sábado, 21 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 17





Observo a los gran daneses unos segundos. Su respiración sonaba rítmica y pausada. La maravilló comprobar que estaban dormidos de verdad.


—Buen truco —le dijo a Pedro, impresionada por la respuesta de sus mascotas. No cabía duda: ese hombre tenía un don.


—Adiestramiento —corrigió él.


Paula supuso que podía interpretarse así. Pero tenía sentido. Habría sido muy difícil convivir con dos animales tan grandes si no estuvieran adiestrados para cumplir sus órdenes a rajatabla.


—Eso también —concedió.


—¿Quieres otro? —preguntó él.


Paula se volvió para mirarlo. No estaba segura de a qué se refería el veterinario.


—¿Otro truco de adiestramiento? —aventuró.


—No —Pedro se rio—. Otro trozo de pizza —empujó la caja hacia ella—. Has terminado el trozo que te di, pero quedan tres cuartos de pizza en la caja.


—No, gracias, ahora mismo no —tenía sitio de sobra para otra porción, pero quería empezar con la montaña de cajas que invadía la casa. El aroma de la pizza cosquilleó sus sentidos. Si no fuera tan disciplinada, se habría rendido—. Aunque me siento tentada —admitió.


—Sí, yo también —dijo Pedro recorriéndola con la mirada, más despacio de lo que podría considerarse correcto.


—Hablaba de la pizza —puntualizó ella, aceptando en silencio el halago que acababan de hacerle sus ojos.


—Lo sé. Yo también —dijo él, sin mirar ni un momento la caja de pizza.


Paula sintió una oleada de calor. Su mente fue invadida por pensamientos que no tenían nada que ver con vaciar cajas, comer pizza o adiestrar a perritos rebeldes. La forma en que la miraba hacía que se sintiera deseable; además de dar alas a la su imaginación.


«Seguro, eres tan irresistible para este hombre como la hierba gatera para un minino», se burló la vocecita que residía en su cabeza. «Enderézate y pórtate bien», ordenó la voz. Paula decidió sentar las bases que podían satisfacerlos a ambos.


—Podremos comer otro trozo de pizza después de vaciar dos cajas cada uno —dijo. Al ver la mirada irónica y dubitativa de Pedro, enmendó los términos—. Vale, una
caja tú, dos yo —por si eso lo llevaba a pensar que se creía más rápida que él, se explicó—: Tengo mucha práctica en embalar y desembalar.


—¿Te has mudado muchas veces? —preguntó él, abriendo una caja grande que había junto al sofá.


Ella rio suavemente y negó con la cabeza. Seguía viviendo en la casa en la que había nacido.


—Ni siquiera una.


—Entonces, ¿por qué…?


—¿Por qué he dicho que tengo práctica? —interrumpió ella—. Porque la tengo. Empaqueto los postres antes de que los transporten a su destino, y cuando llegan allí tengo que desempaquetarlos y asegurarme de que llegan a la mesa en perfecto estado, tal y como espera el cliente que ha pagado la factura del catering. Exponer los postres para sacar el mejor partido posible a su aspecto requiere cierta delicadeza —explicó ella—. En una fiesta, nada da peor impresión que un pastel aplastado o una tarta torcida.


—Si saben tan bien como lo que he probado de tu horno, estaría dispuesto a rebañar el interior de una caja de cartón.


—Muy amable por tu parte —se rio ella—. Pero eso no cambia lo que he dicho, que puedo desempaquetar cosas con rapidez, mientras que tú pareces dispuesto a aferrarte a cualquier excusa, por vana que sea, para no tener que enfrentarte al interior de esas cajas.


—Cierto —reconoció Pedro—. Soy igual con la cesta de la compra, por eso no tengo nada en casa y me llaman por mi nombre en la mayoría de los sitios de comida para llevar de la zona.


—Nunca habría pensado que eras de esos que lo dejan todo para mañana —Paula se remangó y se concentró en la caja que tenía más cerca.


Muy al contrario, habría dicho que Pedro era de los que se enfrentaban a cualquier asunto sin la menor dilación. A veces las apariencias engañaban, era innegable.


—Supongo que eso me convierte en un hombre misterioso, alguien que es imposible leer como un libro abierto —dijo él, con expresión gozosa.


—En mi opinión, te convierte en un hombre que necesita que le den un empujón —lo corrigió ella—. Necesito una navaja o, si no tienes, un cuchillo —dijo. Había intentado abrir la caja a tirones, sin éxito. Si sigo haciéndolo con las manos, acabaré rompiéndome todas las uñas.


—No querría que pasaras por eso —dijo él, ya de camino a la cocina. Sacó un cuchillo de uno de los cajones y fue a dárselo.


—Veo que sí has guardado algunas cosas —dijo ella, señalando los utensilios que había en el cajón.


Él miró por encima del hombro y, al ver que no lo había cerrado bien, fue a hacerlo.


—Aunque me gustaría quedar bien, lo cierto es que no —rezongó él.


—El cajón está lleno de utensilios útiles. No es un cajón en el que hayas echado cualquier cosa que te encontrabas por ahí. Eso se llama organización.


—No, eso se llama madre. Eran sus cosas. Tras su muerte, fue incapaz de tirarlas.


Además, aunque no lo dijo, las de ella eran de mejor calidad que las que él había comprado mientras estaba en la universidad. Cuando su relación con Irene había acabado de repente, había pedido a los del camión de la mudanza que metieran todo en cajas y lo llevaran a la casa de su madre, en California.


Ella empezó a entender lo que le ocurría. Pero, a esas alturas, se trataba de un asunto práctico; no podía tener todo duplicado.


—Siempre hay asociaciones benéficas a las que donar ciertas cosas —dijo con gentileza.


—Pronto…, pero aún no —Pedro sabía que tenía razón.


—La verdad, es que entiendo cómo te sientes —Paula no quería que pensara que intentaba presionarlo—. Cuando mi madre murió, tampoco me deshice de nada suyo. Pero con el paso del tiempo decidí que estaba siendo egoísta. Mi madre tenía muchas cosas bonitas en buen estado. Había, y sigue habiendo, muchas mujeres necesitadas que apreciarían un par de zapatos, o un vestido, que les levantará el ánimo. A veces, algo tan simple ayuda a ver la vida de forma más positiva.


Paula siguió hablando mientras vaciaba metódicamente la primera caja y organizaba su contenido en la mesita de café y en el suelo.


—A mi madre le gustaba ayudar a la gente, incluso cuando ella apenas tenía nada. Sé que habría querido que regalara sus cosas, así que elegí algunas especiales, cosas que me la recordaban de verdad, y distribuí el resto entre distintas asociaciones benéficas. Pero tardé mucho tiempo en poder hacerlo —recalcó—. Así que entiendo exactamente lo que sientes.


Paula estaba llegando al final de la caja y se sintió obligada a comentar lo que había descubierto en el proceso de vaciarla.


—Para ser un hombre al que no le gusta desempaquetar, la verdad es que empaquetas de maravilla.


Pedro se planteó dejar pasar el comentario, aceptándolo como un cumplido. Pero eso habría equivalido a mentir; como poco, daría pie a que ella se hiciera una idea equivocada. No podía permitirlo, sobre todo dado el esfuerzo que estaba haciendo por ayudarlo, pero también porque empezaba a plantearse la posibilidad de iniciar una relación con esa mujer tan especial.


—Yo no —dijo. Ella lo miró con sorpresa—. Contraté a una empresa de mudanzas que se ocupó de todo. Por desgracia, aunque fueron muy eficaces llenando cajas, no conseguí sobornarlos para que las vaciaran una vez en su destino.


—¿De verdad intentaste sobornarlos? —inquirió ella, intentando no reírse de él.


—No, pero tendría que haberlo hecho. La verdad es que no creí que lo retrasaría tanto tiempo. Pero cada día encuentro una razón para no empezar, y a Leopold y Max no parece molestarlos —añadió, para repartir un poco la culpa—. De hecho, creo que les gusta tener cajas por toda la casa. Para ellos, es como un laberíntico gimnasio privado.


Esa vez, Paula no pudo controlar la risa.


—Sin ánimo de ofender, no creo que a los perros le importe un pimiento este gimnasio laberíntico. En cualquier caso, aunque les guste, tendrán que adaptarse —dijo, sin dar lugar a discusión.


Dejó la caja ya vacía a un lado. Pensaba llevarla al contenedor de reciclaje más tarde.


—¿Me estás diciendo que pretendes quedarte aquí hasta que todas estas cajas estén vacías, dobladas y listas para reciclar? —Pedro la miró con incertidumbre.


Paula no habría sabido decir si estaba sorprendido o si le desagradaba la idea de que pasara tanto tiempo allí.


—No. Pero pienso seguir viniendo hasta que lo estén.


—¿Por qué ibas a hacer eso? —Pedro se dejó llevar por la curiosidad. Ninguno de sus viejos amigos del instituto se había ofrecido a ayudarle a conquistar ese reino de cartón.


—Considéralo pagar un favor con otro —repuso ella sin el menor titubeo—. Además, mi madre me enseñó a no dejar nunca algo a medias. El trabajo acaba cuando queda acabado —recitó, como si fuera un mantra.


—Eso parece salido del manual de Yogi Berra —dijo él, divertido, refiriéndose a un famoso jugador de los Yankees.


La sonrisa de Paula le confirmó que estaba familiarizada con la historia del béisbol. Una cosa más que tenían en común.


—Un hombre sabio, Yogi Berra —comentó Paula sonriente, volviendo al trabajo.




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