viernes, 20 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 12





Paula pulsó la banda verde que aceptaba la llamada.


—¿Hola?


—Paula, hola, soy Pedro —la voz grave que sonó al otro lado del teléfono pareció envolverla y llenar el aire que la rodeaba—. Me temo que ha habido un cambio de planes. No voy a poder ir a tu casa.


—Eso ya lo había imaginado —le dijo con tono despreocupado, para ocultar la decepción que sentía. 


Aunque había aceptado que no lo vería esa tarde, no podía negar que había sentido cierta esperanza al ver que era él quien llamaba.


Normalmente, Pedro lo habría dejado así y se habría despedido sin más explicaciones. Pero esa vez no quería hacerlo.


Siempre había sido honesto consigo mismo y tenía que admitir que no se trataba de una situación normal. No para él. No sabía por qué, pero quería salvaguardar todas su opciones, por si acaso.


—Un coche a atropellado a Rhonda —dijo.


—Oh, cielos, eso es terrible —la compasión de Paula saltó a primer plano, borrando cualquier otra emoción, a pesar de que el nombre no significaba nada para ella. Pedro no había mencionado a la mujer antes, pero era obvio que significaba mucho para él—. ¿Puedo hacer algo para ayudar?


—No, lo tengo controlado —dijo—. Pero me gustaría dejar la sesión de adiestramiento para otro día, si te parece bien.


—Claro, desde luego —se apresuró a decir ella. Siempre que alguien mencionaba un accidente de coche, un escalofrío recorría su espalda. Sentía empatía ante cualquier tipo de desgracia—. No te preocupes. Ve con Rhonda.


«Quienquiera que sea», añadió para sí.


No sabía si Pedro estaba hablando de una amistad, un miembro de su familia o, tal vez, una novia o alguien incluso más importante. Lo que sabía con certeza era que el hecho en sí sonaba terrible y que lo sentía mucho por él.


No pudo sino asombrarse de que él se hubiera acordado del adiestramiento de Jonathan en un momento como ese. O el hombre tenía un corazón enorme, o había algo raro en el asunto.


—De verdad espero que salga adelante, Pedro —le dijo con toda sinceridad.


Siguió un silencio al otro lado de la línea. Estaba a punto de pensar que ya no tenía conexión, cuando oyó la respuesta de Pedro.


—Sí, yo también.


—Hazme saber cómo está —dijo Paula—, solo si tienes oportunidad —añadió. No quería parecer pesada o insistente en esas circunstancias.


—Sí, claro.


Podían ser imaginaciones suyas, pero Paula pensó que su voz sonaba extraña, confusa tal vez.


—Tengo que irme —añadió él con tono grave y urgente. 


Después, cortó la comunicación.


Paula se quedó mirando el teléfono móvil un momento, aunque ya no había nadie al otro lado de la línea.


—Parece que estaremos solos tú y yo, Jonathan —dijo. El labrador soltó un ladrido agudo, como si estuviera de acuerdo.


Paula dejó el móvil en la mesita de café y fue a la cocina a comprobar si tenía algún mensaje en el contestador. Tal vez el propietario del perro había visto sus carteles y había llamado para recuperarlo.


Tenía tres llamadas. Se quedó mirando la luz parpadeante, planteándose la posibilidad de borrar los mensajes sin escucharlos. Así no tendría que contestar a la llamada.


«Venga, Paula, no puedes utilizar la ignorancia como excusa. Estabas deseando librarte de don Bola de Pelo cuando lo encontraste, ¿recuerdas? No habrías colgado esos carteles si no fuera así».


Lo cierto era que había cambiado de opinión en las últimas horas. En realidad, había ido cambiando día a día, de forma gradual. A pesar de los problemas que ocasionaba el perrito en su vida, no tenía ganas de entregárselo a un desconocido, ni de perderlo de vista para siempre.


Paula movió la cabeza. Era asombroso lo rápido que se había acostumbrado a tener a otra criatura ocupando su espacio.


—Estás encariñándote otra vez, Paula —se recriminó—. Sabes que eso es algo que pretendías evitar.


Pero, lo quisiera o no, ya era oficial. Miró al perrito. Le gustaba ese montón de pelo que no dejaba de moverse. Le gustaba mucho.


—Bueno, ¿qué quieres hacer antes? —le preguntó a Jonathan.


Ensanchó los ojos al ver que alzaba el rabo de esa forma peculiar que hacía que pareciese un paréntesis. Recordó que solo ocurría cuando quería eliminar residuos de su cuerpo.


—Oh, no, no, no —clamó.


Lo agarró del collar, no tenía tiempo de buscar la correa, y lo llevó rápidamente a la parte trasera de la casa, que daba al jardín.


—¡Aguanta, aguanta, aguanta! —repitió hasta que estuvieron afuera. En cuanto calló, el perrito hizo lo que tenía que hacer. Paula habría preferido que hubiera esperado hasta llegar a la hierba, pero, sin duda, el suelo de cemento de la terraza era mucho más apropiado que la moqueta o el suelo de mármol de la cocina.


—¿Has terminado? —le preguntó al perro. En respuesta, el perro trotó hacia la puerta corredera de cristal, reclamando volver a entrar en la casa—. Vale, me tomaré eso como un sí. Pero quiero que avises en cuanto sientas urgencia de librarte del desayuno o de todos esos premios que has conseguido que te diera en el parque.


Actuando como si su ama hubiera dejado de hablar, en vez de estar dándole instrucciones, Jonathan empezó a olisquear los rincones de la casa, dejando claro que buscaba comida.


Podía meter la nariz en casi cualquier sitio, incluso bajo los armarios de la cocina. Allí solía haber migas y Jonathan andaba en su busca.


—No vas a encontrar nada —le advirtió Paula—. Tengo la casa muy limpia, y eso significa que no quiero que sueltes pelusas por todas partes. Tengo mejores cosas que hacer que pasar la aspiradora dos veces al día —se volvió hacia la despensa—. Venga, te daré la cena; después agradecería que te tumbaras junto al sofá y te durmieras.


Primero sirvió la comida de Jonathan, después fue a prepararse algo para ella.


Por el rabillo del ojo, vio al perrito dar cuenta de su comida en un santiamén. Luego, se sentó junto a sus pies, esperando que dejara caer algo al suelo o se compadeciera lo suficiente para compartir su cena con él.


—Puedes mirarme cuanto quieras con esos enormes y tristes ojos de perrito —dijo con firmeza—. No va a ocurrir. Mientras sea yo quien cuide de ti, no te convertirás en un perro gordo y pedigüeño.


Jonathan no dio la menor indicación de entenderla o agradecer que se preocupara de su salud. Parecía haberse convertido en un estómago andante, dispuesto a vender su alma perruna por una migaja de comida.


Paula tenía toda la intención de mantenerse firme. Aguantó cuanto pudo, mirando hacia cualquier lado menos a él mientras comía. Pero sentía la patética mirada de Jonathan clavada en ella. Descubrió, a su pesar, que no podía resistirse indefinidamente.


Con un suspiro, rompió un trocito del sándwich que estaba comiendo y lo puso en el suelo, ante Jonathan. Desapareció en su boca antes de que ella volviera a incorporarse. Paula movió la cabeza con incredulidad.


—No me gustaría estar en una isla desierta con especímenes como tú. A los dos días empezarías a verme como un montón de chuletas crudas.


Jonathan ladró y ella estuvo segura de que expresaba su aprobación.


Tras recoger los dos platos y el cuenco que había usado, Paula descubrió que estaba demasiado inquieta para irse a la cama, e incluso para ver algún inane programa televisivo con la esperanza de que le entrara el sueño.


Era domingo por la noche y, por norma, no emitían nada que mereciera la pena en ninguno de los innumerables canales que recibía por cable.


Aun así, encendió la televisión para paliar el silencio mientras fregaba los cacharros.


Sin nada interesante que ver y con su nuevo compañero de cuatro patas dormido en un rincón,Paula decidió hacer lo habitual en ella cuando necesitaba relajarse.


Hornear algo.


Empezó sacando todo lo que podía servir para hacer pastas y alineó los contenedores, cajas y tarros en un extremo de la encimera. Tras ver con lo que contaba,Paula decidió qué hacer.


Iba por la tercera tanda de pastas de estilo bávaro, que eran bajas en calorías, para demostrar que las pastas no necesariamente engordaban, cuando sonó el timbre de la puerta.


El perro alzó la cabeza de inmediato. En medio segundo pasó del sueño al estado de alerta.


—Mantén la pose, puede que te necesite —le dijo a Jonathan, limpiándose las manos.


Fue hacia la puerta, seguida por su peluda sombra. No perdió el tiempo diciéndole que se quedara quieto. Tenerlo a su lado le proporcionaba un aura de seguridad que hacía tiempo que echaba en falta. Mentalmente, cruzó los dedos y deseó que no fuera alguien que llegaba a reclamar al perrito.


—¿Quién es y qué quiere? —preguntó, en vez de mirar por la mirilla que, a su juicio, distorsionaba la imagen de quien estaba al otro lado de la puerta.


—Pedro Alfonso, y quiero disculparme.


El corazón de Paula se desbocó. Abrió el cerrojo.


—Ya te has disculpado. ¿No te acuerdas? —preguntó, abriendo la puerta—. Cuando llamaste para decir que no vendrías, te disculpaste.


Él sí se acordaba, pero no le había parecido suficiente. 


Además, después de por lo que había pasado, no quería volver de inmediato a su casa vacía. Quería ver un rostro amigable, hablar con alguien y relajarse en compañía. Lo sorprendía que le apeteciera precisamente eso, porque, hacia el final, librarse de su relación con Irene había supuesto un gran alivio.


Pero Paula no era Irene.


—Quiero pedir disculpas otra vez. Y sigo siendo Pedro Alfonso —añadió con voz risueña.


—Ni siquiera hacía falta que te disculparas la primera vez —apuntó ella—. Fue agradable que pensaras en hacerlo, pero lo habría entendido. Tenías una crisis de la que ocuparte. Por cierto, ¿cómo está?


—Mejor de lo que esperaba. Parece que va a salir adelante —dijo él, asintiendo con la cabeza.


Había habido un momento muy crítico. No era la primera operación que realizaba, pero sí la más difícil, a pesar de tener mucha experiencia como voluntario en refugios para animales. La setter irlandés, de cinco años, había requerido una cirugía muy delicada.


—Es una gran noticia —dijo Paula, genuinamente complacida. Tuvo que alzar la voz, porque Jonathan había decidido participar en la conversación. Obviamente, tenía la sensación de que lo estaban ignorando, sobre todo el hombre que tanto le gustaba—. Pero ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar en el hospital con ella?


Pedro se agachó para rascar al perrito detrás de las orejas. Jonathan, en estado de puro éxtasis, se revolcó por el suelo.


—En circunstancias normales, habría pasado la noche allí, pero está Lara —explicó Pedro—. Se ofreció voluntaria para este turno. Y puede llamarme si ocurre algo.


A Paula le pareció una forma muy extraña de exponer la situación.


—¿Lara? —repitió en voz alta. Se preguntó cuántas mujeres había en la vida de ese hombre.


—Sí —Pedro comprendió que seguramente no había presentado a Paula a todo el personal cuando estuvo en la clínica—. Es una de las auxiliares. La conociste el otro día cuando llevaste a Jonny a la clínica.


El cerebro de Paula se paró en seco. Alzó la mano para que él callara un momento. Necesitaba aclarar tanto su mente como los hechos.


—¿Una de tus auxiliares veterinarias está vigilando a Rhonda? —preguntó con incredulidad, intentando descifrar lo que Pedro decía.


—Sí. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? —preguntó, 
desconcertado por la expresión de Paula—. Tampoco es como si fuera la primera vez.


Paula decidió que la única forma de aclarar las cosas era hacer algunas preguntas básicas.


—¿Cuál es tu relación con Rhonda? Sé que no es asunto mío, pero tengo la impresión de que estamos hablando de cosas que…


—Espera —ordenó él—. Retrocede —no estaba seguro de haberla oído bien. O tal vez sí—. ¿Qué acabas de preguntarme?


Paula pensó que estaba enfadado por su curiosidad. No quería poner en peligro su relación con Pedro. Necesitaba que la ayudara con el cachorro.


—Perdona. Supongo que te parezco entrometida —dijo—. Solo intentaba aclarar las cosas, pero, si no quieres hablarme sobre Lara, o Rhonda, estás en tu derecho y yo…


Pedro se dio cuenta de que el malentendido se les estaba yendo de las manos. La única forma de impedir que la bola de nieve se convirtiera en un alud incontrolable era soltar la verdad de un tirón, lo antes posible.


—Rhonda es la setter irlandés de mi vecino —aclaró—. Josh me llamó con un ataque de pánico cuando conducía hacia tu casa, para decirme que un conductor errático había golpeado a Rhonda y no había parado. Estaba viva pero había perdido mucha sangre. No pude decirle que no.


«¿Rhonda es una perra?». Paula vio la pregunta en su mente, escrita con letras mayúsculas. La oleada de alivio que sintió fue abrumadora, pero decidió no analizarla de momento. No estaba preparada para eso aún.


—Claro que no podías —ratificó.


Lo dijo con tanta fiereza que Pedro pensó que se burlaba de él. Pero le bastó una mirada a sus ojos para saber que hablaba en serio. Y, además, estaba adorable al hacerlo.


Mucho después, Pedro comprendió que su camino sin retorno había empezado en ese mismo minuto.


Igual que empezó el de ella.


Para Paula, fue al darse cuenta de que el hombre que la estaba ayudando a adiestrar a Jonathan no era solo amable cuando le convenía serlo, o cuando intentaba ganar puntos con una mujer a la que acababa de conocer y por quien parecía sentirse moderadamente atraído. El punto sin retorno para ella, cuando supo que ya no podía cerrarle su corazón, llegó al descubrir que Pedro carecía de egoísmo, sobre todo en cuanto a los animales que lo necesitaban.


Su corazón se puso a la venta y el hombre que tenía delante lo compró en ese mismo instante.


De repente, Pedro inspiró profundamente.


—¿Qué es ese fantástico olor? —fue una pregunta retórica, porque estaba casi seguro de conocer la respuesta.


Paula esbozó una sonrisa tan amplia que tuvo la sensación de que su rostro iba a partirse en dos.


—¿Por qué no vienes y lo compruebas tú mismo? —giró sobre los talones y fue hacia la pequeña cocina. No se dio cuenta de que andaba casi a saltitos.


Pero Pedro sí lo notó.


La compacta cocina contaba con una isla central, pequeña pero lo bastante grande para acomodar dos de las tres bandejas de pastas que Paula había preparado. La tercera seguía en el horno.


Cuanto más se acercaba, más se acentuaba el aroma. 


Pedro se transformó en un niño que entrara en su tienda de caramelos favorita.


—¿Son las mismas pastas que hiciste el otro día? —preguntó, con apetito.


—Algunas sí, otras no. Me gusta mezclar.


Las pastas aún estaban calientes y emitían un canto de sirena que hipnotizaba a Pedro.


—¿Son todas para el trabajo? —preguntó, rodeando la isla lentamente, sin dejar de mirar las bandejas.


—No, son para mí —corrigió ella—. No para comérmelas —aclaró—. Cocinar me relaja. Suelo regalarlas cuando acabo —señaló las bandejas—. ¿Te gustaría probar una?


Antes de que hiciera la pregunta, Pedro ya había aceptado la oferta que suponía iba a hacerle.





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