martes, 19 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 7





Paula estaba en un rincón oscuro cerca de la puerta trasera del hotel. Pedro le había dicho que le esperara allí y no se moviese hasta que él llegase, que, si le desobedecía, no le volvería a hacer ningún favor.


¿Favores de Pedro Alfonso? ¿Quería acaso ella recibir favores de ese hombre?


Recordó la conversación que habían mantenido en la suite, el momento en que él se había acercado a ella y luego ella a él. A pesar de la indiferencia que habían reflejado sus ojos, creía haber percibido algo más en él. ¿Deseo? ¿Había querido tocarla? ¿O quizá besarla?


Y, siendo sincera, a ella le hubiera gustado que hiciera ambas cosas. ¡Qué insensatez! Él era su guardaespaldas. ¿En qué estaba pensando? ¿Se creía acaso la protagonista de una película romántica? No podía salir nada bueno de una relación como ésa.


Pero una voz interior le decía que él no era como Miko.


Una voz interior. ¿Dónde había estado esa voz cuando se había encaprichado de Miko?


Se puso un pañuelo blanco de seda en la cabeza y se ajustó las gafas oscuras de sol que le tapaban media cara y que la hacían casi irreconocible. La seguridad del hotel era muy buena. Saliendo a esas horas y por la puerta de atrás, sería casi imposible que pudiera haber periodistas.


La puerta se abrió de repente y apareció Pedro haciéndole señas.


—Vamos. Por aquí.


—¿Dónde está tu coche? —le preguntó ella, tratando a duras penas de seguir su paso con las sandalias de plataforma que llevaba.


Él la tomó del brazo como si tuviera miedo de que no pudiese ver bien con las gafas de sol. El cuerpo de ella se puso en alerta. Tenía callos en las manos. ¿Tan duro era aquel trabajo? Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo al darse cuenta de cuánto le gustaba sentir el contacto de sus manos en la piel…, de la seguridad que le transmitía yendo a su lado.


Pedro se paró bruscamente delante de un pequeño vehículo híbrido de color verde.


—¿Es éste? ¿Lo alquilaste?


—Es mío. Todo el mundo espera verte en un sedán negro o en una limusina, nadie pensará que puedas ir en un coche como éste.


—¿Es tuyo? ¿De verdad? ¿Vives en Dallas?


—Podemos seguir con esta conversación, pero corremos el riesgo de que alguien nos vea. Sube y salgamos de aquí cuanto antes. Tendremos tiempo de hablar durante el viaje.


Tenía razón. Llevaba ya mucho tiempo viviendo así, sin poder vivir como la gente normal y corriente.


Quería vivir como los demás, ir sola por la calle, tener una casa, un jardín y un perro. La voz interior le recordó otro deseo que guardaba muy dentro de sí. Tener hijos.


Paula suspiró. Al menos, la casa parecía factible de conseguir. Estaba decidida a adquirir en breve una casa en la Toscana, cerca de la villa de sus padres. Una simple casita, quizá un pequeño bungalow, cualquier lugar donde pudiera sentirse una mujer normal.


Tan pronto entró en el coche y se abrochó el cinturón, Pedro puso en marcha el motor. En seguida dejó atrás la zona del hotel y enfiló hacia la autopista en dirección al campamento de Libby Dalton. Durante el trayecto, miró constantemente por el espejo retrovisor, se cambió de carril una y otra vez, adelantando vehículos por uno y otro lado y volviéndose a cambiar nuevamente de carril.


—No veo a nadie siguiéndonos, y mi instinto no me avisa de ningún peligro —dijo él muy satisfecho y aparentemente relajado.


Ella se soltó el pañuelo de la cabeza, dejándolo caer por los hombros. Luego se quitó las gafas de sol y se volvió hacia él.


—¿Confías en tu instinto?


Pedro la miró de reojo un segundo y luego fijó de nuevo la vista en la carretera.


—¿Tú no? —le preguntó él a su vez a modo de respuesta.


—A veces mi instinto se queda mudo con la gente y el ruido que suelo tener a mi alrededor.


—¿Cómo puedes soportarlo?


—Así es como me gano la vida —dijo ella sonriendo—. Pero las cosas se han ido volviendo cada vez más difíciles de lo que había imaginado. Todo lo que deseaba era ser una mujer con clase como mi madre y salir algún día en la portada de las revistas.


—¿Hay alguna portada de revista en la que aún no hayas salido?


Ella se paró a pensarlo unos segundos.


—Nunca he salido en el National Geographic —dijo riendo.


—En Rolling Stones, en TV Guide…, en cualquiera de las revistas que se venden en los kioscos. Tú has salido en todas.


—He trabajado mucho para conseguirlo. Llevo en esto desde los diecisiete años.


—¿Cuántos años tienes?


—Veintiocho. ¿Y tú?


—Treinta y siete.


Treinta y siete, se dijo Paula para sí. Con toda seguridad habría estado alguna vez enamorado. Habría tenido más de una relación formal. Pero no se atrevió a preguntárselo. Aún no se conocían lo suficiente.


¿Aún? No debía pasarle esa idea siquiera por la cabeza. 


Pertenecían a mundos muy diferentes. Y hablando de…


—Pensé que Baltazar me había dicho que tenías fijada tu residencia en Nueva York.


—Tengo familia en Dallas. Es la razón por la que tengo aquí un coche.


—¿Mucha familia?


No era nada malo hacer unas cuantas preguntas, pensó Paula, contribuiría además a hacer más ameno el viaje.


—Mi madre y una hermana.


—¿Vas a ir a verlas mientras estés aquí?


—Si tengo ocasión, sí.


Todo dependía, entonces, de su programa de actividades, de las cosas que ella le pidiera.


Dejaron de hablar y aprovechó la oportunidad para analizarle cuidadosamente. Desafortunadamente, le gustaba lo que veía. Y no sólo el exterior. Se estaba formando ya una idea de cómo era él por dentro. Sí, él la sacaba a veces de quicio, pero estaba empezando a gustarle su forma de actuar y lo que decía y hacía.


—¿Buscas algo? —le preguntó él, sorprendiéndola en medio de su examen.


—Se supone que debes tener los ojos en la carretera, ¿no?


—Y así es, pero mi sexto sentido sigue funcionando. Confío más en él que en los otros cinco.


Paula se quedó callada. No iba a decirle por qué estaba mirándole. No iba a decirle que le encontraba enigmático, diferente en muchos aspectos de todos los hombres que había conocido. Él no trataba de mostrarse encantador con ella, ni de halagarla a todas horas. Más bien lo contrario.


—Cuéntame algo de tus padres —le dijo él.


Paula no estaba muy segura de si lo que le pedía Pedro era sólo para romper el desagradable silencio que se había producido entre ellos, o si realmente le interesaba la vida de sus padres.


—Ya sabes quién es mi padre. Dirige la cadena de joyerías Chaves en Italia.


—Tengo entendido que tu madre, además de una famosa actriz, desciende de la realeza. ¿Es verdad?


—Creo que desciende de alguna rama lejana —contestó ella con indiferencia.


—He oído también que sigue figurando entre las diez mujeres más famosas de Europa.


Paula guardó silencio, sin saber qué responder.


—No me puedo creer que pueda hacer un comentario para el que no tengas preparada de antemano una respuesta —dijo él con un deje irónico.


—¿Estás tratando acaso de psicoanalizarme?


—No, trataba sólo de conocer tus reacciones. Puede servirme de mucha ayuda en mi trabajo. Me permite predecir lo que puedes decir o hacer, y saber así la forma más eficaz de cubrirte.


Cubrirla.


De repente, ella tuvo ante sus ojos la imagen de ellos dos en la cama, con su cuerpo cubriendo el suyo.


¿Qué le estaba pasando?


Para apartar de su mente esos pensamientos, trató de responder a su pregunta.


—Mi madre colabora en multitud de obras benéficas y acompaña a mi padre en sus viajes siempre que puede. Siguen aún muy enamorados.


—¿Cuánto tiempo llevan casados?


—Este invierno hará veintinueve años.


—No es fácil encontrar en estos días historias de amor como ésa.


—Lo sé. Mi padre tenía treinta años y mi madre veinte cuando se conocieron. Fue un flechazo, se enamoraron en el acto. Él era ya por entonces el director de la joyería de Roma.


—¿Tuvo algún problema para conseguir la mano de tu madre?


—¿Quieres decir si hubo alguna oposición por parte de sus padres? Mi padre tenía una buena posición y era también de buena familia, aunque eran nuevos ricos.


—¿Hay alguna diferencia? —le dijo Pedro riendo.


—Tú, que has protegido a multimillonarios, sabes que la hay. Se da cierto esnobismo a veces entre la gente rica. Pero los padres de mi madre lo único que querían para ella era un hombre honrado que la quisiera.


—Tú tienes un poco de acento italiano. ¿Se hablaba italiano en tu casa cuando eras pequeña?


Ella no quería entrar en ese tema. No porque tuviese algo que ocultar, sino porque recordaba con tristeza lo sola que se había sentido siempre en su infancia, a pesar de haber gozado de algunas ventajas sobre los demás chicos. Su niñera le había hablado siempre en italiano. Sus padres eran bilingües.


—Mi padre y mi madre hablaban habitualmente en inglés.


Eso era todo lo que estaba dispuesta a contar al respecto.


Una locución del GPS les anunció la salida de la autopista que debían tomar. Salieron por ella, y cinco minutos después estaban ya en la carretera que conducía al campamento.
Instintivamente, Paula sacó un pequeño espejo de su bolso, comprobó el estado de su maquillaje y se pasó la mano por el pelo, tratando de ahuecárselo y de corregir los desperfectos ocasionados por el pañuelo que había llevado puesto. Cuando concluyó, observó a Pedro contemplándola.


—Estás… bien —dijo él, concluyendo la frase como si hubiese estado a punto de emplear otro calificativo, pero no se hubiese decidido finalmente a usarlo.


—Tengo que estar mejor que bien. Quiero entusiasmar a los amigos de Libby Dalton.


—Lo conseguirás, créeme. Lo que me preocupa es que alguien pueda llamar por teléfono a la prensa antes de que salgamos de allí. Así que, por favor, trata de estar el menor tiempo posible.


—Lo entiendo, Pedro, así lo haré. Pero he venido para ayudar a Libby, y eso es lo que voy a intentar.


Y, dicho eso, tomó el bolso y abrió la puerta del coche.






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