martes, 19 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 8





Momentos después, Pedro se encontró en la entrada de una cabaña de estilo rústico. Dejó que Paula pasara primero. 


Al hacerlo, su pelo le rozó la cara. Se quedó por unos segundos sin respiración, por lo que no pudo disfrutar de su perfume. Pero no tenía importancia, había tenido ya suficiente durante el viaje. Suficiente de su perfume y de ella. 


¿Qué era esa química?


Con Connie, el sexo había sido algo sin complicaciones, agradable y tierno. Aquel calor que sentía cada vez que Paula Chaves estaba cerca de él le producía un sentimiento de frustración y le hacía perder el control.


Paula se volvió para mirarle. Percibió el brillo y la viveza de sus ojos, pero retiró la vista de él y se dirigió a la mujer de pantalones vaqueros y camiseta que estaba sentada en la mesa de recepción.


—¿Señora McLaren? —preguntó Paula.


Pedro había averiguado que Sandra McLaren era la persona que estaba a cargo del campamento.


La mujer de pelo canoso miró a Paula en principio con indiferencia, pero un par de segundos después se quedó con la boca abierta y se le cayeron las gafas hasta casi la punta de la nariz. Se levantó de la mesa como movida por un resorte.


—¡Usted es Paula Chaves! ¡No me lo puedo creer! ¿Es usted, verdad?


—Sí, soy yo —dijo ella con una cordial sonrisa, tendiendo la mano a la señora McLaren que la estrechó efusivamente—. Estoy aquí para ver a Libby Dalton. ¿Me permitiría verla? No puedo quedarme mucho tiempo.


—¿Quiere usted ver a Libby? No hay ningún problema —dijo la mujer, echando una ojeada a su reloj—. Está ahora con el grupo de manualidades y actividades artísticas. Estarán en la zona del picnic, en las mesas que hay en medio del bosque. Vengan, les enseñaré el lugar. ¿Está usted segura de que quiere ver a Libby?


La señora McLaren echó una mirada a Pedro.


—Sí, claro —respondió Paula—. Le presento al señor Alfonso. Está aquí velando por mi seguridad.
No queremos que la prensa airee esta visita. Ésa es la razón por la que no la avisé de mi llegada.


—Lo entiendo perfectamente.


Salieron de la cabaña y siguieron a la señora McLaren a través de una senda que discurría entre otras cabañas similares a la primera. Cuando llegaron, les señaló una mesa e hizo luego un gesto en dirección a Libby, que estaba muy concentrada pintando con un pincel una figurita de cerámica. 


Todos los niños estaban enfrascados en sus trabajos y no prestaron ninguna atención a Paula hasta que ella se detuvo junto al banco de Libby.


—¿Libby Dalton?


La niña de once años, alta y despierta, de ojos castaños y pelo caoba, llevaba una camiseta de tirantes, unos pantalones vaqueros cortos y unas zapatillas deportivas como la mayoría de los niños.


Cuando vio a Paula, se quedó con la boca abierta de la sorpresa, abrió los ojos como platos, y se le quedó, como helada en la cara, una sonrisa de perplejidad.


—¡Señorita Chaves! ¡Recibió mi carta!


Al oír el nombre de Paula, todo el mundo volvió la cabeza.
Paula puso la mano en el hombro de la niña.


—Sí, claro que recibí tu carta. Tenía intención de escribirte, pero pensé que sería mejor venir a verte.


—¡No me puedo creer que esté usted aquí! —dijo Libby sin poder salir aún de su asombro.


Como los niños se iban acercando cada vez más, Pedro se puso al lado de ella vigilando a todos con mucha atención.


Paula se inclinó hacia Libby de forma que sólo ella pudiera oírla.


—En tu carta me decías que estabas pensando operarte la nariz. Yo te veo perfecta así como estás. Conforme te hagas mayor serás cada vez más guapa, ya lo verás.


—Pero tengo una nariz tan larga y afilada… —insistió ella.


—Estoy segura de que, cuando crezcas, tu cara se ensanchará y tu nariz no parecerá ya tan larga. Libby, lo más importante es que llegues a sentirte a gusto contigo, tal como eres. Sólo entonces te sentirás segura de ti misma.


Dicho eso, se apartó un poco del oído de la niña.


Quería que todos oyeran lo que iba a decirle a la niña.


—Acabo de hablar con el propietario de Jeans & More. Tú y una amiga tuya podéis concertar una cita con la señora Valaquez —Paula hizo una pausa para entregar a Libby su tarjeta de visita—. Es la directora de la tienda y os ayudará a elegir la ropa escolar para la temporada de otoño. Completamente gratis. ¿Qué os parece?


Pedro contempló como la niña trataba de encontrar infructuosamente las palabras de agradecimiento. Tenía los ojos llenos de lágrimas y acabó abrazándose a Paula.


—¡Gracias! Muchas gracias. No sabe lo que esto significa para mí.


—¡Oh, sí! Claro que lo sé —dijo devolviéndole el abrazo.


Pedro contempló a Paula allí, abrazada a aquella niña, con su maravilloso pelo ondeando al viento. Llevaba las sandalias algo sucias tras su caminata por aquellos senderos, pero no parecía importarle nada.


¿Era aquel espectáculo un simple montaje en su propio beneficio? ¿Habría planeado un reportaje con la prensa para aparecer como el hada madrina de una triste niña de once años? Parecía sincera, y verdaderamente lo era. Pero esa Paula no parecía encajar mucho con la que salía en las revistas del corazón… la Paula Chaves de la que se rumoreaba había tenido una aventura con un magnate griego… la Paula Chaves del mundo de la jet-set que estaba cada semana en un lugar diferente, dejando a su paso algún corazón roto.


Eso era algo que afortunadamente no podía pasarle a él. La muerte de su esposa y del bebé ya le habían roto hacía tiempo el corazón. En cualquier caso, no podía empezar con ella una relación que, con toda seguridad, arruinaría su carrera.


—¿Quieren que les enseñe lo que estoy haciendo? —dijo la niña tras despegarse de ella.


—Paula, creo que deberíamos irnos ya —le dijo Pedro al oído.


—Un par de minutos más —dijo ella—. Es importante.


Pedro echó una ojeada al reloj. Habían pasado ya casi veinte minutos desde que habían llegado. Sabía muy bien lo que pasaría en los próximos cinco. De hecho, había visto a uno de los chicos sacando una foto a Paula con su móvil. Si se le ocurría mandarla a alguien, los paparazzi podían presentarse allí en pocos minutos.


Pero Paula se había sentado ya junto a Libby en su banco y estaba mirando con mucho interés la figurita de un caballo que había hecho.


—Quisiera tener uno algún día —le confió Libby—. Pero no sé si podré comprármelo. Papá dice que cuestan mucho dinero.


—Si no puedes comprarlo, al menos sí que puedes cuidarlo —le aseguró Paula—. Pero no dejes escapar nunca tu sueño de tener uno. Si deseas algo con todas tus fuerzas, tu deseo se hará realidad.


—¿Usted hace ahora lo que siempre había soñado que quería hacer? Usted es tan famosa… Todo el mundo la conoce. ¿No es maravilloso?


—A veces sí y a veces no. Creo que estoy haciendo lo que siempre he soñado, pero tengo también otros sueños.


Otra niña, de aproximadamente la misma edad de Libby, asomó por allí la cabeza entre Paula y Libby.


—¿De veras te conoce? —dijo la niña.


Paula estaba a punto de responderle cuando otro grupo de chicos se acercaron a ella por el otro lado de la mesa. 


Llevaban en la mano cada uno un trozo de papel.


—¿Puede darnos su autógrafo?


Volvió entonces a escuchar la voz de Pedro apremiándola.


—Paula…


—Sólo tres minutos más —le pidió ella.


Aquellos ojos tan maravillosos… Podían hacer que un hombre creyera casi en cualquier cosa.


—¿Y si dijera que no?


—Me quedaría de todos modos —respondió ella con una de aquellas seductoras sonrisas que desarmarían a cualquier hombre.


Pedro se encogió de hombros.


—Tengo la impresión de que quieres que la prensa nos pille aquí.


—Piensa lo que quieras —le respondió ella frunciendo el ceño.


Luego tomó una pluma y se dispuso a firmar alrededor de una veintena de autógrafos.


Después de despedirse de todos y dar otro abrazo a Libby, pidiéndole que la mandase alguna foto con su nuevo vestido, Paula se dirigió a Pedro.


—Lista.


La tomó del brazo y caminó deprisa por el sendero. Pero, a mitad de camino, le apretó con fuerza del brazo y se desvió.


—Por aquí —dijo él.


—Pero, tu coche…


Sin soltarla del brazo, Pedro echó a correr, sorprendiéndose al ver que ella era capaz de seguir su ritmo. Pasaron por una hilera de cabañas y llegaron a la zona del aparcamiento, donde había aparcada una furgoneta de la prensa. Esta vez Pedro no necesitó decirle que se diese prisa. Entraron en el coche, él arrancó el motor y salieron a toda velocidad, dejando tras de sí una nube de polvo.


Pedro miró al espejo retrovisor antes de incorporarse a la autopista.


—Tuviste suerte —murmuró él.


—Gracias a ti. Tuviste el oído fino. Les oíste llegar antes que yo.


Él frunció el ceño mientras miraba de nuevo por el espejo retrovisor.


—No te estás tomando esto en serio.


Pedro, a veces tengo que aprovechar las ocasiones que se me presentan, de otro modo me quedaría encerrada las veinticuatro horas en la habitación de un hotel. Eso no es vida.


De camino al hotel, Pedro reflexionó sobre lo que ella había dicho. Él era un hombre precavido de nacimiento, pero desde que Connie había caído abatida a tiros desde un coche lo era aún más. Quizá fuera eso por lo que los clientes pedían sus servicios. Sabían que él sería cauteloso aunque ellos no lo fueran.


Pero ahora se preguntaba si toda esa cautela que había tenido le había permitido vivir la vida en toda su plenitud.


Tomó una ruta alternativa, algo más larga, para llegar al hotel. Paula parecía absorta en sus pensamientos y él no se atrevió a interrumpirla. Estaban mejor así, sin hablar. Él no necesitaba saber nada más de ella y ella tampoco nada más de él. Él era su guardaespaldas, y ella su cliente.


Aparcó en la parte de atrás del hotel, entraron sigilosamente por la puerta de servicio, y subieron a la suite. Paula se dirigió al dormitorio. Pedro comprobó los mensajes recibidos en el contestador del teléfono.


Uno era de Patricia Chaves. Otro era de una publicación que quería una entrevista con Paula. Un tercero era de su madre. Su voz era casi tan dulce como la de Paula, aunque con un acento algo más marcado.


Nunca hubiera pensado llegar a ser el secretario de Paula Chaves. Debería haber dejado que ella misma se ocupase de sus mensajes, pero él tenía la obligación de revisar todas las llamadas. Se llevó con él a la habitación de Paula las hojas con los mensajes. Tras llamar a la puerta, pasó dentro. Tenía aún los tres mensajes en la memoria. Pero sobre todo el de su madre.


—Ardemos en deseos de que vuelvas a casa. Tu padre y yo te echamos de menos. Deberías ver lo que hemos hecho en los establos. Te gustará. Llámame cuando tengas tiempo. Ciao, bambina.


Pedro oyó el grito ahogado de Paula sin saber lo que pasaba. Entonces, se dio cuenta de que se había desabrochado la blusa. Su sujetador era una creación de encaje blanco capaz de despertar en él todas sus fantasías.


No sabía qué decir, así que decidió pasarlo por alto y decir lo primero que le vino a la mente.


—Después de todo, ahora vas más vestida que en la foto de aquella revista.


Paula se quedó pálida. Le miró como si quisiera hacerle desaparecer de la faz de la tierra.


Pedro se arrepintió inmediatamente de la broma. Al parecer, era más sensible de lo que se había imaginado.


Se acercó a ella, manteniendo los ojos fijos en los suyos, apartados de la suave y tentadora piel que asomaba por encima su exiguo sujetador.


—¿Cuál es la verdadera historia de esa foto? —le preguntó él.


—No quiero hablar de eso —respondió ella con voz apagada mientras se abotonaba la blusa.


Parecía una jovencita a la que le hubieran hecho una pregunta que fuese más allá de su entendimiento. ¿Qué había sucedido en aquel incidente? Él no lo sabía. Pero lo que sí sabía era que tenía que salir de allí antes de que no pudiera evitar tomarla en sus brazos y besarla.


En lugar de besarla, le entregó los mensajes escritos.


—Quizá te interese escuchar el de tu madre. Suena como si te echara de menos.


Se sintió sorprendido y consternado al ver los ojos de Paula llenos de lágrimas. Pero parpadeó con rapidez unas cuantas veces y pareció controlar la emoción que sentía en ese momento. ¿Haría eso con frecuencia? ¿Trataba de dar la impresión de estar sintiendo algo diferente de lo que verdaderamente sentía?


No podía tomarla en sus brazos. No, no podía. Pero podía tocarla. Consciente de que estaba tentando al destino, alzó la mano y pasó suavemente el reverso de ella por su mejilla.


Sintió un relámpago, pese a que no había tormenta.


O quizá estuviese equivocado y hubiese, en efecto, una tormenta en su corazón. Ya se había imaginado que la piel de ella sería de una extrema suavidad. Con la proximidad, advirtió en su cara una serie de pequeñas pecas que usualmente cubría con el maquillaje.


—Deberías dejar que tus pecas se vieran —le dijo él afablemente.


Entonces, antes de seguir acariciándola, antes de empujarla sobre la cama y besarla, antes de que la pasión le dominara, se dio la vuelta y salió de su dormitorio.


En ese momento, lamentó la decisión. Pero no lo lamentaría más tarde.


Había hecho lo correcto. Él siempre hacía lo correcto.






3 comentarios:

  1. Muy buenos capítulos! Que divina es Paula! Y Pedro cada vez más enganchado!

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  2. Creo que próximamente no se va a poder aguantar Pedro jajajaja. Está buenísima esta historia.

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