Paula tenía la sensación de no haber estado nunca tan ocupada.
La empresa de catering de Teresa tenía no uno, sino dos eventos, esa tarde.
Uno de ellos era de recaudación de fondos para una organización benéfica local. Conllevaba una comida de siete platos para ciento cincuenta y ocho invitados. El otro era una celebración de menor escala. Una pedida de mano, que solo requería champán y una tarta para alrededor de treinta persona, más o menos.
Paula trabajó sin descanso desde que entró al local hasta que empaquetó cuidadosamente el último postre para enviarlo a su destino.
Inconscientemente, dejó escapar un largo suspiro de alivio.
Se sentía como si llevara en pie dieciocho horas seguidas y, aunque le encantaba su trabajo, se alegró de haber terminado.
—Hoy te has superado a ti misma —dijo Teresa, mientras supervisaba la colocación de la comida en la furgoneta. Después, miró con atención a su chef de repostería—. Pareces agotada, Paula.
Hiciera lo que hiciera en su vida, Teresa era, sobre todo y ante todo, madre, con las prioridades maternales que acompañaban a ese título.
—¿Necesitas que alguien te lleve a casa, cielo? No quiero que te quedes dormida al volante. Te llevaría yo misma, pero aún no he descubierto cómo estar en dos sitios a un tiempo. Tres está por completo fuera de mi alcance, al menos de momento —dijo la mujer, con ojos chispeantes.
—Estoy bien, Teresa —le aseguró Paula. No quería que se preocupara por ella—. Además, no voy a ir directa a casa.
Teresa, que estaba ya saliendo por la puerta, para dirigirse al evento benéfico y asegurarse de que todo fuera bien, se volvió hacia ella. Era obvio que había aguijoneado su curiosidad.
—¿No? —taladró a Paula con sus brillantes ojos—. ¿Tienes una cita?
—Con el perro —respondió Paula con una risa—. Esta mañana, antes de venir, dejé a Jonathan en la clínica veterinaria.
—Oh, ¿está enfermo? —como en parte había sido idea suya unir a Paula con el cachorro, no podía evitar sentirse responsable de la situación.
—No, no, nada de eso —se apresuró a asegurar Paula—. Pedro, el doctor Alfonso —corrigió—, me sugirió que dejara a Jonathan en la clínica para que estuviera bien cuidado durante mi ausencia. Era eso o arriesgarme a que creara un caos en casa; la verdad, no me gusta nada la opción de meterlo en una de esas jaulas.
Teresa ladeó la cabeza, escrutándola.
—Supongo que estás hablando del perro, no del veterinario, ¿verdad? —quiso saber.
Paula se echó a reír, lo que la relajó un montón.
—Sí, pero, para tu información, tampoco me gustaría meter al doctor Alfonso en una jaula.
—Estoy segura de que le alegraría saberlo —dijo Teresa. En ese momento, el conductor hizo sonar el claxon de la furgoneta—. Bueno, tengo que irme volando. Diviértete.
—Solo voy a recoger al perro —aclaró Paula, que no le veía mucho sentido a la sugerencia.
—No hay razón para que no te diviertas haciéndolo —dijo la mujer mayor, con una sonrisa ambigua y misteriosa en el rostro, antes de salir a toda prisa.
Paula se quedó mirando la puerta, pensando que era un comentario de lo más extraño. Pero no tenía tiempo para analizarlo. Tenía un perro que recoger y solo media hora de tiempo. La clínica cerraba a las seis.
Se dijo que podía llegar en veinte minutos.
*****
En circunstancias normales habría llegado a la clínica sin problemas en ese tiempo. Pero la normalidad no incluía un accidente que había involucrado a tres coches y provocado un corte de tráfico para permitir que dos ambulancias y tres grúas llegaran cuanto antes al lugar del siniestro.
Estresada y al límite de su paciencia, Paula llegó a la Clínica Veterinaria Bedford, dieciséis minutos después de que cerrara sus puertas.
Aun así, sin perder la esperanza, Paula aparcó en el primer sitio que vio, saltó del vehículo y corrió hacia la puerta de entrada. Intentó girar el pomo, pero estaba bloqueado y no se veían luces en el interior de la clínica.
Se preguntó qué hacer. Pedro iba a pensar que había dejado al perro allí a propósito y no iba a volver a por él.
Entonces lo vio.
Había un sobre con el membrete de la cínica pegado en una esquina de la puerta. Tenía su nombre escrito con letras mayúsculas.
No perdió tiempo en despegar la cinta adhesiva y abrir el sobre. Dentro había una nota.
Paula, he tenido que cerrar. No te he localizado por teléfono, así que me llevo a Jonny a casa. Si quieres recogerlo hoy, esta es mi dirección.
Al igual que el resto de la nota, la dirección estaba escrita con letras de imprenta, aún más grande, para que no hubiera posibilidad de que tuviera problemas al leerla.
Paula se dio cuenta de que Pedro vivía bastante cerca de ella. Si no se equivocaba, a solo dos urbanizaciones de la suya.
Sin duda, el mundo era un pañuelo.
Encendió el GPS para asegurarse de no cometer ningún error por el camino y puso rumbo hacia la dirección que indicaba la nota de Pedro.
Había asumido, tal vez por la profesión de Pedro, que viviría en una de las casas modernas que habían construido recientemente en la zona. Bedford, que había sido un pueblo pequeño, surgido alrededor de una universidad estatal, había crecido y seguía creciendo. Se había convertido en una ciudad bulliciosa que, por suerte, aún mantenía un cierto ambiente provincial.
El GPS la condujo a uno de los barrios más antiguos. Al ver la casa que concordaba con la dirección de la nota, concluyó que debía de tener los mismos años que la suya. Alrededor de treinta.
Tras la muerte de su madre, Paula había descubierto que no tenía corazón para vender la casa. La idea de que otra familia se instalara allí y lo cambiara todo era demasiado difícil de aceptar en ese momento. Allí había demasiados recuerdos para dejarlos atrás de sopetón.
El coche de Pedro estaba aparcado en la entrada, así que dejó el suyo junto a la acera. Bajó del coche y fue hacia la enorme puerta doble. En cuando pulsó el timbre, oyó ladridos.
Jonathan.
Pero un segundo después le pareció captar dos ladridos distintos, o tal vez fueran tres. Sin duda allí había al menos un perro que no era Jonathan. Se preguntó si el cachorro había aprendido a jugar con él. Eso la llevó a plantearse otras preguntas, todas relacionadas con la seguridad del enérgico perrito.
Preocupada, iba a llamar al timbre por segunda vez cuando se abrió la puerta. Pedro, tenía una mano en la puerta y con la otra sujetaba no a un perro, sino a tres. Sonrió al verla.
—Así que lo has conseguido —lo dijo como si tuviera que felicitarse por ello—. No sabía si verías la nota o no. Entra, por favor.
Paula pensó que no tendría que haber tenido que dejarle una nota; se sentía culpable por haberle ocasionado una molestia adicional. Tendría que haber llegado a la clínica a tiempo de recoger a su mascota.
—Lo siento —se apresuró a decir—. Teníamos dos eventos al mismo tiempo y luego me topé con una colisión en cadena y…
Abrumado por el torrente de palabras y por la velocidad a la que hablaba, Pedro alzó la mano para detener sus explicaciones.
—Tranquila, no importa. Me lo habría quedado esta noche si no hubieras podido venir a recogerlo por alguna razón. Intenté llamarte antes de cerrar —dijo. Las tres llamadas habían saltado directamente al buzón de voz. Normalmente, solo había una razón que justificara eso—. ¿Tienes el teléfono apagado?
—Me quedé sin batería —confesó, avergonzada. Habría sido la primera en admitir que ese no había sido uno de sus mejores días—. Anoche se me olvidó ponerlo a cargar.
—A mí me pasa lo mismo —dijo Pedro con expresión divertida.
Paula dudó de su palabra. Tenía la sensación de que había dicho eso para hacer que se sintiera mejor, y en cierto modo lo había conseguido.
—Jonathan ha estado haciéndose amigo de Leopold y Max —dijo, señalando a los dos gran daneses que estaban a los costados del perrito, como si fueran dos enormes sujetalibros—. Creo que piensan que es un juguete que les he traído de regalo.
—Espero que no piensen que es un juguete mordedor ni intenten enterrarlo en el jardín como a un hueso —bromeó Paula. Después se puso seria—. No sé cómo darte las gracias —empezó—. Excepto agarrando su correa y dejándote en paz ya mismo.
—No hace falta que corras —dijo él, recorriéndola con la mirada—. He pedido una pizza. Puedes quedarte y compartirla conmigo. Habrá más que suficiente para dos.
—¿Pizza? —repitió Paula.
—Sí —no sabía por qué ella lo miraba con expresión de incertidumbre—. Ya sabes, esa cosa redonda con salsa de tomate y queso. La gente suele añadir otros ingredientes por encima.
—Sé lo que es la pizza —miró las cajas que había amontonadas por todas partes—. ¿Vas a cenar eso porque estás ocupado empaquetando cajas para mudarte?
—No estoy empaquetando nada —dijo él—. ¿Qué te hace pensar que voy a mudarme?
—Hay cajas amontonadas por todas partes —dijo ella, señalando una de las torres de cartón—. Si no vas a mudarte, ¿qué hacen aquí todas estas cajas?
—No voy a mudarme a otro sitio. Estoy mudándome aquí. Esta es… era —corrigió— la casa de mi madre. Pensé en instalarme aquí en vez de alquilar un apartamento, hasta decidir si quiero venderla o no.
—Así que has perdido a tu madre hace poco —concluyó Paula, entendiendo muy bien lo que sentía. Había pasado por el mismo debate interno tras la muerte de su madre.
—A mí me lo parece —admitió. Como no quería confundirla por falta de datos, puntualizó—: Pero lo cierto es que fue hace casi cinco meses.
Ella recorrió la estancia con la vista. Las cajas casi hacían que sintiera claustrofobia. Si viviera allí, no podría descansar hasta guardar todo en su sitio y llevar las cajas a un contenedor de reciclaje.
—¿Cuándo te mudaste? —preguntó, curiosa.
—Hace unos tres meses —contestó él.
Paula pensó que lo decía en broma. Pero una ojeada a su rostro esculpido la convenció de que no era el caso. No entendía cómo podía soportar vivir así.
—¿Tres meses? ¿Y no has desempaquetado las cosas? —preguntó, mirándolo con fijeza.
—No todas —contestó él con vaguedad, esperando que no le pidiera más detalles.
Lo cierto era que, exceptuando algo de ropa, no había desempaquetado nada. La desidia se había apoderado de él. Si no desempaquetaba sus cosas, podía simular que en algún sitio, en otra dimensión, su vieja vida seguía intacta y, quizás, incluso su madre estuviera viva. Sabía que era un sinsentido, pero su mente no siempre funcionaba de manera lineal y lógica.
—Voy poco a poco. En realidad, no se me da nada bien desempaquetar —reconoció.
Paula entró en la siguiente habitación, que tenía un aspecto muy parecido a la que acababa de dejar.
—¿En serio? Nunca lo habría adivinado —dijo, alzando la voz para que la oyera. Cuando se reunió con él, le hizo una oferta—. ¿Qué te parecería algo de ayuda? Va mucho más rápido cuando se ocupan de desempaquetar dos personas, en vez de una.
Él no quería incomodarla y, sobre todo, no quería la compasión que veía en sus ojos.
—Gracias, pero puedo apañarme.
—Sin ánimo de ofender,Pedro , dudo que puedas. Además, en cierto modo, lo vería como una especie de pago por ocuparte de Jonathan.
En ese momento sonó el timbre.
—Espera —dijo él, yendo a abrir—. ¿Esa oferta significa que cenarás pizza conmigo? —preguntó, con la mano en el pomo.
—Sí, si hace falta sí, tomaré un trozo de pizza. Después nos pondremos manos a la obra —puntualizó.
Pedro pagó al repartidor con un billete de veinte y le dijo que se quedara con el cambio. Cerró la puerta con la espalda, sosteniendo la enorme caja con ambas manos. La pizza estaba caliente y desprendía un aroma que le hacía la boca agua.
Paula no podía dejar de mirar la caja que sujetaba.
—Es enorme —comentó, sin poder evitarlo.
Él miró la caja como si la viera por primera vez. No podía negar que era bastante grande.
—Pensé que, ya puestos, merecía la pena comprar bastante para la cena de mañana.
—Oh, no, mañana por la noche cenarás caliente —lo contradijo Paula, negando con la cabeza.
—Esto está caliente —dijo él.
—Comida caliente auténtica —recalcó ella. Como parecía resistirse a la sugerencia, que hacía con su mejor voluntad, añadió—: Ni siquiera tendrás que pensarlo. La traeré yo —le gustaba esa idea—. Así podremos comer mientras vaciamos cajas.
Él no recordaba haber accedido a que el proyecto se ampliara a dos días. Aunque le gustaba la idea de que fuera a compartir otra comida con él, no quería que se sintiera obligada a ofrecerle una especie de dos por uno.
—No tienes por qué hacer eso —protestó.
—Tú no tenías por qué ofrecerte a ocuparte de Jonathan, ni a adiestrar, a ambos, en las técnicas básicas —contraatacó ella.
Pedro comprendió que discutir con ella era fútil. Aunque no parecía testaruda, era obvio que lo era, y mucho.
—Cierto —condescendió—, pero esto… —señaló a su alrededor— es mucho más que ofrecer a una mascota un sitio donde estar.
—Son lentejas, las tomas o las dejas.
—No estoy seguro de qué quieres decir con eso —dijo él, que nunca había oído esa expresión—, pero acepto —sabía cuándo rendirse y cuando plantarse y batallar. No era el momento adecuado para la segunda opción—. Supongo que no me iría mal algo de ayuda.
—Me alegro, porque pensaba ayudarte quisieras o no —aprobó Paula, sonriente.
—¿Y cómo ibas a hacerlo? —preguntó Pedro con curiosidad—. No sabes dónde va nada.
—Cierto —concedió ella—. Pero se me da bien organizar y, además, estoy segura de que, antes o después, acabarías rindiéndote y ayudándome.
—¿Podemos comer antes? —sugirió Pedro, señalando la caja de pizza que, ya en la mesita de café, lo llamaba a voz en grito—. Al fin y al cabo, las cajas no van a irse a ningún sitio.
—Cierto, pero tampoco van a vaciarse solas —le devolvió Paula.
—¿Qué tal si llegamos a un compromiso?
Paula siempre había tenido fe en los compromisos. Además, no quería que el hombre la considerara una especie de fanática que se largaba a casa si no conseguía salirse con la suya.
—Adelante —urgió—. Te escucho.
—Primero nos comemos una porción cada uno, después empezamos —sugirió, acercando la caja hacia ella—. No sé tú, pero yo he tenido un día muy largo y me muero de hambre. Si no como algo pronto, no tendré energía ni para abrir una caja, menos aún para organizar lo que haya dentro.
Ella pensó que su día también había sido de ese estilo. Iba a decirlo, pero el rugido de su estómago lo impidió. Había trabajado toda la hora del almuerzo, paliando el hambre con un puñado de tomates cherry. Eso se digería pronto.
—Me tomaré ese ruido como un sí —dijo Pedro con una sonrisa satisfecha. Puso fin a la discusión abriendo la tapa de la caja e inhalando con fuerza. El aroma era de lo más seductor—. Ahora mismo, me huele casi tan bien como tus pastas la otra noche.
—De acuerdo, una porción por cabeza y nos pondremos a trabajar. Si me dices dónde están, iré a por platos y servilletas —ofreció.
—Gracias —Pedro se rio—. Seguramente tardaría más en explicarte dónde encontrarlos que en ir yo —iba hacia la cocina cuando se detuvo en seco al sentir un perro rozar su pierna—. Vigila la pizza. Y pon cara de mala —dijo—. Si Leonard o Max detectan el menor indicio de debilidad, simularan una pelea para distraerte y robarán la caja antes de que puedas reaccionar.
—¿Simularán una pelea? —Paula lo miró atónita. Le parecía algo increíble. Al fin y al cabo, Pedro hablaba de dos perros. Aunque no estaba familiarizada con el mundo
canino, le costaba creer que los animales de cuatro patas utilizaran procesos mentales humanos.
—No lo dudes ni un segundo. A pesar de esa cara de buenos, forman un dúo muy astuto.
—Eso parece —murmuró ella.
No sabía si creer a Pedro pero, por si acaso, centró la atención en los dos grandes daneses.
Entretanto, Jonathan se había cansado de intentar atraer la atención de los dos perros, grandes y mayores que él, y se había tumbado a los pies de Paula, como una alfombra jadeante. Siguió allí incluso después de que Pedro volviera con servilletas y dos platos.
En cuanto Pedro ofreció una porción a Paula, Leopold y Max alzaron la cabeza con interés.
—Abajo, chicos —ordenó Pedro—. No estáis siendo educados con nuestra invitada —como los dos perros siguieron mirando el plato de Paula, repitió la orden, esa vez con más fuerza.
Moviéndose al unísono, ambos bajaron la cabeza, se dejaron caer al suelo y se estiraron. Segundos después, sus párpados se cerraron.
Ella habría jurado que los dos perros se habían dormido instantáneamente.