domingo, 3 de mayo de 2015
SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 2
Estaba medio desnuda en medio de la capilla. No solo llevando un condón como vestido sino un condón roto y, de repente, nadie estaba mirando a los novios sino a mí.
Aunque era lógico porque había mucho que ver. A veces me gustaba ser el centro de atención, pero esta no era una de ellas.
¿Por qué, ay, por qué no me había puesto sujetador?
Lo había intentado, pero se transparentaba porque el vestido era de poliéster, así que, por vanidad, decidí que si tenía que ponerme aquella cosa horrible, al menos no llevaría marcas.
Otra mala decisión.
Las costuras del vestido se habían abierto por ambos lados simultáneamente, dejándome desnuda de cintura para arriba. Me sentía como un plátano saliendo de su cáscara, pero seguramente debía parecer una de esas chicas que salían de un pastel en las despedidas de soltero.
Era la dama de honor en pelotas.
Todo el mundo me miraba, transfigurados de horror y profundamente aliviados porque no les había pasado a ellos.
Pero nunca podría haberles pasado a ellos porque esas cosas solo me pasaban a mí. Mi vida tenía por costumbre estallar, claro que normalmente no lo hacía de manera tan literal.
El frío en la vieja capilla conspiraba para hacer que mis pezones se levantasen e intenté cubrirlos con las manos, pero entonces me di cuenta de que estaba empeorando la situación. No solo estaba desnuda sino tocándome a mí misma.
Por primera vez en muchos años, empecé a rezar:
“Llévame ahora. Fulmíname con un rayo”.
Mi madre siempre había insistido en que llevásemos ropa interior limpia, por si acaso teníamos un accidente, pero no creo que pensara en este tipo de accidente cuando nos daba ese consejo. Ojalá le hubiera hecho caso, pero no había pensado que mi ropa interior, o la falta de ella, fuera a ser un problema. Todas las chicas solteras esperan ligar en una boda, pero yo era realista. Ningún hombre iba a ligar con una chica que llevaba un condón gigantesco como vestido. No me malinterpretes, yo estoy por el sexo seguro. De hecho, siempre insisto en que se pongan condón, pero normalmente no tenía que meterme en uno.
El vestido era un tubo apretado hasta los pies, de modo que tenía que caminar como una geisha. Ni siquiera podía salir corriendo. Era como una sirena, pero sin un mar en el que ahogarme. Escapar sería un proceso lento, patoso, con las tetas dando saltos.
Histérica, intenté agarrar la tela que se había deslizado hasta mi cintura y cubrirme con ella, pero era como intentar cubrir el Big Ben con un pañuelo.
Muerta de vergüenza, oí que mi hermana soltaba una carcajada. Se estaba partiendo. Raquel tenía un problema con la risa; no podía controlarla. Oírla reír normalmente me hacía reír a mí también, pero cualquier deseo de reír fue aplastado por la mirada helada y reprobadora de Pedro Alfonso.
Mientras todos los demás me miraban en horrorizado silencio (y te aseguro que no me miraban la cara) él se dirigió hacia mí como un guerrero dispuesto a repeler el ataque de un ejército enemigo
Esperé que Raquel se levantara para ejecutar una de esas increíbles patadas de kárate que lo dejase aplastado en el suelo, pero la inútil de mi hermana estaba partiéndose de risa. Y Pedro seguía dirigiéndose hacia mí. Imaginé que harían falta muchas patadas para aplastar a un hombre como él y me eché a temblar porque, aunque estuviese falto en el apartado emocional, físicamente era espectacular.
Pero vamos, de encogerse el estómago, de quedarte sin fuerza de voluntad, devastador total. Un hombre al que una no podía mirar sin pensar en el sexo.
Sus ojos oscuros, brillantes, estaban concentrados en mí, como un misil láser programado para destruir.
Su papel como testigo era apoyar al novio y resolver los problemas que pudiese haber durante la ceremonia y en aquel momento yo era el problema. O al menos, mis pechos lo eran. Por su expresión, parecía pensar que unos pechos como los míos no deberían salir de casa sin un permiso especial.
Las tías ancianas habían girado la cabeza, pero sus maridos me miraban con los ojos fuera de las órbitas. Me recordaban a esas criaturas marinas que viven en el fondo del mar… los peces abisales. Estaba preguntándome si, además de todo, por mi culpa habría que añadir un par de fiambres más al cementerio de la capilla cuando Pedro llegó a mi lado y se quitó la chaqueta para ponerla sobre mis hombros.
Bueno, decir que “la puso” era demasiado amable porque prácticamente me la tiró encima, pero en cualquier caso mis saltarines pechos estaban a salvo, enterrados debajo de Tom Ford. La chaqueta estaba calentita y olía de maravilla.
Olía a él.
–¡Levántate! –era una orden, no una petición y yo abrí la boca para explicar que mis piernas eran prácticamente inútiles bajo el vestido de tubo. Pero él puso una mano en mi espalda, empujándome hacia el pasillo.
Íbamos por el pasillo. Eso es: yo, Paula Chaves, de la calle Cherry Tree Crescent, número 42, en Notting Hill, iba caminando por el pasillo de una iglesia con un hombre, algo que había jurado no hacer nunca. Claro que lo hacía marcha atrás y medio desnuda, así que seguramente no contaba.
Pasé al lado de un mar de rostros, todos con la boca abierta.
Me recordaban un nido de pajaritos esperando que su madre les llevase algo de comer… y yo no estaba dándoles solo un jugoso cotilleo, les estaba dando un banquete.
Y, aparte del fascinado horror, estaba la diversión que algunos sentían al ser testigos de la humillación pública de otra persona. Estarían hablando de aquel momento durante semanas. ¿Semanas? Años. Una cosa era segura: nunca volvería a confiar en un condón.
Pero tenía problemas más inmediatos de los que preocuparme.
No sabía dónde íbamos.
Era una capilla privada en la finca de una mansión. Inglaterra estaba llena de sitios así porque desde que empezó la crisis incluso los ricos buscaban alguna forma de conseguir dinero.
Alquilar la polvorienta capilla familiar para bodas, haciendo que los menos privilegiados creyesen por un día que era así como vivían normalmente, era una manera inteligente de hacerlo. Y a mí no me parecía más falso que intercambiar promesas de amor eterno para luego separarse un par de años después. En otras palabras, si nada de aquello significaba nada, ¿por qué no soltarse el pelo? Si vestirte como un merengue te hace feliz, hazlo, (pero, por favor, que el vestido te quede bien).
Todo el mundo quería casarse en aquella capilla en particular, no por razones religiosas sino porque la puerta era muy bonita y daba bien en las fotos.
–¡Ay, Dios, las fotos! –exclamé–. ¿Qué pasa con las fotos?
Me había detenido de golpe, pero Pedro me empujó hacia una habitación y cerró la puerta.
Estábamos los dos solos y el silencio era atronador.
Miré alrededor y vi que estábamos en una habitación con paredes forradas de madera y retratos de duques muy serios sobre caballos más serios todavía. En una esquina había un árbol de Navidad, sin adornos caseros como los que Raquel y yo teníamos en nuestro apartamento, sino adornos de diseño.
Estaba segura de que no deberíamos estar allí, pero por lo visto a Pedro no le importaba proteger los bienes de nuestro anfitrión. Estaba más interesado en esconder mis “bienes” al resto de los invitados.
¿Qué iba a decir yo?
¿Cuál era la correcta etiqueta para un serio problema de vestuario?
Tenía la impresión de que intentar huir no iba a servir de mucho y pedirle hilo y aguja sería como pedir una taza de té para escapar del Titanic.
–Esto… bonita chaqueta –dije por fin.
Como él estaba en mangas de camisa, podía ver los masculinos músculos marcándose bajo la tela. La camisa era de un blanco inmaculado y la piel de Pedro bronceada, no pálida y blancuzca como la de Mauro. Empezaba a mostrar señales de una barba incipiente y tenía unas pestañas largas y espesas, enmarcando unos ojos que eran indecentemente sexys. Lo único que los estropeaba era un brillo de furia.
Pasándose una mano por el pelo, que normalmente llevaba liso y bien peinado, Pedro murmuró algo en italiano… pero cambió de idioma a media frase, como si hubiera decidido insultarme en un idioma que yo pudiese entender.
–¿Cómo se te ocurre ponerte un vestido tan revelador?
–No lo elegí yo.
–Pues deberías haberte negado a llevarlo –replicó él, su mirada clavada en la mía.
Estaba claro que no tenía ningún interés en mis pechos desnudos y me dije a mí misma que eso no me molestaba.
Lo que me molestaba era esa expresión tan desaprobadora en un rostro tan apuesto.
Estaba segura de que era un gran abogado. Ni siquiera sabía qué tipo de Derecho practicaba, pero fuera el que fuera seguro que era el mejor porque si yo estuviera en el estrado y él me mirase de esa forma tan penetrante, confesaría lo que hiciera falta.
“Si, señoría, es cierto que el día veintidós de diciembre llevaba un condón gigantesco como vestido… no, yo no sabia que sería arrestada por comportamiento indecente. Se supone que los condones solo fallan en un 2% de los casos, pero en mi caso fue un 150%. Sí, señoría, entiendo que eso tuvo serias consecuencias: boda interruptus”.
Me pregunté entonces por qué Pedro parecía tan enfadado.
Al fin y al cabo, Mauro se había casado con otra. De hecho, el episodio podría llamarse “escape por los pelos”.
Y, de repente, empecé a enfadarme. Yo era la víctima de un crimen contra la moda, inocente por completo salvo por mis proporciones y no pensaba disculparme por el tamaño de mis pechos.
Además, el estómago me hacía cosas raras. No tenía ganas de vomitar, pero me sentía desfallecida y un poco mareada.
Tal vez después de oírlo hablar en italiano. Yo solo sabía decir “pizza marguerita” y no hay nada sexy en esa frase, aunque intentes pronunciarla con tu tono más fogoso.
Aquel hombre, sin embargo, era espectacularmente sexy y todo lo que salía de su boca hacía que desease agarrarlo y hacerle de todo. Lo cual era imposible porque Pedro era un hombre que se controlaba fieramente a sí mismo y siempre se portaba de manera impecable. Imagino que los abogados no pueden soltarse el pelo.
–Joder, Paula. ¿Qué haces aquí? Eres la reina de las malas decisiones –hablaba con los dientes apretados, como si temiese dejar escapar una larga sarta de insultos si abría la boca.
Francamente, me sorprendió que dijese “joder”.
Pero ya que lo había dicho, empecé a pensar en ello. No en la palabra, sino en el acto. No podía evitarlo. En realidad, había estado pensado en ello mucho antes de que pronunciase esa palabra. Dudaba que ninguna mujer pudiese mirar a Pedro y no pensar en ello. No en amor o en romance, ya me entiendes. No era el tipo de hombre de rosas y corazoncitos. No podía imaginarlo arriesgándose a ensuciar su traje de chaqueta por cambiar un pañal o remangándose la planchada camisa hasta el codo para fregar una sartén. ¿Pero el sexo? Ah, eso sí. Solo había que mirarlo para saber que aquel hombre lo sabría todo sobre el sexo… ardiente, pecaminoso, sudoroso.
Me habría gustado preguntarle si podría impartir algunas clases, pero entonces recordé que, según él, yo no hacía más que tomar malas decisiones.
Qué listo.
Una puede soportar muchas cosas, pero empezaba a estar hasta las narices. Cuando trabajas en un mundo dominado por hombres, como yo, te acostumbras a que te juzguen. En general, para mí no es ningún problema. Si algunos tienen problemas con su ego masculino es cosa suya, no mía.
Ocasionalmente, me peleo con algún idiota y no iba a dejar que un hombre al que apenas conocía y que controlaba cada uno de sus movimientos como un robot me dijese si tomaba buenas o malas decisiones.
Así que me erguí todo lo que pude y empujé mi pecho hacia delante (menos mal que llevaba la chaqueta).
–¿Perdona? ¿Quién te da derecho a juzgarme?
–Podríamos empezar por recordar que ahora mismo estás desnuda de cintura para arriba. Arregla ese vestido, por favor. Soy testigo del novio y tengo obligaciones.
Y yo estaba dispuesta a jurar que las cumpliría de maravilla.
Ay, Dios, tenía que dejar de pensar esas cosas.
–El vestido no tiene arreglo. Y yo no he podido negarme porque este es el vestido que Cristina quería que me pusiera.
–¿Cristina quería que estuvieras medio desnuda el día de su boda? No lo creo –Pedro lanzó sobre mí una mirada que hubiese aterrorizado a todo un ejército–. El problema es que no sabes decir que no.
–¿Qué quieres decir con eso? –exploté yo.
Considerando que estaba medio desnuda, explotar no era buena idea. Como era muy expresiva, tendía a darle énfasis a mis palabras moviendo mucho las manos. Hasta un segundo antes, mis manos estaban sujetando las solapas de la chaqueta, pero de pronto se agitaban locamente para actuar en mi defensa.
Desgraciadamente, no eran la única parte de mí que se agitaba locamente.
Los ojos de Pedro se oscurecieron y vi entonces que había dejado de mirarme a la cara.
De repente, éramos cuatro en la habitación.
Él, yo y mis pechos.
Luego, su mirada se clavó en la mía y ese fue el momento en el que descubrí que mirar a alguien podía hacer que ardieses por dentro.
–Que no puedo decir que no.
Aunque no era el mejor momento para pronunciar esa frase porque, evidentemente, los dos estábamos pensando en el sexo.
–¿Qué demonios haces aquí, Paula? ¿Es que no tienes orgullo?
–El orgullo es la razón por la que estoy aquí. Si no hubiera venido, todo el mundo habría pensado que tengo el corazón roto.
–¿Y no es así?
La pregunta me sorprendió tanto como la voz ronca con que la había pronunciado.
Nosotros no teníamos una relación que incluyese intercambio de confidencias. Esa era una pregunta muy personal y yo no tenía intención de responder.
No le he contado a Raquel lo mal que me sentía, aunque mi hermana lo sabía, por supuesto. Por eso estaba allí. Por solidaridad, incluso en ausencia de una confesión. Esa era una de las reglas no escritas entre hermanas.
La segunda era que nos iríamos de allí en cuanto fuera posible, de vuelta a nuestro apartamento en Londres para ahogar los recuerdos de aquel día horrible con una botella de vino mientras envolvíamos regalos y terminábamos de colocar los adornos navideños.
No tenía el corazón roto por Mauro. Era más bien la pena de enfrentarme con otra prueba más de lo imposible que eran las relaciones.
Estaba de luto por el fracaso del cuento de hadas, lo cual era ridículo porque yo nunca había creído en cuentos de hadas.
–Paula, responde a mi pregunta –su voz estaba cargada de una emoción que no reconocí. Pero debía ser ira, ya que esa era la única emoción de la que parecía capaz cuando se trataba de mí–. ¿Tienes el corazón roto?
La pregunta quedó colgada en el aire. Un momento antes estaba helada, pero de repente querría abrir una ventana porque el ambiente estaba demasiado cargado.
–A menos que seas cardiólogo, el estado de mi corazón no es asunto tuyo –respondí por fin.
Podía estar escondiendo mis sentimientos, pero no podía esconder nada más, así que levanté las manos para cerrar la chaqueta… pero Pedro llegó a mi lado antes de que pudiera hacerlo. Sus largos y fuertes dedos masculinos se enredaron con los míos y, al hacerlo, rozó mis pechos sin querer. Sentí un escalofrío… no, algo más. Fue como caer sobre una verja electrificada.
Los dos nos quedamos inmóviles.
El único sonido en la habitación eran nuestras respiraciones.
O tal vez solo mi respiración.
Pedro estaba muy cerca de mí, mis ojos al nivel de su oscura mandíbula, los labios fruncidos y esos increíbles ojos que parecían decir: “la que se acuesta conmigo es afortunada”.
Justo en ese momento yo querría ser esa afortunada.
Sabía que Pedro no era el hombre adecuado para mí. Era un poco como la comida basura, algo que uno quiere aun sabiendo que carece de valor nutricional y que, además, engorda y suele sentar fatal.
Me daba igual la boda. Me daba igual que estuvieran hablando de mí durante décadas, lo único que quería era sentir esa boca sobre la mía y descubrir si besarlo era tan excitante como yo creía.
¿Y por qué no?
Aquel día había sido un completo desastre y al menos debería llevarme un recuerdo decente que me consolase durante las terribles horas que seguirían a aquella boda.
Diciéndome a mí misma que estaba haciéndonos un favor a los dos, lo agarré por la pechera de la camisa y estaba a punto de tirar de él cuando Pedro, murmurando algo en italiano, agarró las solapas de la chaqueta.
Chocamos, apretándonos el uno contra el otro como dos animales salvajes en época de apareamiento.
sábado, 2 de mayo de 2015
SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 1
–Queridos hermanos –empezó a decir el sacerdote–. Estamos aquí reunidos para…
Cometer un error de proporciones gigantescas, pensaba yo, conteniendo el aliento, inmóvil como una estatua, temiendo que saltaran las costuras de mi vestido de dama de honor.
En cualquier momento iba a salir disparada del vestido tubo color amarillo vómito y la boda sería para siempre recordada como aquella en la que la dama de honor lo enseñó todo. No es que yo sea particularmente pudorosa, todo lo contrario.
He bailado sobre muchas mesas, pero prefiero no revelar mis intimidades al tío abuelo Henry en medio de una boda.
Algunas chicas se pasan la vida soñando con ser damas de honor. Una oye hablar de eso como si fuera el objetivo de toda una vida. Yo tenía una lista de objetivos para mi vida. Quería construir un robot, ir a Perú (siempre me han gustado las llamas), trabajar para la NASA. ¿Pero ser dama de honor en una boda? No, eso no estaba en mi lista.
Mis padres se habían casado cuando tenían veintiún años.
Se habían colocado frente a un altar como el que tenía delante, llevando una indumentaria que en circunstancias normales no se habrían puesto ni muertos, habían hecho los votos tradicionales: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe, bla, bla, bla, y luego se habían divorciado cuando yo tenía ocho años. Y eso me enseñó una cosa: que una boda no es más que una fiesta con otro nombre.
Como el cuello era lo único que podía mover sin hacer saltar las costuras del vestido, giré la cabeza para mirar hacia un lado. Tras el bosque de fascinantes y absurdos sombreros que me hicieron pensar en un OVNI, podía ver la puerta de la capilla, que llevaba a un bonito cementerio privado cubierto por una fina capa de nieve. Me alegraba de que fuera bonito porque estaba segura de que acabaría allí más pronto que tarde.
Aquí yace Paula, que salió disparada de su vestido en el momento más inconveniente de su corta y poco satisfactoria vida y murió de vergüenza.
La capilla estaba abarrotada de gente y llena de extravagantes adornos florales. El fuerte aroma de los lirios se comía todo el oxígeno, mezclándose desagradablemente con el olor de varios perfumes. Francamente, empezaba a dolerme la cabeza.
El sacerdote seguía hablando, con una voz que podría haber grabado como cura para el insomnio.
–Si alguien conoce alguna razón para que estas dos personas no se unan en matrimonio, que hable ahora…
¿Alguna razón?
Lo diría de broma.
Yo podría darle al menos diez razones sin tener que pararme a pensar.
Número uno: el novio era un cabronazo.
Número dos: se había acostado con la hermana de la novia y al menos dos amigas de la novia.
Número tres: faltaban tres días para Navidad. ¿Y quién demonios era tan tonto como para casarse cuando deberían estar comprando regalos y metiendo pavos en el horno?
Número cuatro: hacía demasiado frío para llevar un vestido de tirantes y si aquello no acababa pronto tendría que tomar la cena de Nochebuena en el hospital, con una neumonía.
Número cinco…
–Paula, ¿estás bien? –mi hermana Raquel me dio un codazo en las costillas, sin pensar en las frágiles costuras del vestido, que me quedaba estrechísimo.
Por supuesto que no estaba bien. Las dos sabíamos que no estaba bien, coño, por eso había aceptado acompañarme.
Pero no era el momento de contarse confidencias mientras tomábamos unos mojitos. Para ser sincera, si me pasara un mojito no sabría si bebérmelo o ahogarme en él.
Se me daban bien las estadísticas y podría decirte ahora mismo que esa boda tenía un noventa y nueve por ciento de posibilidades de terminar en lágrimas. Probablemente las mías.
–Deberías haberte negado cuando te pidieron que fueses dama de honor –me dijo Raquel al oído–. Todo el mundo sabe que estuviste saliendo con Mauro.
Y allí estaba, allí mismo, la razón número cinco por la que el novio y la novia no deberían casarse. Porque una vez el novio había dicho que quería casarse conmigo.
Pero yo le había dicho que no. Jamás había tenido ambiciones de ser dama de honor y menos de ser una novia.
Pensaba que si me quería, eso daría igual. ¿Qué tiene de maravilloso una boda? Eso no evitaba que las parejas rompiesen. Lo único que importaba era estar juntos, ¿no?
Aparentemente, no.
Mauro resultó ser un hombre muy tradicional. Trabajaba en un banco de inversiones y necesitaba una esposa dispuesta a dedicarle su vida para ayudarle a escalar profesionalmente. Y a mí nunca me han gustado las escaleras. Intenté explicarle que yo estaba tan ilusionada con mi propia carrera como él con la suya y su respuesta había sido dejarme plantada. En público, además, para que todo el mundo supiera quién había dejado a quién.
Reconozco que me dolió, pero no tanto como tener que admitir que había perdido diez meses de mi vida con un tipo que no estaba ni remotamente interesado en mí.
En ese momento me di cuenta de que todo el mundo me miraba con expresión acusadora, como si hubiera ido allí a propósito para estropearle la boda a la novia o para castigar a Mauro por no haberme elegido a mí.
Pues de eso nada, me habría gustado gritar. A ver quién de los dos estaba siendo castigado.
¿Qué chica con dos dedos de frente aparecería en la boda de su ex vestida como si fuera un condón gigante?
¿Era culpa mía que Cristina hubiese querido dejar bien claro quién era la novia y quién la dama de honor?
Aunque yo tenía una parte de culpa. Podría haber rechazado la invitación, pero entonces todo el mundo habría pensado que andaba llorando por las esquinas y una tiene su orgullo.
Eso fue lo primero que nos enseñó mi madre: no dejar que un hombre sepa que te ha roto el corazón. Tal vez por eso mi padre la abandonó, pero hablaremos de eso más tarde.
Noté que me ardían las mejillas y pensé que el color rojo debía quedar fatal con el amarillo vómito del vestido. Creo que la descripción oficial era “amanecer escarchado”, pero si algún día viese un amanecer de este color no sacaría un pie de la cama.
¿Lo peor de todo? Él estaba mirándome. No, no Mauro, que no había mirado en mi dirección ni una sola vez, el cobarde.
Pedro Alfonso, uno de los testigos, era quien estaba mirándome. Antiguo compañero de facultad de Mauro, aunque en los últimos tiempos no tenían mucha relación, se había convertido en un abogado famoso. La verdad, me había sorprendido que aceptase ser uno de los testigos, pero desde que empezó a trabajar en el banco, Mauro solo salía con gente que podía ayudarlo profesionalmente.
Pedro Alfonso era medio italiano y estaba como un tren. En serio, para morirse. En el apartado de atractivo físico, aquel hombre había recibido un regalo de los dioses.
Desgraciadamente, cuando los dioses decidieron proveerlo de un cerebro fabuloso, un atractivo impresionante y un cuerpo increíble, debieron pensar que ya le habían dado demasiado y decidieron reservarse el sentido del humor.
Y era una pena porque Pedro Alfonso tenía una boca asombrosa. Sus labios formaban una curva sensual perfecta, que seguramente sería aún más perfecta si sonriera.
Pero Pedro no sonreía nunca. Jamás. Y no sonreía mientras me miraba. Estaba claro que no le hacía gracia verme allí.
Tampoco me hacía gracia a mí.
Seguramente era la primera vez que estábamos de acuerdo en algo. Nos habíamos conocido la misma noche que conocí a Mauro y, aunque nos encontrábamos a menudo en bares y fiestas, apenas habíamos intercambiado un par de frases.
Yo sabía que no era mi tipo. Pedro me miraba mal y ya estaba harta de hombres que me criticaban.
A Mauro no le gustaba nada que yo fuese ingeniero y siempre insistía en que me pusiera vestidos muy femeninos para compensar. Era lógico que la relación no llegara a ningún sitio.
Pedro lanzó sobre mí una mirada helada en ese preciso instante. Sus ojos eran oscuros, peligrosos, y mi estómago dio un vuelco.
Pero le devolví la mirada, pagando mi enfado con él.
Odiaba que me hiciera sentir de ese modo. No le caía bien, eso era evidente. Y a mí no me gustaba él. Éramos dos personas totalmente opuestas. Yo era divertida, afable y sincera sobre mis sentimientos. Él era hermético, reservado y frío como el interior de una nevera.
En más de una ocasión había sentido la tentación de lanzarme sobre él con un lanzallamas para ver si podía descongelarlo.
Me había llevado a casa una vez, una noche que Mauro estaba tan borracho que no podía caminar y mucho menos conducir. Una noche que yo había intentado olvidar.
Habíamos estado celebrando un ascenso en mi trabajo, algo que por alguna razón había puesto a Mauro muy nervioso.
Pedro conducía un Ferrari rojo, el coche más sexy del planeta, que estaba limpio como una patena. No había ni un papelito tirado por el suelo, ni una botella de agua vacía (aunque cuando me dejó en casa seguramente habría restos de saliva en el asiento). Sus trajes eran de Armani o de Tom Ford, llevaba los zapatos brillantes y las camisas blancas almidonadas.
Pero tras esa imagen tan cuidada y pulida había algo crudo y elemental que ningún traje de chaqueta, por perfecto que fuese, podía esconder.
Yo llevaba mi vestido negro favorito esa noche y recuerdo que no me miró ni una sola vez. Ni siquiera las piernas, que son estupendas, especialmente cuando me pongo zapatos de tacón de aguja (para estar guapa hay que sufrir). No se había molestado en disimular su desaprobación entonces y tampoco lo hacía ahora.
Su mirada ardiente se deslizó hasta mi escote y frunció los labios en un gesto de censura.
En ese momento me dieron ganas de levantarme para decir que yo no había elegido el vestido, que era otro truco por parte de la novia para hacerme quedar mal. Sinceramente, mis pechos son demasiado grandes para este vestido y los pechos no suelen aparecer en la lista de invitados a una boda. Los míos eran tan grandes que debería haber recibido dos invitaciones.
Pero Pedro Alfonso parecía pensar que no deberían haber sido invitados en absoluto.
¿La verdad? Aquel hombre me intimidaba un poco y eso me sacaba de quicio.
Yo soy una mujer moderna e independiente. Jamás me visto de rosa y nunca en la vida me he puesto a balbucear tontadas frente a un cochecito de bebé. Mis materias favoritas han sido siempre las matemáticas, la física y la tecnología. Siempre sacaba mejores notas que los chicos, algo que solía cabrearlos sobremanera, pero ese era su problema, no el mío. Tengo un título en ingeniería aeronáutica y estoy trabajando en un proyecto relacionado con satélites. No puedo contarte más o tendría que matarte, ya sabes.
Me encanta mi trabajo, me excita más que cualquier hombre, pero tal vez es por eso por lo que me cargo constantemente mi vida sentimental.
Todo el tiempo.
En serio, ¿cómo una mujer inteligente puede meter tanto la pata? He intentado aplicar a mi vida sentimental los métodos de análisis que aplico en mi trabajo, pero nunca he conseguido extraer ningún dato significativo salvo que meter la pata duele un montón.
Raquel y yo hemos visto a mi madre hacer malabarismos por hombres que luego la dejaban plantada, de modo que debo llevarlo en los genes. Como he dicho, no se nos dan bien las relaciones, probablemente por eso estoy sentada aquí ahora, viendo a mi ex casarse con otra.
Mientras respiraba el olor a moho y polvo de la vieja capilla pensé en cuántas promesas se habrían hecho allí para romperlas un par de años después.
Y allí mismo, en ese momento, tomé una decisión.
Se acabaron los sentimientos.
Los sentimientos solo llevaban al desengaño y yo estaba harta de sufrir.
Aunque nunca he sido el tipo de chica que espera al lado del teléfono, rezando para que suene. No, no. Si un hombre quería jugar a eso conmigo, lo borraba de mis contactos.
Pero eso no significaba que no me hiciera daño. Y francamente, ¿para qué?
–He tomado una decisión para el nuevo año –arriesgándome a que saltaran las costuras del vestido, me incliné hacia Raquel–. Y voy a empezar ahora mismo.
–¿Jamás volverás a ponerte un vestido de color amarillo vómito? Buena idea.
Yo puse los ojos en blanco.
–Estoy harta de las relaciones románticas. ¿Para qué molestarse? Puedo ir al cine con mis amigas, puedo charlar con mis amigas, puedo contarle mis penas a mis amigas y reírme con ellas.
–¿Esa es tu decisión para el nuevo año?
–Todo lo que necesito en la vida lo tengo con mis amigas. Salvo una cosa…
Raquel carraspeó.
–Bueno, siempre puedes…
–No, no puedo. Para eso necesito un hombre. Pero solo para eso. A partir de ahora, voy a utilizar a los hombres para el sexo. Nada más.
–Intuyo que esta resolución va a ser incluso más divertida que la de dejar el chocolate.
Siempre podía contar con mi hermana para que me apoyase, pensé, irónica.
Pero cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que era una idea fantástica.
–Debería haberlo hecho antes –hablaba por un lado de la boca, intentando no llamar más la atención de los desagradables invitados–. En lugar de buscar un hombre que me haga reír y esté interesado en mí de verdad, en lugar de preguntarme qué puedo hacer por su carrera, buscaré hombres guapísimos que solo quieran pasarlo bien.
–Si eso es lo único que te interesa podrías empezar por Pedro Alfonso –susurró Raquel–. Está para comérselo.
Ah, entonces no era yo sola.
El problema era que yo no quería encontrar sexy a Pedro. No quería pensar en él desnudo o preguntarme cómo sería besarlo. Yo no le gustaba, eso estaba claro, y turbaba mi sentido del orden y la justicia que lo encontrase atractivo.
Aparté la mirada durante unos segundos, pero no aguanté mucho tiempo y volví a mirarlo. Era un cierto consuelo que todas las mujeres por debajo de los noventa años estuvieran mirándolo también. Si esa cosa llamada sex appeal existía,
Pedro la tenía a puñados. Era el tipo de hombre que te hacía pensar en el pecado y eso no era bueno cuando una estaba sentada en una iglesia, intentando que no se le saliesen las tetas por el escote.
Estaba deseando ir al baño para desabrochar el maldito vestido y darle a mis costillas la libertad que merecían.
¿Cuándo iba a terminar aquella boda?
Daos el “sí, quiero” de una maldita vez e id a vivir vuestras vidas hasta que descubráis que lo que deberíais haber dicho es “no quiero”.
Pero Mauro y Cristina estaban mirándose a los ojos y recitando mensajes personalizados que llevaban escritos en un papel.
“Prometo amarte y cuidarte para siempre”.
“Prometo no cancelar nunca tu suscripción al canal de deportes”.
(Bueno, esto me lo he invitado, pero tú ya me entiendes).
Me pregunté entonces, no sé por qué, si Pedro Alfonso hablaría en italiano cuando estaba en la cama.
Había llevado a su hermana pequeña a la boda, una chica morena, sofisticada y elegante como él, que de vez en cuando lo miraba con cara de adoración, como si fuera un dios. A mí eso me parece antinatural.
Por favor, yo adoro a mi hermana, pero algunos días me gustaría meterle un dedo en el ojo. Por supuesto, aquellos seres perfectos jamás mostrarían emoción en público.
Seguramente nunca discutían y eran de los que creían que el matrimonio era “un viaje emocionante”.
Yo siempre me mareo en los viajes.
Gracias al poco ejemplar comportamiento de nuestros padres, mi hermana y yo éramos un desastre cuando se trataba de relaciones sentimentales. Aunque no faltaban hombres en nuestras vidas, al contrario. Los hombres siempre se sentían atraídos por la dulce carita ovalada de Raquel y su preciosa sonrisa. Pensaban que era frágil y necesitaba protección. Luego, cuando descubrían que era cinturón negro de kárate y podía romperle los huesos a un hombre de una patada, salían corriendo.
Hubo un hombre una vez, pero si se me ocurriese mencionar su nombre mi hermana me partiría la cara, de modo que era un tema que no se tocaba.
Cuando pensaba que la boda no iba a terminar nunca, el sacerdote le dijo al novio, con tono benevolente, que podía besar a la novia. Claro que Mauro había estado besando a la novia y a la mitad de sus amigas durante seis meses sin pedir permiso, pero a nadie parecía importarle eso.
Y yo no podía dejar de preguntarme si el beso era para que yo lo viera, para recordarme que me había dejado plantada.
Era todo muy Hollywood, sin choque de narices o momentos incómodos, todo muy ensayado; la clase de beso hecho para los demás, no para reflejar lo que sentías por dentro.
Con mucha lengua, además.
Raquel fingió una arcada a mi lado.
Ah, cuánto quiero a mi hermana.
Y entonces, por fin, todo terminó.
Yo dejé escapar un largo suspiro de alivio…
Y las costuras de mi vestido estallaron.
SIN COMPLICACIONES: SINOPSIS
Decir que Paula tuvo “un percance” cuando el desgarro del vestido fue más estruendoso que los “sí, quiero” de los novios era decir poco. El horrible vestido amarillo estalló en medio de la ceremonia. Paula siempre había tenido unas curvas envidiables, pero estar medio desnuda en una capilla no era precisamente el look que había buscado para la boda de su ex. Un amigo del novio la ayudó a ocultar tan inoportunas curvas bajo una chaqueta, pero cuando esperaba una helada mirada de desaprobación por parte del guapísimo Pedro Alfonso, su reacción habitual cuando se trataba de ella, lo que recibió fue un beso que estuvo a punto de derretir lo que quedaba de aquella pesadilla de vestido…
REGRESA A MI: CAPITULO FINAL
Paula se separó de él y se quedó observando a lo lejos el muelle comercial, iluminado por potentes focos que rompían la noche con su luz. Un campo de fútbol en el mejor partido de la temporada. Enormes polipastos. Contenedores apilados en una peculiar sorprendente estructura arquitectónica. Grandes buques a la espera de carga, para
después cruzar los mares. Nada distinto o sorprendente. Ese era el mundo conocido desde su niñez en una ciudad portuaria. Un mundo en que se sentía tranquila y cómoda. Querida.Protegida.
Iba a tomar la decisión más difícil de su vida. También ella había sido lastimada por un hombre que no fue merecedor ni de su cariño ni de su confianza. Él le había arrebatado su juventud, sus sueños y esperanzas, cuando la abandonó en pleno embarazo. Y ahora, iba a dar tirarse al abismo sin paracaídas. Solo necesitaba saber si Pedro iba a estar ahí para cogerla en sus brazos antes de tocar el suelo.
—Te amo, Pedro. Me he repetido muchas veces que nadie se enamora a primera vista. Pero no es cierto. El amor surge espontáneo y rueda con la velocidad de una locomotora, sin que podamos detenerlo.
Pedro se quedó estático. “Te amo”. ¿Te amo? Los hombres no lloran. Los polis no lloran. Ven demasiado horror para permitir que su corazón se rompa en pedazos. En esos momentos él tenía los ojos cuajados de lágrimas. Su existencia pasó veloz por su imaginación. Pedro Alfonso, el niño abandonado, el adolescente violento, el delincuente.
Su existencia futura se presentó ante él. Era de una claridad deslumbrante.
El hombre hecho a sí mismo, al fin tenía una familia propia.
—¿Estás segura? —su pregunta sonó ronca, algo insegura.
Paula se volvió rauda hacia él. No había en su rostro ningún rastro de dulzura. Esta vez mostraba la guerrera que había en ella, sin rastro de fragilidad. Ella se había enfrentado ya a todos. No era ninguna melindrosa.
—Por supuesto que estoy segura. ¿Acaso crees que soy una adolescente sin criterio?
Una delicada ironía subyacía en sus palabras.
Pedro se abalanzó sobre ella, la tomó entre sus brazos y la apretó con fuerza contra su pecho hasta casi cortarle la respiración. Estuvo pegado a ella durante tiempo y tiempo.
Después, la separó un poco, conservando su pelvis pegada al suya, y acogió su cara entre sus manos. Se dijo que la seda debería tener la textura delicada de la piel de ella. Algo se inflamó en su interior. La dudas se disiparon con la misma rapidez que lo hace la niebla impulsada por el viento Norte.
Ella era suya. Para siempre. Él pasaba ahora a ser un vértice más de ese triángulo en el que se iba a asentar su futuro. El futuro de los tres.
Se besaron con pasión, con todo el ansia contenida. Un gemido gutural salió de la garganta de uno de los dos. O de ambos a un tiempo.
Un pescador pasó por su lado. Les vio abrazados y sonrió.
El amor era así.
Combustión espontánea.
—No te dejaré irte de mi lado. Lo sabes, ¿no?
Paula soltó una carcajada. Cómo si ella quisiera irse a algún sitio en el que él no estuviera. A Pedro le sonó erótica, densa como un buen brandy. Su cuerpo se endureció.
No era momento de tomarla allí mismo, con aquel maldito viento que no dejaba de soplar y gente pasando por su lado como si aquello fuera un centro comercial.
Acurrucó la cabeza junto a su oído y susurró unas palabras.
El rostro de Paula se tiñó de rubor.
—Me temo que para eso tendrás que esperar.
—Claro. Primero habrá que comprobar que Camila ya está acostada. Y a lo mejor sacar a Pongo a dar el último paseo, y por último echar de casa al ocupa de tu hermano. Y a Lourdes.
—Pues sí, soy una madre llena de obligaciones, ¿Lo sabes?
Pedro supo a qué se refería ella. No era una mujer sola, iba cargada de equipaje.
—Unos padres llenos de obligaciones —la corrigió entre risas.
Se puso serio de golpe. A ella le extrañó esa expresión concentrada. Parecía inseguro.
—Paula –la llamó en voz baja, muy serio—, aún no te he dicho lo más importante.
Ella le miró extrañada, pensando qué más confesiones pensaba hacerle aquel día.
—Te amo más que a mi vida. Para siempre.
—¡Ah, eso! —exclamó aparentando indiferencia, mientras su corazón daba brincos de placer—. Eso ya lo sabía.
Pedro se inclinó y le dio por toda respuesta un beso diminuto en la punta de la nariz.
—Creo que es hora de que volvamos a casa —sugirió emocionado, con apenas con un hilo de voz.
—Sí, volvamos a casa.
Y en esas sencillas palabras estaba encerrada la promesa de toda la vida futura que les esperaba.
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