viernes, 20 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 13




Eres, sin duda, una joven de increíble talento.


Pedro emitió el cumplido tras saborear el primer bocado de la pasta que había elegido al azar. Estaba rellena de nata montada y tenía el toque justo de amaretto. Era tan ligera que no lo habría sorprendido verla levitar.


—Solo horneo —dijo ella, encogiendo los hombros. Aunque agradecía el elogio, no quería darle la impresión de que iba a subírsele a la cabeza.


—No —corrigió Pedro—. Mi difunta madre, Dios la bendiga, «horneaba». Sus postres, cuando los hacía, sabían a amor, pero eran predecibles, buenos pero no especiales. Los tuyos son más que especiales. Tú no «horneas», tú creas. La diferencia es enorme.


Pedro hizo una pausa mientras se deleitaba de nuevo. Se comió casi tres cuartas partes de la pasta antes de seguir hablando.


—Suelo ser una de esas personas que comen para vivir, no que viven para comer. Nadie podría acusarme nunca de ser un comilón, o como se llamen esas personas que disfrutan hablando de sus «aventuras gastronómicas». Pero, si tuviera acceso a esto cada vez que me apeteciera disfrutar de una experiencia mística, cambiaría de afiliación, aparte de engordar una barbaridad. Por cierto —Pedro la miró de arriba abajo—, ¿por qué no estás gorda tú?


—Ya te lo he dicho, no me como lo que hago —antes de que él dijera que le costaba creerlo, siguió—. Sí, pruebo un poco de esto y de aquello, para asegurarme de que no hará vomitar a nadie, pero nunca he sentido deseos de comerme una bandeja de pastas.


La expresión de Pedro le indicó que le costaba conciliar eso con la reacción que sentía él hacia el resultado de sus esfuerzos culinarios.


—Yo en tu lugar, tendría una seria conversación contigo misma, porque esa testarudez te está impidiendo mantener una relación amorosa con tus papilas gustativas —lamió el poquito de nata montada que le quedaba en los dedos y descubrió que quería más—. ¿Cómo has inventado estas? —preguntó, señalando la bandeja de pastas que tenía más cerca.


La técnica de Paula no era ningún secreto. Se basaba en un enfoque práctico.


—En realidad es un proceso simple. Reúno un montón de ingredientes y veo adónde me llevan —a modo de refuerzo, Paula señaló los envases, tarros y cajas que estaban agrupados en un extremo de la encimera.


A él le parecía una forma extraña de explicarlo. Pero la gente creativa tenía un proceso mental distinto al del resto de los mortales.


—¿Qué significa eso? —preguntó con curiosidad—. ¿Miras los ingredientes hasta que, de repente, te hablan?


—No con tantas palabras, pero sí, puede. ¿Por qué?


Él movió la cabeza, aún maravillándose de que ese enfoque pudiera llevarla a crear algo tan divino. No le habría costado ningún esfuerzo comerse media docena de pastas seguidas.
—Intento familiarizarme con tu proceso creativo —respondió él—. Nunca había estado en presencia de una maga.


—Ni lo estás ahora. No es magia, es repostería. Y, por cierto —dijo—, acabas de comerte una de mis pastas «ligeras», bajas en calorías.


—Estás de broma —la miró, preguntándose si decía la verdad o lo estaba engañando.


—No cuando se trata de calorías —repuso ella con tono solemne.


—¿Bajas en calorías? —repitió él, mirando las pastas que quedaban en las bandejas.


—Sí —confirmó ella—. Ya te dije que no podías notar la diferencia.


Pedro movió la cabeza, claramente impresionado.


—Eso si que es repostería inspirada —musitó con asombro.


—Vale, eso sí lo acepto —dijo Paula. Si quería halagarla, no tenía por qué impedírselo—. ¿Puedo prepararte algo de cena para acompañar tu postre «mágico»? —preguntó, sorteando a Jonathan, que parecía ensimismado y pendiente de su héroe.


—No, gracias, estoy bien —al ver que ella enarcaba una ceja, continuó—. Compré una hamburguesa de camino hacia aquí. No quería molestarte.


—¿Y te la has comido ya? Porque aún puedo prepararte algo más comestible que una hamburguesa de un sitio de comida rápida.


A él le gustó cómo arrugaba la nariz con lo que parecía un inconsciente desdén hacia la industria de la comida rápida en general.


—No lo dudo, pero la hamburguesa rellenó el agujero de mi estómago, por el momento. Además, cuando te pedí dejar el adiestramiento para otro día, me refería también a lo de cenar. Salir a cenar —recalcó.


—En casa no hay que esperar a que te sienten —comentó ella. Para Paula, cocinar era una forma de expresarse y disfrutaba haciéndolo. Quería convencerlo de que no suponía ninguna molestia.


—¿No te gusta que te sirvan? —preguntó él.


—No especialmente —admitió ella. Después, para que no la creyera un bicho raro, añadió—. Pero no me gusta demasiado fregar los cacharros.


—¿Lo haces? —preguntó él con sorpresa—. ¿Fregar cacharros? —aclaró al no recibir respuesta.


—Sí —no entendía el porqué de la pregunta. Acababa de decirle que lo hacía.


—¿No funciona el lavavajillas? —miró el aparato, que estaba junto a la cocina.


—No lo sé, nunca lo he usado. Vivo sola y no me parece bien usar tanta agua para unos pocos platos.


—Entonces, espera hasta tener bastantes sucios para llenar el lavavajillas —sugirió él.


—Eso me parece aún peor —Paula tuvo que controlar un escalofrío al imaginarse platos sucios, unos sobre otros—. La idea de acumular cosas sucias hasta tener suficientes me suena fatal —dijo con sentimiento—. Es más fácil fregar sobre la marcha. Mi madre me enseñó eso —dijo, sin venir a cuento—. Esta era su casa, nuestra casa, aunque yo nunca colaboré económicamente. Mi madre se ocupaba de todo —recordó con cariño—. Necesitaba dos empleos, a veces tres, para pagar las facturas.


Siguió hablando, sumida en sus recuerdos.


—Si sobraba algo, lo apartaba para que yo fuera a la universidad. Para cuando llegó ese momento, había bastante dinero en ese fondo de ahorros. Suficiente para que pudiera empezar la carrera que quisiera.


—¿Adónde fuiste? —preguntó Pedro, interesado. Vio cómo su sonrisa se apagaba.


—No fui —Paula irradiaba dolor—. Ese fue el año que mi madre enfermó. Al principio, los médicos a los que visitó le decían que eran imaginaciones suyas. Hasta que uno decidió hacerle una serie de pruebas más complicadas y mi madre supo que no eran imaginaciones. Tenía un tumor cerebral.


Dijo el diagnóstico con voz tan queda que Pedro no lo habría oído si no hubiera estado cerca de ella.


—Para cuando lo encontraron, tenía tantas metástasis que extirparlas todas era demasiado difícil. La operaron e hicieron cuanto pudieron, hasta que mamá dijo: «Se acabó». Les dijo que quería morir en casa, entera. Y lo hizo —concluyó Paula con orgullo. Le tembló la voz mientras luchaba contra las lágrimas que surgían siempre que hablaba de su madre—. Utilicé el dinero de la universidad para pagar sus facturas médicas —Paula encogió los hombros con impotencia, como si eso la hubiera ayudado a soportar su pérdida—. Me pareció lo correcto.


Paula dejó de hablar para limpiarse las lágrimas que insistían en escapar de sus ojos


—Disculpa, me emociono mucho si hablo de mi madre durante más de dos minutos —intentó sonreír, con éxito parcial—. No era mi intención ponerme triste y sombría contigo.


—No importa —le aseguró él—. Sé lo que es perder a una madre que lo sacrificó todo por uno. Darías hasta el último céntimo para pasar un día más con ella. Pero como no puedes, intentas demostrarle al mundo que ella no se equivocaba respecto a ti. Que puedes hacer algo que cuente, algo que suponga una diferencia. No tengo ninguna duda de que en algún sitio, tu madre y la mía nos observan y están satisfechas de las personas que criaron con su esfuerzo —dijo él, con una sonrisa de consuelo.


Ella inspiró profundamente, esforzándose por controlar sus emociones. Lo que Pedro había dicho la reconfortaba mucho.


—¿De verdad piensas eso?


—Estoy seguro —replicó él. La miró y vio el brillo de una lágrima—. Te has dejado una.


Alzó su barbilla con la punta del dedo y la echó hacia atrás. 


Después, con el pulgar, Pedro limpió la lágrima vagabunda que surcaba su mejilla.


Sus ojos se encontraron un largo momento y ella tuvo la sensación de que el aliento que estaba conteniendo se solidificaba en su garganta.


Esperando.


Deseando.


Intentando no hacerlo.


Y entonces, todo lo demás, la cocina, las pastas, e incluso el activo perrito que era el responsable de que se hubieran conocido, se difuminó hasta desaparecer.


Ella era muy consciente del ritmo desbocado que había adquirido su corazón.


Pedro bajó la boca hacia la suya y suavemente, como un rayo de sol que acariciara su piel, la besó.


Se apartó de inmediato y, por un segundo, ella pensó que el latido frenético de su corazón lo había asustado.


—Perdona, no pretendía aprovecharme de ti de esa manera —dijo él, aún con la mano en su mejilla.


—No lo has hecho —Paula temía que se le cascara la voz—. Y no hay nada que perdonar, excepto…


—¿Excepto? —la animó él.


Paula movió la cabeza, no quería seguir. Solo iba a avergonzarse a sí misma, y a él, si decía más.


—He dicho demasiado —musitó.


—No —la contradijo él—, no has dicho suficiente. Excepto ¿qué? —insistió.


Paula titubeó. Quizás tenía derecho a saberlo.


—Excepto que tal vez no haya durado bastante —murmuró, con las mejillas ardiendo de rubor.


—Tal vez no —aceptó él—. Veamos si esta vez lo hago mejor —murmuró él, antes de posar la boca en la suya por segunda vez.


En esa ocasión, nada ocurrió a cámara lenta. Ella sintió el calor circular por sus venas a la velocidad del rayo, recorriendo todo su cuerpo.


Habían estado sentados en los taburetes giratorios de la cocina y Paula sintió cómo se deslizaba hacia el suelo, rodeando el cuello de Pedro con los brazos.


Él se levantó en el mismo instante que ella.


Sus cuerpos se juntaron. La electricidad que había entre ellos chisporroteaba con fuerza inusitada.


Él paladeó la dulzura de su boca con más intensidad que sus creaciones de harina y nata. El amaretto de la pasta le había gustado, pero el sabor de esos labios era mucho más embriagador.


Tanto que campanas de alarma empezaron a sonar en todo su cuerpo, advirtiéndole que estaba metiéndose en algo para lo que quizás no estuviera preparado.


La magnitud de sus sentimientos bastó para hacer que Pedro retrocediera, preocupado por la consecuencias que lo esperaban si no tenía cuidado.


No fue fácil, pero se obligó a apartarse.


—Tal vez sería mejor que me fuera —dijo, con voz grave, casi arenosa.


Ella necesitaba tiempo para recomponerse. Tiempo para intentar entender lo que estaba ocurriendo allí, aparte de su derrumbamiento. Tiempo para recomponer la coraza que rodeaba su corazón, ya que esta se había agrietado.


—Puede que sí —aceptó.


Pedro intentó recordar qué lo había llevado allí para empezar. Le resultaba difícil fijar sus pensamientos; estaban dispersos y difusos. Solo era consciente de cuánto la deseaba.


—Solo quería decirte en persona por qué no vine esta tarde —consiguió decir, al fin.


—Te lo agradezco —dijo ella—. Agradezco todo lo que has hecho —añadió.


Paula empezaba a serenarse, por fin. Experimentó un gran alivio al recuperar la capacidad de pensar. Volvía a sentirse en posesión de sus facultades mentales. Al menos lo suficiente para poder mantener una conversación normal.


Algo en ese hombre amenazaba el mundo que había construido cuidadosamente, y si no estaba en guardia, todo lo que había hecho para proteger su corazón se disiparía como el humo.


—¿Por qué no te llevas un par para el camino? O más si quieres —sugirió Paula, esforzándose por hablar con tono normal. No era fácil hablar con el corazón en la garganta.


—¿Un par para el camino? —repitió él. Acababan de besarse, se preguntó si se refería a eso, mirándola con incertidumbre.


—O más —repitió ella—. Puedo envolver tantas pastas como quieras llevarte. Incluso podrías llevar alguna a tu pobre vecino, para compensarlo por el mal rato que ha pasado.


Entonces, todo encajó. Paula hablaba de las pastas, no de besarlo otra vez. Pedro se rio, más de sí mismo y de lo que había interpretado, que de lo que Paula estaba diciendo.


—Eres demasiado generosa —dijo.


—Me gusta regalar sonrisas, y estas pastas hacen que la gente sonría.


—Eso es cierto —dijo él. Miró las bandejas de pastas—. Soy una prueba viviente de ello.


—Entonces, deja que te dé algunas —no sonó a petición, sino a declaración de intenciones.


Un par de minutos después, había ocho pastas envueltas en una caja de cartón.


—¿Seguro que no quieres más? —preguntó. Él la había detenido cuando alcanzaba la novena, alegando que ocho ya eran demasiadas.


—Las quiero todas —dijo con sinceridad. «Y ahora mismo quiero más que pastas», pensó. Se obligó a concentrarse para evitar que ese pensamiento asomara a su rostro—. Pero sería puro egoísmo, ya has empaquetado más que suficientes —como no quería dejarlo así, siguió hablando—: Puedo venir mañana por la tarde, si quieres, y retomarlo donde lo dejamos.


Demasiado tarde, Pedro se dio cuenta de que la mala formulación de esa última frase podía dar lugar a un malentendido.


—Donde dejamos el adiestramiento de Jonny —añadió, incómodo.


Nunca se le había dado bien hablar, no era de los que podían venderle cubitos de hielo a un oso polar, pero tampoco había tenido nunca tantos problemas para expresar lo que quería decir. Sin duda, esa mujer había empeorado su capacidad de comunicarse. Se preguntó por qué.


No tenía una respuesta clara, y la única que se le ocurría lo ponía muy nervioso.


—Eso sería muy amable de tu parte —decía Paula, mientras lo acompañaba a la puerta. Jonathan los acompañó, correteando y enredándose entre sus piernas—. Hornearé algo distinto la próxima vez —prometió con una sonrisa que a él se le metió bajo la piel.


—Si lo haces, tendré que empezar a comprarme la ropa en la sección de tallas grandes —rio Pedro, moviendo la cabeza y abriendo la puerta.


Paula lo recorrió con la mirada, como si quisiera confirmar lo que ya sabía.


—Falta mucho para que ocurra eso —le aseguró.


—No tanto como crees —contestó él, justo antes de salir. No se atrevía a seguir en el umbral ni un segundo más.


Ella le hacía desear cosas que no debía. Cosas que, si no recordaba mal, solo conducirían a un final infeliz en un futuro próximo.


«Ya has pasado por eso», pensó, mientras subía al coche y lo ponía en marcha.


Como si quisiera contradecirlo, el cálido aroma de las pastas pareció acentuarse, llenando el coche. Eso le hizo pensar en Paula durante todo el camino a casa.





DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 12





Paula pulsó la banda verde que aceptaba la llamada.


—¿Hola?


—Paula, hola, soy Pedro —la voz grave que sonó al otro lado del teléfono pareció envolverla y llenar el aire que la rodeaba—. Me temo que ha habido un cambio de planes. No voy a poder ir a tu casa.


—Eso ya lo había imaginado —le dijo con tono despreocupado, para ocultar la decepción que sentía. 


Aunque había aceptado que no lo vería esa tarde, no podía negar que había sentido cierta esperanza al ver que era él quien llamaba.


Normalmente, Pedro lo habría dejado así y se habría despedido sin más explicaciones. Pero esa vez no quería hacerlo.


Siempre había sido honesto consigo mismo y tenía que admitir que no se trataba de una situación normal. No para él. No sabía por qué, pero quería salvaguardar todas su opciones, por si acaso.


—Un coche a atropellado a Rhonda —dijo.


—Oh, cielos, eso es terrible —la compasión de Paula saltó a primer plano, borrando cualquier otra emoción, a pesar de que el nombre no significaba nada para ella. Pedro no había mencionado a la mujer antes, pero era obvio que significaba mucho para él—. ¿Puedo hacer algo para ayudar?


—No, lo tengo controlado —dijo—. Pero me gustaría dejar la sesión de adiestramiento para otro día, si te parece bien.


—Claro, desde luego —se apresuró a decir ella. Siempre que alguien mencionaba un accidente de coche, un escalofrío recorría su espalda. Sentía empatía ante cualquier tipo de desgracia—. No te preocupes. Ve con Rhonda.


«Quienquiera que sea», añadió para sí.


No sabía si Pedro estaba hablando de una amistad, un miembro de su familia o, tal vez, una novia o alguien incluso más importante. Lo que sabía con certeza era que el hecho en sí sonaba terrible y que lo sentía mucho por él.


No pudo sino asombrarse de que él se hubiera acordado del adiestramiento de Jonathan en un momento como ese. O el hombre tenía un corazón enorme, o había algo raro en el asunto.


—De verdad espero que salga adelante, Pedro —le dijo con toda sinceridad.


Siguió un silencio al otro lado de la línea. Estaba a punto de pensar que ya no tenía conexión, cuando oyó la respuesta de Pedro.


—Sí, yo también.


—Hazme saber cómo está —dijo Paula—, solo si tienes oportunidad —añadió. No quería parecer pesada o insistente en esas circunstancias.


—Sí, claro.


Podían ser imaginaciones suyas, pero Paula pensó que su voz sonaba extraña, confusa tal vez.


—Tengo que irme —añadió él con tono grave y urgente. 


Después, cortó la comunicación.


Paula se quedó mirando el teléfono móvil un momento, aunque ya no había nadie al otro lado de la línea.


—Parece que estaremos solos tú y yo, Jonathan —dijo. El labrador soltó un ladrido agudo, como si estuviera de acuerdo.


Paula dejó el móvil en la mesita de café y fue a la cocina a comprobar si tenía algún mensaje en el contestador. Tal vez el propietario del perro había visto sus carteles y había llamado para recuperarlo.


Tenía tres llamadas. Se quedó mirando la luz parpadeante, planteándose la posibilidad de borrar los mensajes sin escucharlos. Así no tendría que contestar a la llamada.


«Venga, Paula, no puedes utilizar la ignorancia como excusa. Estabas deseando librarte de don Bola de Pelo cuando lo encontraste, ¿recuerdas? No habrías colgado esos carteles si no fuera así».


Lo cierto era que había cambiado de opinión en las últimas horas. En realidad, había ido cambiando día a día, de forma gradual. A pesar de los problemas que ocasionaba el perrito en su vida, no tenía ganas de entregárselo a un desconocido, ni de perderlo de vista para siempre.


Paula movió la cabeza. Era asombroso lo rápido que se había acostumbrado a tener a otra criatura ocupando su espacio.


—Estás encariñándote otra vez, Paula —se recriminó—. Sabes que eso es algo que pretendías evitar.


Pero, lo quisiera o no, ya era oficial. Miró al perrito. Le gustaba ese montón de pelo que no dejaba de moverse. Le gustaba mucho.


—Bueno, ¿qué quieres hacer antes? —le preguntó a Jonathan.


Ensanchó los ojos al ver que alzaba el rabo de esa forma peculiar que hacía que pareciese un paréntesis. Recordó que solo ocurría cuando quería eliminar residuos de su cuerpo.


—Oh, no, no, no —clamó.


Lo agarró del collar, no tenía tiempo de buscar la correa, y lo llevó rápidamente a la parte trasera de la casa, que daba al jardín.


—¡Aguanta, aguanta, aguanta! —repitió hasta que estuvieron afuera. En cuanto calló, el perrito hizo lo que tenía que hacer. Paula habría preferido que hubiera esperado hasta llegar a la hierba, pero, sin duda, el suelo de cemento de la terraza era mucho más apropiado que la moqueta o el suelo de mármol de la cocina.


—¿Has terminado? —le preguntó al perro. En respuesta, el perro trotó hacia la puerta corredera de cristal, reclamando volver a entrar en la casa—. Vale, me tomaré eso como un sí. Pero quiero que avises en cuanto sientas urgencia de librarte del desayuno o de todos esos premios que has conseguido que te diera en el parque.


Actuando como si su ama hubiera dejado de hablar, en vez de estar dándole instrucciones, Jonathan empezó a olisquear los rincones de la casa, dejando claro que buscaba comida.


Podía meter la nariz en casi cualquier sitio, incluso bajo los armarios de la cocina. Allí solía haber migas y Jonathan andaba en su busca.


—No vas a encontrar nada —le advirtió Paula—. Tengo la casa muy limpia, y eso significa que no quiero que sueltes pelusas por todas partes. Tengo mejores cosas que hacer que pasar la aspiradora dos veces al día —se volvió hacia la despensa—. Venga, te daré la cena; después agradecería que te tumbaras junto al sofá y te durmieras.


Primero sirvió la comida de Jonathan, después fue a prepararse algo para ella.


Por el rabillo del ojo, vio al perrito dar cuenta de su comida en un santiamén. Luego, se sentó junto a sus pies, esperando que dejara caer algo al suelo o se compadeciera lo suficiente para compartir su cena con él.


—Puedes mirarme cuanto quieras con esos enormes y tristes ojos de perrito —dijo con firmeza—. No va a ocurrir. Mientras sea yo quien cuide de ti, no te convertirás en un perro gordo y pedigüeño.


Jonathan no dio la menor indicación de entenderla o agradecer que se preocupara de su salud. Parecía haberse convertido en un estómago andante, dispuesto a vender su alma perruna por una migaja de comida.


Paula tenía toda la intención de mantenerse firme. Aguantó cuanto pudo, mirando hacia cualquier lado menos a él mientras comía. Pero sentía la patética mirada de Jonathan clavada en ella. Descubrió, a su pesar, que no podía resistirse indefinidamente.


Con un suspiro, rompió un trocito del sándwich que estaba comiendo y lo puso en el suelo, ante Jonathan. Desapareció en su boca antes de que ella volviera a incorporarse. Paula movió la cabeza con incredulidad.


—No me gustaría estar en una isla desierta con especímenes como tú. A los dos días empezarías a verme como un montón de chuletas crudas.


Jonathan ladró y ella estuvo segura de que expresaba su aprobación.


Tras recoger los dos platos y el cuenco que había usado, Paula descubrió que estaba demasiado inquieta para irse a la cama, e incluso para ver algún inane programa televisivo con la esperanza de que le entrara el sueño.


Era domingo por la noche y, por norma, no emitían nada que mereciera la pena en ninguno de los innumerables canales que recibía por cable.


Aun así, encendió la televisión para paliar el silencio mientras fregaba los cacharros.


Sin nada interesante que ver y con su nuevo compañero de cuatro patas dormido en un rincón,Paula decidió hacer lo habitual en ella cuando necesitaba relajarse.


Hornear algo.


Empezó sacando todo lo que podía servir para hacer pastas y alineó los contenedores, cajas y tarros en un extremo de la encimera. Tras ver con lo que contaba,Paula decidió qué hacer.


Iba por la tercera tanda de pastas de estilo bávaro, que eran bajas en calorías, para demostrar que las pastas no necesariamente engordaban, cuando sonó el timbre de la puerta.


El perro alzó la cabeza de inmediato. En medio segundo pasó del sueño al estado de alerta.


—Mantén la pose, puede que te necesite —le dijo a Jonathan, limpiándose las manos.


Fue hacia la puerta, seguida por su peluda sombra. No perdió el tiempo diciéndole que se quedara quieto. Tenerlo a su lado le proporcionaba un aura de seguridad que hacía tiempo que echaba en falta. Mentalmente, cruzó los dedos y deseó que no fuera alguien que llegaba a reclamar al perrito.


—¿Quién es y qué quiere? —preguntó, en vez de mirar por la mirilla que, a su juicio, distorsionaba la imagen de quien estaba al otro lado de la puerta.


—Pedro Alfonso, y quiero disculparme.


El corazón de Paula se desbocó. Abrió el cerrojo.


—Ya te has disculpado. ¿No te acuerdas? —preguntó, abriendo la puerta—. Cuando llamaste para decir que no vendrías, te disculpaste.


Él sí se acordaba, pero no le había parecido suficiente. 


Además, después de por lo que había pasado, no quería volver de inmediato a su casa vacía. Quería ver un rostro amigable, hablar con alguien y relajarse en compañía. Lo sorprendía que le apeteciera precisamente eso, porque, hacia el final, librarse de su relación con Irene había supuesto un gran alivio.


Pero Paula no era Irene.


—Quiero pedir disculpas otra vez. Y sigo siendo Pedro Alfonso —añadió con voz risueña.


—Ni siquiera hacía falta que te disculparas la primera vez —apuntó ella—. Fue agradable que pensaras en hacerlo, pero lo habría entendido. Tenías una crisis de la que ocuparte. Por cierto, ¿cómo está?


—Mejor de lo que esperaba. Parece que va a salir adelante —dijo él, asintiendo con la cabeza.


Había habido un momento muy crítico. No era la primera operación que realizaba, pero sí la más difícil, a pesar de tener mucha experiencia como voluntario en refugios para animales. La setter irlandés, de cinco años, había requerido una cirugía muy delicada.


—Es una gran noticia —dijo Paula, genuinamente complacida. Tuvo que alzar la voz, porque Jonathan había decidido participar en la conversación. Obviamente, tenía la sensación de que lo estaban ignorando, sobre todo el hombre que tanto le gustaba—. Pero ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar en el hospital con ella?


Pedro se agachó para rascar al perrito detrás de las orejas. Jonathan, en estado de puro éxtasis, se revolcó por el suelo.


—En circunstancias normales, habría pasado la noche allí, pero está Lara —explicó Pedro—. Se ofreció voluntaria para este turno. Y puede llamarme si ocurre algo.


A Paula le pareció una forma muy extraña de exponer la situación.


—¿Lara? —repitió en voz alta. Se preguntó cuántas mujeres había en la vida de ese hombre.


—Sí —Pedro comprendió que seguramente no había presentado a Paula a todo el personal cuando estuvo en la clínica—. Es una de las auxiliares. La conociste el otro día cuando llevaste a Jonny a la clínica.


El cerebro de Paula se paró en seco. Alzó la mano para que él callara un momento. Necesitaba aclarar tanto su mente como los hechos.


—¿Una de tus auxiliares veterinarias está vigilando a Rhonda? —preguntó con incredulidad, intentando descifrar lo que Pedro decía.


—Sí. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? —preguntó, 
desconcertado por la expresión de Paula—. Tampoco es como si fuera la primera vez.


Paula decidió que la única forma de aclarar las cosas era hacer algunas preguntas básicas.


—¿Cuál es tu relación con Rhonda? Sé que no es asunto mío, pero tengo la impresión de que estamos hablando de cosas que…


—Espera —ordenó él—. Retrocede —no estaba seguro de haberla oído bien. O tal vez sí—. ¿Qué acabas de preguntarme?


Paula pensó que estaba enfadado por su curiosidad. No quería poner en peligro su relación con Pedro. Necesitaba que la ayudara con el cachorro.


—Perdona. Supongo que te parezco entrometida —dijo—. Solo intentaba aclarar las cosas, pero, si no quieres hablarme sobre Lara, o Rhonda, estás en tu derecho y yo…


Pedro se dio cuenta de que el malentendido se les estaba yendo de las manos. La única forma de impedir que la bola de nieve se convirtiera en un alud incontrolable era soltar la verdad de un tirón, lo antes posible.


—Rhonda es la setter irlandés de mi vecino —aclaró—. Josh me llamó con un ataque de pánico cuando conducía hacia tu casa, para decirme que un conductor errático había golpeado a Rhonda y no había parado. Estaba viva pero había perdido mucha sangre. No pude decirle que no.


«¿Rhonda es una perra?». Paula vio la pregunta en su mente, escrita con letras mayúsculas. La oleada de alivio que sintió fue abrumadora, pero decidió no analizarla de momento. No estaba preparada para eso aún.


—Claro que no podías —ratificó.


Lo dijo con tanta fiereza que Pedro pensó que se burlaba de él. Pero le bastó una mirada a sus ojos para saber que hablaba en serio. Y, además, estaba adorable al hacerlo.


Mucho después, Pedro comprendió que su camino sin retorno había empezado en ese mismo minuto.


Igual que empezó el de ella.


Para Paula, fue al darse cuenta de que el hombre que la estaba ayudando a adiestrar a Jonathan no era solo amable cuando le convenía serlo, o cuando intentaba ganar puntos con una mujer a la que acababa de conocer y por quien parecía sentirse moderadamente atraído. El punto sin retorno para ella, cuando supo que ya no podía cerrarle su corazón, llegó al descubrir que Pedro carecía de egoísmo, sobre todo en cuanto a los animales que lo necesitaban.


Su corazón se puso a la venta y el hombre que tenía delante lo compró en ese mismo instante.


De repente, Pedro inspiró profundamente.


—¿Qué es ese fantástico olor? —fue una pregunta retórica, porque estaba casi seguro de conocer la respuesta.


Paula esbozó una sonrisa tan amplia que tuvo la sensación de que su rostro iba a partirse en dos.


—¿Por qué no vienes y lo compruebas tú mismo? —giró sobre los talones y fue hacia la pequeña cocina. No se dio cuenta de que andaba casi a saltitos.


Pero Pedro sí lo notó.


La compacta cocina contaba con una isla central, pequeña pero lo bastante grande para acomodar dos de las tres bandejas de pastas que Paula había preparado. La tercera seguía en el horno.


Cuanto más se acercaba, más se acentuaba el aroma. 


Pedro se transformó en un niño que entrara en su tienda de caramelos favorita.


—¿Son las mismas pastas que hiciste el otro día? —preguntó, con apetito.


—Algunas sí, otras no. Me gusta mezclar.


Las pastas aún estaban calientes y emitían un canto de sirena que hipnotizaba a Pedro.


—¿Son todas para el trabajo? —preguntó, rodeando la isla lentamente, sin dejar de mirar las bandejas.


—No, son para mí —corrigió ella—. No para comérmelas —aclaró—. Cocinar me relaja. Suelo regalarlas cuando acabo —señaló las bandejas—. ¿Te gustaría probar una?


Antes de que hiciera la pregunta, Pedro ya había aceptado la oferta que suponía iba a hacerle.