sábado, 2 de mayo de 2015
SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 1
–Queridos hermanos –empezó a decir el sacerdote–. Estamos aquí reunidos para…
Cometer un error de proporciones gigantescas, pensaba yo, conteniendo el aliento, inmóvil como una estatua, temiendo que saltaran las costuras de mi vestido de dama de honor.
En cualquier momento iba a salir disparada del vestido tubo color amarillo vómito y la boda sería para siempre recordada como aquella en la que la dama de honor lo enseñó todo. No es que yo sea particularmente pudorosa, todo lo contrario.
He bailado sobre muchas mesas, pero prefiero no revelar mis intimidades al tío abuelo Henry en medio de una boda.
Algunas chicas se pasan la vida soñando con ser damas de honor. Una oye hablar de eso como si fuera el objetivo de toda una vida. Yo tenía una lista de objetivos para mi vida. Quería construir un robot, ir a Perú (siempre me han gustado las llamas), trabajar para la NASA. ¿Pero ser dama de honor en una boda? No, eso no estaba en mi lista.
Mis padres se habían casado cuando tenían veintiún años.
Se habían colocado frente a un altar como el que tenía delante, llevando una indumentaria que en circunstancias normales no se habrían puesto ni muertos, habían hecho los votos tradicionales: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe, bla, bla, bla, y luego se habían divorciado cuando yo tenía ocho años. Y eso me enseñó una cosa: que una boda no es más que una fiesta con otro nombre.
Como el cuello era lo único que podía mover sin hacer saltar las costuras del vestido, giré la cabeza para mirar hacia un lado. Tras el bosque de fascinantes y absurdos sombreros que me hicieron pensar en un OVNI, podía ver la puerta de la capilla, que llevaba a un bonito cementerio privado cubierto por una fina capa de nieve. Me alegraba de que fuera bonito porque estaba segura de que acabaría allí más pronto que tarde.
Aquí yace Paula, que salió disparada de su vestido en el momento más inconveniente de su corta y poco satisfactoria vida y murió de vergüenza.
La capilla estaba abarrotada de gente y llena de extravagantes adornos florales. El fuerte aroma de los lirios se comía todo el oxígeno, mezclándose desagradablemente con el olor de varios perfumes. Francamente, empezaba a dolerme la cabeza.
El sacerdote seguía hablando, con una voz que podría haber grabado como cura para el insomnio.
–Si alguien conoce alguna razón para que estas dos personas no se unan en matrimonio, que hable ahora…
¿Alguna razón?
Lo diría de broma.
Yo podría darle al menos diez razones sin tener que pararme a pensar.
Número uno: el novio era un cabronazo.
Número dos: se había acostado con la hermana de la novia y al menos dos amigas de la novia.
Número tres: faltaban tres días para Navidad. ¿Y quién demonios era tan tonto como para casarse cuando deberían estar comprando regalos y metiendo pavos en el horno?
Número cuatro: hacía demasiado frío para llevar un vestido de tirantes y si aquello no acababa pronto tendría que tomar la cena de Nochebuena en el hospital, con una neumonía.
Número cinco…
–Paula, ¿estás bien? –mi hermana Raquel me dio un codazo en las costillas, sin pensar en las frágiles costuras del vestido, que me quedaba estrechísimo.
Por supuesto que no estaba bien. Las dos sabíamos que no estaba bien, coño, por eso había aceptado acompañarme.
Pero no era el momento de contarse confidencias mientras tomábamos unos mojitos. Para ser sincera, si me pasara un mojito no sabría si bebérmelo o ahogarme en él.
Se me daban bien las estadísticas y podría decirte ahora mismo que esa boda tenía un noventa y nueve por ciento de posibilidades de terminar en lágrimas. Probablemente las mías.
–Deberías haberte negado cuando te pidieron que fueses dama de honor –me dijo Raquel al oído–. Todo el mundo sabe que estuviste saliendo con Mauro.
Y allí estaba, allí mismo, la razón número cinco por la que el novio y la novia no deberían casarse. Porque una vez el novio había dicho que quería casarse conmigo.
Pero yo le había dicho que no. Jamás había tenido ambiciones de ser dama de honor y menos de ser una novia.
Pensaba que si me quería, eso daría igual. ¿Qué tiene de maravilloso una boda? Eso no evitaba que las parejas rompiesen. Lo único que importaba era estar juntos, ¿no?
Aparentemente, no.
Mauro resultó ser un hombre muy tradicional. Trabajaba en un banco de inversiones y necesitaba una esposa dispuesta a dedicarle su vida para ayudarle a escalar profesionalmente. Y a mí nunca me han gustado las escaleras. Intenté explicarle que yo estaba tan ilusionada con mi propia carrera como él con la suya y su respuesta había sido dejarme plantada. En público, además, para que todo el mundo supiera quién había dejado a quién.
Reconozco que me dolió, pero no tanto como tener que admitir que había perdido diez meses de mi vida con un tipo que no estaba ni remotamente interesado en mí.
En ese momento me di cuenta de que todo el mundo me miraba con expresión acusadora, como si hubiera ido allí a propósito para estropearle la boda a la novia o para castigar a Mauro por no haberme elegido a mí.
Pues de eso nada, me habría gustado gritar. A ver quién de los dos estaba siendo castigado.
¿Qué chica con dos dedos de frente aparecería en la boda de su ex vestida como si fuera un condón gigante?
¿Era culpa mía que Cristina hubiese querido dejar bien claro quién era la novia y quién la dama de honor?
Aunque yo tenía una parte de culpa. Podría haber rechazado la invitación, pero entonces todo el mundo habría pensado que andaba llorando por las esquinas y una tiene su orgullo.
Eso fue lo primero que nos enseñó mi madre: no dejar que un hombre sepa que te ha roto el corazón. Tal vez por eso mi padre la abandonó, pero hablaremos de eso más tarde.
Noté que me ardían las mejillas y pensé que el color rojo debía quedar fatal con el amarillo vómito del vestido. Creo que la descripción oficial era “amanecer escarchado”, pero si algún día viese un amanecer de este color no sacaría un pie de la cama.
¿Lo peor de todo? Él estaba mirándome. No, no Mauro, que no había mirado en mi dirección ni una sola vez, el cobarde.
Pedro Alfonso, uno de los testigos, era quien estaba mirándome. Antiguo compañero de facultad de Mauro, aunque en los últimos tiempos no tenían mucha relación, se había convertido en un abogado famoso. La verdad, me había sorprendido que aceptase ser uno de los testigos, pero desde que empezó a trabajar en el banco, Mauro solo salía con gente que podía ayudarlo profesionalmente.
Pedro Alfonso era medio italiano y estaba como un tren. En serio, para morirse. En el apartado de atractivo físico, aquel hombre había recibido un regalo de los dioses.
Desgraciadamente, cuando los dioses decidieron proveerlo de un cerebro fabuloso, un atractivo impresionante y un cuerpo increíble, debieron pensar que ya le habían dado demasiado y decidieron reservarse el sentido del humor.
Y era una pena porque Pedro Alfonso tenía una boca asombrosa. Sus labios formaban una curva sensual perfecta, que seguramente sería aún más perfecta si sonriera.
Pero Pedro no sonreía nunca. Jamás. Y no sonreía mientras me miraba. Estaba claro que no le hacía gracia verme allí.
Tampoco me hacía gracia a mí.
Seguramente era la primera vez que estábamos de acuerdo en algo. Nos habíamos conocido la misma noche que conocí a Mauro y, aunque nos encontrábamos a menudo en bares y fiestas, apenas habíamos intercambiado un par de frases.
Yo sabía que no era mi tipo. Pedro me miraba mal y ya estaba harta de hombres que me criticaban.
A Mauro no le gustaba nada que yo fuese ingeniero y siempre insistía en que me pusiera vestidos muy femeninos para compensar. Era lógico que la relación no llegara a ningún sitio.
Pedro lanzó sobre mí una mirada helada en ese preciso instante. Sus ojos eran oscuros, peligrosos, y mi estómago dio un vuelco.
Pero le devolví la mirada, pagando mi enfado con él.
Odiaba que me hiciera sentir de ese modo. No le caía bien, eso era evidente. Y a mí no me gustaba él. Éramos dos personas totalmente opuestas. Yo era divertida, afable y sincera sobre mis sentimientos. Él era hermético, reservado y frío como el interior de una nevera.
En más de una ocasión había sentido la tentación de lanzarme sobre él con un lanzallamas para ver si podía descongelarlo.
Me había llevado a casa una vez, una noche que Mauro estaba tan borracho que no podía caminar y mucho menos conducir. Una noche que yo había intentado olvidar.
Habíamos estado celebrando un ascenso en mi trabajo, algo que por alguna razón había puesto a Mauro muy nervioso.
Pedro conducía un Ferrari rojo, el coche más sexy del planeta, que estaba limpio como una patena. No había ni un papelito tirado por el suelo, ni una botella de agua vacía (aunque cuando me dejó en casa seguramente habría restos de saliva en el asiento). Sus trajes eran de Armani o de Tom Ford, llevaba los zapatos brillantes y las camisas blancas almidonadas.
Pero tras esa imagen tan cuidada y pulida había algo crudo y elemental que ningún traje de chaqueta, por perfecto que fuese, podía esconder.
Yo llevaba mi vestido negro favorito esa noche y recuerdo que no me miró ni una sola vez. Ni siquiera las piernas, que son estupendas, especialmente cuando me pongo zapatos de tacón de aguja (para estar guapa hay que sufrir). No se había molestado en disimular su desaprobación entonces y tampoco lo hacía ahora.
Su mirada ardiente se deslizó hasta mi escote y frunció los labios en un gesto de censura.
En ese momento me dieron ganas de levantarme para decir que yo no había elegido el vestido, que era otro truco por parte de la novia para hacerme quedar mal. Sinceramente, mis pechos son demasiado grandes para este vestido y los pechos no suelen aparecer en la lista de invitados a una boda. Los míos eran tan grandes que debería haber recibido dos invitaciones.
Pero Pedro Alfonso parecía pensar que no deberían haber sido invitados en absoluto.
¿La verdad? Aquel hombre me intimidaba un poco y eso me sacaba de quicio.
Yo soy una mujer moderna e independiente. Jamás me visto de rosa y nunca en la vida me he puesto a balbucear tontadas frente a un cochecito de bebé. Mis materias favoritas han sido siempre las matemáticas, la física y la tecnología. Siempre sacaba mejores notas que los chicos, algo que solía cabrearlos sobremanera, pero ese era su problema, no el mío. Tengo un título en ingeniería aeronáutica y estoy trabajando en un proyecto relacionado con satélites. No puedo contarte más o tendría que matarte, ya sabes.
Me encanta mi trabajo, me excita más que cualquier hombre, pero tal vez es por eso por lo que me cargo constantemente mi vida sentimental.
Todo el tiempo.
En serio, ¿cómo una mujer inteligente puede meter tanto la pata? He intentado aplicar a mi vida sentimental los métodos de análisis que aplico en mi trabajo, pero nunca he conseguido extraer ningún dato significativo salvo que meter la pata duele un montón.
Raquel y yo hemos visto a mi madre hacer malabarismos por hombres que luego la dejaban plantada, de modo que debo llevarlo en los genes. Como he dicho, no se nos dan bien las relaciones, probablemente por eso estoy sentada aquí ahora, viendo a mi ex casarse con otra.
Mientras respiraba el olor a moho y polvo de la vieja capilla pensé en cuántas promesas se habrían hecho allí para romperlas un par de años después.
Y allí mismo, en ese momento, tomé una decisión.
Se acabaron los sentimientos.
Los sentimientos solo llevaban al desengaño y yo estaba harta de sufrir.
Aunque nunca he sido el tipo de chica que espera al lado del teléfono, rezando para que suene. No, no. Si un hombre quería jugar a eso conmigo, lo borraba de mis contactos.
Pero eso no significaba que no me hiciera daño. Y francamente, ¿para qué?
–He tomado una decisión para el nuevo año –arriesgándome a que saltaran las costuras del vestido, me incliné hacia Raquel–. Y voy a empezar ahora mismo.
–¿Jamás volverás a ponerte un vestido de color amarillo vómito? Buena idea.
Yo puse los ojos en blanco.
–Estoy harta de las relaciones románticas. ¿Para qué molestarse? Puedo ir al cine con mis amigas, puedo charlar con mis amigas, puedo contarle mis penas a mis amigas y reírme con ellas.
–¿Esa es tu decisión para el nuevo año?
–Todo lo que necesito en la vida lo tengo con mis amigas. Salvo una cosa…
Raquel carraspeó.
–Bueno, siempre puedes…
–No, no puedo. Para eso necesito un hombre. Pero solo para eso. A partir de ahora, voy a utilizar a los hombres para el sexo. Nada más.
–Intuyo que esta resolución va a ser incluso más divertida que la de dejar el chocolate.
Siempre podía contar con mi hermana para que me apoyase, pensé, irónica.
Pero cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que era una idea fantástica.
–Debería haberlo hecho antes –hablaba por un lado de la boca, intentando no llamar más la atención de los desagradables invitados–. En lugar de buscar un hombre que me haga reír y esté interesado en mí de verdad, en lugar de preguntarme qué puedo hacer por su carrera, buscaré hombres guapísimos que solo quieran pasarlo bien.
–Si eso es lo único que te interesa podrías empezar por Pedro Alfonso –susurró Raquel–. Está para comérselo.
Ah, entonces no era yo sola.
El problema era que yo no quería encontrar sexy a Pedro. No quería pensar en él desnudo o preguntarme cómo sería besarlo. Yo no le gustaba, eso estaba claro, y turbaba mi sentido del orden y la justicia que lo encontrase atractivo.
Aparté la mirada durante unos segundos, pero no aguanté mucho tiempo y volví a mirarlo. Era un cierto consuelo que todas las mujeres por debajo de los noventa años estuvieran mirándolo también. Si esa cosa llamada sex appeal existía,
Pedro la tenía a puñados. Era el tipo de hombre que te hacía pensar en el pecado y eso no era bueno cuando una estaba sentada en una iglesia, intentando que no se le saliesen las tetas por el escote.
Estaba deseando ir al baño para desabrochar el maldito vestido y darle a mis costillas la libertad que merecían.
¿Cuándo iba a terminar aquella boda?
Daos el “sí, quiero” de una maldita vez e id a vivir vuestras vidas hasta que descubráis que lo que deberíais haber dicho es “no quiero”.
Pero Mauro y Cristina estaban mirándose a los ojos y recitando mensajes personalizados que llevaban escritos en un papel.
“Prometo amarte y cuidarte para siempre”.
“Prometo no cancelar nunca tu suscripción al canal de deportes”.
(Bueno, esto me lo he invitado, pero tú ya me entiendes).
Me pregunté entonces, no sé por qué, si Pedro Alfonso hablaría en italiano cuando estaba en la cama.
Había llevado a su hermana pequeña a la boda, una chica morena, sofisticada y elegante como él, que de vez en cuando lo miraba con cara de adoración, como si fuera un dios. A mí eso me parece antinatural.
Por favor, yo adoro a mi hermana, pero algunos días me gustaría meterle un dedo en el ojo. Por supuesto, aquellos seres perfectos jamás mostrarían emoción en público.
Seguramente nunca discutían y eran de los que creían que el matrimonio era “un viaje emocionante”.
Yo siempre me mareo en los viajes.
Gracias al poco ejemplar comportamiento de nuestros padres, mi hermana y yo éramos un desastre cuando se trataba de relaciones sentimentales. Aunque no faltaban hombres en nuestras vidas, al contrario. Los hombres siempre se sentían atraídos por la dulce carita ovalada de Raquel y su preciosa sonrisa. Pensaban que era frágil y necesitaba protección. Luego, cuando descubrían que era cinturón negro de kárate y podía romperle los huesos a un hombre de una patada, salían corriendo.
Hubo un hombre una vez, pero si se me ocurriese mencionar su nombre mi hermana me partiría la cara, de modo que era un tema que no se tocaba.
Cuando pensaba que la boda no iba a terminar nunca, el sacerdote le dijo al novio, con tono benevolente, que podía besar a la novia. Claro que Mauro había estado besando a la novia y a la mitad de sus amigas durante seis meses sin pedir permiso, pero a nadie parecía importarle eso.
Y yo no podía dejar de preguntarme si el beso era para que yo lo viera, para recordarme que me había dejado plantada.
Era todo muy Hollywood, sin choque de narices o momentos incómodos, todo muy ensayado; la clase de beso hecho para los demás, no para reflejar lo que sentías por dentro.
Con mucha lengua, además.
Raquel fingió una arcada a mi lado.
Ah, cuánto quiero a mi hermana.
Y entonces, por fin, todo terminó.
Yo dejé escapar un largo suspiro de alivio…
Y las costuras de mi vestido estallaron.
SIN COMPLICACIONES: SINOPSIS
Decir que Paula tuvo “un percance” cuando el desgarro del vestido fue más estruendoso que los “sí, quiero” de los novios era decir poco. El horrible vestido amarillo estalló en medio de la ceremonia. Paula siempre había tenido unas curvas envidiables, pero estar medio desnuda en una capilla no era precisamente el look que había buscado para la boda de su ex. Un amigo del novio la ayudó a ocultar tan inoportunas curvas bajo una chaqueta, pero cuando esperaba una helada mirada de desaprobación por parte del guapísimo Pedro Alfonso, su reacción habitual cuando se trataba de ella, lo que recibió fue un beso que estuvo a punto de derretir lo que quedaba de aquella pesadilla de vestido…
REGRESA A MI: CAPITULO FINAL
Paula se separó de él y se quedó observando a lo lejos el muelle comercial, iluminado por potentes focos que rompían la noche con su luz. Un campo de fútbol en el mejor partido de la temporada. Enormes polipastos. Contenedores apilados en una peculiar sorprendente estructura arquitectónica. Grandes buques a la espera de carga, para
después cruzar los mares. Nada distinto o sorprendente. Ese era el mundo conocido desde su niñez en una ciudad portuaria. Un mundo en que se sentía tranquila y cómoda. Querida.Protegida.
Iba a tomar la decisión más difícil de su vida. También ella había sido lastimada por un hombre que no fue merecedor ni de su cariño ni de su confianza. Él le había arrebatado su juventud, sus sueños y esperanzas, cuando la abandonó en pleno embarazo. Y ahora, iba a dar tirarse al abismo sin paracaídas. Solo necesitaba saber si Pedro iba a estar ahí para cogerla en sus brazos antes de tocar el suelo.
—Te amo, Pedro. Me he repetido muchas veces que nadie se enamora a primera vista. Pero no es cierto. El amor surge espontáneo y rueda con la velocidad de una locomotora, sin que podamos detenerlo.
Pedro se quedó estático. “Te amo”. ¿Te amo? Los hombres no lloran. Los polis no lloran. Ven demasiado horror para permitir que su corazón se rompa en pedazos. En esos momentos él tenía los ojos cuajados de lágrimas. Su existencia pasó veloz por su imaginación. Pedro Alfonso, el niño abandonado, el adolescente violento, el delincuente.
Su existencia futura se presentó ante él. Era de una claridad deslumbrante.
El hombre hecho a sí mismo, al fin tenía una familia propia.
—¿Estás segura? —su pregunta sonó ronca, algo insegura.
Paula se volvió rauda hacia él. No había en su rostro ningún rastro de dulzura. Esta vez mostraba la guerrera que había en ella, sin rastro de fragilidad. Ella se había enfrentado ya a todos. No era ninguna melindrosa.
—Por supuesto que estoy segura. ¿Acaso crees que soy una adolescente sin criterio?
Una delicada ironía subyacía en sus palabras.
Pedro se abalanzó sobre ella, la tomó entre sus brazos y la apretó con fuerza contra su pecho hasta casi cortarle la respiración. Estuvo pegado a ella durante tiempo y tiempo.
Después, la separó un poco, conservando su pelvis pegada al suya, y acogió su cara entre sus manos. Se dijo que la seda debería tener la textura delicada de la piel de ella. Algo se inflamó en su interior. La dudas se disiparon con la misma rapidez que lo hace la niebla impulsada por el viento Norte.
Ella era suya. Para siempre. Él pasaba ahora a ser un vértice más de ese triángulo en el que se iba a asentar su futuro. El futuro de los tres.
Se besaron con pasión, con todo el ansia contenida. Un gemido gutural salió de la garganta de uno de los dos. O de ambos a un tiempo.
Un pescador pasó por su lado. Les vio abrazados y sonrió.
El amor era así.
Combustión espontánea.
—No te dejaré irte de mi lado. Lo sabes, ¿no?
Paula soltó una carcajada. Cómo si ella quisiera irse a algún sitio en el que él no estuviera. A Pedro le sonó erótica, densa como un buen brandy. Su cuerpo se endureció.
No era momento de tomarla allí mismo, con aquel maldito viento que no dejaba de soplar y gente pasando por su lado como si aquello fuera un centro comercial.
Acurrucó la cabeza junto a su oído y susurró unas palabras.
El rostro de Paula se tiñó de rubor.
—Me temo que para eso tendrás que esperar.
—Claro. Primero habrá que comprobar que Camila ya está acostada. Y a lo mejor sacar a Pongo a dar el último paseo, y por último echar de casa al ocupa de tu hermano. Y a Lourdes.
—Pues sí, soy una madre llena de obligaciones, ¿Lo sabes?
Pedro supo a qué se refería ella. No era una mujer sola, iba cargada de equipaje.
—Unos padres llenos de obligaciones —la corrigió entre risas.
Se puso serio de golpe. A ella le extrañó esa expresión concentrada. Parecía inseguro.
—Paula –la llamó en voz baja, muy serio—, aún no te he dicho lo más importante.
Ella le miró extrañada, pensando qué más confesiones pensaba hacerle aquel día.
—Te amo más que a mi vida. Para siempre.
—¡Ah, eso! —exclamó aparentando indiferencia, mientras su corazón daba brincos de placer—. Eso ya lo sabía.
Pedro se inclinó y le dio por toda respuesta un beso diminuto en la punta de la nariz.
—Creo que es hora de que volvamos a casa —sugirió emocionado, con apenas con un hilo de voz.
—Sí, volvamos a casa.
Y en esas sencillas palabras estaba encerrada la promesa de toda la vida futura que les esperaba.
REGRESA A MI: CAPITULO 16
Pedro se paró ante la puerta de personal con una mezcla de nerviosismo y anticipación.
Debía hablar con Paula cuanto antes. No podía soslayar esa conversación por más tiempo. Ya había tardado demasiado.
Sus secretos les había causado a todos un sufrimiento innecesario.
—Hola. Ya me han dicho que me esperabas.
Pedro contuvo la respiración. La voz de Paula, hasta en una frase tan insustancial como esa, siempre le provocaba todo tipo de reacciones extrañas. A veces se veía a sí mismo como un adolescente ofuscado por la alteración que sufrían sus hormonas cada vez que la tenía delante.
—A lo mejor te apetece dar un paseo —su tono de voz parecía indiferente. Su corazón había empezado a bailar a ritmo de mambo.
—Se ha hecho un poco tarde. Camila está con Daria. Debo volver a casa —se justificó Paula para suavizar su negativa.
Pedro notó el deje de pena en sus palabras, el reproche oculto, y quiso convencerse de que aún no estaba todo perdido.
Se aclaró la garganta antes de hablar. Esperaba que no se enfadara mucho con lo que le iba a decir.
—Juan llegó hace un rato. Estuvimos tomando unas cervezas en tu casa. Se quedó cuidando de Camila. Dentro de un rato irá Lourdes.
Paula se paró en seco. Se volvió hacia él y le miró con los ojos abiertos como platos.
—¡No me lo puedo creer! ¿Me estás diciendo que has dejado a mi hija con el inconsciente de mi hermano? Tal vez has olvidado que Camila y ese maldito chucho recorrieron media ciudad sin que él se enterara.
—¡Ajá! —se limitó a responder.
No le dijo que le había asegurado al “tío Juan” que si no cuidaba bien de la niña él mismo le cortaría las pelotas.
—No me fío de él. Se pondrá a ver el canal de deportes y se olvidará de la niña.
—No hará tal cosa. Lourdes irá dentro de un momento para bañarla. Cenarán juntos.
Ella se tranquilizó. Le pareció entender algo así como una amenaza velada detrás de sus firmes palabras.
—Bueno, entonces podemos dar un paseo corto, ¿vale?
Caminaron a prudente distancia, un poco envarados por la proximidad, en absoluto silencio. Cada uno inmerso en sus propios pensamientos.
Paula siguió dócil al hombre. Cuando se dio cuenta estaban ya en el puerto deportivo.
—¿Tienes frío? —le preguntó Pedro al sentir su retemblor.
Pero no se acercó a ella, como en otras ocasiones. No la cobijó entre sus brazos, mantuvo esa distancia de seguridad tan protectora.
Paula se limitó a negar con la cabeza. Su estremecimiento se debía al deseo descarnado que despertaba en ella el hombre acodado en el murete del dique. La desazón bullía en su interior como el agua de una marmita. Solo quería que él les diese una oportunidad a los dos, que confiara en ella lo bastante para atreverse a desentrañar el misterio de su vida.
Guardaron silencio. El tiempo se detuvo en un impasse inquietante. No había incomodidad, pero sí incertidumbre.
—Mi madre me abandonó al nacer en el mismo hospital en el que me había parido.Cuando la enfermera entró por la mañana, había desaparecido.
Paula mantuvo la mirada fija en la negrura del mar. Él tenía que vaciar su interior. Era la única manera de extraer el veneno que llevaba dentro y que parecía corroer su alma.
—En el fondo, debo estarle agradecido —continuó con sorna amarga—, pudo haberme tirado a un cubo de basura.
El silencio se prolongó. La sirena de un barco sonó a lo lejos.
Por su lado pasó un numeroso grupo de jóvenes alborotadores entre risas y bromas inconscientes. El viento entró con fuerza, canalizado por la bocana de la dársena y se arremolinó en el Muelle de la Marquesina, jugueteando en torno a la estatua de Julio Verne. El sonido agudo de los obenques se vio acompañado por el sordo de la percusión de los cascos de los yates bamboleándose contra los pantalanes flotantes. El chirrido ocasional de las verjas metálicas parecían flautas y oboes en oposición al viento.
Pedro esperaba una palabra de consuelo, un gesto tierno que apaciguara su tormento. Sin embargo,Paula parecía estar entretenida con el ritmo de aquella discordante orquesta.
—Tal vez no pudo hacerse cargo de ti —respondió al fin, con el alma encogida por el niño abandonado.
—Tú te hiciste cargo de tu hija…
—Yo tenía a una familia que me respaldaba y que la recibió con los brazos abiertos. No todas las jóvenes tienen la misma suerte.
Él pareció meditar sus palabras.
—O no todas están dispuestas a sacrificarse por sus hijos.
—No podemos juzgar lo que no conocemos. Quién sabe a qué presiones estuvo sometida.
Paula levantó la mano y acarició su mentón. Él retuvo su mano unos segundos, necesitado del amor que transmitía su gesto. Después la apartó de su cara y le dio un beso íntimo en la palma. No la soltó. Era el asidero que necesitaba. Tal vez al final del relato, ella no quisiera acariciarle jamás.
—¿Y el resto? —pregunto con tono suave.
El rostro de Paula mostraba un extraño resplandor, reflejo de su dulzura interior. Sus ojos, cargados de comprensiva sabiduría, le instaban a la confesión.
—Algún día, si tú quieres, te daré la versión larga. Responderé a todas las preguntas que quieras hacerme. Tienes derecho a ello.
—No es derecho, Pedro, sino confianza.
—¡Suena bien! Nunca he confiado en nadie. Al menos no del todo.
—Tendrás que hacerlo conmigo.
Y sentir después el dolor de tu pérdida, pensó para sí.
—Me crié en un orfanato. Entré en un programa de familias de acogida. Era un niño muy guapo, pero duro y violento. Nadie fue capaz de controlarme. A los quince años era un delincuente.
Paula no apartó los ojos de él. ¿Qué quedaba de su antigua vida en ese hombre amable, cariñoso y admirable? Era una pregunta muda. Él la entendió.
—Me reformé. Una persona me hizo entender que ese no era el camino. Me descubrió mi propia inteligencia y la manera en que podía aprovecharla
—Sencillas palabras para un proceso tan complejo —afirmó Paula
Pedro sentía la necesidad de extraer el rencor que le había dominado. Una parte del pasado siempre caminaría junto a él porque formaba parte del hombre que ahora era.
Pero había un futuro de esperanza y de dicha que le depararían su nueva vida
—Mi salvador fue Luís Campos, mi padre a todos los efectos. Hoy es un Comisario retirado. Entonces era el inspector de policía que me apresó y me enseñó con paciencia y una buena dosis de dureza que había otra vida al otro lado de la calle. Él y su mujer son mi auténtica familia. Él luchó por mí cuando maté de forma accidental a un chico de mi misma edad.
Las palabras de Carlos Bouzón resonaron en los oídos de Paula. Es un asesino, le había espetado, pensando que con eso ella iba a dejar de amar a Pedro. Pero ella amaba al hombre que era ahora; no al que fue, o al que pudo haber sido.
—Ya había dejado las calles y empezado la universidad. Derecho, gracias a la generosidad de Luís y de Anita. Una noche, en una discoteca, se originó una pelea. Un grupo estaban dando una paliza monumental a un chico joven. Intervine para calmarlos.
Sujeté al más violento. Uno de sus colegas, me atacó con una navaja. Yo sabía bien como desarmar a alguien que pretendía rajarme con un cuchillo. A fin de cuentas me había criado en las calles. Le tumbé de un puñetazo. Cuando me volvía, me atacó por la espalda y me acuchilló en un costado. La sangre me salía a chorros. Me giré con toda la furia que aún había dentro de mí. Le puse la zancadilla. Él cayó sobre la navaja y se la clavó en el vientre.
—Fue en defensa propia. No pudiste hacer otra cosa.
Él la miró con agradecimiento.
—Siempre se puede hacer otra cosa. Lo último es matar a un hombre. Fui exonerado. Jamás he podido olvidar cómo la vida se escapa de un cuerpo y los ojos se cierran para siempre.
—¿Y después? —preguntó angustiada por ese hombre valiente que cargaba con el peso de la culpa.
—Campos creyó en mí, en lo que yo le contaba. Pasé un tiempo retenido, mientras se resolvía el caso. Salí, y me juré que jamás usaría la fuerza contra nadie. Me hice policía. Camila y tú fuisteis un regalo imprevisto.
—¿Por qué no me has contado nada de esto?
Él se encogió de hombros. En su rostro aún había sombras de viejos recelos, de esa desconfianza que ella tanto temía.
—Tuve miedo.
—¿Tú? ¿Miedo? ¿De qué?
Se volvió hacia ella y colocó las manos sobre sus hombros.
Su mirada mostraba la pesadumbre del hombre que cargaba con su pasado.
—De ti.
Sólo dos palabras. Un universo entero encerrado en ellas.
—De ti —repitió con voz estrangulada—. Eres bella, e ingenua. Tuve miedo de mancharte. Creí que si conocías mi pasado te alejarías para siempre. Temo perderte.Perderlas.
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