sábado, 21 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 17





Observo a los gran daneses unos segundos. Su respiración sonaba rítmica y pausada. La maravilló comprobar que estaban dormidos de verdad.


—Buen truco —le dijo a Pedro, impresionada por la respuesta de sus mascotas. No cabía duda: ese hombre tenía un don.


—Adiestramiento —corrigió él.


Paula supuso que podía interpretarse así. Pero tenía sentido. Habría sido muy difícil convivir con dos animales tan grandes si no estuvieran adiestrados para cumplir sus órdenes a rajatabla.


—Eso también —concedió.


—¿Quieres otro? —preguntó él.


Paula se volvió para mirarlo. No estaba segura de a qué se refería el veterinario.


—¿Otro truco de adiestramiento? —aventuró.


—No —Pedro se rio—. Otro trozo de pizza —empujó la caja hacia ella—. Has terminado el trozo que te di, pero quedan tres cuartos de pizza en la caja.


—No, gracias, ahora mismo no —tenía sitio de sobra para otra porción, pero quería empezar con la montaña de cajas que invadía la casa. El aroma de la pizza cosquilleó sus sentidos. Si no fuera tan disciplinada, se habría rendido—. Aunque me siento tentada —admitió.


—Sí, yo también —dijo Pedro recorriéndola con la mirada, más despacio de lo que podría considerarse correcto.


—Hablaba de la pizza —puntualizó ella, aceptando en silencio el halago que acababan de hacerle sus ojos.


—Lo sé. Yo también —dijo él, sin mirar ni un momento la caja de pizza.


Paula sintió una oleada de calor. Su mente fue invadida por pensamientos que no tenían nada que ver con vaciar cajas, comer pizza o adiestrar a perritos rebeldes. La forma en que la miraba hacía que se sintiera deseable; además de dar alas a la su imaginación.


«Seguro, eres tan irresistible para este hombre como la hierba gatera para un minino», se burló la vocecita que residía en su cabeza. «Enderézate y pórtate bien», ordenó la voz. Paula decidió sentar las bases que podían satisfacerlos a ambos.


—Podremos comer otro trozo de pizza después de vaciar dos cajas cada uno —dijo. Al ver la mirada irónica y dubitativa de Pedro, enmendó los términos—. Vale, una
caja tú, dos yo —por si eso lo llevaba a pensar que se creía más rápida que él, se explicó—: Tengo mucha práctica en embalar y desembalar.


—¿Te has mudado muchas veces? —preguntó él, abriendo una caja grande que había junto al sofá.


Ella rio suavemente y negó con la cabeza. Seguía viviendo en la casa en la que había nacido.


—Ni siquiera una.


—Entonces, ¿por qué…?


—¿Por qué he dicho que tengo práctica? —interrumpió ella—. Porque la tengo. Empaqueto los postres antes de que los transporten a su destino, y cuando llegan allí tengo que desempaquetarlos y asegurarme de que llegan a la mesa en perfecto estado, tal y como espera el cliente que ha pagado la factura del catering. Exponer los postres para sacar el mejor partido posible a su aspecto requiere cierta delicadeza —explicó ella—. En una fiesta, nada da peor impresión que un pastel aplastado o una tarta torcida.


—Si saben tan bien como lo que he probado de tu horno, estaría dispuesto a rebañar el interior de una caja de cartón.


—Muy amable por tu parte —se rio ella—. Pero eso no cambia lo que he dicho, que puedo desempaquetar cosas con rapidez, mientras que tú pareces dispuesto a aferrarte a cualquier excusa, por vana que sea, para no tener que enfrentarte al interior de esas cajas.


—Cierto —reconoció Pedro—. Soy igual con la cesta de la compra, por eso no tengo nada en casa y me llaman por mi nombre en la mayoría de los sitios de comida para llevar de la zona.


—Nunca habría pensado que eras de esos que lo dejan todo para mañana —Paula se remangó y se concentró en la caja que tenía más cerca.


Muy al contrario, habría dicho que Pedro era de los que se enfrentaban a cualquier asunto sin la menor dilación. A veces las apariencias engañaban, era innegable.


—Supongo que eso me convierte en un hombre misterioso, alguien que es imposible leer como un libro abierto —dijo él, con expresión gozosa.


—En mi opinión, te convierte en un hombre que necesita que le den un empujón —lo corrigió ella—. Necesito una navaja o, si no tienes, un cuchillo —dijo. Había intentado abrir la caja a tirones, sin éxito. Si sigo haciéndolo con las manos, acabaré rompiéndome todas las uñas.


—No querría que pasaras por eso —dijo él, ya de camino a la cocina. Sacó un cuchillo de uno de los cajones y fue a dárselo.


—Veo que sí has guardado algunas cosas —dijo ella, señalando los utensilios que había en el cajón.


Él miró por encima del hombro y, al ver que no lo había cerrado bien, fue a hacerlo.


—Aunque me gustaría quedar bien, lo cierto es que no —rezongó él.


—El cajón está lleno de utensilios útiles. No es un cajón en el que hayas echado cualquier cosa que te encontrabas por ahí. Eso se llama organización.


—No, eso se llama madre. Eran sus cosas. Tras su muerte, fue incapaz de tirarlas.


Además, aunque no lo dijo, las de ella eran de mejor calidad que las que él había comprado mientras estaba en la universidad. Cuando su relación con Irene había acabado de repente, había pedido a los del camión de la mudanza que metieran todo en cajas y lo llevaran a la casa de su madre, en California.


Ella empezó a entender lo que le ocurría. Pero, a esas alturas, se trataba de un asunto práctico; no podía tener todo duplicado.


—Siempre hay asociaciones benéficas a las que donar ciertas cosas —dijo con gentileza.


—Pronto…, pero aún no —Pedro sabía que tenía razón.


—La verdad, es que entiendo cómo te sientes —Paula no quería que pensara que intentaba presionarlo—. Cuando mi madre murió, tampoco me deshice de nada suyo. Pero con el paso del tiempo decidí que estaba siendo egoísta. Mi madre tenía muchas cosas bonitas en buen estado. Había, y sigue habiendo, muchas mujeres necesitadas que apreciarían un par de zapatos, o un vestido, que les levantará el ánimo. A veces, algo tan simple ayuda a ver la vida de forma más positiva.


Paula siguió hablando mientras vaciaba metódicamente la primera caja y organizaba su contenido en la mesita de café y en el suelo.


—A mi madre le gustaba ayudar a la gente, incluso cuando ella apenas tenía nada. Sé que habría querido que regalara sus cosas, así que elegí algunas especiales, cosas que me la recordaban de verdad, y distribuí el resto entre distintas asociaciones benéficas. Pero tardé mucho tiempo en poder hacerlo —recalcó—. Así que entiendo exactamente lo que sientes.


Paula estaba llegando al final de la caja y se sintió obligada a comentar lo que había descubierto en el proceso de vaciarla.


—Para ser un hombre al que no le gusta desempaquetar, la verdad es que empaquetas de maravilla.


Pedro se planteó dejar pasar el comentario, aceptándolo como un cumplido. Pero eso habría equivalido a mentir; como poco, daría pie a que ella se hiciera una idea equivocada. No podía permitirlo, sobre todo dado el esfuerzo que estaba haciendo por ayudarlo, pero también porque empezaba a plantearse la posibilidad de iniciar una relación con esa mujer tan especial.


—Yo no —dijo. Ella lo miró con sorpresa—. Contraté a una empresa de mudanzas que se ocupó de todo. Por desgracia, aunque fueron muy eficaces llenando cajas, no conseguí sobornarlos para que las vaciaran una vez en su destino.


—¿De verdad intentaste sobornarlos? —inquirió ella, intentando no reírse de él.


—No, pero tendría que haberlo hecho. La verdad es que no creí que lo retrasaría tanto tiempo. Pero cada día encuentro una razón para no empezar, y a Leopold y Max no parece molestarlos —añadió, para repartir un poco la culpa—. De hecho, creo que les gusta tener cajas por toda la casa. Para ellos, es como un laberíntico gimnasio privado.


Esa vez, Paula no pudo controlar la risa.


—Sin ánimo de ofender, no creo que a los perros le importe un pimiento este gimnasio laberíntico. En cualquier caso, aunque les guste, tendrán que adaptarse —dijo, sin dar lugar a discusión.


Dejó la caja ya vacía a un lado. Pensaba llevarla al contenedor de reciclaje más tarde.


—¿Me estás diciendo que pretendes quedarte aquí hasta que todas estas cajas estén vacías, dobladas y listas para reciclar? —Pedro la miró con incertidumbre.


Paula no habría sabido decir si estaba sorprendido o si le desagradaba la idea de que pasara tanto tiempo allí.


—No. Pero pienso seguir viniendo hasta que lo estén.


—¿Por qué ibas a hacer eso? —Pedro se dejó llevar por la curiosidad. Ninguno de sus viejos amigos del instituto se había ofrecido a ayudarle a conquistar ese reino de cartón.


—Considéralo pagar un favor con otro —repuso ella sin el menor titubeo—. Además, mi madre me enseñó a no dejar nunca algo a medias. El trabajo acaba cuando queda acabado —recitó, como si fuera un mantra.


—Eso parece salido del manual de Yogi Berra —dijo él, divertido, refiriéndose a un famoso jugador de los Yankees.


La sonrisa de Paula le confirmó que estaba familiarizada con la historia del béisbol. Una cosa más que tenían en común.


—Un hombre sabio, Yogi Berra —comentó Paula sonriente, volviendo al trabajo.




DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 16





Paula tenía la sensación de no haber estado nunca tan ocupada.


La empresa de catering de Teresa tenía no uno, sino dos eventos, esa tarde.


Uno de ellos era de recaudación de fondos para una organización benéfica local. Conllevaba una comida de siete platos para ciento cincuenta y ocho invitados. El otro era una celebración de menor escala. Una pedida de mano, que solo requería champán y una tarta para alrededor de treinta persona, más o menos.


Paula trabajó sin descanso desde que entró al local hasta que empaquetó cuidadosamente el último postre para enviarlo a su destino.


Inconscientemente, dejó escapar un largo suspiro de alivio. 


Se sentía como si llevara en pie dieciocho horas seguidas y, aunque le encantaba su trabajo, se alegró de haber terminado.


—Hoy te has superado a ti misma —dijo Teresa, mientras supervisaba la colocación de la comida en la furgoneta. Después, miró con atención a su chef de repostería—. Pareces agotada, Paula.


Hiciera lo que hiciera en su vida, Teresa era, sobre todo y ante todo, madre, con las prioridades maternales que acompañaban a ese título.


—¿Necesitas que alguien te lleve a casa, cielo? No quiero que te quedes dormida al volante. Te llevaría yo misma, pero aún no he descubierto cómo estar en dos sitios a un tiempo. Tres está por completo fuera de mi alcance, al menos de momento —dijo la mujer, con ojos chispeantes.


—Estoy bien, Teresa —le aseguró Paula. No quería que se preocupara por ella—. Además, no voy a ir directa a casa.


Teresa, que estaba ya saliendo por la puerta, para dirigirse al evento benéfico y asegurarse de que todo fuera bien, se volvió hacia ella. Era obvio que había aguijoneado su curiosidad.


—¿No? —taladró a Paula con sus brillantes ojos—. ¿Tienes una cita?


—Con el perro —respondió Paula con una risa—. Esta mañana, antes de venir, dejé a Jonathan en la clínica veterinaria.


—Oh, ¿está enfermo? —como en parte había sido idea suya unir a Paula con el cachorro, no podía evitar sentirse responsable de la situación.


—No, no, nada de eso —se apresuró a asegurar Paula—. Pedro, el doctor Alfonso —corrigió—, me sugirió que dejara a Jonathan en la clínica para que estuviera bien cuidado durante mi ausencia. Era eso o arriesgarme a que creara un caos en casa; la verdad, no me gusta nada la opción de meterlo en una de esas jaulas.


Teresa ladeó la cabeza, escrutándola.


—Supongo que estás hablando del perro, no del veterinario, ¿verdad? —quiso saber.


Paula se echó a reír, lo que la relajó un montón.


—Sí, pero, para tu información, tampoco me gustaría meter al doctor Alfonso en una jaula.


—Estoy segura de que le alegraría saberlo —dijo Teresa. En ese momento, el conductor hizo sonar el claxon de la furgoneta—. Bueno, tengo que irme volando. Diviértete.


—Solo voy a recoger al perro —aclaró Paula, que no le veía mucho sentido a la sugerencia.


—No hay razón para que no te diviertas haciéndolo —dijo la mujer mayor, con una sonrisa ambigua y misteriosa en el rostro, antes de salir a toda prisa.


Paula se quedó mirando la puerta, pensando que era un comentario de lo más extraño. Pero no tenía tiempo para analizarlo. Tenía un perro que recoger y solo media hora de tiempo. La clínica cerraba a las seis.


Se dijo que podía llegar en veinte minutos.



*****


No fue así.


En circunstancias normales habría llegado a la clínica sin problemas en ese tiempo. Pero la normalidad no incluía un accidente que había involucrado a tres coches y provocado un corte de tráfico para permitir que dos ambulancias y tres grúas llegaran cuanto antes al lugar del siniestro.


Estresada y al límite de su paciencia, Paula llegó a la Clínica Veterinaria Bedford, dieciséis minutos después de que cerrara sus puertas.


Aun así, sin perder la esperanza, Paula aparcó en el primer sitio que vio, saltó del vehículo y corrió hacia la puerta de entrada. Intentó girar el pomo, pero estaba bloqueado y no se veían luces en el interior de la clínica.


Se preguntó qué hacer. Pedro iba a pensar que había dejado al perro allí a propósito y no iba a volver a por él.


Entonces lo vio.


Había un sobre con el membrete de la cínica pegado en una esquina de la puerta. Tenía su nombre escrito con letras mayúsculas.


No perdió tiempo en despegar la cinta adhesiva y abrir el sobre. Dentro había una nota.


Paula, he tenido que cerrar. No te he localizado por teléfono, así que me llevo a Jonny a casa. Si quieres recogerlo hoy, esta es mi dirección.


Al igual que el resto de la nota, la dirección estaba escrita con letras de imprenta, aún más grande, para que no hubiera posibilidad de que tuviera problemas al leerla.


Paula se dio cuenta de que Pedro vivía bastante cerca de ella. Si no se equivocaba, a solo dos urbanizaciones de la suya.


Sin duda, el mundo era un pañuelo.


Encendió el GPS para asegurarse de no cometer ningún error por el camino y puso rumbo hacia la dirección que indicaba la nota de Pedro.


Había asumido, tal vez por la profesión de Pedro, que viviría en una de las casas modernas que habían construido recientemente en la zona. Bedford, que había sido un pueblo pequeño, surgido alrededor de una universidad estatal, había crecido y seguía creciendo. Se había convertido en una ciudad bulliciosa que, por suerte, aún mantenía un cierto ambiente provincial.


El GPS la condujo a uno de los barrios más antiguos. Al ver la casa que concordaba con la dirección de la nota, concluyó que debía de tener los mismos años que la suya. Alrededor de treinta.


Tras la muerte de su madre, Paula había descubierto que no tenía corazón para vender la casa. La idea de que otra familia se instalara allí y lo cambiara todo era demasiado difícil de aceptar en ese momento. Allí había demasiados recuerdos para dejarlos atrás de sopetón.


El coche de Pedro estaba aparcado en la entrada, así que dejó el suyo junto a la acera. Bajó del coche y fue hacia la enorme puerta doble. En cuando pulsó el timbre, oyó ladridos.


Jonathan.


Pero un segundo después le pareció captar dos ladridos distintos, o tal vez fueran tres. Sin duda allí había al menos un perro que no era Jonathan. Se preguntó si el cachorro había aprendido a jugar con él. Eso la llevó a plantearse otras preguntas, todas relacionadas con la seguridad del enérgico perrito.


Preocupada, iba a llamar al timbre por segunda vez cuando se abrió la puerta. Pedro, tenía una mano en la puerta y con la otra sujetaba no a un perro, sino a tres. Sonrió al verla.


—Así que lo has conseguido —lo dijo como si tuviera que felicitarse por ello—. No sabía si verías la nota o no. Entra, por favor.


Paula pensó que no tendría que haber tenido que dejarle una nota; se sentía culpable por haberle ocasionado una molestia adicional. Tendría que haber llegado a la clínica a tiempo de recoger a su mascota.


—Lo siento —se apresuró a decir—. Teníamos dos eventos al mismo tiempo y luego me topé con una colisión en cadena y…


Abrumado por el torrente de palabras y por la velocidad a la que hablaba, Pedro alzó la mano para detener sus explicaciones.


—Tranquila, no importa. Me lo habría quedado esta noche si no hubieras podido venir a recogerlo por alguna razón. Intenté llamarte antes de cerrar —dijo. Las tres llamadas habían saltado directamente al buzón de voz. Normalmente, solo había una razón que justificara eso—. ¿Tienes el teléfono apagado?


—Me quedé sin batería —confesó, avergonzada. Habría sido la primera en admitir que ese no había sido uno de sus mejores días—. Anoche se me olvidó ponerlo a cargar.


—A mí me pasa lo mismo —dijo Pedro con expresión divertida.


Paula dudó de su palabra. Tenía la sensación de que había dicho eso para hacer que se sintiera mejor, y en cierto modo lo había conseguido.


—Jonathan ha estado haciéndose amigo de Leopold y Max —dijo, señalando a los dos gran daneses que estaban a los costados del perrito, como si fueran dos enormes sujetalibros—. Creo que piensan que es un juguete que les he traído de regalo.


—Espero que no piensen que es un juguete mordedor ni intenten enterrarlo en el jardín como a un hueso —bromeó Paula. Después se puso seria—. No sé cómo darte las gracias —empezó—. Excepto agarrando su correa y dejándote en paz ya mismo.


—No hace falta que corras —dijo él, recorriéndola con la mirada—. He pedido una pizza. Puedes quedarte y compartirla conmigo. Habrá más que suficiente para dos.


—¿Pizza? —repitió Paula.


—Sí —no sabía por qué ella lo miraba con expresión de incertidumbre—. Ya sabes, esa cosa redonda con salsa de tomate y queso. La gente suele añadir otros ingredientes por encima.


—Sé lo que es la pizza —miró las cajas que había amontonadas por todas partes—. ¿Vas a cenar eso porque estás ocupado empaquetando cajas para mudarte?


—No estoy empaquetando nada —dijo él—. ¿Qué te hace pensar que voy a mudarme?


—Hay cajas amontonadas por todas partes —dijo ella, señalando una de las torres de cartón—. Si no vas a mudarte, ¿qué hacen aquí todas estas cajas?


—No voy a mudarme a otro sitio. Estoy mudándome aquí. Esta es… era —corrigió— la casa de mi madre. Pensé en instalarme aquí en vez de alquilar un apartamento, hasta decidir si quiero venderla o no.


—Así que has perdido a tu madre hace poco —concluyó Paula, entendiendo muy bien lo que sentía. Había pasado por el mismo debate interno tras la muerte de su madre.


—A mí me lo parece —admitió. Como no quería confundirla por falta de datos, puntualizó—: Pero lo cierto es que fue hace casi cinco meses.


Ella recorrió la estancia con la vista. Las cajas casi hacían que sintiera claustrofobia. Si viviera allí, no podría descansar hasta guardar todo en su sitio y llevar las cajas a un contenedor de reciclaje.


—¿Cuándo te mudaste? —preguntó, curiosa.


—Hace unos tres meses —contestó él.


Paula pensó que lo decía en broma. Pero una ojeada a su rostro esculpido la convenció de que no era el caso. No entendía cómo podía soportar vivir así.


—¿Tres meses? ¿Y no has desempaquetado las cosas? —preguntó, mirándolo con fijeza.


—No todas —contestó él con vaguedad, esperando que no le pidiera más detalles.


Lo cierto era que, exceptuando algo de ropa, no había desempaquetado nada. La desidia se había apoderado de él. Si no desempaquetaba sus cosas, podía simular que en algún sitio, en otra dimensión, su vieja vida seguía intacta y, quizás, incluso su madre estuviera viva. Sabía que era un sinsentido, pero su mente no siempre funcionaba de manera lineal y lógica.


—Voy poco a poco. En realidad, no se me da nada bien desempaquetar —reconoció.


Paula entró en la siguiente habitación, que tenía un aspecto muy parecido a la que acababa de dejar.


—¿En serio? Nunca lo habría adivinado —dijo, alzando la voz para que la oyera. Cuando se reunió con él, le hizo una oferta—. ¿Qué te parecería algo de ayuda? Va mucho más rápido cuando se ocupan de desempaquetar dos personas, en vez de una.


Él no quería incomodarla y, sobre todo, no quería la compasión que veía en sus ojos.


—Gracias, pero puedo apañarme.


—Sin ánimo de ofender,Pedro , dudo que puedas. Además, en cierto modo, lo vería como una especie de pago por ocuparte de Jonathan.


En ese momento sonó el timbre.


—Espera —dijo él, yendo a abrir—. ¿Esa oferta significa que cenarás pizza conmigo? —preguntó, con la mano en el pomo.


—Sí, si hace falta sí, tomaré un trozo de pizza. Después nos pondremos manos a la obra —puntualizó.


Pedro pagó al repartidor con un billete de veinte y le dijo que se quedara con el cambio. Cerró la puerta con la espalda, sosteniendo la enorme caja con ambas manos. La pizza estaba caliente y desprendía un aroma que le hacía la boca agua.


Paula no podía dejar de mirar la caja que sujetaba.


—Es enorme —comentó, sin poder evitarlo.


Él miró la caja como si la viera por primera vez. No podía negar que era bastante grande.


—Pensé que, ya puestos, merecía la pena comprar bastante para la cena de mañana.


—Oh, no, mañana por la noche cenarás caliente —lo contradijo Paula, negando con la cabeza.


—Esto está caliente —dijo él.


—Comida caliente auténtica —recalcó ella. Como parecía resistirse a la sugerencia, que hacía con su mejor voluntad, añadió—: Ni siquiera tendrás que pensarlo. La traeré yo —le gustaba esa idea—. Así podremos comer mientras vaciamos cajas.


Él no recordaba haber accedido a que el proyecto se ampliara a dos días. Aunque le gustaba la idea de que fuera a compartir otra comida con él, no quería que se sintiera obligada a ofrecerle una especie de dos por uno.


—No tienes por qué hacer eso —protestó.


—Tú no tenías por qué ofrecerte a ocuparte de Jonathan, ni a adiestrar, a ambos, en las técnicas básicas —contraatacó ella.


Pedro comprendió que discutir con ella era fútil. Aunque no parecía testaruda, era obvio que lo era, y mucho.


—Cierto —condescendió—, pero esto… —señaló a su alrededor— es mucho más que ofrecer a una mascota un sitio donde estar.


—Son lentejas, las tomas o las dejas.


—No estoy seguro de qué quieres decir con eso —dijo él, que nunca había oído esa expresión—, pero acepto —sabía cuándo rendirse y cuando plantarse y batallar. No era el momento adecuado para la segunda opción—. Supongo que no me iría mal algo de ayuda.


—Me alegro, porque pensaba ayudarte quisieras o no —aprobó Paula, sonriente.


—¿Y cómo ibas a hacerlo? —preguntó Pedro con curiosidad—. No sabes dónde va nada.


—Cierto —concedió ella—. Pero se me da bien organizar y, además, estoy segura de que, antes o después, acabarías rindiéndote y ayudándome.


—¿Podemos comer antes? —sugirió Pedro, señalando la caja de pizza que, ya en la mesita de café, lo llamaba a voz en grito—. Al fin y al cabo, las cajas no van a irse a ningún sitio.


—Cierto, pero tampoco van a vaciarse solas —le devolvió Paula.


—¿Qué tal si llegamos a un compromiso?


Paula siempre había tenido fe en los compromisos. Además, no quería que el hombre la considerara una especie de fanática que se largaba a casa si no conseguía salirse con la suya.


—Adelante —urgió—. Te escucho.


—Primero nos comemos una porción cada uno, después empezamos —sugirió, acercando la caja hacia ella—. No sé tú, pero yo he tenido un día muy largo y me muero de hambre. Si no como algo pronto, no tendré energía ni para abrir una caja, menos aún para organizar lo que haya dentro.


Ella pensó que su día también había sido de ese estilo. Iba a decirlo, pero el rugido de su estómago lo impidió. Había trabajado toda la hora del almuerzo, paliando el hambre con un puñado de tomates cherry. Eso se digería pronto.


—Me tomaré ese ruido como un sí —dijo Pedro con una sonrisa satisfecha. Puso fin a la discusión abriendo la tapa de la caja e inhalando con fuerza. El aroma era de lo más seductor—. Ahora mismo, me huele casi tan bien como tus pastas la otra noche.


—De acuerdo, una porción por cabeza y nos pondremos a trabajar. Si me dices dónde están, iré a por platos y servilletas —ofreció.


—Gracias —Pedro se rio—. Seguramente tardaría más en explicarte dónde encontrarlos que en ir yo —iba hacia la cocina cuando se detuvo en seco al sentir un perro rozar su pierna—. Vigila la pizza. Y pon cara de mala —dijo—. Si Leonard o Max detectan el menor indicio de debilidad, simularan una pelea para distraerte y robarán la caja antes de que puedas reaccionar.


—¿Simularán una pelea? —Paula lo miró atónita. Le parecía algo increíble. Al fin y al cabo, Pedro hablaba de dos perros. Aunque no estaba familiarizada con el mundo
canino, le costaba creer que los animales de cuatro patas utilizaran procesos mentales humanos.


—No lo dudes ni un segundo. A pesar de esa cara de buenos, forman un dúo muy astuto.


—Eso parece —murmuró ella.


No sabía si creer a Pedro pero, por si acaso, centró la atención en los dos grandes daneses.


Entretanto, Jonathan se había cansado de intentar atraer la atención de los dos perros, grandes y mayores que él, y se había tumbado a los pies de Paula, como una alfombra jadeante. Siguió allí incluso después de que Pedro volviera con servilletas y dos platos.


En cuanto Pedro ofreció una porción a Paula, Leopold y Max alzaron la cabeza con interés.


—Abajo, chicos —ordenó Pedro—. No estáis siendo educados con nuestra invitada —como los dos perros siguieron mirando el plato de Paula, repitió la orden, esa vez con más fuerza.


Moviéndose al unísono, ambos bajaron la cabeza, se dejaron caer al suelo y se estiraron. Segundos después, sus párpados se cerraron.


Ella habría jurado que los dos perros se habían dormido instantáneamente.




DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 15





La mañana siguiente, Paula casi se pasó el desvío que tenía que hacer para llegar a la clínica. En el último momento, redujo la velocidad y giró a la derecha.


Un kilómetro después, llegaba a la ajetreada zona comercial donde se encontraba la clínica veterinaria de Pedro.


Había estado a punto de pasarse el desvío no porque tuviera poco sentido de la orientación, sino porque tenía un fuerte sentido de supervivencia. Cuanto más interactuara con el guapo y sexy veterinario, más iba a querer interactuar; eso la llevaría a crear un vínculo que, en última instancia, no deseaba.


Pero, como siempre, su horror por comportarse con cobardía, ganó la partida. Daba igual que nadie fuera a saberlo. Ella sabría que había sido cobarde, eso era lo único que importaba. Si empezaba a seguir ese rumbo, acabaría teniendo excusas para evitar otras muchas cosas.


No quería vivir así, no quería que el miedo tuviera poder sobre ella o gobernara cualquier otra faceta de su vida.


Si permitía que ocurriera una vez, se repetiría, sin duda. Y cada vez sería más fácil retroceder ante algo. Antes de que se diera cuenta, su individualidad quedaría enterrada bajo una montaña de cosas que temer y evitar por culpa de ese mismo temor.


Llegado ese punto, en vez de vivir, se estaría limitando a existir. Su madre siempre le había dicho que había que apreciar la vida y agarrarse a ella con ambas manos. No era fácil, pero sin duda merecía la pena.


Superar ese miedo a las relaciones, debido a su temor a quedarse sola de nuevo, tenía que convertirse en el primer punto de su lista de cosas por hacer. En otro caso, se estaría condenando a la soledad antes de empezar.



*****


La recepcionista, Erika, alzó la cabeza con una sonrisa prefabricada en los labios.


—Hola —dijo. Entonces, reconoció a la mujer y su sonrisa se volvió genuina.


—Hola, el doctor Alfonso dijo que quizás vendrías —salió de detrás del mostrador y centró su atención en Jonathan—. Hola, chico. ¿Has venido a pasar el día con nosotros?


—Supongo que lo traigo como huésped —dijo Paula, dándole la correa a la recepcionista.


—Técnicamente no —dijo Erika—. Si viniera como huésped, tendría que pagar. El doctor Alfonso dijo que no habría cargos, así que Jonathan viene de visita —concluyó con una sonrisa cálida.


—¿Soléis recibir a muchos animales de visita? —inquirió Paula. Aunque estaba agradecida, el asunto no acababa de sonarle bien.


—Jonathan es el primero —admitió la recepcionista. Después, percibiendo que la dueña del labrador podía estar reconsiderando la idea de dejarlo allí a pasar el día, puntualizó—: No te preocupes, Jonathan estará bien. Nos encantará tener una mascota por aquí. ¿Verdad, Jonathan?


El perro respondió agitando el rabo, con tanta fuerza que golpeó en el suelo.


—No estoy preocupada.


Lo cierto era que Paula no se estaba replanteando lo de dejar allí a Jonathan. Pensaba en la posibilidad de encontrarse con Pedro. Se preguntó si ya estaba allí, y, si lo estaba, por qué no había salido.


Un momento después, decidió que era mejor que no saliera.


«Ya, como si eso fuera a cambiar cómo reaccionas ante ese hombre».


Apretó los labios y desechó la vocecita interna que insistía en que fuera lógica. Era hora de despedirse del perrito y ponerse en marcha.


Sin embargo, sus pies no estaban recibiendo el mensaje. 


Seguían plantados en el mismo sitio, como si se hubieran quedado pegados al suelo.


Decidió permitirse una única pregunta, después se marcharía. Sin más dilación.


—¿Cómo está Rhonda?


—¿Conoces a Rhonda? —preguntó Erika sorprendida, sin soltar la correa de Jonathan.


«Te lo tienes merecido por hablar», pensó Paula.


—No exactamente —admitió—. Pero Pedro…, el doctor Alfonso —corrigió—, mencionó que era la perra de su vecino y que la había atropellado un coche. Me preguntaba si estaba mejor.


Erika esbozó una sonrisa radiante.


—Oh, sí, mucho mejor. ¿Te gustaría verla?


La respuesta y la subsiguiente pregunta no salieron de boca de Erika. Las emitió el veterinario, que había salido de la zona de consultas y en ese momento estaba tras ella.


Paula se dio la vuelta para mirarlo, intentando ocultar que su corazón acababa de saltarse un par de latidos.


—Oh, no me gustaría causarte más molestias de las que ya… —al ver la expresión confusa de Pedro, se explicó—: supone dejar a Jonathan aquí.


—No molestas a nadie dejando a Jonny aquí —aseguró él. Acarició la cabeza del perro antes de empujar la puerta de vaivén que conducía a la otra zona de la clínica—. Rhonda está aquí.


Sujetó la puerta con la espalda, esperando a que ella cruzara el umbral y lo siguiera.


Paula no tuvo otra opción que hacer lo que pedía. Negarse habría sido una grosería.


Pedro la condujo al lugar donde la setter irlandés se recuperaba de la segunda operación. Estaba dormida y parecía tranquila, pero tenía los cuartos traseros envueltos en vendajes. La perra estaba en una jaula.


—¿No está apretada, ahí dentro? —preguntó Paula. Su voz sonó compasiva.


—Ahora mismo, no quiero que se mueva mucho —explicó él—. Si veo que responde bien a la cirugía y los puntos se cierran, haré que la transfieran a un corredor, antes de que mi vecino la lleve de vuelta a casa.


—¿Un corredor? —repitió Paula.


En vez de explicarlo verbalmente, Pedro agarró su mano y la condujo a otra parte de la clínica.


Había tres recintos grandes, independientes pero uno junto a otro. Los tres eran lo bastante anchos para que cualquier animal pudiera estirarse a gusto, e incluso corretear alrededor de la zona, si eso era lo quería.


Pedro, en silencio, dejó que ella absorbiera lo que veía y la razón del nombre.


—¿Estás seguro de que no te importa que deje a Jonathan aquí todo el día? —volvió a preguntar ella.


—Estoy seguro —sonrió—. Además, así tendrás un motivo para volver.


Paula no sabía por qué el hombre conseguía que se le acelerara el corazón con solo una mirada. Al fin y al cabo, no era ninguna adolescente con la cabeza en las nubes. Era una adulta que se había enfrentado sola a la vida y a la muerte. Tener palpitaciones por culpa de un hombre guapo no encajaba con la imagen que tenía de sí misma.


En ese momento, la recepcionista asomó la cabeza por la puerta. Lily notó que Jonathan ya no estaba con ella.


—Doctor, Penelope ya está aquí, para su inyección. La he puesto en la Sala 3.


—Dile a la señora Olsen que iré ahora mismo, Erika —se volvió hacia Paula—. Penelope es una chihuahua. Ponerle una inyección es todo un reto. La aguja es casi tan grande como ella. La pobre se pone a temblar en cuanto entro en la sala y me ve. Odio que los animales me tengan miedo —le confió, mientras iban hacia la puerta de vaivén. Una vez allí, se detuvo..


—Estamos abiertos hasta las seis —dijo—. Si necesitas que Jonathan se quede aquí más tiempo, me lo llevaré a casa —ofreció.


—Gracias, pero no será necesario. Tengo una jefa muy comprensiva y me dejará que salga a recoger a Jonathan —contestó ella—. Te veré antes de las seis —aseguró.
Después, 

Paula salió de la clínica caminando más deprisa de lo que era habitual.


Pero cuando llegó al coche y se sentó al volante, tuvo que admitir que, por muy rápido que se moviera, iba a resultarle imposible acercarse siquiera a rozar la velocidad a la que iban sus pensamientos.