ya lo hemos hecho, Pedro.


—Tú sí... —movió la cabeza—. Pero yo no.


Las mejillas de ella se encendieron, luego volvió a palidecer.


—Sí —musitó—. Lo sé.


—Paula... por favor —dio un paso hacia ella, pero se detuvo al verla retroceder. Bajó las manos. Sus ojos mostraron una expresión seria al añadir—: Siento lo de la otra noche. Jamás debí llevarte a ese hotel.


Algo en la voz de él provocó un nudo en la garganta de Paula. No supo qué decir. Pedro la miró a los ojos.


—Quiero que empecemos de nuevo. Un nuevo comienzo.


Pedro... —se le quebró la voz. Juntó las manos. ¿Por qué se lo ponía tan difícil—. He de irme. No quiero jugar más a este juego.


—No es un juego —tensó los hombros—. Nunca lo ha sido contigo —la incredulidad de Paula debió aparecer reflejada en su expresión, porque él apretó la mandíbula—. Hablo en serio. Sé que mi historial de relaciones no es bueno. Pero tú me dijiste que habías cambiado por fuera, pero no por dentro. Bueno, desde que te conozco, yo he cambiado por dentro. Quiero algo más en la vida que unas relaciones breves y sin sentido. Quiero alguien con quien desarrollar una vida.


Se acercó y antes de que Paula se diera cuenta de lo que hacía, le tomó los dedos entre los suyos y los apretó.


—Esta última semana he aprendido lo terrible que es tu ausencia. Cuánto te echo de menos —el dolor se reflejó en sus ojos, y la voz se tornó más suave y urgente—. Por favor, cariño, vuelve conmigo. Sin ti no tengo con quien hablar... nadie con quien jugar. No hay nadie a quien provocar y cuidar —alzó la mano de ella para apoyarla sobre su mejilla. Cerró los ojos y susurró—: Oh, Paula. Sin ti no tengo a quien amar.


Amar. La palabra flotó en el aire, la atravesó y se extendió por ella con todo su significado de júbilo. Tenía los ojos húmedos y la sonrisa brillante al acariciarle la mejilla.


—Oh, Pedro. Te amo tanto.


Durante un momento la observó sin moverse. Luego la tomó en brazos para darle un beso apasionado y profundo.


—Oh, Paula. Cariño... —volvió a besarla y luego murmuró sobre sus labios—: Quiero estar contigo, todos los días y todas las noches.


—¿Te refieres a que vivamos juntos? —preguntó mientras con un dedo seguía la línea de su mandíbula.


—Por supuesto que quiero que vivamos juntos... justo después de casarnos —la abrazó con gesto posesivo—. Quiero que me pertenezcas por completo... y quiero que todos lo sepan.


Metió la mano en el bolsillo y Paula abrió mucho los ojos cuando lo vio sacar un pequeño estuche de terciopelo. 


Levantó la tapa y del interior extrajo el solitario.


—Oh, Pedro... —se le ahogó la voz. Las lágrimas iluminaron sus ojos cuando él se lo puso.


Lo admiró antes de que él volviera a tomarla en brazos.


—Es precioso. Es magnífico...


—Dice que eres mía —y le selló los labios con un beso.