miércoles, 20 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 9





UNA hora después, Pedro, sentado junto al conductor de la limusina, miró a Paula a través del espejo retrovisor. Podía sentir todavía la suavidad de su piel en las yemas de los dedos.


¡Aquello era ridículo! Él no podía…


Se frotó los dedos de las manos como tratando de borrar aquella sensación.


Cuando la limusina se detuvo delante de la joyería Chaves, Pedro pensó, viendo las columnas que flanqueaban la fachada, que aquél era en verdad un sitio algo especial. El terciopelo lavanda de los escaparates, las tallas de plata rodeadas de diamantes y rubíes, dejaban constancia de la categoría de los clientes que compraban allí.


Abrió la puerta de Paula para ayudarla a bajar del coche, intentando aparentar serenidad cuando vio la falda de su vestido a la altura de sus muslos. Dirigió luego una mirada significativa a la puerta de la tienda y se puso detrás de ella. 


Paula se había cambiado.


Ahora llevaba un vestido blanco de tirantes que se cruzaban por encima del pecho y por la espalda. Aunque el estilo era muy discreto, la tela no tenía nada de modesta. Caía en pliegues sueltos desde el pecho y marcaba seductoramente las curvas de su cuerpo al andar. Y con aquellos zapatos de tacón de aguja…


Se acercó, y se puso a su lado, casi pegado a ella.


Los grandes pendientes de perlas que llevaba casi le rozaban la cara.


—Permanece pegada a mí, y anda deprisa. Tenemos que entrar antes de que se forme una aglomeración.


Al no poner ella ninguna objeción, él puso instintivamente la mano en la parte desnuda de su espalda para guiarla derecha hacia la puerta y no perder más tiempo. Sintió de nuevo en sus dedos la tersura de su piel. Y, cuando ella le miró, estuvieron a punto de dar un traspié.


La puerta de la tienda se abrió y Baltazar les hizo una seña para que entraran. Luego se dirigió a Pedro.


—Todos los asistentes han sido invitados personalmente, no hay por tanto ningún motivo para que te preocupes por la seguridad aquí dentro.


—La seguridad es siempre mi mayor preocupación.


—Está bien, no te separes de su lado —le dijo con una triste sonrisa—. No la pierdas de vista. No quiero verla con nadie apartada del grupo, ni que nadie se comporte con ella con… demasiada cordialidad. Está pasando por un momento duro de su vida y quiero ayudarla a que lo supere cuanto antes.


Él era el guardaespaldas de Paula Chaves. No necesitaba conocer los detalles de su vida, pero se preguntaba si ese momento duro tenía que ver con su relación con el magnate griego. ¿Cómo de duro había sido? ¿Había sido la ruptura lo que había resultado duro? ¿O había sido la propia relación en sí?


El suelo del vestíbulo de la tienda era de mármol gris. Un tema de plata y lavanda adornaba todos los paneles que forraban las paredes. Un poco más adelante unos peldaños de mármol daban paso a una enorme y lujosa alfombra en tonos gris y lavanda, sobre la que se alzaban unos paneles de espejos y unas sillas y taburetes en cuero gris junto a un mostrador de diamantes de pedida.


De modo mecánico, Pedro comprobó los espejos de seguridad instalados junto a las cámaras de vigilancia.


Había al menos veinte o veinticinco clientes en la primera planta y otros tantos en la segunda. Unos llevaban una taza de café en la mano, otros paseaban por la tienda degustando unas exquisitas pastas. Paula se había lanzado ya a hablar con un grupo que estaba delante de un mostrador con un variado surtido de collares y brazaletes.


Pedro se acercó y escuchó al hombre que estaba hablando con ella.


—Me gustaría que me eligieses un collar para mi esposa.


—Vamos, T.J. Después de veinticinco años estoy segura de que sabes lo que le gusta a tu esposa mucho mejor que yo —le dijo Paula con una leve sonrisa.


—¿Qué te parece si elijo un par de joyas y tú me dice los pros y los contras de cada una?


Aquel hombre tendría unos veinte años más que Paula y, estuviera o no casado, estaba tratando de flirtear con ella. Eso era al menos lo que pensaba Pedro.


—Lo haría con mucho gusto, pero debo prevenirte de que tengo la rara habilidad de elegir siempre la pieza más cara.


—Debí haberlo imaginado —dijo el hombre con una estudiada sonrisa—. En todo caso, valdrá la pena seguir tu criterio si finalmente le gusta a mi mujer.


Paula acompañó a T.J. a un mostrador donde había varios dependientes dispuestos a atenderle. Una vez allí puso amistosamente la mano en su brazo.


—Estaré por aquí. Si me necesitas, no tienes más que hacerme una seña.


—Muchas gracias, Paula. Es muy agradable verte otra vez por aquí en Dallas. Deberías pasar más tiempo con nosotros.


—Siempre falta tiempo para todo —replicó ella.


Y, tras una última sonrisa, se dirigió a otro grupo.


—Ese hombre demostraba mucho interés por ti —le dijo Pedro al oído al pasar.


Paula se giró bruscamente y le miró sorprendida.


—¡Es un hombre casado! Le conozco desde hace muchos años, desde que era casi una niña. Cuando venía yo a Dallas, él y Eleana me llevaban a montar a caballo a su rancho. No hay ninguna intención oculta en su conducta, Pedro, así que no trates de encontrar problemas donde no los hay.


Pedro trató de contestarle, algo pero no lo hizo. «Su vida no es asunto mío» pensó de nuevo.


Una mujer con un traje gris muy serio, con el pelo estirado y sujeto arriba en un moño, luciendo unos pendientes de diamantes y ónice, se dirigió hacia Paula y le dio un abrazo.


—Es un placer volver a verte.


—Para mí también, Marjorie —le dijo Paula, antes de volverse hacia Pedro—. ¿Conoces a Marjorie Dunham? Es una amiga, además de la directora de la tienda. Hace un trabajo maravilloso —Pedro asintió con la cabeza—. Marjorie, Pedro es mi guardaespaldas, así que, si le ves siguiéndome a todas partes, no debes preocuparte, Alfonso


—Ha hecho bien —dijo la mujer señalando afuera, a la entrada de la tienda, donde había empezado a congregarse una gran cantidad de personas—. Se ha corrido la noticia de que estás aquí.


—La noticia se supone que era de dominio público. Esto es una campaña publicitaria.


—Sí, Baltazar nos metió a todos en esta iniciativa casi sin darnos cuenta. ¿Pudiste dormir después de tu vuelo de Londres?


—Oh, no vine directa de Londres. Pasé primero por Nueva York y me quedé allí algún tiempo.


La mujer miraba a Paula con mucha simpatía.


—¿Has dado por zanjado lo de Londres?


Paula se puso muy tensa al oír la pregunta, y su mirada, antes alegre, se tiñó de una expresión de tristeza.


—Sí, creo que sí. Al menos eso espero —dijo, dudando un momento antes de proseguir—. Vine a Dallas precisamente para olvidarme de eso. Así que, ¿por qué no me enseñas las nuevas joyas que quieras que muestre en este acto?


—Tengo un collar que te va perfecto con el vestido que llevas. Puedes lucirlo mientras atiendes a los clientes.


Paula subió las escaleras acompañando a Marjorie. Pedro le siguió los pasos.


Paula se sentó en uno de los taburetes mientras Marjorie le mostraba el collar. Collar no parecía ser la palabra correcta, ni la más adecuada, para definir aquella pieza tan espectacular. Tenía cuatro vueltas de diamantes alternando con rubíes.


—¿Qué te parece? —le dijo entonces Paula volviéndose hacia él.


Las joyas parecían añadir aún más brillo a sus ojos y una mayor amplitud a su sonrisa. Si un collar de diamantes y rubíes era capaz de hacer eso en una mujer, todas las mujeres deberían tener uno. Y, además, le quedaba en el lugar perfecto, justo en medio del escote que dibujaba su vestido.


—Creo que podrías vender un manojo de ellos a esta clientela. Sólo tendrías que pasearte con ese collar por la tienda. Todo el mundo iría a interesarse por él.


—Eso es exactamente lo que queremos.


Marjorie se acercó entonces de nuevo a Paula.


—Balrazar está trabajando en la colección ámbar. Creo que le gustaría que Patricia y tú colaboraseis juntas. Si vas viendo en cada momento cómo evolucionan sus diseños podrías ir pensando a la vez en el vestuario que les pudiera ir mejor.


—Me parece buena idea. Me pondré en contacto con ella.


—Ahora, déjame presentarte a algunos de los clientes que aún no conoces. Le hice ver a Baltazar que además de programar esas entrevistas con los clientes más adinerados, debería pensar también en los clientes de clase media, tratándoles de la misma forma y con la misma consideración que a aquéllos. Si todo el mundo cree que lo que está comprando en nuestras tiendas supone para él una experiencia única en su vida, volverá a repetirla en la siguiente oportunidad que se le presente. Ésa será la forma de relanzar nuestro negocio. Necesitamos recordar los nombres y las caras de todos nuestros clientes, conocerlos de verdad, como lo hacíamos hace años.


—¿Hay algo en lo que yo pueda ayudar? —dijo Paula.


—Por supuesto que sí. A todos los asistentes al acto les estamos entregando una tarjeta con la dirección de un correo electrónico que hemos creado a tu nombre. Saben que pueden pedirte tu opinión acerca de las joyas y el vestuario, la mejor relación calidad precio en gemas, la artesanía de algunas piezas... Si la cantidad de e-mails que recibes te resulta agobiante, podemos contestarlos en tu nombre. Pero cuantos más clientes contacten contigo, mejor será para nuestras ventas.


—¿Pensáis hacer esto mismo en las demás tiendas?


—Después de tu viaje a Italia, te detendrás aquí de nuevo, luego volarás a la costa Oeste para poner en práctica nuestro plan en esas tiendas. Para entonces, deberíamos tener ya una idea precisa de si nuestra estrategia comercial está funcionando o no.


Una cierta expresión de preocupación pareció adueñarse del rostro de Paula.


—¿Qué te ocurre? —le preguntó Marjorie.


—Después de esta campaña de seis meses, pienso pasar más tiempo en Italia. Quiero comprarme una casa allí.


—¿Estás ya cansada de tantos viajes?


—No son sólo los viajes —dijo volviéndose hacia Pedro—. Tengo entendido que Baltazar te dijo que por razones de seguridad debes vigilar a todos los clientes.
Para hacer mi trabajo tengo que mezclarme entre la gente para poder dialogar con todos y atender sus sugerencias. Sería mucho más cómodo para todos que te quedaras en un extremo de la sala. Si te necesito para algo sabré donde encontrarte.


—Baltazar me ha ordenado que permanezca siempre a tu lado.


—No vas a perderme de vista en ningún momento, pero necesito libertad para moverme de un grupo a otro, para hablar con una y otra persona. Si decidiese ir con alguien a una de las salitas de reunión, te lo diría y nos acompañarías.


Paula no debió verle muy entusiasmado con la idea, porque volvió a insistir.


—Intentémoslo sólo por un rato, ¿te parece? Si no funciona, dejaré que sigas como hasta ahora, todo el tiempo pegado a mí.


Pegado a ella. Ahora él tenía una nueva imagen en la que ocupar sus pensamientos y fantasías.


—La tienda está cada vez más concurrida. Probaremos durante quince minutos —dijo él, conciliador—. Pero si te pierdo de vista, tendré que ir a buscarte.


Por un momento, la multitud, que en efecto casi abarrotaba la sala, pareció esfumarse. Sólo estaban ellos dos, mirándose intensamente el uno al otro, dos personas que se sentían atraídas mutuamente, dos personas que sabían que su relación era imposible.


Sólo hacía un mes que había estado con otro hombre. Un mes. ¿Cómo podía estar mirando así a su guardaespaldas?


Después de cinco años, él aún oía la voz de Connie en su corazón. En cambio Paula, ¿qué hacía? Revolotear cada mes como una mariposa de un hombre a otro.


Pedro dio un paso atrás, resistiéndose a la tentación.


Paula parecía perpleja, como si se preguntase qué es lo que podía haber hecho mal.


Se oyó a una mujer llamando en voz alta a Paula.


La mujer venía llena de joyas y parecía como si quisiese comprar aún más.


—Deedee —dijo Paula en voz baja, volviéndose en seguida hacia Pedro, y tratando de buscar algo que relajase la situación.


Pedro pensó que ella estaba llena de contradicciones. En un instante, parecía una persona sociable y accesible, dispuesta a ayudar a los demás, y al siguiente estaba desempeñando su papel al servicio del negocio de su familia. Una familia que ni siquiera era su familia directa. 


¿Qué tenía ella en común con sus primos y con su tía?
¿Y qué le importaba eso a él?


El evento continuó. Y él no sólo estuvo protegiendo a aquella heredera de buena familia, sino, además, intentando detectar en ella una falsa sonrisa, un gesto de coquetería, una prueba de no estar escuchando lo que le decían cuando aparentemente estaba muy atenta. Pero no consiguió encontrarle ninguno de esos defectos. No daba la impresión de estar interpretando un papel.


Pedro no había tenido una experiencia similar con ninguno de los personajes famosos para los que había trabajado. Los hombres de negocios millonarios no perdían el tiempo con esas sutilezas. Las estrellas del mundo del cine perdían pronto la paciencia con sus fans. Los políticos parecían escuchar a sus electores, pero se limitaban a seguir su propio programa.


¿Cuál era el programa de Paula? ¿Por qué había hecho aquella visita a Libby Dalton?


Pedro estaba desconcertado, no sabía si estaba alimentando su propio ego o si tenía un corazón de oro.


El de Connie sí que había sido un corazón de oro. A lo largo de su matrimonio, se lo había demostrado con creces.


Paula estuvo dando vueltas por la tienda durante más de una hora, recibiendo tarjetas de visita de los clientes, repartiendo ella las suyas, pidiendo a los dependientes de la tienda que sacasen aquel collar o aquellos pendientes para que se los probase en el espejo alguna señora, dando su opinión sobre el vestido o los colores que mejor le sentaban a aquella otra, sonriendo y mostrándose atenta y amable con todos.


Después de un buen rato, el grupo de invitados empezó a disminuir. Baltazar se acercó a Pedro.


—En un par de minutos voy a abrir las puertas al público en general. Te sugiero que te lleves de aquí a Paula en seguida.


—¿No quieres que ella les atienda?


—No. Ellos están aquí para verla, no para comprar joyas. Paula insiste en que debemos tratar a todos nuestros clientes de la misma forma y yo estoy abierto a cualquier idea, siempre que funcione. Pero de momento, creo que lo mejor es que te la lleves por la puerta de atrás.


—Iré a buscarla. Pero, ¿y si se quiere quedar?


—Hablaré yo con ella.


Paula quería quedarse. Pedro acertó a oírla diciéndoselo a Baltazar.


—Deja pasar a la gente en grupos de diez. Deja que me digan lo que quieran decirme. Entrarán cada vez más personas a la tienda. Eso redundará en beneficio del negocio.


Paula pareció convencer a Baltazar, y éste ordenó a Pedro que se mantuviese al lado de ella.


Pasada una hora, Pedro ordenó a la limusina situarse en la parte trasera de la tienda. Una vez dentro, Paula reclinó hacia atrás la cabeza sobre el respaldo de su asiento y cerró los ojos.


Pedro se había sentado en esa ocasión junto a ella por si quería conversación. Se inclinó hacia el mini bar, sacó una botella de agua mineral y se la dio.


—Toma, hay que hidratarse.


—¡Vaya, así que ahora eres nutricionista! —le dijo ella con los ojos muy abiertos y una sonrisa irónica.


—Si fuera nutricionista te hubiera dado esta mañana cereales integrales en vez de tortitas.


Ella se rió. Por difícil que pareciese, todavía estaba más guapa cuando se reía.


—Supongo que un responsable de seguridad debe saber de muchas cosas.


—¿Qué quieres decir? —dijo él frunciendo el ceño.


—Quiero decir que protección no sólo quiere decir seguridad.


Paula destapó la botella y bebió directamente de ella. El carmín de sus labios permaneció intacto, aunque en el borde de la botella apareció una pequeña mancha roja.


—¿No deberías hidratarte tú también? —le dijo ella bromeando.


Su expresión era demasiado amistosa, sus labios demasiado incitantes y apetitosos. El deseo que sintió en ese momento le llevó a comportarse de forma airada.


—Sabes, Paula, no tienes ninguna necesidad de coquetear conmigo. Velaré por tu seguridad independientemente de lo que hagas o dejes de hacer.


Ella se sintió profundamente herida por sus palabras y, como por encanto, se le apagó el brillo de sus ojos. Se quedó callada unos instantes, lo que sorprendió a Pedro, que esperaba una réplica inmediata como era habitual en ella. 


Paula se quedó mirando por la ventanilla durante unos largos segundos y luego se volvió hacia él.


—Sólo estaba tratando de ser amable, Pedro. Pensé que ir charlando durante el trayecto nos vendría bien a los dos. Es evidente que los hombres no piensan de la misma forma que las mujeres.


Bebió un poco más de agua y no volvió a dirigirle la palabra en todo el trayecto hasta el hotel.


Pedro estaba contrariado. Estaba echando a perder su misión. Gracias a Dios, en pocas semanas, Paula Chaves pasaría a darle quebraderos de cabeza a algún otro.


¿Había estado flirteando con él?


Después de cambiarse y ponerse unos shorts y una camiseta, Paula se sentó en la mesa de la cocina a leer las cartas de sus fans.Pedro se había sentado en el sofá con su ordenador portátil. Además de supervisar los sistemas de seguridad de las joyerías Chaves, hacía muchos trabajos en el campo de las tecnologías de la información.


No había estado flirteando en el coche con Pedro. Sólo había intentado crear un clima distendido entre ellos. Pero, sin duda, había dado muestras de su atracción hacia él.


Aparentemente, él no se sentía atraído por ella. Al contrario, parecía desdeñarla. Supondría que sería la típica modelo frívola que iba saltando de cama en cama. Si él supiese… 


Por extraño que pareciese, Miko había sido su primer amor. 


Ella se había estado reservando para esa perfecta historia de amor, para… el hombre perfecto.


Pero no existía un hombre perfecto, como tampoco existía la mujer perfecta. Sus idílicas y románticas fantasías habían quedado relegadas ante la realidad del mundo. Pedro representaba ese mundo real y ella quería ganarse su respeto.


Se frotó las sienes. Sentía un dolor de cabeza muy fuerte. 


Dejó las cartas sobre la mesa, miró al piano de cola y luego a Pedro.


—¿Te importaría si toco algo? —le preguntó ella.


—En absoluto —respondió él en un tono muy formal, como si quisiera mantener deliberadamente la distancia entre ellos.


¿Quería distanciarse de ella? Muy bien. Ella se encargaría de acercarse a él.


Se sentó al piano y dejó deslizar las manos a la derecha y a la izquierda del teclado. Unas escalas ascendentes y descendentes. El instrumento estaba perfectamente afinado. 


Por su mente pasaron todas las piezas que había aprendido a tocar a lo largo de los años, pero se quedó finalmente con una que era la favorita de su madre, Claro de Luna. Paula se sumergió en ella, desapareció en la música, olvidándose de Pedro, de la suite del hotel, de Baltazar y de los problemas de su familia.


Cuando concluyó, se quedó allí sentada, con los ojos cerrados, sintiendo las lágrimas a punto de caer por sus mejillas, pero resuelta a no dejarse llevar de su debilidad. 


Decidió tocar otra pieza clásica que tenía el encanto y el poder de evocación suficientes para ahuyentar cualquier pensamiento.


—¿Qué quería decir eso? —le preguntó Pedro al acabar la música.


Su voz sonó como si de verdad estuviera interesado en saberlo.


Paula se levantó del banco, se dirigió a una de las ventanas y se puso a mirar el campo de golf.


—Quería decir que a veces me siento atrapada.


Se sentía atrapada cuando no podía pasear por la calle como cualquier persona normal. Se sentía atrapada cuando alguien deseaba conocerla por lo que hacía, no por lo que era. Se sentía atrapada cuando pensaba en Miko y en lo ciega que había estado. Tenía veintiocho años y se comportaba como si tuviera diecinueve. Deseaba regresar a Italia y pasear entre los olivos, sentarse en el patio de la villa y contemplar tranquilamente la puesta del sol, bajar a la ciudad a una trattoria y pasar desapercibida.


Estaba agradecida, muy agradecida por todo lo que sus padres le habían dado, por todo lo que tenía. Pero también se sentía triste, sola… A lo largo de los años había comprobado que su soledad era menor cuando centraba su atención en alguien. Era lo que le pasaba ahora. Se había centrado en Pedro, aunque se había esforzado para que no se notase la atracción que sentía por él.


Fue hacia el sofá y se sentó, procurando dejar un poco de espacio entre ellos.


—¿Por qué empezaste a trabajar en el Servicio Secreto?


Pedro apretó un botón del teclado de su ordenador portátil y se apagó la pantalla. Bajó los párpados hasta casi cerrar los ojos. Pareció estar debatiendo algo consigo mismo. Luego, tras unos instantes, se encogió de hombros como si la decisión que acababa de tomar careciera de importancia.


—Mi padre era policía.


—¿Dónde te criaste?


—En Dallas.


—¿Y de pequeño querías ser policía?


—Hasta que tuve doce años. El presidente vino a Dallas durante la campaña electoral para su reelección. Mi padre trabajó en el equipo que hizo los preparativos. Se las arregló para conseguirme una invitación para ir a oírle hablar. Fui a ver al presidente, y aunque no llegué a entender la mayor parte de su discurso, lo que sí comprendí fue que aquello era importante, y que mi padre formaba parte de él. Esa noche, mientras veíamos el acto en el informativo local le sonreí a mi padre y le dije: «Yo estaba allí». Él señaló a los hombres que estaban cerca del presidente y me dijo que tenían el trabajo más importante del mundo.


Paula podía imaginar a aquel niño de doce años que idolatraba a su padre, escuchando hipnotizado sus palabras. Guardó silencio, esperando a ver si Pedro continuaba su relato.


—Siempre que alguien me preguntaba lo que quería ser cuando fuera mayor, respondía que sería policía como mi padre, o quizá detective. Pero nunca dejé de oír en mi mente la voz de mi padre. Cuando murió asesinado en acto de servicio, yo estaba en un curso de criminología. El día que le enterramos, pensé que debía hacer lo necesario para que mi padre se sintiera orgulloso de mí y entonces decidí dedicarme al trabajo más importante del mundo.


Paula sabía que los agentes del Servicio Secreto desarrollaban varios trabajos.


—¿Cuánto tiempo estuviste en el servicio de seguridad del presidente?


—Dos años. Luego me transfirieron a un grupo operativo donde trabajé en la investigación de accesos fraudulentos a sistemas de información.


—Baltazar me dijo que recibiste una bala dirigida a un senador.


—Ex senador —dijo él—. Eso fue después de que montase mi propia empresa consultora de seguridad.


Pedro se había vuelto hacia ella y ella se había girado algo hacia él. Parecían estar más cerca que cuando se habían sentado instantes antes. Ella quería decirle algo, pero no quería que él lo tomara por el lado equivocado.


Pero Pedro era tan hábil velando por la seguridad de la gente como leyendo sus pensamientos.


—Di lo que estás pensando.


— No quiero que pienses que estoy flirteando contigo.


—No debería haber dicho lo que dije.


Se hizo un prolongado silencio entre ellos hasta que ella entendió que tenía la obligación de romperlo.


No importaba lo que él pensase, quería decirle la verdad.


—Admiro a los hombres como tú.


—¿Y qué tipo de hombre crees que soy? —le dijo él con una expresión indefinible.


—El tipo de hombre que daría su vida por aquello en lo que cree —contestó ella sin vacilar—. Siempre deseé tener un valor así.


—Tú tienes el valor que necesitas para hacer lo que haces, mezclarte con extraños, desfilar por las pasarelas, posar para los fotógrafos, y soportar a tanta gente a tu lado mirándote casi con microscopio. Y sobre todo, para no perder la paciencia y los nervios con los reporteros.


—Eres muy amable.


—¿Por qué crees que lo que haces carece de importancia? —le preguntó él acercándose a ella.


Ella hubiera querido entonces acariciarle ese pelo suyo, corto y espeso. Hubiera querido aliviar con las yemas de los dedos las arrugas de preocupación que veía alrededor de sus ojos. Hubiera querido tocarle igual que él la había tocado a ella esa mañana.


—Lo que yo hago es superficial. A veces me pregunto si tiene algún valor, algún significado.


—Tengo entendido que colaboraste activamente en la campaña contra el SIDS, esa encomiable iniciativa para investigar las causas del síndrome de la muerte súbita del lactante.


Mientras hablaba, los ojos de Pedro la miraban con un brillo especial que parecía preguntarle por qué había escogido ella precisamente esa causa.


—Sí. Mi tía, la hermana de mi madre, perdió a un hijo por el SIDS.


—Ya veo. Y tú quieres servir de ayuda… Paula—dijo él al ver su silencio—. Por imposible que pueda parecer, quizá no seas consciente de todo lo que vales.


Quizá él tenía razón. Quizá era por eso por lo que había dejado que Miko le partiese el corazón.


Pedro le alzó muy suavemente la barbilla con el dedo índice y la miró fijamente a los ojos.


—Tú ayudaste hoy a Libby Dalton. Eso fue algo grande, muy importante.


Paula se quedó sin palabras. Había encontrado en su voz, por primera vez, ese respeto que tanto había buscado. Lo único que quería era mirarle a los ojos, a aquellos ojos
castaños y enigmáticos, y acercarse un poco más a él.


Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Pedro acercó los labios a los suyos. Sus alientos se mezclaron, y ella sintió como su boca se fundía con la suya, cálida, firme, apasionada. Ninguno de los dos pensó nada. Al oír su gemido, ella supo que él se había abandonado al deseo. 


Sabía que la atracción que ella sentía era recíproca. Eso le hizo sentirse feliz, ligera, plena de alegría.


Pedro deslizó la lengua por la comisura de sus labios. Ella no dudó en abrirlos para él, para recibir aquel beso que parecía haber estado predestinado para ella desde el primer instante en que se habían conocido. Conforme su lengua exploraba su boca, ella sentía un ardiente deseo por todo su cuerpo. La palabra predestinado daba vueltas de nuevo en su cabeza. ¿No se había sentido también predestinada cuando Miko y ella se habían conocido? ¿No se había sentido también predestinada cuando habían volado a Montecarlo, a los Alpes suizos? Se había equivocado con Miko. ¿Se estaba volviendo a equivocar con Pedro?


—No debería haber hecho eso —dijo él, frío como un glaciar, apartándose de ella lo suficiente para que no pudiera alcanzarle aunque quisiese—. Ha sido un error. No volverá a suceder. De hecho, debería llamar a Baltazar y preguntarle si puede buscarme un sustituto.


—¿Es eso lo que quieres? —le preguntó ella con voz temblorosa.


—Esto no tiene nada que ver con lo que quiera o deje de querer, Paula. Mi obligación es que te sientas segura.


—Me siento segura —dijo ella.


Pedro parecía dividido… entre lo que era correcto y lo que no.


Paula se puso de pie. Sabía que él tenía razón, pero se sentía aún herida por la brusquedad con que la había apartado de su lado.


—No quiero otro guardaespaldas, Pedro. Pero si tú no quieres estar aquí conmigo, entonces creo que deberías llamar a Baltazar.


Se dirigió a la cocina, estremecida aún por aquel beso, con el corazón confuso porque sentía que se estaba enamorando de Pedro y no sabía si debía hacerlo










martes, 19 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 8





Momentos después, Pedro se encontró en la entrada de una cabaña de estilo rústico. Dejó que Paula pasara primero. 


Al hacerlo, su pelo le rozó la cara. Se quedó por unos segundos sin respiración, por lo que no pudo disfrutar de su perfume. Pero no tenía importancia, había tenido ya suficiente durante el viaje. Suficiente de su perfume y de ella. 


¿Qué era esa química?


Con Connie, el sexo había sido algo sin complicaciones, agradable y tierno. Aquel calor que sentía cada vez que Paula Chaves estaba cerca de él le producía un sentimiento de frustración y le hacía perder el control.


Paula se volvió para mirarle. Percibió el brillo y la viveza de sus ojos, pero retiró la vista de él y se dirigió a la mujer de pantalones vaqueros y camiseta que estaba sentada en la mesa de recepción.


—¿Señora McLaren? —preguntó Paula.


Pedro había averiguado que Sandra McLaren era la persona que estaba a cargo del campamento.


La mujer de pelo canoso miró a Paula en principio con indiferencia, pero un par de segundos después se quedó con la boca abierta y se le cayeron las gafas hasta casi la punta de la nariz. Se levantó de la mesa como movida por un resorte.


—¡Usted es Paula Chaves! ¡No me lo puedo creer! ¿Es usted, verdad?


—Sí, soy yo —dijo ella con una cordial sonrisa, tendiendo la mano a la señora McLaren que la estrechó efusivamente—. Estoy aquí para ver a Libby Dalton. ¿Me permitiría verla? No puedo quedarme mucho tiempo.


—¿Quiere usted ver a Libby? No hay ningún problema —dijo la mujer, echando una ojeada a su reloj—. Está ahora con el grupo de manualidades y actividades artísticas. Estarán en la zona del picnic, en las mesas que hay en medio del bosque. Vengan, les enseñaré el lugar. ¿Está usted segura de que quiere ver a Libby?


La señora McLaren echó una mirada a Pedro.


—Sí, claro —respondió Paula—. Le presento al señor Alfonso. Está aquí velando por mi seguridad.
No queremos que la prensa airee esta visita. Ésa es la razón por la que no la avisé de mi llegada.


—Lo entiendo perfectamente.


Salieron de la cabaña y siguieron a la señora McLaren a través de una senda que discurría entre otras cabañas similares a la primera. Cuando llegaron, les señaló una mesa e hizo luego un gesto en dirección a Libby, que estaba muy concentrada pintando con un pincel una figurita de cerámica. 


Todos los niños estaban enfrascados en sus trabajos y no prestaron ninguna atención a Paula hasta que ella se detuvo junto al banco de Libby.


—¿Libby Dalton?


La niña de once años, alta y despierta, de ojos castaños y pelo caoba, llevaba una camiseta de tirantes, unos pantalones vaqueros cortos y unas zapatillas deportivas como la mayoría de los niños.


Cuando vio a Paula, se quedó con la boca abierta de la sorpresa, abrió los ojos como platos, y se le quedó, como helada en la cara, una sonrisa de perplejidad.


—¡Señorita Chaves! ¡Recibió mi carta!


Al oír el nombre de Paula, todo el mundo volvió la cabeza.
Paula puso la mano en el hombro de la niña.


—Sí, claro que recibí tu carta. Tenía intención de escribirte, pero pensé que sería mejor venir a verte.


—¡No me puedo creer que esté usted aquí! —dijo Libby sin poder salir aún de su asombro.


Como los niños se iban acercando cada vez más, Pedro se puso al lado de ella vigilando a todos con mucha atención.


Paula se inclinó hacia Libby de forma que sólo ella pudiera oírla.


—En tu carta me decías que estabas pensando operarte la nariz. Yo te veo perfecta así como estás. Conforme te hagas mayor serás cada vez más guapa, ya lo verás.


—Pero tengo una nariz tan larga y afilada… —insistió ella.


—Estoy segura de que, cuando crezcas, tu cara se ensanchará y tu nariz no parecerá ya tan larga. Libby, lo más importante es que llegues a sentirte a gusto contigo, tal como eres. Sólo entonces te sentirás segura de ti misma.


Dicho eso, se apartó un poco del oído de la niña.


Quería que todos oyeran lo que iba a decirle a la niña.


—Acabo de hablar con el propietario de Jeans & More. Tú y una amiga tuya podéis concertar una cita con la señora Valaquez —Paula hizo una pausa para entregar a Libby su tarjeta de visita—. Es la directora de la tienda y os ayudará a elegir la ropa escolar para la temporada de otoño. Completamente gratis. ¿Qué os parece?


Pedro contempló como la niña trataba de encontrar infructuosamente las palabras de agradecimiento. Tenía los ojos llenos de lágrimas y acabó abrazándose a Paula.


—¡Gracias! Muchas gracias. No sabe lo que esto significa para mí.


—¡Oh, sí! Claro que lo sé —dijo devolviéndole el abrazo.


Pedro contempló a Paula allí, abrazada a aquella niña, con su maravilloso pelo ondeando al viento. Llevaba las sandalias algo sucias tras su caminata por aquellos senderos, pero no parecía importarle nada.


¿Era aquel espectáculo un simple montaje en su propio beneficio? ¿Habría planeado un reportaje con la prensa para aparecer como el hada madrina de una triste niña de once años? Parecía sincera, y verdaderamente lo era. Pero esa Paula no parecía encajar mucho con la que salía en las revistas del corazón… la Paula Chaves de la que se rumoreaba había tenido una aventura con un magnate griego… la Paula Chaves del mundo de la jet-set que estaba cada semana en un lugar diferente, dejando a su paso algún corazón roto.


Eso era algo que afortunadamente no podía pasarle a él. La muerte de su esposa y del bebé ya le habían roto hacía tiempo el corazón. En cualquier caso, no podía empezar con ella una relación que, con toda seguridad, arruinaría su carrera.


—¿Quieren que les enseñe lo que estoy haciendo? —dijo la niña tras despegarse de ella.


—Paula, creo que deberíamos irnos ya —le dijo Pedro al oído.


—Un par de minutos más —dijo ella—. Es importante.


Pedro echó una ojeada al reloj. Habían pasado ya casi veinte minutos desde que habían llegado. Sabía muy bien lo que pasaría en los próximos cinco. De hecho, había visto a uno de los chicos sacando una foto a Paula con su móvil. Si se le ocurría mandarla a alguien, los paparazzi podían presentarse allí en pocos minutos.


Pero Paula se había sentado ya junto a Libby en su banco y estaba mirando con mucho interés la figurita de un caballo que había hecho.


—Quisiera tener uno algún día —le confió Libby—. Pero no sé si podré comprármelo. Papá dice que cuestan mucho dinero.


—Si no puedes comprarlo, al menos sí que puedes cuidarlo —le aseguró Paula—. Pero no dejes escapar nunca tu sueño de tener uno. Si deseas algo con todas tus fuerzas, tu deseo se hará realidad.


—¿Usted hace ahora lo que siempre había soñado que quería hacer? Usted es tan famosa… Todo el mundo la conoce. ¿No es maravilloso?


—A veces sí y a veces no. Creo que estoy haciendo lo que siempre he soñado, pero tengo también otros sueños.


Otra niña, de aproximadamente la misma edad de Libby, asomó por allí la cabeza entre Paula y Libby.


—¿De veras te conoce? —dijo la niña.


Paula estaba a punto de responderle cuando otro grupo de chicos se acercaron a ella por el otro lado de la mesa. 


Llevaban en la mano cada uno un trozo de papel.


—¿Puede darnos su autógrafo?


Volvió entonces a escuchar la voz de Pedro apremiándola.


—Paula…


—Sólo tres minutos más —le pidió ella.


Aquellos ojos tan maravillosos… Podían hacer que un hombre creyera casi en cualquier cosa.


—¿Y si dijera que no?


—Me quedaría de todos modos —respondió ella con una de aquellas seductoras sonrisas que desarmarían a cualquier hombre.


Pedro se encogió de hombros.


—Tengo la impresión de que quieres que la prensa nos pille aquí.


—Piensa lo que quieras —le respondió ella frunciendo el ceño.


Luego tomó una pluma y se dispuso a firmar alrededor de una veintena de autógrafos.


Después de despedirse de todos y dar otro abrazo a Libby, pidiéndole que la mandase alguna foto con su nuevo vestido, Paula se dirigió a Pedro.


—Lista.


La tomó del brazo y caminó deprisa por el sendero. Pero, a mitad de camino, le apretó con fuerza del brazo y se desvió.


—Por aquí —dijo él.


—Pero, tu coche…


Sin soltarla del brazo, Pedro echó a correr, sorprendiéndose al ver que ella era capaz de seguir su ritmo. Pasaron por una hilera de cabañas y llegaron a la zona del aparcamiento, donde había aparcada una furgoneta de la prensa. Esta vez Pedro no necesitó decirle que se diese prisa. Entraron en el coche, él arrancó el motor y salieron a toda velocidad, dejando tras de sí una nube de polvo.


Pedro miró al espejo retrovisor antes de incorporarse a la autopista.


—Tuviste suerte —murmuró él.


—Gracias a ti. Tuviste el oído fino. Les oíste llegar antes que yo.


Él frunció el ceño mientras miraba de nuevo por el espejo retrovisor.


—No te estás tomando esto en serio.


Pedro, a veces tengo que aprovechar las ocasiones que se me presentan, de otro modo me quedaría encerrada las veinticuatro horas en la habitación de un hotel. Eso no es vida.


De camino al hotel, Pedro reflexionó sobre lo que ella había dicho. Él era un hombre precavido de nacimiento, pero desde que Connie había caído abatida a tiros desde un coche lo era aún más. Quizá fuera eso por lo que los clientes pedían sus servicios. Sabían que él sería cauteloso aunque ellos no lo fueran.


Pero ahora se preguntaba si toda esa cautela que había tenido le había permitido vivir la vida en toda su plenitud.


Tomó una ruta alternativa, algo más larga, para llegar al hotel. Paula parecía absorta en sus pensamientos y él no se atrevió a interrumpirla. Estaban mejor así, sin hablar. Él no necesitaba saber nada más de ella y ella tampoco nada más de él. Él era su guardaespaldas, y ella su cliente.


Aparcó en la parte de atrás del hotel, entraron sigilosamente por la puerta de servicio, y subieron a la suite. Paula se dirigió al dormitorio. Pedro comprobó los mensajes recibidos en el contestador del teléfono.


Uno era de Patricia Chaves. Otro era de una publicación que quería una entrevista con Paula. Un tercero era de su madre. Su voz era casi tan dulce como la de Paula, aunque con un acento algo más marcado.


Nunca hubiera pensado llegar a ser el secretario de Paula Chaves. Debería haber dejado que ella misma se ocupase de sus mensajes, pero él tenía la obligación de revisar todas las llamadas. Se llevó con él a la habitación de Paula las hojas con los mensajes. Tras llamar a la puerta, pasó dentro. Tenía aún los tres mensajes en la memoria. Pero sobre todo el de su madre.


—Ardemos en deseos de que vuelvas a casa. Tu padre y yo te echamos de menos. Deberías ver lo que hemos hecho en los establos. Te gustará. Llámame cuando tengas tiempo. Ciao, bambina.


Pedro oyó el grito ahogado de Paula sin saber lo que pasaba. Entonces, se dio cuenta de que se había desabrochado la blusa. Su sujetador era una creación de encaje blanco capaz de despertar en él todas sus fantasías.


No sabía qué decir, así que decidió pasarlo por alto y decir lo primero que le vino a la mente.


—Después de todo, ahora vas más vestida que en la foto de aquella revista.


Paula se quedó pálida. Le miró como si quisiera hacerle desaparecer de la faz de la tierra.


Pedro se arrepintió inmediatamente de la broma. Al parecer, era más sensible de lo que se había imaginado.


Se acercó a ella, manteniendo los ojos fijos en los suyos, apartados de la suave y tentadora piel que asomaba por encima su exiguo sujetador.


—¿Cuál es la verdadera historia de esa foto? —le preguntó él.


—No quiero hablar de eso —respondió ella con voz apagada mientras se abotonaba la blusa.


Parecía una jovencita a la que le hubieran hecho una pregunta que fuese más allá de su entendimiento. ¿Qué había sucedido en aquel incidente? Él no lo sabía. Pero lo que sí sabía era que tenía que salir de allí antes de que no pudiera evitar tomarla en sus brazos y besarla.


En lugar de besarla, le entregó los mensajes escritos.


—Quizá te interese escuchar el de tu madre. Suena como si te echara de menos.


Se sintió sorprendido y consternado al ver los ojos de Paula llenos de lágrimas. Pero parpadeó con rapidez unas cuantas veces y pareció controlar la emoción que sentía en ese momento. ¿Haría eso con frecuencia? ¿Trataba de dar la impresión de estar sintiendo algo diferente de lo que verdaderamente sentía?


No podía tomarla en sus brazos. No, no podía. Pero podía tocarla. Consciente de que estaba tentando al destino, alzó la mano y pasó suavemente el reverso de ella por su mejilla.


Sintió un relámpago, pese a que no había tormenta.


O quizá estuviese equivocado y hubiese, en efecto, una tormenta en su corazón. Ya se había imaginado que la piel de ella sería de una extrema suavidad. Con la proximidad, advirtió en su cara una serie de pequeñas pecas que usualmente cubría con el maquillaje.


—Deberías dejar que tus pecas se vieran —le dijo él afablemente.


Entonces, antes de seguir acariciándola, antes de empujarla sobre la cama y besarla, antes de que la pasión le dominara, se dio la vuelta y salió de su dormitorio.


En ese momento, lamentó la decisión. Pero no lo lamentaría más tarde.


Había hecho lo correcto. Él siempre hacía lo correcto.






ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 7





Paula estaba en un rincón oscuro cerca de la puerta trasera del hotel. Pedro le había dicho que le esperara allí y no se moviese hasta que él llegase, que, si le desobedecía, no le volvería a hacer ningún favor.


¿Favores de Pedro Alfonso? ¿Quería acaso ella recibir favores de ese hombre?


Recordó la conversación que habían mantenido en la suite, el momento en que él se había acercado a ella y luego ella a él. A pesar de la indiferencia que habían reflejado sus ojos, creía haber percibido algo más en él. ¿Deseo? ¿Había querido tocarla? ¿O quizá besarla?


Y, siendo sincera, a ella le hubiera gustado que hiciera ambas cosas. ¡Qué insensatez! Él era su guardaespaldas. ¿En qué estaba pensando? ¿Se creía acaso la protagonista de una película romántica? No podía salir nada bueno de una relación como ésa.


Pero una voz interior le decía que él no era como Miko.


Una voz interior. ¿Dónde había estado esa voz cuando se había encaprichado de Miko?


Se puso un pañuelo blanco de seda en la cabeza y se ajustó las gafas oscuras de sol que le tapaban media cara y que la hacían casi irreconocible. La seguridad del hotel era muy buena. Saliendo a esas horas y por la puerta de atrás, sería casi imposible que pudiera haber periodistas.


La puerta se abrió de repente y apareció Pedro haciéndole señas.


—Vamos. Por aquí.


—¿Dónde está tu coche? —le preguntó ella, tratando a duras penas de seguir su paso con las sandalias de plataforma que llevaba.


Él la tomó del brazo como si tuviera miedo de que no pudiese ver bien con las gafas de sol. El cuerpo de ella se puso en alerta. Tenía callos en las manos. ¿Tan duro era aquel trabajo? Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo al darse cuenta de cuánto le gustaba sentir el contacto de sus manos en la piel…, de la seguridad que le transmitía yendo a su lado.


Pedro se paró bruscamente delante de un pequeño vehículo híbrido de color verde.


—¿Es éste? ¿Lo alquilaste?


—Es mío. Todo el mundo espera verte en un sedán negro o en una limusina, nadie pensará que puedas ir en un coche como éste.


—¿Es tuyo? ¿De verdad? ¿Vives en Dallas?


—Podemos seguir con esta conversación, pero corremos el riesgo de que alguien nos vea. Sube y salgamos de aquí cuanto antes. Tendremos tiempo de hablar durante el viaje.


Tenía razón. Llevaba ya mucho tiempo viviendo así, sin poder vivir como la gente normal y corriente.


Quería vivir como los demás, ir sola por la calle, tener una casa, un jardín y un perro. La voz interior le recordó otro deseo que guardaba muy dentro de sí. Tener hijos.


Paula suspiró. Al menos, la casa parecía factible de conseguir. Estaba decidida a adquirir en breve una casa en la Toscana, cerca de la villa de sus padres. Una simple casita, quizá un pequeño bungalow, cualquier lugar donde pudiera sentirse una mujer normal.


Tan pronto entró en el coche y se abrochó el cinturón, Pedro puso en marcha el motor. En seguida dejó atrás la zona del hotel y enfiló hacia la autopista en dirección al campamento de Libby Dalton. Durante el trayecto, miró constantemente por el espejo retrovisor, se cambió de carril una y otra vez, adelantando vehículos por uno y otro lado y volviéndose a cambiar nuevamente de carril.


—No veo a nadie siguiéndonos, y mi instinto no me avisa de ningún peligro —dijo él muy satisfecho y aparentemente relajado.


Ella se soltó el pañuelo de la cabeza, dejándolo caer por los hombros. Luego se quitó las gafas de sol y se volvió hacia él.


—¿Confías en tu instinto?


Pedro la miró de reojo un segundo y luego fijó de nuevo la vista en la carretera.


—¿Tú no? —le preguntó él a su vez a modo de respuesta.


—A veces mi instinto se queda mudo con la gente y el ruido que suelo tener a mi alrededor.


—¿Cómo puedes soportarlo?


—Así es como me gano la vida —dijo ella sonriendo—. Pero las cosas se han ido volviendo cada vez más difíciles de lo que había imaginado. Todo lo que deseaba era ser una mujer con clase como mi madre y salir algún día en la portada de las revistas.


—¿Hay alguna portada de revista en la que aún no hayas salido?


Ella se paró a pensarlo unos segundos.


—Nunca he salido en el National Geographic —dijo riendo.


—En Rolling Stones, en TV Guide…, en cualquiera de las revistas que se venden en los kioscos. Tú has salido en todas.


—He trabajado mucho para conseguirlo. Llevo en esto desde los diecisiete años.


—¿Cuántos años tienes?


—Veintiocho. ¿Y tú?


—Treinta y siete.


Treinta y siete, se dijo Paula para sí. Con toda seguridad habría estado alguna vez enamorado. Habría tenido más de una relación formal. Pero no se atrevió a preguntárselo. Aún no se conocían lo suficiente.


¿Aún? No debía pasarle esa idea siquiera por la cabeza. 


Pertenecían a mundos muy diferentes. Y hablando de…


—Pensé que Baltazar me había dicho que tenías fijada tu residencia en Nueva York.


—Tengo familia en Dallas. Es la razón por la que tengo aquí un coche.


—¿Mucha familia?


No era nada malo hacer unas cuantas preguntas, pensó Paula, contribuiría además a hacer más ameno el viaje.


—Mi madre y una hermana.


—¿Vas a ir a verlas mientras estés aquí?


—Si tengo ocasión, sí.


Todo dependía, entonces, de su programa de actividades, de las cosas que ella le pidiera.


Dejaron de hablar y aprovechó la oportunidad para analizarle cuidadosamente. Desafortunadamente, le gustaba lo que veía. Y no sólo el exterior. Se estaba formando ya una idea de cómo era él por dentro. Sí, él la sacaba a veces de quicio, pero estaba empezando a gustarle su forma de actuar y lo que decía y hacía.


—¿Buscas algo? —le preguntó él, sorprendiéndola en medio de su examen.


—Se supone que debes tener los ojos en la carretera, ¿no?


—Y así es, pero mi sexto sentido sigue funcionando. Confío más en él que en los otros cinco.


Paula se quedó callada. No iba a decirle por qué estaba mirándole. No iba a decirle que le encontraba enigmático, diferente en muchos aspectos de todos los hombres que había conocido. Él no trataba de mostrarse encantador con ella, ni de halagarla a todas horas. Más bien lo contrario.


—Cuéntame algo de tus padres —le dijo él.


Paula no estaba muy segura de si lo que le pedía Pedro era sólo para romper el desagradable silencio que se había producido entre ellos, o si realmente le interesaba la vida de sus padres.


—Ya sabes quién es mi padre. Dirige la cadena de joyerías Chaves en Italia.


—Tengo entendido que tu madre, además de una famosa actriz, desciende de la realeza. ¿Es verdad?


—Creo que desciende de alguna rama lejana —contestó ella con indiferencia.


—He oído también que sigue figurando entre las diez mujeres más famosas de Europa.


Paula guardó silencio, sin saber qué responder.


—No me puedo creer que pueda hacer un comentario para el que no tengas preparada de antemano una respuesta —dijo él con un deje irónico.


—¿Estás tratando acaso de psicoanalizarme?


—No, trataba sólo de conocer tus reacciones. Puede servirme de mucha ayuda en mi trabajo. Me permite predecir lo que puedes decir o hacer, y saber así la forma más eficaz de cubrirte.


Cubrirla.


De repente, ella tuvo ante sus ojos la imagen de ellos dos en la cama, con su cuerpo cubriendo el suyo.


¿Qué le estaba pasando?


Para apartar de su mente esos pensamientos, trató de responder a su pregunta.


—Mi madre colabora en multitud de obras benéficas y acompaña a mi padre en sus viajes siempre que puede. Siguen aún muy enamorados.


—¿Cuánto tiempo llevan casados?


—Este invierno hará veintinueve años.


—No es fácil encontrar en estos días historias de amor como ésa.


—Lo sé. Mi padre tenía treinta años y mi madre veinte cuando se conocieron. Fue un flechazo, se enamoraron en el acto. Él era ya por entonces el director de la joyería de Roma.


—¿Tuvo algún problema para conseguir la mano de tu madre?


—¿Quieres decir si hubo alguna oposición por parte de sus padres? Mi padre tenía una buena posición y era también de buena familia, aunque eran nuevos ricos.


—¿Hay alguna diferencia? —le dijo Pedro riendo.


—Tú, que has protegido a multimillonarios, sabes que la hay. Se da cierto esnobismo a veces entre la gente rica. Pero los padres de mi madre lo único que querían para ella era un hombre honrado que la quisiera.


—Tú tienes un poco de acento italiano. ¿Se hablaba italiano en tu casa cuando eras pequeña?


Ella no quería entrar en ese tema. No porque tuviese algo que ocultar, sino porque recordaba con tristeza lo sola que se había sentido siempre en su infancia, a pesar de haber gozado de algunas ventajas sobre los demás chicos. Su niñera le había hablado siempre en italiano. Sus padres eran bilingües.


—Mi padre y mi madre hablaban habitualmente en inglés.


Eso era todo lo que estaba dispuesta a contar al respecto.


Una locución del GPS les anunció la salida de la autopista que debían tomar. Salieron por ella, y cinco minutos después estaban ya en la carretera que conducía al campamento.
Instintivamente, Paula sacó un pequeño espejo de su bolso, comprobó el estado de su maquillaje y se pasó la mano por el pelo, tratando de ahuecárselo y de corregir los desperfectos ocasionados por el pañuelo que había llevado puesto. Cuando concluyó, observó a Pedro contemplándola.


—Estás… bien —dijo él, concluyendo la frase como si hubiese estado a punto de emplear otro calificativo, pero no se hubiese decidido finalmente a usarlo.


—Tengo que estar mejor que bien. Quiero entusiasmar a los amigos de Libby Dalton.


—Lo conseguirás, créeme. Lo que me preocupa es que alguien pueda llamar por teléfono a la prensa antes de que salgamos de allí. Así que, por favor, trata de estar el menor tiempo posible.


—Lo entiendo, Pedro, así lo haré. Pero he venido para ayudar a Libby, y eso es lo que voy a intentar.


Y, dicho eso, tomó el bolso y abrió la puerta del coche.